ESTE ES UN PAÍS DE MIERDA, LA PELÍCULA Hace muchos años Diego Capusotto tenía un segmento dentro de un programa de radio que se llamaba Hasta cuándo, que era una sátira a lo que en ese momento era Radio 10, emisora muy exitosa por entonces y claramente identificada con un discurso de derecha (ni vale decir las piruetas de nuestro país en estos años, que ahora Radio 10 representa otra cosa y Capusotto, también). En ese segmento, había un crítico de cine que calificaba a las películas no con estrellitas, sino con una escala de “este país es una mierda”. Por ejemplo, una película podía llevarse cinco “este país es una mierda” si no era demasiado buena. Esa definición de la Argentina, muy propia de los sectores más conservadores o de derecha, no se oye en los 105 minutos que dura La extorsión, pero sí se deja intuir en diversas afirmaciones que hacen los personajes, que llaman la atención no por la pertenencia ideológica que busca la película sino por lo forzadas e innecesarias que son. “Eran unos trabajadores del Estado”, dice uno de los personajes después de haber recibido un apriete y una paliza en la puerta de su casa. Hay como una necesidad de connotar que ese clima de corrupción e injusticia que envuelve a los personajes no corresponde solamente al mero juego del género, sino a un país disuelto institucionalmente que habilita la caída en lo más bajo de su sociedad. Eso que está presente casi en todo el recorrido de la película de Martino Zaidelis, sobresale hacia el final cuando la proliferación de giros inverosímiles deja al descubierto la fragilidad del relato. Antes de eso hay un thriller, bastante bien urdido y profesional, que apuesta a crispar constantemente la narración para llevar al espectador de las narices. Tenemos a un piloto aerocomercial (Guillermo Francella) al que le descubren una infidelidad y un manejo poco claro de sus controles de salud, lo que lo vuelve presa de un grupo relacionado con los servicios secretos que, a cambio de no revelar esos asuntos, lo usan de correo para sacar del país unas sospechosas valijas con destino a Madrid. Es interesante cómo el guion de Emanuel Diez va construyendo a su protagonista, que en un principio actúa por instinto de supervivencia con suma ingenuidad, pero que con el paso del tiempo adquiere un aplomo que le permite encontrar agujeros por donde salir de esa situación apremiante. La extorsión carece casi de tiempos muertos y nos obliga a suspender la incredulidad por el bien del thriller. Hay un suspenso bien manejado y actuaciones sólidas y arquetípicas, que en algunos casos hacen previsibles algunos giros, como en el personaje de Guillermo Arengo. Si bien La extorsión funciona en su territorio, es una película con poco vuelo (perdonen la figura, va sin intención) formal, lo que la deja en sus mejores momentos apenas como un correcto film de género. Y si decimos “sus mejores” es porque en determinado momento, principalmente su último acto, opta por unas elipsis que desmadran su concentración dramática, y vuelven demasiado laxos los tiempos del relato. Y en esa laxitud surgen resoluciones apresuradas, secuencias sin el mínimo rigor y giros inverosímiles que llevan la película hacia otro lugar. Ya que el contexto lo habilita, usemos una metáfora aeronáutica: El film de Zaidelis parece un avión que no puede aterrizar y comienza a girar en círculo, hasta que se queda sin combustible y se estrella. Aunque en ese recorrido final surge la construcción de un héroe individual por fuera de las instituciones, que en definitiva parecería ser lo que se buscaba discursivamente desde un comienzo. Porque -recordemos- este país es una mierda y al final no queda otra.
