La paternidad es un tema habitual en el cine, a través de todos los géneros. La comedia sabe dar muy buenos exponentes; incluso cuando predomina el humor, hay tiempo para la profundidad, y así lo demuestra Papá por Siempre (Mrs. Doubtfire, 1993). Por el lado de la animación, Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003) es una oda al amor de un padre por su hijo. Como corresponde, el drama sabe sacarle el jugo a este tópico. Basta con recordar casos que van desde Ladrón de Bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) hasta En Busca de la Felicidad (Pursuit of Happines, 2006), pasando por Kramer vs. Kramer (1979) y La Vida es Bella (La vita è bella, 1998), entre muchas otras. El cine argentino también sabe tener padres antológicos. Guillermo Francella, por ejemplo, encarnó a algunos muy amorosos en comedias pasatistas y a otro, decididamente nefasto, en El Clan (2015). Sin embargo, pocas veces el rol del padre fue retratado de manera tan incómoda y honesta como en Los Globos (2016). César (Mariano González) trabaja fabricando globos y piñatas en un galpón del Gran Buenos Aires. En sus ratos libres practica crossfit y tiene sexo ocasional. Pero un hecho repentino altera su vida: al morir su ex mujer, deberá hacerse cargo Adolfo (Adolfo González), su pequeño hijo, a quien no veía desde hace tiempo. En medio de toneladas de dudas e inseguridades, César irá recuperando la relación con el chico, pero deberá definir qué hará con él. Además de escribir y dirigir, Mariano González protagoniza este drama familiar intenso, alejado de toda fórmula de películas con esta misma premisa. Los climas son densos, y la cámara en mano y la crudeza de algunas imágenes no hacen más que acentuar los temores que experimenta César. La relación con el hijo (también lo es en la vida real) generan momentos de ternura que funcionan como oasis en medio de la desesperación. Si los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne hubieran dirigido un film en el conurbano bonaerense, el resultado sería similar al de Los Globos.
En 2007, Santiago Giralt, Tamae Garateguy y Camila Toker -quienes todavía eran tres jóvenes que estaban empezando a incursionar en el mundo del cine- decidieron hacer un largometraje que satirizara el por entonces muy en auge Nuevo Cine Argentino, con su arrogancia y estilo contemplativo. Así salió UPA: Una Película Argentina, que generó un culto instantáneo entre cineastas y cinéfilos locales. Luego sus responsables se dedicaron a proyectos propios, también de notable calidad, siendo Toker quien recientemente debutó como directora de La Muerte de Marga Maier (2017). Pero hace unos años, siempre en plan independiente, se juntaron para crear la segunda parte de aquel divertido y agudo film. En UPA 2: El Regreso (2015) los mismos protagonistas de la película anterior (encarnados por los mismos directores, pero haciendo personajes de ficción) se reúnen años después luego de aquella fatídica experiencia y deciden filmar un nuevo proyecto juntos. Piensan que ahora, cada uno con más experiencia, podrán concretar el tan anhelado y ambicioso largometraje que supuestamente los llenará de premios y prestigio en el ámbito del cine indie. Si bien las primeras reuniones son prometedoras, los problemas del pasado no tardarán en volver y se les sumarán nuevos y terribles inconvenientes. Toker, Giralt y Garateguy vuelven a recurrir al estilo de cámara en mano, como si se tratara de un documental, y una vez más, cuando les toca aparecer en pantalla, se nota que la pasan bien y están comprometidos con su flamante opus. Esta nueva, ácida y divertida mezcla de realidad y ficción también tiene como ingredientes las participaciones de Martín Slipak y de Nancy Duplaá encarnando a versiones estereotipadas de sí mismos, así como cameos de cineastas del calibre de Ariel Winograd. UPA 2: El Regreso es una nueva paliza a los cineastas pretenciosos y snobs, y una muestra de cómo los propios egos (en el mundo del cine y en cualquier otro) pueden poner en peligro una relación de trabajo y amistad. Además, deja con ganas de seguir los pasos de este particular trío. ¿Cuáles serán sus próximos horizontes?
