Entre los nombres de las comedias argentinas recientes, los directores Diego y Pablo Levy están abriéndose paso de manera silenciosa pero firme. Este dúo de hermanos debutó con el documental Novias – Madrinas – 15 años, y luego pasaron a la ficción gracias a Masterplan, de 2012. All inclusive es su nuevo largometraje, y la oportunidad de confirmar su talento. Pablo (Alan Sabbagh) es arquitecto. Lucía (Julieta Zylberberg) trabaja como modelo publicitaria. Ambos conviven, se aman, y aunque él todavía no está listo para formar una familia, parecen tener muy buenas perspectivas del futuro. Pero las cosas comienzan a complicarse cuando Pablo es echado de su trabajo y decide no contarle la verdad a Lucía. A todo esto, un detalle: la noche anterior a su despido, Pablo había reservado un All Inclusive en Brasil y no tiene manera de cancelarlo. De modo que hacen el viaje, en el que Pablo aprovechará para tratar de solucionar sus problemas. Pero en ese contexto paradisíaco, coordinado por Gilberto (Mike Amigorena), los problemas se irán incrementando. La película forma parte de la tradición de comedias ambientadas durante las vacaciones, con conflictos hogareños que salen a la luz y la participación de otros personajes que terminan afectando las vidas de los protagonistas. Como en Masterplan, el humor surge a partir de los equívocos y de la mala suerte del antihéroe que encarna Sabbagh (todavía hoy, uno de los actores más subvalorados del cine nacional): un hombre joven pero chapado a la antigua (aunque no lo admita), que cela a Lucía ante la presencia cada vez más insistente del simpático Gilberto y que vive atormentado por sus propias inseguridades. En la mitad del film, los Levy llevan la historia en una dirección diferente, más arriesgada, pero se las arreglan para conservar el tono y ser consecuentes con su verdadera intención, que es la de mostrar cómo funcionan las relaciones de pareja en el siglo XXI. Al trabajo de Sabbagh y su química con la siempre estupenda Julieta Zylberberg se les suman Marina Bellati y Mariana Chaud; encarnan a una pareja que conocen en Brasil, con una incidencia decisiva en la trama. Por su parte, Mike Amigorena divierte -y se divierte- como un brasileño festivo y desprejuiciado. En All Inclusive Diego y Pablo Levy demuestran que tienen con qué para consolidarse entre los mejores directores especializados en comedia. Aunque capturan el sabor de las producciones provenientes de los Estados Unidos, siguen desarrollando lo que parece ser un estilo propio y personal.
Gracias a un puñado de films, Tamae Garateguy se convirtió en la directora más audaz y desprejuiciada del cine argentino. Pompeya y Mujer lobo, por ejemplo, dan muestras de una verdadera autora, que no le hace asco al sexo y la violencia más extrema. Sexo y violencia que responden en un núcleo temático: los límites que los personajes tuercen o directamente rompen, con terribles consecuencias. También se aplica a Toda la noche, codirigida con Jimena Monteoliva, y hasta en las comedias UPA y su secuela, que realizó junto a Camila Toker y Santiago Giralt. Hasta que me desates no se aparta de sus preocupaciones, aunque aquí desde otro punto de vista. Gonzalo Quintana (Rodrigo Guirao Díaz), un cirujano atractivo y hombre de familia, recibe la visita de Clara (Martina Garello), una bailarina de rostro desfigurado a causa, según dice, de un accidente. Pronto la paciente revelará que su intención es morir en la mesa de operaciones, ya que no puede vivir más con un tormento personal que involucra la pérdida de su pequeña hija. Pero Gonzalo consigue recomponerle la cara y de a poco nacerá entre ambos una relación tan intensa como prohibida. Aunque no se trate de un film policial o de terror o comedia o estrambótico, queda patente el sello de Garateguy a la hora de indagar en el ser humano, en las pulsiones que los llevan a romper barreras. En este caso, el drama erótico funciona como caparazón de una historia de amor surgida de la manera más inusual, donde el bondage, las salidas nocturnas y el sexo cumplen un rol importante. Gonzalo parece tener una vida perfecta, respetuosa del status quo, pero conocer a Clara despierta