ESCENAS DE LA VIDA CONYUGAL EN ALTAMAR Así como Homero Simpson decía que le gustaban “la cerveza fría, la tele fuerte y los homosexuales locas, locas”, a buena parte del cine nacional le gustan “los burgueses malos, malos”. Malos, horribles, desaprensivos, desamorados, frustrados, que ni coger pueden. Es verdad que se trata de un diseño que excede a la cinematografía argentina y se replica en el mundo, como una suerte de relectura actual de lo que expresaba el cine de los 60’s y 70’s, que era una forma de respuesta a un prototipo de sociedad conservadora de la post-guerra. Claro que aquel cine también ejecutaba su discurso como contracara -incluso- de un cine adocenado e industrial, lo que repercutía en aspectos formales y en los modos de representación. Hoy, por el contrario, ese cine que pretende discutir un status quo social lo hace con las formas del discurso imperante, publicitario. Contradicción que no tiene una segunda lectura irónica, sino que se corresponde con métodos de producción que no son otros que los de la sección más aburguesada de la industria cinematográfica. Asfixiados, de Luciano Podcaminsky, es una ejemplo de este cine. Una propuesta estilizada, en la que sobresale mucho más el diseño de producción que aquello que tiene para decir. Por lo tanto, el ruido, la tensión, la rugosidad de un texto repleto de maltratos y padecimientos entre una pareja de alta sociedad -él productor de cine y series, ella frustrada artista que tiene un restaurante de alta cocina-, se pierde en la incertidumbre de una película que busca incomodar pero termina acomodándose en las formas de un relato pseudo-mainstream que encapsula sus temas y conflictos en estructuras reconocibles para el espectador, cercanas a un psicodrama de esos que suelen estar inspirados en obras de teatro. El mundo montado en Asfixiados es tan irreal y artificial, que no hay un verdadero riesgo para el espectador puesto que no lo interpela. Por el contrario, lo deja en el cómodo lugar del que mira la desintegración del otro, en este caso el matrimonio que interpretan Leonardo Sbaraglia y Julieta Díaz. Si por un rato la película funciona, en esa escalada de maltratos solapados con algo de humor mordaz, es porque Sbaraglia y Díaz tienen oficio, y porque el espacio (el yate es una figura recurrente en muchas películas) aporta una fricción que promete siempre la cercanía del thriller. Podcaminsky juega con esa tensión, y con otras de carácter sexual, pero la apuesta se le va en la sugerencia y en una concreción que no llega. Así, la película se va disgregando y abrazándose a una serie de metáforas y simbolismos que vuelven el último acto un poco bochornoso, en el que incluso las actuaciones -hasta ese momento bastante sólidas- comienzan a hacer ruido. Asfixiados apuesta por un crescendo que respalde la elección del título, pero redunda en un agotamiento de la fórmula elegida. No quiero decir, dado el marco, que naufraga a la deriva, pero un poco es así.
LA PELÍCULA DE LA SEMANA Florian Zeller parece dedicarse a eso que en el pasado conocíamos en la televisión como “la película de la semana”, un tipo de historia que navegaba sobre las olas seguras del drama efectista, donde una enfermedad siempre nos terminaba sacudiendo y sacando algunas lágrimas. En El padre abordaba la demencia senil de un anciano y en esta, El hijo -segunda parte de una prometida trilogía-, se mete con la depresión adolescente. La diferencia entre el director y otros que han recurrido al subgénero para manipular nuestras emociones, es que se nota una preocupación por no caer en excesos, donde las emociones luzcan contenidas y el morbo se ponga a un costado para centrarse en los personajes y en el impacto que genera la experiencia que atraviesan. Se podría decir que es la vertiente más honesta de un tipo de cine que gusta más cuando más ahonda en la intensidad. Otra particularidad del cine de Zeller es que se trata de adaptaciones de sus propias obras de teatro. Por lo tanto nos enfrentamos a una puesta que apuesta todo -o casi todo- al texto, dramas de cámaras en los que el cambio de escenario es casi una excusa para darle aire al relato y que se siente más cómodo cuando encierra a sus personajes entre las paredes de un único espacio. Aquí tenemos a un padre divorciado, que comenzó una nueva familia junto a otra mujer, quien recibe la visita de su ex para comentarle que ya no sabe qué hacer con el hijo adolescente de ambos, atravesado por una depresión que huele más a tragedia existencialista que a otra cosa. Zeller, entonces, acompaña a esos padres, sostiene sus puntos de vista, lo que vuelve al personaje del hijo un verdadero enigma. El drama pasa por ver de qué forma esos adultos lidian con algo que no pueden, ni saben, manejar. Y se ha dicho, las acciones transcurren la mayor parte del tiempo en el amplio espacio del departamento del padre. A diferencia de El padre, Zeller no logra aquí darle aire a la narración por medio de la puesta en escena. En aquel film protagonizado por Anthony Hopkins -que aquí se reserva una pequeña participación- la demencia senil del personaje se representaba a partir de un espacio que mutaba, de personajes duplicados y diálogos repetidos y alterados que modificaban su sentido en una segunda visión. Todo esto confluía en una representación acabada de la mente perturbada de su protagonista, una suerte de rompecabezas que se armaba recién sobre el final. Ausente ese sofisticado apartado narrativo, El hijo es un drama mucho más simple y directo, lo que es igual a decir que resulta menos interesante. Un poco porque lo expuesto carece de novedad, pero también porque resulta previsible en su búsqueda trágica del drama aleccionador hacia sus personajes, especialmente el padre interpretado con solvencia por Hugh Jackman. Porque en El hijo la enfermedad es, en verdad, una excusa para repensarse acerca de las decisiones del pasado que afectan en el presente y de lo que hacemos con aquello que hicieron con nosotros. No obstante Zeller tiene, como autor, el talento suficiente como para encontrar algunas verdades que vibran en el espectador incluso un rato después que cayeron los títulos del final y para construir momentos verdaderamente perturbadores, como el que desencadena el clímax de la película.