De los documentalistas argentinos en actividad, Baltazar Tokman surge como uno de los más preocupados en indagar dentro del ámbito de la familia, sin jamás renunciar a la honestidad. Planetario (2011) y I am Mad (2013) son dos buenas muestras. En Casa Coraggio (2017) toma un rumbo distinto, ya que agrega elementos de ficción. La cámara sigue a Sofía en su regreso a la ciudad de Los Toldos, provincia de Buenos Aires. Allí se reencontrará con su padre, a quien ayudará en las labores de Casa Coraggio, compañía funeraria de la que la familia es dueña. A su vez, se reencontrará con familiares, amigos y hasta habrá oportunidad para el amor. Los Coraggio son padre e hija en la vida real, lo mismo que la empresa, de modo que Tokman se adentra en el funcionamiento de la funeraria (incluyendo preparativos de los cuerpos en los féretros), pero más se centra en la vida de sus responsables y en quienes los rodean. El punto de vista se concentra mayormente en Sofía, quien se debate entre seguir el ya extenso mandato familiar y hacer su propio camino. De esta manera, se genera un contraste entre el ámbito donde predomina la muerte y otro rebosante de cariño, sueños, alegría, movimiento, amor. Aunque las participaciones de los actores que componen al resto de los personajes podría haber estado mejor ensamblada con el resto, Casa Coraggio no deja de ser la búsqueda interesante de un director siempre atento a lo más íntimo de la condición humana.
Las leyendas urbanas brindan un estupendo material para una película de terror. Hasta ahora, la que más aprovecho una premisa de ese estilo es Candyman: El Dominio de la Mente (Candyman, 1992), basada en un cuento de Clive Barker. Justamente de Inglaterra, la patria de Barker, proviene No Toques Dos Veces (Don’t Knock Twice, 2016). Jess (Katee Sackhoff), una exitosa escultora con pasado repleto de adicciones, recupera la tenencia de hija adolescente, Chloe (Lucy Boynton), quien fuera criada en un centro para menores. Pero Chloe viene de tener una experiencia cercana con una oscura leyenda. Quien golpee dos veces a la puerta de Mary Aminov, una supuesta bruja que secuestra niños, está condenado a desparecer. Jess y su hija pronto descubrirán que ese cuento de medianoche es real y que el espectro las acecha con intenciones aun más tenebrosas. En esencia, la película es un correcto drama entre una madre y su hija: el reencuentro de ambas, la reconstrucción de la confianza, el cariño, el resentimiento… Todo esto, contado como una de terror que tampoco se sale demasiado de la norma. De todos modos, el director Caradog W. James sabe crear climas pesadillezcos -los puntos más altos del film- y proporciona sustos tan efectistas como efectivos. La labor de Sackhoff y Boynton -la y inolvidable chica de Sing Street (2016)- es buena, pero quien merece una mención especial es Javier Botet. Este actor e ilustrador español padece el Síndrome de Marfan, motivo por el que luce brazos y dedos largos, además de medir dos metros. Sin embargo, como Rondo Hatton y su acromegalia décadas atrás, le sacó provecho a su problema físico y suele encarnar a monstruos de aspecto quebradizo pero aterrador: fue la Niña Medeiros en la saga de REC, el personaje del título en Mamá (Mama, 2013), uno de los demonios de El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) y una de las criaturas de Alien: Covenant (2017). Gracias a Botet y los maquillajes que lo recubren y la manera en que se lo filma, los procedimientos artesanales siguen dando más miedo que cualquier truco digital. No Toques Dos Veces pertenece a la nueva camada de películas de terror inglesas, con nombres como Mike Flanagan entre los exponentes destacados. Films con elementos interesantes, aunque lo mejor de esta camada todavía está por venir. Mientras tanto, tengan cuidado si escuchan que tocan dos veces a la puerta… y, por si acaso, tampoco toquen dos veces a puertas ajenas.