una parte de sí mismo que desconocía y que lo lleva a cuestionarse varios aspectos de sí mismo. En ese sentido funciona como una película de David Cronenberg, donde los cuerpos se salen de control y van tras placeres desconocidos que, a la larga, liberan a los personajes. Otro mérito de la directora es aprovechar a Rodrigo Guirao Díaz en un rol nada habitual en su carrera; es convincente en la cama y en las escenas dramáticas. La dupla con Martina Garello es explosiva, incluso cuando ambos personajes sólo están hablando. Sin ser una belleza clásica, Garello es pura sensualidad y sexualidad, además de una estupenda actriz dramática y una presencia a tener en cuenta a partir de ahora. También se destacan Paula Carruega como la esposa de Gustavo, Nai Awada (en un papel breve pero crucial, cuasi metafórico), Jazmín Rodríguez en el rol de una dominatrix y Miguel Forza de Paul, también autor del guión. En Hasta que me desates, Tamae Garateguy deja en claro que tiene con qué incursionar en el drama erótico -género tan bastardeado en los últimos años por 50 sombras de Grey y algunos subproductos-, y sin perder ni una gota de su esencia.
El subgénero coming of age suele deparar bellas sorpresas. Estados Unidos sabe dar cátedra mediante exponentes ya clásicos, con John Hughes como abanderado indiscutido. Sin embargo, cada rincón del mundo tiene sus propias historias de madurez protagonizada por chicos y adolescentes (incluso por personas con un poco más de edad). La francesa Le Nouveau es un ejemplo, incluso la más reciente Llámame por tu nombre, que le valió el Oscar a James Ivory por el guión adaptado. Argentina tampoco se privó de los suyos. Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio, entra en esa categoría, aunque es más fácil rememorar Glue, de Alexis Dos Santos, y la más próxima Un viaje a la luna, dirigida por Joaquín Cambre. Amor urgente abraza su condición de coming of age, y lo hace con un estilo particular. Agustina y su madre (Paola Barrientos) se mudan a Resignación, un pueblo alejado de la ciudad. Allí reside, entre otros, Pedro, un adolescente tímido que siempre necesita ser hiperventilado antes de afrontar algún momento importante. Agustina y Pedro se conocen y empiezan, de a poco, un noviazgo. Ella está preocupada por el debut sexual y decide que él la ayuda con eso… pero estando dormida mediante somníferos. Pedro no pretende hacerlo de ese modo, pero le hará creer que sí ocurrió. Así comienzan una serie de enredos y mentiras que El director Diego Lublinsky ya había dirigido Tres minutos y, junto a Álvaro Urtizberea, Hortensia. En este film ya se valía de una estética retro que en Amor urgente lleva más a los límites: los fondos de Resignación están compuestos mayormente por proyecciones de un pueblo verdadero. Aunque nunca se especifica el año ni la década en la que transcurre la acción, el arte y el vestuario, más los rituales de los personajes, contienen elementos de los ’70 y ’80, dejando en claro que aquella parte del mundo compone un microcosmos con sus propias reglas, detenido en el tiempo. Lublinsky y su equipo logran que este recurso funcione en todo momento y le dé a la película un encanto irresistible. La música de Poncho es otro factor clave para ese efecto. Y también los responsables de su encanto son los actores. Los jóvenes Paula Hertzog y Martín Covini son exactos para los roles de Agustina y Pedro, respectivamente. En el caso específico de Covini, parece haber nacido para estos papeles y para esta clase de largometrajes. También entre los jóvenes aparece Miranda de la Serna, hija de Érica Rivas y Rodrigo de la Serna, que viene siguiendo, de manera firme, los pasos de sus padres. Paola Barrientos se saca el jugo a una madre que busca construir una nueva vida para ella y Agustina, aún cuando puede resultar algo pesada. Fabián Arenillas también aprovecha cada minuto en pantalla para darle vida al carismático intendente de Resignación. Mención especial para Gonzalo Urtizberea como el ginecólogo que asesorará a Pedro con las mujeres. Amor urgente habla del primer amor, de la primera relación sexual, de madurez, y lo consigue a través de un relato tierno y divertido.
