Dentro del subgénero de los muñecos malditos, Chucky no sólo sobresalió por sobre el resto sino que ascendió al Monte Olimpo de los íconos del terror, como Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger. Una exitosa -y mortífera- trayectoria que empezó en 1988, con el estreno de Chucky: El muñeco diabólico, y se extendió durante seis secuelas, con novia e hijo incluidos. Al igual que sus colegas asesinos de la pantalla grande, también fue objeto de una remake, pero a diferencia de la mayoría, corrió con mejor suerte. El muñeco diabólico repite la premisa original: una mujer le regala a su hijo un muñeco de moda que pronto se revela como un asesino psicópata. También se respetan los nombres de varios de los personajes, empezando por Andy, el chico en cuestión. Pero las similitudes terminan ahí. Chucky ya no es un juguete poseído por el asesino serial Charles Lee Ray (Brad Dourif) sino un robot programado para satisfacer las necesidades del joven Andy (Gabriel Bateman). Más que un simple pedazo de plástico para pasar el rato, este muñeco se comporta como un niño más, como el amigo que el solitario Andy necesitaba: un socio para hacer bromas, un confidente… Pero los circuitos de Chucky fueron alterados, de modo que la necesidad de satisfacer a su fiel compañero lo lleva a desarrollar conductas cada vez más violentas. La película es audaz desde su intensión de no repetir lo hecho treinta años atrás y de separarse de una mitología apreciada por los fanáticos. Consigue hacer su propio camino, como Rob Zombie con Halloween y Luca Guadagnino con Suspiria. Pero los hallazgos no terminan ahí. Como ahora la trama incluye ciencia ficción, el director noruego Lars Klevberg y su equipo mezcla el subgénero de los muñecos malditos y el de la inteligencia artificial fuera de control, que sigue teniendo como máximo referente a HAL 9000 de 2001: Odisea del espacio. Además de ser él mismo una máquina, este nuevo Chucky puede almacenar audios (incluyendo de asesinatos) y, cual sistema Alexa, manipular a distancia aparatos electrónicos y otros artefactos. Klevberg también sabe combinar thiller psicológico y comedia, logrando situaciones hilarantes que no estropean un clima de terror creciente, provisto de generosas dosis de sangre y violencia. Eso sí, no escapa a la moda de agregar nostalgia por los ’80, pero incluso esos tópicos están incorporados de tal manera que funcionan en la historia. De hecho, El muñeco diabólico puede ser vista como una versión tenebrosa de E.T., el extraterrestre (no es la única creación de Steven Spielberg a la que alude). De la deliciosa ensalada de ideas también emerge una sátira sobre el mundo actual, invadido por el marketing (algo de esto ya figuraba en el film del ‘88), dependiente de la tecnología (hasta los muñecos Buddi forman parte de una megacorporación), y muestra cómo puede ser interpretada la violencia que se muestra en la cultura popular (el cine, la música). De paso, es posible hallar alguna connotación política estadounidense, en el exterior y dentro de su propio territorio. Otro factor clave de la película reside en los personajes, muy bien trabajados desde el guión y la interpretación del elenco. Aubrey Plaza le saca el jugo a Karen, la madre soltera que debe lidiar con un hijo incomprendido, un amante y un homicida diminuto. Gabriel Bateman se destaca como un Andy un poco mayor que su predecesor, y más complejo. Pero la atención estaba puesta en el mismísimo Chucky. Sus nuevas facciones tal vez no hagan olvidar la que ya muchos conocen, pero más difícil parecía darle un giro a la voz frenética y siniestra de Dourif. Sin embargo, Mark Hamill lo consigue mediante un enfoque distinto: suena como un tío amigable incluso en las escenas más aterradoras, lo que potencia el elemento aterrador. El muñeco diabólico triunfa como remake, triunfa como mezcla de subgéneros, triunfa como sátira y triunfa como fábula sobre el lado oscuro de la amistad.