La adolescencia es un período complicado de la vida. Algunas veces, ciertas inquietudes derivan en comportamientos oscuros. El cine supo dar una buena cantidad de jóvenes tenebrosos. Michael Haneke se preocupó por el tema en Benny’s Video (1992) y Horas de Terror (Funny Games, 1997). ¿Y cómo olvidar a Brad Renfro en El Aprendiz (Apt Pupil, 1998)? Más acá en el tiempo, con distintos enfoques, Donnie Darko (2002) y Tenemos que Hablar de Kevin (We need to talk about Kevin, 2011), y podríamos seguir. El Corral (2017) sigue a esa manada. Formosa, 1998. Esteban (Patricio Penna) es un muchacho tímido, víctima del abuso por parte de sus compañeros, ignorado por su familia, que trata de evadirse escribiendo poesía. Su vida cambia cuando llega al colegio Gastón (Felipe Ramusio Mora), un compañero rebelde, audaz y sensual para las chicas. Ambos formarán una inesperada amistad, en la que Gastón toma la iniciativa. Y la iniciativa se relaciona con cometer hechos vandálicos contra el colegio y algunos profesores, a fin de desahogarse, de inquietar un poco a esas ovejas de corral. Sin embargo, la escalada de actos prohibidos irá en aumento, y Esteban empezará a cuestionarse los comportamientos de su amigo y de sí mismo. En La Inocencia de la Araña (2011), su ópera prima, el director Sebastián Caulier ya había presentado a dos chicas obsesivas incursionando en episodios violentos. Aquí sigue en esa dirección, y le agrega más elementos sexuales y sangrientos. La relación entre Esteban y Gastón remite a dos episodios reales que, a su vez, dieron pie a libros y películas muy exitosos. Por un lado, el caso de Leopold y Loeb, universitarios que en 1924 cometieron el denominado “crimen del siglo”: secuestraron y asesinaron a un muchacho sólo para demostrar que podían hacerlo y quedar impunes. Por otro lado, Dick Hickock y Perry Smith, responsables de matar a una familia en Kansas, allá por 1959; este hecho se volvió popular gracias a la novela A Sangre Fría, de Truman Capote. La elección de los hasta ahora desconocidos Patricio Penna, Felipe Ramusio Mora para los roles protagónicos es uno de los puntos fuertes de la película, además de ciertos climas donde se mezcla la cotidianeidad con lo siniestro. Y aunque en determinado punto la historia se vuelve predecible, nunca pierde interés. Mitad thriller, mitad historia de madurez, El Corral no deja de ser un film diferente dentro del cine argentino. Caulier confesó que es parte de una trilogía que comenzó con La Inocencia…, de manera que queda esperar un nuevo opus con psicópatas sub17.
Gracias a documentales como Buscando a Reynolds (2004), Construcción de una Ciudad (2007) y El Gran Simulador (2013), Néstor Frenkel genera una especial expectativa con cada uno de sus documentales. El ojo siempre está puesto en individuos fuera de lo común -incluso si son públicos, tal es el caso de René Lavand en EGS-, y Los Ganadores (2016) no es la excepción. Premiaciones hay en todas partes, para todos los rubros. ¿Quiénes son las personas que acostumbran a recolectar estatuillas, diplomas y otros elementos que significan una caricia para el esfuerzo? (y, no en pocos casos, para el ego). Tomando como punto de partida los premios acumulados por Jorge Mario -cinéfilo y tema central de Amateur (2011), también de Frenkel-, la película se sumerge en hombres y mujeres que, gracias a programas de radio y de televisión (zonales o del interior) y otros emprendimientos, consiguen juntar una buena cantidad de trofeos. Frenkel se detiene en los conductores de un programa de radio dedicado al tango, que comienzan narrando sus logros, para luego emprender ellos mismos la organización de una ceremonia de premiaciones. Como es habitual, el director mezcla el seguimiento de las actividades de los “ganadores” y entrevistas con cada uno, aun cuando algunos manifiesten su incomodidad. El retrato honesto de estas personas, sus pasiones y sus intenciones, no incluye un juicio de valor, de manera que el espectador es quien debe completar el film con la lectura que haga. Este detalle hará que Los Ganadores genere opiniones dispares, pero eso habla de la riqueza de un film que, por sobre todas las cosas, presenta una especie de subcultura que vale la pena descubrir.