El cine argentino tiene sus propios exponentes en materia de thriller psicológico. El aura, de Fabián Bielinsky, sobresale como la obra maestra de los últimos años, pero fueron surgiendo más, como los films más autorales de Fabián Forte y como Presagio. Camilo (Javier Solís), un escritor ascendente, vive torturado por la muerte de su esposa y del hijo de ambos a causa de un accidente automovilístico. Trata de superar el trauma creando una nueva novela, pero sigue siendo acosado por la culpa (siente que pudo haber impedido la tragedia) y por algo más extraño y peligroso: una figura masculina vestida de negro, que oculta su cabeza con un paraguas. Un individuo que parece tener incidencia en su obra y en su cabeza. ¿De dónde viene ese hombre? ¿Tiene relación con al deceso de su familia? ¿Estará perdiendo la cordura o la amenaza es real? El director debutante Matías Salinas construye, desde lo estético y lo narrativo, un intrigante descenso a los infiernos. La atmosfera de misterio y paranoia es reforzada por secuencias oníricas, en la línea de la obra de Roman Polanski y David Lynch. También hay ecos de La mitad siniestra, novela de Stephen King llevada al cine por George A. Romero, y de El maquinista. Sin embargo, Salinas no cae en citas, como tampoco abusa de los simbolismos, y elige hacer su propio camino. Y además, a diferencia de gran parte del cine de género nacional, hace hincapié en los personajes. En este caso, Camilo y sus tormentos; la película está contada mayormente desde su punto de vista. Sin perder de eje la narración, y sin ponerse pretenciosa, la película habla sobre cómo lidiar con la pérdida de seres queridos, y también indaga en los mecanismos de la actividad creativa, su origen y su conexión con las experiencias de vida, especialmente los traumas. Javier Solís, en el rol del protagonista, debe cargar con el peso de la película, responsabilidad que cumpla de manera eficiente. Por su parte, Carlos Piñeiro interpreta al psicólogo de Camilo, quien irá atando cabos y tratando de que su paciente se autodestruya. Ambos actores comparten casi todas las escenas, y la química entre ambos ayuda a sostener el film. Ver Presagio implica sumergirse en una pesadilla intimista, y también muestra las capacidades de un director a seguir de cerca.
Cuando se estrenó, allá por 1974, El loco de la motosierra (título argentino de The Texas Chainsaw Massacre) marcó un quiebre definitivo en el género de terror. La historia de un grupo de jóvenes a merced de una familia de asesinos caníbales se erigió como un exponente del terror moderno, que le demostraba a la sociedad estadounidense que los monstruos no venían de otros continentes sino que podían germinar en sus mismas tierras y a la luz del día. Además, catapultó la carrera de su director, Tobe Hooper, y presentó un personaje icónico: Leatherface, quien porta una motosierra y lleva una máscara de piel humana, sin olvidar su importancia como precursor de psicópatas del calibre de Michael Myers y Jason Voorhees. Un clásico que, además de copias y parodias, generó dos secuelas, una suerte de reboot, una remake, una precuela de la remake, una continuación directa, y ahora, una precuela de la original: La masacre de Texas: el origen de Leatherace. Al principio, el futuro Cara de Cuero es Jed, uno más del