TODO SE TIÑE DE ROJO 1976 es una película sobre la dictadura, sobre la de Augusto Pinochet en Chile, o mejor dicho sobre los bordes, sobre aquellos sectores de la sociedad que no se auto-percibían como parte del asunto. Claro, esos bordes siempre eran alcanzados de una u otra manera, ya sea por la violencia física y directa, o por la violencia psicológica e intangible, aunque perdurable en el tiempo. La protagonista es Carmen, una mujer que viaja a la casa de descanso de la familia para supervisar las tareas de remodelación que allí se llevan adelante, sin pensar que el viaje la llevará a lugares insospechados: a partir de la injerencia de un cura, y debido a que en el pasado trabajó como asistente de la Cruz Roja, Carmen terminará asistiendo a un joven malherido, integrante de alguna facción subversiva, que el párroco está alojando en secreto. La vida de la protagonista, por tanto, se irá tiñendo como la pintura que compra en el comienzo o como la secuencia de títulos que juega con esa misma idea. Un parsimonioso avance del rojo sobre el blanco, de la violencia sobre la placidez de una clase chilena acomodada que mira todo con desdén y distancia. La puesta en escena de la directora Manuela Martelli juega incluso con esa idea; 1976 es un relato que comienza casi en un tono trivial, aunque el clima ominoso se respira inmediatamente desde el fuera de campo, con diálogos y situaciones que suponen una instancia de descanso y placer. Pero se va volviendo más complejo, y el riesgo para la protagonista se vuelve real, a medida que avanza, lo mismo que la música de Mariá Portugal, un poco machacona y demasiado presente tal vez, pero que aporta en definitiva a la generación de climas. Un acierto de Martelli es que lo climático no supone una construcción psicológica, sino más bien algo vivido y físico: Carmen lleva adelante su acción a espaldas de su familia, como consciente de que está realizando algo prohibido (su marido, de hecho, se codea con sectores sociales cercanos ideológicamente a la dictadura), pero motivada por algo cercano a lo vocacional, a lo humanitario. A un criterio, si se quiere, de absoluta coherencia ética. Esa virtud es la que corre a la película de la toma de posición respecto de una idea. Es decir, sabemos que la dictadura es mala, pero la película esquiva las definiciones simplificadas, los diálogos inflamados y el tono panfletario. Eso tiene que ver, claro, con la elección de personajes que llevan adelante sus acciones desde una convicción que por momentos parece doblegarse, tanto en el caso de Carmen como en el caso del sacerdote. Eso no impide que 1976 caiga reiteradamente en algunos lugares comunes del cine ambientado en los años de las dictaduras sudamericanas, como por ejemplo la maniquea construcción de clases sociales y su relación con los gobiernos de facto. Es la presencia de Carmen la que vuelve todo más complejo, incluso la actuación de Aline Küppenheim que construye a su criatura desde un heroísmo asordinado y trágico que la vuelven un enigma para el espectador. Así, la protagonista no termina siendo ni la señora de clase acomodada que se sorprende por lo que ve, ni la señora de clase acomodada que adquiere una repentina conciencia. Dos arquetipos habituales de este tipo de producciones, que saludablemente 1976 elige eludir.