Hacer una película, sin importar su magnitud, de por sí es toda una empresa. Y más cuando se rueda en territorios lejanos y diferentes. El detrás de cámara de Apocalpyse Now (1979) es un caso legendario (y extremo) de una iniciativa de esas características. Estrenada en 2015, Los Dioses de Agua es una de las películas que Pablo César suele realizar en el continente africano. En este caso, Angola, lo que significó la primera coproducción entre Argentina y ese país. El documental Amasekenalo, de Paulo Pécora, funciona como un diario de rodaje de esta inusual producción, tanto por el paraje donde de llevó a cabo el rodaje como por ser una de las últimas películas filmadas en 35 milimetros. La cámara sigue a César y a su equipo desde su llegada a tierras angoleñas y se extiende a la búsqueda de locaciones, la visita a programas de televisión, los ensayos, el traslado de equipos, las sorpresas, las dificultades, “Acción”, “Corte”… Si bien hay algunas entrevistas a integrantes de Los Dioses…, como el actor Juan Palomino, Pécora evita caer en el típico backstage y se encarga de mostrar la relación entre dos culturas muy distintas, unidas por el cine, y también una geografía fascinante, poco o nada familiar para los argentinos. El choque de culturas es habitual en la filmografía del director: sus largometrajes El Sueño del Perro (2008) y Marea Baja (2013) presentan a personajes de la ciudad que llegan a un ámbito alejado del mundo conocido, lo que les permite vivir una nueva clase de experiencia. Amasekenalo es un muy interesante y valioso documento del rodaje de una película, que a su vez funciona como una excusa para adentrarse en una parte del mundo poco vistas por estos lados.
Si bien ahora ocupa un lugar destacado en las noticias debido a las cuestionables medidas del presidente Donald Trump, la situación de los inmigrantes en los Estados Unidos siempre fue un tema destacado. Sobre todo en las grandes ciudades, como Nueva York, donde más de la mitad de la población está compuesta por personas que no nacieron allí. Empezar de cero en un país distinto, adaptarse a un nuevo modo de vida, la interacción con nativos y con otros que también aspiran a cumplir el sueño americano… El cine sabe dar buena cantidad de ejemplos, generalmente protagonizados por personajes mexicanos y buenas cantidades de detalles oscuros, repletos de miseria y sufrimiento. La situación no es más feliz en Nadie nos Mira (2017), pero el rumbo que toma es contrario a los tópicos más familiares. Nicolás (Guillermo Pfening) deja su ascendente carrera como actor de telenovelas en Argentina y decide mudarse a La Ciudad que Nunca Duerme. El proyecto más inmediato es un film que, además, le permitirá obtener la visa. El porvenir es prometedor, pero el presente resulta más complicado. Los retrasos del rodaje lo obligan a ingeniárselas para sobrevivir: cuida el bebé de una amiga compatriota (Elena Roger), concurre a castings, hace otros trabajos esporádicos. A la par, convive con una muchacha y por las noches concurre a discotecas gay. Son tiempos difíciles, y se hace urgente mentir y robar. En tanto, no olvida la historia con su amante (Rafael Ferro), productor de TV y motivo que lo llevó a irse lejos. Un pasado reciente que no tardará en volver. Julia Solomonoff ya había demostrado su talento en Hermanas (2004) y El Último Verano de la Boyita (2009). Su tercer largometraje le permite explorar un aspecto menos visto de la inmigración, presentando a una clase de inmigrante menos usual. Nicolás no tiene rasgos latinos, no es pobre, no surgió de la nada, sino que es rubio, viene de triunfar en su país y pareciera tener más facilidades. Pero su aspecto no le permite ser tenido en cuenta para personajes vinculados a su origen, y su inglés no es lo suficientemente bueno como para acceder a roles de estadounidense. Además, para distanciarse aun más de producciones de este estilo, incluso de la mayoría de los films rodados en Nueva York, Solomonoff se