clan Sawyer, que desde siempre se la pasa secuestrando a los incautos para convertirlos en su alimento de cada día. Pero siendo chico, Jed parece no estar seguro de seguir los pasos truculentos de su tribu, encabezada por Verna (Lili Taylor). Y cuando una de las víctimas resulta ser la hija del sheriff (Stephen Dorff), el niño es separado de los suyos e internado en un reformatorio, de modo que nunca más pueda tener contacto con los Sawyer. Diez años después, tres muchachos y una chica escapan del reformatorio, llevando de rehén a una enfermera (Vanessa Grasse). El sheriff va tras ellos, con una preocupación: uno de los fugitivos es Jed, ahora con otra identidad. Verna también está pendiente de la persecución, a fin de reencontrarse con su vástago y terminar de educarlo en las costumbres familiares. Los cineastas franceses Julien Maury y Alexandre Bustillo no son ajenos a la brutalidad. En Inside: la venganza (A L’Interieur), su ópera prima, ya mostraban hasta qué extremos podía llegar una mujer (Beatrice Dalle) para apoderarse del bebé de una mujer embarazada. Ese film los volvía candidatos perfectos para un film como Leatherface, y desde ese lado no defraudan, ya que el combo de muerte, sangre y depravación es más que generoso. Otro aspecto destacado es el enfoque. Si bien los primeros minutos presentan situaciones propias de la saga (los Sawyer haciendo de las suyas en su inconfortable morada), luego deviene road movie con criminales, en la línea de Bonnie y Clyde y Badlands (dirigida por Terrence Malick), aunque su tono la acerca más a Violencia diabólica (The Devil’s Rejects), de Rob Zombie. Otro detalle interesante: los agentes de la ley y los encargados del reformatorio no son menos sádicos que los psicópatas, que terminan siendo la escoria de un sistema que pretende barrer la basura debajo de la alfombra. De este modo, Maury y Bustillo consiguen respetar la esencia de la película original y de la segunda parte, Masacre en el infierno (The Texas Chainsaw Massacre 2), también a cargo de Hooper. Sin embargo, el guión sale de su esquema para generar una intriga en el espectador. Durante buena parte del film no se explica quién de los prófugos en Jed, aunque pretende dar una idea de quién podría ser, pero la resolución de esa vuelta de tuerca no termina de funcionar y los devotos de la saga pueden interpretarlo como una tomadura de pelo. Dentro del elenco sobresalen los nombres con más trayectoria: Stephen Dorff (en su versión más desaforada) y Lili Taylor, que siempre le aporta un plus a cada película en la que participa. Ambos interpretan a personajes que, de manera brusca, fueron alejados de sus seres queridos, y buscan justicia a través de la violencia. El resto del elenco principal está compuesto por actores jóvenes británicos, algunos con pasado en Game of Thrones: Sam Coleman fue el joven Hodor, y también aparece por ahí Finn Jones, hoy célebre por encarnar a Iron Fist en la serie homónima de Netflix. La masacre de Texas: el origen de Leatherace es lo suficientemente leal, audaz y salvaje como para cumplir, pero falla cuando trata de sorprender, y el resultado final podría haber sido más logrado. En definitiva, una aceptable propuesta sobre los primeros pasos de un célebre homicida cinematográfico que sigue ensordeciendo con su motosierra.