En un país donde cada vez se hace más difícil filmar, donde a los cineastas les cuesta construir una carrera, Matías Szulanski viene armando una filmografía silenciosa pero no por eso poco interesante. Reemplazo incompleto, Pendeja, payasa y gorda, Recetas para microondas y En peligro son sus películas como director (y en apenas tres años), a las que ahora se suma Astrogauchos. Estamos en 1966. Emilio Castillo (Ezequiel Tronconi) parece tenerlo todo. Es joven, da clases en una universidad, heredó una fortuna familiar que le permite vivir sin sobresaltos, lo acompaña una bella novia (Laura Laprida) y su ascendente carrera como científico incluye un plan ambicioso: desarrollar un programa espacial para que Argentina pueda llegar a la Luna. Un sueño que le permitiría ser un pionero, por encima de las propuestas estadounidenses y soviéticas. Emilio consigue apoyo de un político, y hasta se le ofrecen todos los recursos económicos a disposición. Acepta sabiendo que su cargo será inferior al que pretendía, en lo que será el comienzo de una interminable catarata de problemas. Esta comedia funciona a partir de situaciones absurdas que termina padeciendo Emilio (incluso desde el principio sostiene que los rusos le robaron la idea del satélite Sputnik). Un verdadero festival de malas decisiones y pésima suerte, donde el protagonista debe soportar que continuamente le impidan ingresar a las instalaciones donde construyen un cohete diseñado por él, y presenciar cómo los obreros dan vueltas por ahí o se pongan a hacer un asado, y escuchar cómo su superior planea utilizar buena parte del dinero para financiar películas con gauchos espaciales -atención al título que se le ocurrió- y descubrir secretos de su propio hogar. Szulanski logra complementar el tono de esta historia con una visión de los ’60 más propia de las películas pasatistas del momento, con colores y canciones pop. Ezequiel Tronconi sabe cómo componer antihéroes urbanos. Aquí le da cuerpo a un individuo de aspecto sencillo pero con su cuota de soberbia y de oscuridad, que aprende duras lecciones desde lo personal, lo sentimental y lo profesional. Por su parte, Laura Laprida (que lleva un parche en un ojo durante todo el tiempo) se luce en más de una escena, sintonizando con la búsqueda del film. Alberto Suárez se roba cada una de sus apariciones como el mecenas de Emilio, y también se destacan Alejandro Jovic (habitual compañero de Tronconi en otras películas y series) y la sensual María Eugenia Rigón como una científica. Astrogauchos garantiza carcajadas, pero también deja pensando sobre las consecuencias de la burocracia, la desidia, y también acerca de los merecimientos.
La vida en la cárcel nunca fue ajena al cine. En materia de documentales, hay una nutrida cantidad de exponentes, que hacen foco en presidiarios o en el sistema carcelario en general, o para registrar algún aspecto, como The Mark of Cain, sobre los criminales rusos y sus tatuajes. Sin embargo, no sobresalen las producciones que estén centradas en otras figuras o acontecimientos ligadas a ese microcosmos. La visita rompe con los esquemas habituales al seguir son pausa a las esposas y familias de los presidiarios del penal de Sierra Chica. La cámara permanece junto a ellas desde el principio de lo que parece un ritual: la llegada en micro cada fin de semana, los saludos entre las distintas mujeres, las compras en un bar que ya es de confianza para las visitantes, la ansiedad, la alegría, el dolor, la perseverancia. Jorge Leandro Colás había dirigido los documentales Parador Retiro, Gricel y Los pibes. Luego de Barrefondo, su estupendo debut haciendo ficción, regresa con un nuevo documental de observación, que incluye algunos testimonios frente a cámara. Una vez más se centra en la historia de la Argentina secreta, con honestidad, sin idealizar y sin emitir juicios, registrando cada detalle. Podemos conocer la historia de algunas de las mujeres (desde las más veteranas hasta las más nuevas), la amistad entre algunas de ellas, la espera junto a la puerta de la cárcel (incluso durante horarios incómodos y en días de temperatura inclemente), sus alegrías, su sentido del compromiso y del sacrificio. También presenta a personajes como en dueño del bar, ya un amigo y compinche de las visitantes, proveyéndolas de comida y bebida. Un aspecto fundamental es que Colás se queda con las familias y fuera del penal, y nunca con los presidiarios, de modo que nunca se pierde el foco del documental. Otro logro del director es darle una potencia dramática a cada escena, en base a una puesta en escena cuidada, lo más próxima al cine de ficción. La visita muestra un costado poco visible de la vida en la cárcel, y sin necesidad de internarse en sus pasillos. Muestra la intimidad de las esposas, las novias, las abuelas, las hermanas, la familia de quienes cumplen condena, y el nivel de fidelidad que denota un genuino amor.