concentra en la intimidad del personaje, mostrando el lado menos vistoso de la ciudad, sin caer en postales ni en guiños turísticos. Aunque el tema de la inmigración es lo primero que salta a la vista, la película esencialmente presenta la historia de un individuo que quiere escapar de su pasado y reinventarse. ¿Es posible reconstruirse en un ámbito diferente, ignorando del todo lo que viene detrás? En nivel de complejidad la diferencia de recientes producciones argentinas rodadas en aquellos parajes, como Abril en Nueva York (2012), ópera prima de Martín Piroyansky, que se inscribe más en el género romántico e incurre en otra búsqueda, igual de interesante. El factor principal para que funcione el concepto de Solomonoff es el trabajo de Guillermo Pfening. Apoyado en un guión cuidado, que revela información de manera específica, el actor compone a un muchacho con ilusiones, con secretos, con la voluntad de seguir luchando, y lo transmite de manera sutil, con los gestos y los diálogos justos. Remite -un poco- al aspirante a actor protagonista de la coproducción catalana-estadounidense Callback (2016), quien hasta actuaba incluso cuando no estaba siendo filmado, pero allí la trama deriva hacia el thriller psicológico no exento de gore. También vale destacar las actuaciones de Elena Roger, Rafael Ferro y Marco Antonio Camponi, y de un cast que incluye buenos intérpretes de diferentes nacionalidades. El gran triunfo de Nadie nos Mira es evitar todo lugar común y trazo grueso vinculado a la inmigración, sin perder de vista una historia humana, donde los componentes principales son los sueños, las dificultades, las contradicciones, el amor, la esperanza.
Cuando se estrenó Alien: El Octavo Pasajero (Alien, 1979), muy pocos -o nadie- podían sospechar que había nacido un ícono del cine fantástico, del cine a secas, y un universo que sigue siendo explorado en secuelas, precuelas y crossovers. Ridley Scott, director del primer film, retornó de la mano de Prometeo (Prometheus, 2012), en la que se propuso contar lo que sucedió antes de que los tripulantes del carguero Nostromo se toparan con el monstruos que los terminaría aniquilando uno por uno. Esta propuesta de Scott presentaba nuevos personajes y planteaba una de serie de cuestiones sobre el origen de la vida en la Tierra, y dejaba las suficientes preguntas sin responder, dando pie a por lo menos una próxima película: Alien: Convenant (2017). La nave Covenant se dirige al planeta Origae-6 con el objetivo de establecer colonias. Allí viajan parejas de pilotos, exploradores y científicos, además de 2.000 colonos criogenizados y 1.400 embriones. Un desperfecto provoca que los principales responsables de la iniciativa despierten antes de tiempo, y durante la reparación, reciben una señal humana proveniente de un planeta desconocido. Al aterrizar allí, se encuentran con un paraje repleto de montañas, bosques, lagos, un campo de trigo, los restos de una nave espacial… Y con unas esporas con terribles efectos en algunos de los terrícolas. Y será apenas la punta de un iceberg que involucra más descubrimientos, más criaturas, más terror. Scott continúa lo que comenzó en Prometeo -el origen del alien y de otras especies, las consecuencias de escarbar en los propósitos de una raza avanzada, la obsesión por emular a Dios-, pero lejos de insistir con un tono pretencioso y de enredarse en un guión confuso, recupera un esquema narrativo simple, propio de Alien, y suma elementos de Alien: El Regreso (Aliens, 1986), de James Cameron; apenas comienza el contacto con la amenaza, todo es suspenso, confusión, violencia y muerte. De esta manera, privilegia menos la ciencia ficción pura y vuelve a las fuentes, donde la ambientación -lóbrega y fascinante a la vez-, los ataques de los monstruos -el clásico xenomorfo, creado por H.R. Giger, y otros híbridos- y el gore provocan situaciones escalofriantes. Al igual que en todos los films de la franquicia, se respetan constantes y temáticas