El cine cordobés fue abriéndose camino gracias a una serie de películas personales, muy propias de esas tierras y, al mismo tiempo, muy universales. Primero tuvieron su vidriera principal en los festivales de cine, pero de a poco fueron llegando a las salas comerciales de toda la Argentina. Uno de los directores más destacados y más prolíficos de este movimiento es el sanjuanino Rosendo Ruiz. A partir de la comedia De caravana, y pasando por películas como Tres D y Camping (surgida de un taller dictado por el director), el público más especializado se fijó en él y cada nueva creación genera expectativa. Casa propia es su más reciente opus, y uno de los más dramáticos y maduros de su filmografía. Alejandro (Gustavo Almada) tiene cuarenta años y se gana la vida como profesor secundario de Literatura. Vive con la madre (Irene Gonnet), quien padece cáncer de pulmón, y mantiene una relación inestable con su novia (Maura Sajeva), a su vez madre de un chico. Su relación con la hermana es tensa, sobre todo porque no logran ponerse de acuerdo para cuidar a la madre cuando tiene recaídas. Y en medio de todo esto, la búsqueda de un pequeño departamento que pueda alquilar y que no resulte demasiado costoso, de un espacio suyo, lejos de la locura que lo rodea. La cámara sigue las peripecias de Alejandro, un personaje que acarrea un tormento interno canalizado a través de relaciones sexuales (con novia o mediante prostitutas o amigas) o de actitudes más violentas. Evitando caer en sobreexplicaciones y lugares comunes, el guión de Ruiz y del propio Almada cuenta la historia de una crisis, de alguien que está estancado económica y moralmente, y de lo difícil que es salir de esa situación cuando ya no se es tan joven. También da a entender la frustración por un sueño nunca concretado, referido a la creación literaria, y que sí parece materializarse para su único amigo. La actuación de Almada es exacta al transmitir la cara más visible de Alejandro y su padecimiento interior. Lo acompaña un muy buen elenco, donde sobresale Irene Gonnet y su capacidad para hacer creíble a una madre que también pasa por una situación difícil y tiene problemas para comunicarse con el resto. El director despliega planos secuencia que facilitan el lucimiento de cada uno de sus intérpretes. Casa propia no condena ni idolatra, ya que Rosendo Ruiz se preocupa por plasmar las complejidades del ser humano y los problemas que debe enfrentar en la vida cotidiana, y que parecen complicarse llegando a una cierta edad. Al mismo tiempo, confirma que el cine cordobés ya debería escapar de las etiquetas y las modas, que desde hace años es un asunto serio.
La comedia argentina tiene una buena cantidad de vertientes, pero casi nunca se atrevió -al menos, de manera satisfactoria- con el humor absurdo, inteligente y creativo como el que desde los Estados Unidos potenciaron la trío David Zucker, Jerry Zucker y Jim Abrahams en películas como ¿Y dónde está el piloto? (Airplane, 1980). Es posible encontrar algo de esos elementos en algunos films del cine argentino de género independiente, por el lado de la productora Vaco Moloco. Pero el exponente más nuevo y deudor de aquellos largometrajes proviene de La Plata: En busca del muñeco perdido (2016). Fito y sus amigos se conocen desde chicos y siempre estuvieron condenados a ser suplentes, del equipo de fútbol vecinal y de la vida en sí. La chance de hacer algo grandioso reside en un muñeco gigante, relleno de juegos de pirotecnia, que, como es tradición, deberá ser quemado el 31 de diciembre, a fin de despedir el año anterior y recibir al nuevo. Pero a pocas horas del ritual, descubren que el muñeco, preparado con amor y dedicación desde hace tiempo, les fue robado. Tendrán un puñado de horas para recuperar la verdadera fuente de esperanza personal, no sin antes toparse con diferentes tribus, personajes y situaciones con alto grado de locura. Los responsables de Tangram Cine ya venían demostrando su imaginación y su sentido del humor en las series web Policompañeros motorizados (que retrata la vida de agentes de la ley cuando no están siendo heroicos) y Un año sin televisión. Aquí logran explayarse en su estilo, con montones de parodias y homenajes (a comedias como El mundo según Wayne y películas fuera del género), un desparpajo a prueba de todo y un saludable nivel de autoconsciencia: en algunos momentos, los Fito y sus amigos suelen interactuar con los propios cineastas, y hasta advierten la llegada de flashbacks y se divierten con ese recurso. Y detrás de los gangs y del delirio que puebla la trama, una tierna oda a la amistad. Si lo que se busca es reírse a carcajadas y disfrutar de referencias a superhéroes, monstruos, pandillas y demás, entonces En busca del muñeco perdido se erige como una propuesta imperdible.