Durante el esplendor del denominado Nuevo Cine Argentino, surgido a fines de los ´90, apareció una película con un talento prometedor: Modelo 73, de Rodrigo Moscoso. Filmada en su Salta natal, contaba las andanzas de un grupo de amigos que compran un Chevy para impresionar a una chica. El film vio la luz en 2001, y desde entonces Moscoso no volvió a ponerse detrás de cámara de un largometraje. Hasta ahora: Badur Hogar marca su regreso. Un regreso en muy buena forma. Juan Badur (Javier Flores) no es lo que el común de la sociedad denominaría un triunfador. Próximo a los 40 años, vive con sus padres y, junto a un amigo, se las arreglan trabajando como limpiadores de piletas. Atrás parece haber quedado su faceta como conductor de un programa de radio. Su único refugio es Badur Hogar, negocio familiar antes lleno de esplendor y hoy cerrado, las ventanas cubiertas de diarios viejos, los productos dignos de otros tiempos. Pero en un mismo período de días se reencuentra con Martín (Daniel Elías), su exitoso amigo de la secundaria; descubre que tiene un problema de salud y debe ser operado de urgencia, y conoce a Luciana (Bárbara Lombardo), una porteña que se volverá su novia. Demasiadas cosas juntas al mismo tiempo, con el añadido de que algunas mentiras pueden traerle problemas. Al igual que Modelo 73, Moscoso presenta un nuevo coming of age, más maduro, con decisiones más fuertes en juego. Se acerca a Casa propia, de Rosendo Ruiz, ya que se enfoca en la vida de un treintañero avanzado, sus sueños truncos, sus vínculos sentimentales sus dificultades para independizarse, pero lo hace en clave de comedia con momentos románticos y dramáticos. Si bien la historia transcurre en un barrio salteño de clase media y consigue plasmar la idiosincrasia de ese ámbito (con guiño al universo de Lucrecia Martel incluido), tiene un carácter universal que la vuelve accesible. Los personajes, aun cuando suelen incurrir en el engaño, poseen un gran corazón y sólo actúan así por vergüenza, para no sentirse menos frente a los que parecen tener un mejor pasar. Que etas cuestiones nunca estén subrayadas es otro mérito del director. Javier Flores consigue la empatía inmediata en su interpretación de Juan, que puede ser simpático, galán y también introvertido; un individuo estancado, como el negocio de la familia. Bárbara Lombardo se luce como Luciana, un rol tan fresco y tan complejo como el del protagonista. El elenco secundario es igual de destacable, pero vale detenerse en Cástulo Guerra. Luego de una larga carrera como actor en Hollywood, donde intervino como actor de reparto en Terminator 2, Los sospechosos de siempre y La mexicana, vuelve a Salta para encarnar al padre de Juan, que también carga con sus deseos y pesares. Badur Hogar confirma el talento de Rodrigo Moscoso y ofrece una nueva visión sobre los problemas de los jóvenes adultos de la actualidad.