que cautivaron a los fanáticos: la compañía Weyland Industries (aun no evolucionó en Weyland-Yutani) controla las misiones espaciales y ta tecnología en general, los androides juegan un rol ambivalente, el líder de la tripulación no está a la altura de lo que acontece (muchas veces incluso dejar de estar pronto en la trama) y una figura femenina termina tomando las riendas para salvar a los suyos y enfrentar a las criaturas. También el sexo y la maternidad siguen estando presentes, y como cada una de estas películas, responde a cuestiones de la época: hay parejas interraciales y otra homosexual, y muestra el control que la tecnología puede ejercer contra los humanos. Las referencias a mitos y cuestiones bíblicas tampoco quedan fuera del cóctel. La influencia de la literatura suele ser otra constante en el universo Alien, y aquí tampoco es la excepción. Se cita un poema específico de Percy Shelley, resuenan los ecos de H.P. Lovecraft, y resurgen las referencias a El Corazón de las Tinieblas, de Joseph Conrad, aunque desde una perspectiva diferente: en Alien y Alien: El Regreso, Ash (Ian Holm) y Ripley (Sigourney Weaver), respectivamente, funcionaban a la manera de Marlow debido a que sólo ellos tienen una idea de con qué se encontrarán, pero ahora surge el Kurtz del asunto, el individuo que convive con el horror. Michael Fassbender era lo mejor del elenco de Prometeo, y sucede lo mismo aquí. Reincide en el papel del inquietante androide David, y compone a otro ente artificial: Walter, integrante de la Covenant, un modelo más robótico y menos afecto a pensar por sí mismo. Las escenas entre ambos constituyen lo mejor de la película. Por su parte, la protagonista femenina es Katherine Waterston; interpreta a Daniels, quien durante los primeros minutos debe sobreponerse a una tragedia. Tiene más características de Ripley que de Elizabeth Shaw (Noomi Rapace), pero si bien es convincente a la hora de trasmitir sufrimiento, le falta fuerza y presencia cuando le toca ser la heroína de turno. Sí son más destacables las performances de los secundarios Danny McBride, Demián Bichir (un personaje que daba para más) y el siempre estupendo Billy Crudup. Aún con sus detalles que podrían haber estado mejor, más allá de su final fácil de adivinar, Alien: Covenant recupera la dinámica de los mejores exponentes de la saga, posee buena cantidad de hallazgos (algo recurrente incluso en las entregas alienígenas menos geniales) y demuestra que todavía hay mucho más para explorar en el espacio, donde nadie escuchará tus gritos.
La yerba mate es una planta indispensable para los preparativos de infusiones que ya son parte de la identidad argentina. La industria yerbatera es enorme, y comienza con la cosecha de esta planta, en Misiones. Raídos (2016) se centra en la nueva generación de recolectores (se les dice taraferos) de los alrededores de la ciudad de Montecarlo, fundado por taraferos de una camada anterior. La cámara sigue a un puñado de estos jóvenes, en su rutina laboral, que comienza de madrugada, y también durante otras actividades y ratos de ocio. Varios de ellos dejaron la escuela para trabajar, otros desperdiciaron alguna buena oportunidad en el camino, y también hay un muchacho que quiere terminar la secundaria para tener un porvenir diferente. El director Diego Marcone logra un documental de observación, sólo recurriendo pocas veces a testimonios (lo mínimo para enmarcar determinas situaciones). Registra los movimientos de los jóvenes día, tarde y noche, con sol, con frío y con lluvia, sin caer en juicios de valor ni en tono de denuncia. Otro punto alto es la calidad cinematográfica. La fotografía y el diseño sonoro la sacan de formatos más convencionales y potencian la ambientación, de manera que el espectador puede involucrarse aún más con lo que se cuenta. Raídos muestra cómo vive (y sobrevive) un grupo de personas lejos de las grandes urbes, retratando el costado más humano de una industria de grandes proporciones.