Desde su debut con la multipremiada Gigante (2009), Adrián Bíniez pasó a ser uno de los cineastas argentinos con más proyección internacional. El 5 de Talleres (2014), que lo trajo a su Remedios de Escalada natal (ahora reside en Uruguay), confirmó su talento para retratar las relaciones humanas y los personajes lidiando con la madurez. Las olas (2017) es una continuación de sus preocupaciones, pero incursionando en otro género, lejos del realismo. Tras cumplir con su jornada de trabajo, Alfonso (Alfonso Tort) se zambulle en las aguas de Montevideo, como quien decide refrescarse un poco. Pero al volver a la superficie, al regresar después de cada zambullida, aparece en diferentes balnearios de distintas épocas de su vida, lo que le permitirá hacer contacto con padres, amigos, novias, su ex mujer, su hija. Si bien las referencias literarias se hacen presentes desde los nombres de cada episodio (La isla del tesoro, La vuelta al mundo en 80 días, etc.), la película misma funciona a la manera de los cuentos de autores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares: el elemento fantástico se apodera desde el principio de la historia, y el personaje siempre está entregado a esa lógica sin hacer cuestionamientos, como si se sumergiera en un sueño. Bíniez le da un tono de comedia, pero no basándose en gags sino por situaciones que se dan naturalmente, como en el detalle de que Alfonso, sin importar a qué época de su vida regrese, conserva la edad y la forma de adulto. El director tampoco le escapa a los momentos algo más delicados para el personaje, consiguiendo una mezcla de tonos que le da un gusto propio a la película. Alfonso Tort -uno de los protagonistas de 25 watts (2001), film que en su momento le dio nueva vida al cine uruguayo- es el protagonista, y lleva adelante su trabajo con autoridad, sin exageraciones y siendo convincente en todas las etapas de la vida que el personaje vuelve a vivir. El resto del elenco es igual de acertado y variado. Se destaca Julieta Zylberberg, quien vuelve a estar a las órdenes del director después de El 5 de Talleres. Realismo mágico, humor, drama, amor, la vida misma se da cita en Las olas, que además demuestra que Bíniez no teme tomar caminos arriesgados.
Los amigos imaginarios nunca fueron ajenos al cine. Harvey, con James Stewart -y un conejo de casi dos metros que sólo su personaje puede ver-, es el exponente más recordado y emotivo. Películas como El secreto de Cameron, de 1988, propone un acercamiento dentro del género de terror, mientras que Intensamente le daba un lugar especial y hasta lo hacía partícipe de la secuencia más desgarradora del film de Pixar. En el documental Buscando a Myu, Baltazar Tokman se adentra de lleno en este fenómeno tan propio de la infancia, y desde una perspectiva personal y novedosa. El punto de partida es Oliva, una nena que pasa las horas jugando con Marita, su amiga imaginaria, al parecer tan pequeña como ella. Emanuel Zaldua (alias Garrik), su padre, que también esun mago y psicólogo, no deja de filmarla. Él la comprende, porque de chico también mantuvo una amistad de esas características con Myu, aunque no pueda recordarlo con claridad. Esa inquietud lo lleva a emprender una investigación exhaustiva. Primero indaga en los casos de otros niños, y hasta de un joven con retraso madurativo. Luego las averiguaciones lo conducen por diferentes terrenos, como la psicología, la neurología, la religión y la parapsicología. Para los psicólogos, la interacción de los chicos con seres de su imaginación es normal y hasta ayudan a fortalecer su capacidad para socializar con otras personas. Por el lado de la religión católica, el link viene por el lado de los ángeles guardianes. Una mirada similar es la de especialista en gnomos y otros seres parecidos. ¿Pero es algo exclusivo de la infancia? Difícil asegurarlo cuando se presenta el caso de un hombre que escribe libros de índole oscura que, según segura, le son dictados por un ente que sólo pueden ver él y algunos de sus familiares. A través de sus documentales –I am mad y Casa Coraggi, entre otros-, Tokman suele adentrarse en la intimidad de una persona o núcleo familiar, evitando hacer juicios de valor, sin importar detalles delicados que la cámara registra. En Buscando a Myu logra su mejor obra por tratar un tema poco tenido en cuenta y por los recursos elegidos para plasmar su visión. Como en Casa Coraggio, mezcla documental con un registro propio de la ficción (Olivia es hija del director, pero quien representa a Tokman delante de cámara es Garrik). A eso se suman filmaciones en Super 8 y otras más actuales, con una cámara Go Pro, además de una serie de testimonios de especialistas de diferentes rubros. Al margen del tema central, Tokman también sabe tejer dos subtramas: una, vinculada al mundo de los chicos, con sus juegos y su pureza, y la otra, acerca del padre; al fin y al cabo, sus shows de magia pueden ser interpretados como una manera de sostener ese estado de maravilla que uno experimenta en toda su gloria durante los primeros años de vida. Buscando a Myu se destaca como experimento audiovisual, demostrando la capacidad del director para ofrecer propuestas cada vez más arriesgadas, y permite reencontrarse con un aspecto de la niñez que ejerce una especial fascinación.