José Martínez Suárez es conocido por ser, desde 2008, el director del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y sobre todo, como el hermano de Mirtha Legrand. Sin embargo, supo ser el director de cinco films tan geniales como injustamente olvidados: El crack, Dar la cara, Los chantas, Los muchachos de antes no usaban arsénico y Noches sin lunas ni soles. Películas en las que combinaba lo mejor de la época dorada del cine argentino (donde se formó profesionalmente) y lo mejor de la Generación del 60, con sus escenarios y personajes más cotidianos. Justamente la que ilustra más abiertamente esa impronta es Los muchachos de antes no usaban arsénico. Estrenada en 1976, es una comedia negra que sigue siendo atípica en la producción cinematográfica nacional. La historia de un grupo de ancianos que supo tener épocas de gloria (sobre todo, en la industria del cine) y ahora ve peligrar lo único que les queda, no tuvo demasiada suerte en el momento de su estreno (en buena parte, porque coincidió con los primeros días de la última dictadura militar), pero luego se transformó en una pieza de culto. Juan José Campanella -otrora alumno de Martínez Suárez- comenzó a preparar una nueva versión en los ’90, que finalmente llegó ahora con el título de El cuento de las comadrejas. En una mansión campestre, alejada de la ciudad, alejada de todo, viven cuatro ancianos: Mara Ordaz (Graciela Borges), ex diva del cine; Pedro De Córdova (Luis Brandoni), ex actor y esposo de Mara; Norberto Imbert (Oscar Martínez), ex director de los mejores films con Mara, y Martín Saravia (Marcos Mundstock), ex guionista de aquellas obras. Ella todavía se siente una celebridad, mientras que ellos pasan sus días conversando, compartiendo juegos y exterminando alimañas. La rutina es interrumpida por la aparición de Bárbara Otamendi (Clara Lago) y Francisco Gourmand (Nicolás Francella), dos jóvenes que dicen ser admiradores de Mara, pero tienen intenciones de carácter inmobiliario. Mara queda entusiasmada por el cariño y por la posibilidad de volver al estrellato, pero Pedro, Norberto y Martín sospechan que hay algo raro en los jóvenes y se preparan para defender lo suyo. Campanella respeta la esencia de la historia y de los personajes del film original, que tenía un sabor a las producciones del estudio inglés Ealing (de hecho, cuando la remake iba a ser rodada en inglés, sonó el nombre de Alec Guinness, habitual de aquellos films). Y cuando el director introduce algunos cambios, mayormente funcionan. El principal es que ahora los cuatro ancianos formaban parte de la industria del cine -y no sólo la actriz y su marido, como antes-, de modo que los comentarios, las anécdotas y los bocadillos tienen que ver con cuestiones cinematográficas, incluyendo comentarios filosos entre sí. Otro cambio: mientras que en la película del 76 quien quería quedarse con la casa era una mujer (Bárbara Mujica), ahora son dos jóvenes decididamente inescrupulosos. La presencia de ambos también abre el abanico para chistes y contrastes entre una generación y otra. Los muchachos… era una película con el sello de Martínez Suárez, afecto a contar historias de antihéroes que, aun cuando incurren en actividades ilegales, tienen la suficiente humanidad como para generar empatía. Todos, a su manera, son sobrevivientes de un mundo que no los entiende y se vuelve opresivo. El cuento… aun tiene eso, y pese al humor negro, a los momentos de oscuridad, también es posible encontrar las constantes de Campanella: los personajes luchan por ser fieles a sus sentimientos y preservar valores que parecen extinguirse (la familia, la amistad, los códigos), sin importar la amenaza de turno. Una vez más, el principal encanto de la historia reside en el elenco. Los ancianos del film original eran Mecha Ortiz, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici y Arturo García Buhr. Por el lado de los nuevos, Graciela Borges se impone por sobre sus colegas como una Norma Desmond del subdesarrollo, pero que termina despertando ternura. Por su parte, la química entre Brandoni, Martínez y Mundstock es lo suficientemente sólida como para generar momentos ingeniosos. Pero la gran sorpresa del elenco es Clara Lago; si bien ya cuenta con experiencia, incluso dentro del cine argentino (por su participación en Al final del túnel), aquí se luce como una muchacha que usa su sensualidad como complemento de su astucia para intentar ponerse a la par de sus víctimas. Por su parte, Nicolás Francella compone a un prototípico embaucador, valiéndose de gestos que recuerdan a los de su padre, Guillermo Francella, en su faceta cómica. El defecto más importante del film reside en los flashbacks, no por su inclusión sino por la manera poco lograda en la que fueron ejecutados. Sin embargo, no condicionan el resultado final. El cuento de las comadrejas es un muy interesante tributo a Los muchachos de antes no usaban arsénico (con algunas referencias a actores y todo), pero puede ser entendida y disfrutada por los recién llegados. Y sobre todo, sigue demostrando que una fuerte amistad -en cualquiera de sus formas- puede contra todo.
El subgénero conocido como giallo nunca se quedó en Italia, donde nació y se desarrolló gracias a directores como Mario Bava y Dario Argento. Fue tomado por cinematografías de distintas partes del mundo, y hoy goza de una importancia y un respeto impensandos hace décadas. En Argentina también pegó fuerte entre una generación de cineastas. Principalmente, a los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, quienes filmaron sus propios gialli: Sonno profondo y Francesca. Una trilogía que cierra con el estreno de Abrakadabra. Lorenzo Mancini (Germán Baudino) es el mago del momento. Su carisma y sus trucos cautivan al público, sobre todo a las mujeres. Pero cuando está por brindar uno de sus shows más esperados, comienzan a suceder una serie de asesinatos brutales, realizados mediante elementos de trucos de magia, como guillotinas. Lorenzo no tiene manera de conocer al responsable, pero se vuelve blanco de las sospechas por parte de la policía. ¿Quién será el asesino? ¿Tendrá que ver con la muerte de su padre, El Gran Dante, ocurrida treinta y cinco años atrás y en medio de un espectáculo? Como en sus anteriores opus del subgénero, los Onetti toman la esencia del giallo, pero sin caer en el homenaje fácil o el guiño para los entendidos. Desde los créditos iniciales hasta los del final recrean la estética visual y sonora, los tópicos -asesinatos tremebundos, criminal enigmático, un protagonista vinculado a las muertes, hermosas mujeres-, y también está doblada al italiano y fuera de sincro (a propósito, para acercarse lo más posible a aquellas producciones). Otro mérito de los directores es haber convertido a la ciudad de Azul, de donde son nativos, en una verdadera villa italiana, atractiva de día y siniestra por las noches. Otro elemento crucial del giallo es su final, con vuelta de tuerca desconcertante. Abrakadabra ofrece una resolución tramposa, pero vista como una continuación de capturar la esencia de aquellos films, puede funcionar a su manera. Germán Baudino (que venía de actuar para los Onetti en Los olvidados y en otras películas de terror nacionales) aquí puede lucirse como un antihéroe atormentado por traumas de la niñez, acosado por un verdugo implacable. María Eugenia Rigón aporta belleza, sensualidad y una buena dosis de misterio. Abrakadabra no precisa de grandes trucos para ser otro buen giallo digno de los ’70, como los directores saben hacer, y una buena muestra de cómo hacer un film estilizado aún con bajo presupuesto.
Peter Jackson comenzó dirigiendo comedias de horror que le valieron un público fiel, pasó a ganarse el respeto de la élite con el drama fantástico Criaturas celestiales y se consagró con superproducciones como la trilogía de El Señor de los Anillos. Entre tanto, se hizo tiempo para hacer el falso documental Forgotten Silver, de 1995, acerca de un pionero del séptimo arte nativo de Nueva Zelanda. Décadas después regresa a documental (al documental a secas), referidos a una de sus obsesiones: la Primera Guerra Mundial, donde su abuelo sirvió para el ejército británico. La principal cualidad de Jamás llegarán a viejos es su concepción, ya que está armada a partir de filmaciones realizadas antes, durante y después de la contienda (que tuvo lugar entre 1914 y 1918). Y no sólo eso: cuando se pasa a narrar la vida (y la muerte) en el frente, la imagen luce con mejor definición y en colores, resultado de un arduo proceso de restauración de material de más de cien años. De esta manera, se vuelve más vívida la experiencia de permanecer en las trincheras junto a los soldados, lidiando con un enemigo de origen alemán pero también con el clima, la falta de higiene y la carencia de alimentos y la sensación de que un disparo o una bomba pueden acabar con ellos en cualquier momento. Las imágenes están acompañadas por audios de entrevistas a sobrevivientes, en otro importante hallazgo. Mediante este procedimiento, podemos conocer sus pensamientos y las expectativas cuando se anunció el principio de la guerra, el día a día del adoctrinamiento y los detalles de su participación en la contienda. Y, sobre todo, permite saber cómo hombres comunes y corrientes (y en muchos casos, adolescentes sin noción de) se alistaron gracias a una idea de patriotismo y la sed de aventura, pero fueron perdiendo la inocencia en un contexto de mugre y peligro que los cambió para siempre. Como en sus trabajos de ficción, Jackson vuelve a evidenciar su fijación por héroes improbables e inesperados, capaces de mucho valor pero conscientes del duro aprendizaje que les depara. Otro logro de P.J. es la recreación de batallas. Al no haber filmaciones de los episodios más cruentos, el director recurrió a trucos de montaje (con planos de bombas y cañones) y sonido (ruidos de impactos, más testimonios en off), generando la sensación de que también se rescató material de ese estilo. Más que un simple documental, Jamás llegarán a viejos es una porción del pasado reconstruida en la actualidad. La oportunidad perfecta para descubrir lo que registraron aquellas cámaras, y mejoradas -y potenciadas- por las nuevas tecnologías.