El cine de terror es nutrido por directores consagrados, por otros que sólo se dan una vuelta (a veces con gran éxito) y por autores que, por un motivo u otro, no terminan de establecerse como pesos pesados del género. Este último caso parece ser el del francés Pascal Laugier. Su ópera prima, Saint Ange, de 2004, no tuvo gran repercusión, pero sirvió para insinuar su predilección por los oscuros secretos que resurgen en un ámbito intimista. Su segundo film, Martyrs, sí fue su verdadera carta de presentación. La historia de dos amigas atormentadas por un pasado de tortura y muerte surgió de una breve aunque poderosa corriente de neo-gore francés (con Alta tensión, de Alexandre Ajá, a la cabeza), pero resaltó gracias a su audacia visual e intelectual. Después Laugier no tuvo demasiada suerte: la anunciada nueva versión de Hellraiser nunca se materializó y The Tall Man, protagonizada por Jessica Biel, no satisfizo a los fanáticos. Pesadilla en el Infierno (Incident in a Ghostland) es su nuevo opus y la oportunidad de revalidar su talento. Beth (Emilia Jones) y Vera (Taylor Hickson), dos hermanas adolescentes, se mudan con su madre (la cantante Mylène Farmer) a una casa que acaban de heredar en las afueras de Illinois. Beth gusta de escribir historias de terror, de modo que la decoración antigua -siniestra, incluso- parece sintonizar con la vivienda, además de enojar a Vera. Pero la misma noche de llegada, dos extraños irrumpen para tratar de secuestrarlas, en una situación de locura y violencia. Años más tarde, Beth (Crystal Reed) es una autora de best sellers aterradores. Parece estar viviendo su sueño de juventud, junto a su marido y el hijo de ambos. Entonces recibe un llamado desesperado de Vera (Anastasia Phillips), quien quedó traumada por aquel nefasto episodio. Beth regresa con su hermana y su madre, que sigue viviendo en la casa donde ocurrió todo, y no tardará en hacer inquietantes descubrimientos. Laugier emplea una estructura similar a la de Martyrs, con tres actos distintos pero interconectados, y también repite varias ideas (de nuevo los personajes centrales son dos mujeres perturbadas por un hecho traumático), pero dentro de un entorno y una imaginería del cine de horror estadounidense de los años 70 y 80. Si bien Beth tiene como ídolo a H.P. Lovecraft, hay más guiños (dos, muy evidentes) a la obra de Stephen King, aunque evitando caer en el homenaje más burdo. El resultado, sin llegar a los niveles de brutalidad revulsiva de Martys, tiene lo suyo y no le da tregua al espectador. Hay vueltas de tuerca y detalles para prestarles atención, pero la película no se sostiene de eso y están integrados a la trama. Sobre el final aparece una broma fallida que, pese a todo, forma parte del sentido de esa escena y no arruina todo lo anterior. Las dos versiones de Beth se cargan la película al hombro, convirtiéndose en otro de los personajes femeninos Laugierezcos que, lejos de ser una víctima fácil, se propone hacerle frente a la amenaza. Tanto Emilia Jones como Crystal Reed podrían haber sido heroínas de films de Dario Argento. Pesadilla en Infierno confirma que Laugier, aun cuando no logra alcanzar o superar el nivel de su película más reconocida, tiene con qué para formar parte del panteón de los directores que vienen fortaleciendo el cine de terror actual.