Sin todavía alcanzar el estatus de famoso, el actor Iair Said está moldeando una carrera más que interesante. Participó en cortos premiados y dirigió otros iguales de exitosos, entre los que se destacan 9 Vacunas y Presente Imperfecto, que compitió en el Festival de Cannes. Es habitué de webseries, como Eléctrica (también repite su papel en la obra teatral homónima). En cuanto a largometrajes, aparece en films de Ariel Winograd (Mi Primera Boda, por ejemplo) y es coprotagonista de Mike Amigorena en Mario on Tour. Suele interpretar a muchachos tímidos y buenos, con salidas inteligentes, que generan una simpatía inmediata. Junto con Martín Piroyanski, uno de los actores jóvenes más representativos de la comedia argentina del siglo XXI. Flora no es un Canto a la Vida representa su primer largometraje. En este caso, un documental sobre Flora Schvartzman, su tía abuela por parte de la familia, con la que recupera contacto después de mucho tiempo. Flora tiene 90 años, es soltera y desde siempre pensó en morirse. Su carácter, generalmente duro, tampoco la vuelve alguien con quien pasar un buen rato. Y qué decir de su costumbre de ponerle tabaco a la ropa con tal de alejar a las polillas. Pero Iair sabe llegarle y ambos consolidan una relación entrañable. Según dice Iair, el motivo real por el cariño y el apego a la señora se debe a que pretende quedarse con su departamento de cuatro ambientes, ya que en teoría le corresponde. Sin embargo, el vínculo entre ambos resulta genuino, más fuerte que cualquier interés material. Como en sus cortos, Said le imprime humor y ternura a la película, y consigue que uno le tome cariño a Flora y, sobre todo, a la dupla que él y ella logran conformar. En cada uno de los fragmentos que comparten se complementan a la perfección: Iair es joven e inocente, mientras que Flora nunca teme exhibir el desencanto que le genera el mundo. La suerte de subtrama en la que Iair trata de que Flora no termine donando su departamento a una fundación israelí aporta momentos de comedia de enredos. ¿Es este recurso un elemento traído de la ficción o sucedió realmente? No hay respuestas, pero le otorga al film un condimento especial, que lo aleja de las convenciones. Flora no es un Canto a la Vida demuestra que se puede hacer un documental intimista sobre un familiar o ser querido, pero dándole una potencia y un desarrollo propio de una historia de ficción. Además, confirma el talento de Iair Said como cineasta. Vale seguir sus pasos tanto delante como detrás de cámara.
Desde Acné, su tierna ópera prima, el director uruguayo Federico Veiroj viene desarrollando una obra más que interesante, donde su preocupación principal reside en personajes que experimentan crisis durante momentos claves de sus vidas. Belmonte, su cuarto largometraje, no se aleja de esa premisa. Javier Belmonte (Gonzalo Delgado) es un artista plástico de 43 años. Un individuo cerrado, de pocas palabras y modos no muy expresivos. Está separado de Jeanne (Jeannette Sauksteliskis), aunque puede pasar mucho tiempo con Celeste, su hija, de 10 años. También va a ver ópera con su padre (Tomás Wahrmann), quien podría tener una vida secreta, y se las arregla para mantener relaciones ocasionales con mujeres. Recibe el encargo de preparar una muestra para el Museo de Artes Visuales de Montevideo. Los días de preparativos coinciden con la noticia de que la ex está embarazada de su nueva pareja y Celeste tal vez quiera pasar más tiempo con esa parte de la familia. Entonces Belmonte se propone abrirse mucho más a su hija y a todo lo que lo rodea. La película trata acerca de la crisis de los cuarenta y la paternidad, pero sin estridencias, sin trazos gruesos. El mayor mérito de Veiroj consiste en acompañar a Belmonte bien de cerca, con un registro naturalista, sin imponer un juicio, lo que es propio del cine uruguayo. Conecta con la reciente Las olas, de Adrián Bíniez (argentino, pero con impronta charrúa), por su temática referida a la madurez, aunque sin los elementos de realismo mágico. Gonzalo Delgado cuenta con poco pasada actoral, pero sí detrás de cámara: fue director de arte de films como Whisky y El otro hermano, coguionista de Veiroj en La vida útil y El apóstata, además de ser el verdadero responsable de las pinturas de Belmonte. Aquí tiene la responsabilidad de llevar adelante la película, y lo hace desde una presencia imponente (propia de un actor europeo de los de antes) y de una actuación medida. El antihéroe perfecto para una historia cien por ciento masculina. Belmonte es un film pequeño, con dosis equilibradas de humor y drama, que puede no estar al nivel de los trabajos anteriores de Federico Veiroj, pero sigue mostrando a un director fiel a sí mismo.
El mundo del espectáculo argentino parece haber alcanzado el zenit durante los ’60, ´70 y ‘80, de la mano del teatro de revista. Las marquesinas de la avenida Corrientes lucían los nombres de vedettes y capocómicos hoy legendarios. El Maipo y el Tabaris, entre otros, eran templos de color y maravilla, y el público, los feligreses que formaban largas filas ocupando cuadras enteras. Para retratar a las figuras de esa época -y de siempre- había una pequeña empresa: Foto Estudio Luisita, compuesta por un trío de hermanas de origen colombiano y un ojo exacto a la hora de conseguir las imágenes adecuadas, en su mayoría hoy inmortales. Gracias a este documental de Sol Miraglia y Hugo Manso (titulado igual que el estudio), el espectador puede conocer la vida de Luisa, Chela y Rosita: su formación fotográfica de la mano de sus padres, la llegada a Argentina, la ayuda a la madre en los comienzos del estudio, la potenciación de su emprendimiento en el mundo del espectáculo. Entre los testimonios de las protagonistas y de figuras como Amelita Vargas desfilan fotos de íconos como Susana Giménez, Moria Casan, Nélida Lovato, Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Juan Carlos Altavista, José Marrone y artistas de la talla de Atahualpa Yupanqui y René Lavand. Además de las fotos originales y de los negativos, las hermanas no tienen problemas en mostrar cómo era el proceso de armar montajes fotográficos de manera artesanal, en los tiempos previos al Photoshop. El seguimiento a las hermanas en su vida cotidiana, en una casa sencilla -y otrora estudio- ubicada en plena avenida Corrientes, y con la tecnología justa como para sobrevivir, también dan cuenta de un grupo humano cálido y humilde, que aún conserva muy buena relación con las estrellas a las que solían retratar. Además, retrata de relación entre ellas y cómo se complementan en lo personal y profesional. Miraglia también aparece delante de cámara, ya que conoce a Luisita desde hace diez años. En paralelo, Miraglia y Manso hablan sobre el vínculo entre una familia que también trabajó junta, y entre el pasado y el presente. El eje es la organización de una muestra fotográfica de Estudio Luisita, y cada paso implica un recuerdo, pero sin caer en anécdotas fáciles sobre la personalidad de las celebridades que conocían sino haciendo hincapié en la mecánica laboral y en el uso adecuado de la tecnología analógica. Con momentos de emoción y gotas de humor, y siempre invitando a la sonrisa, Foto Estudio Luisita es la oportunidad dorada de tener delante de los reflectores a las responsables de estar detrás de los focos, ocupadas en maximizar la imagen de actores y músicos, y sobre todo, de sentarse a tomar el té y mirar fotos junto a personas que aman su profesión.