A CORRER QUE SE ACABA EL MUNDO Scott Beck y Bryan Woods, guionistas de las dos partes de Un lugar en silencio, encontraron con 65: Al borde de la extinción un dispositivo que funciona con la misma economía de recursos que aquellas películas dirigidas por John Krasinski. En pocos minutos nos ponen en situación: un padre que debe abordar una misión espacial, y que no regresará a tiempo a casa para ver con vida a su hija, aquejada por una enfermedad. En los siguientes minutos, seremos testigos de la lluvia de meteoritos que destrozará su nave, el aterrizaje forzoso en un extraño planeta lleno de dinosaurios y su encuentro con una joven, única sobreviviente junto a él. La forma de escape es alcanzar una cápsula ubicada a 15 kilómetros aunque, claro, para llegar a ella deberán esquivar y matar todos los bichos que se les interpongan en el camino. 65: Al borde de la extinción es un relato de supervivencia muy básico y que funciona porque está estupendamente narrado. Sin demasiado alarde, Beck y Woods llevan al espectador de acá para allá, construyendo perfectas y pequeñas secuencias de acción, que funcionan como boyas entre los momentos de intimidad que comparten Mills (Adam Driver) y Koa (Ariana Greenblatt). La aventura que ambos personajes emprenden, obviamente, es la oportunidad que el relato le brinda a su protagonista de recuperar el vínculo que perdió al momento de subir a la nave: protegerá a Koa como no pudo hacerlo con su hija. Los directores y guionistas no tienen pudor en indagar en estos sentimientos del personaje, pero a su vez entienden los límites del melodrama como para que ese costado dramático no empantane la narración. La película fluye como una montaña rusa, demostrando de paso que la aventura con tinte familiar no tiene por qué eludir cierta rudeza. Los dinosaurios de 65: Al borde de la extinción no son lánguidos como los de la última Jurassic World, por ejemplo. Posiblemente podamos cuestionarles a los directores el tono casi mortuorio con el que avanza el relato, pero también es cierto que hay una ligera comicidad, bastante retorcida por cierto, que encuentra el humor en lo siniestro. Así como la película es sumamente concreta a la hora de plantear su premisa y ponerse a andar, también lo es con lo que elige contar. Una película de aventuras narrada en 93 minutos no es algo que se vea todos los días, con la tendencia al estiramiento que tienen la mayoría las producciones actuales. Pero 65: Al borde de la extinción dura lo que tiene que durar. Es concreta, como ese aventurero interpretado con solidez por Driver, aquí explotando un infrecuente rol de héroe de acción pero con una carga dramática que le permite indagar en el costado más doloroso de un personaje tan recto como torturado.
LOS OJOS DE BRENDAN FRASER ¿Cuánto influyen las expectativas en la forma en que uno termina asimilando una película? Queremos creer que poco, pero más veces de lo que desearíamos formamos un juicio en torno a lo que esperábamos y lo terminamos percibiendo. Se dirá que no hay nada de malo en las expectativas, que forman parte de la experiencia humana, pero en verdad son una de las formas de la injusticia: porque qué culpa tiene -en este caso- el artista de ofrecer algo que se aleje de la imagen que uno se formateó previamente. De las películas no hay que esperar nada, esa es la lección… pero a veces es imposible aplicarla. Por ejemplo con La ballena me pasó y, en este caso, se podría decir que terminó funcionando a favor de la película de Darren Aronofsky, porque teniendo en cuenta la filmografía anterior del director y el tema del film en cuestión (un profesor con obesidad mórbida encerrado en su casa) uno esperaba un festival sórdido de la miseria humana. Y si bien hay algo (bastante) de eso, La ballena termina resultando un poco más amable gracias a los imprevistos que siempre surgen en un rodaje, y que en este caso tienen el rostro de Brendan Fraser. Perfecto, Fraser, un muy buen comediante que además funcionó en la aventura (y en la aventura cuando se cruza con la comedia, digamos La momia), cumple con el lugar común del intérpretes que, destrozada su carrera, regresa con un drama de esos dramísimos para ver si rasca un poco de prestigio o -mejor- algún premio. Es un ejercicio bastante espurio, pero demasiado habitual y del que ya nos conocemos todos los trucos. Ahora bien, Fraser logra algo que no muchos hicieron cuando aplicaron el mismo plan: actúa y muy bien. De hecho, es lo único rescatable de una película marrón-verdosa como son todas estas películas marrones-verdosas que hacen desde los 90’s estos directores norteamericanos amantes de la misantropía. Es más, Fraser actúa contra todos los obstáculos que Aronofsky le pone en el camino, empezando por los kilos de más, siguiendo por el exhibicionismo miserable y terminando por una serie de personajes de reparto que aparecen por ahí a los gritos como en una obra de teatro simbólica en la que cada personaje representa algo; claro, La ballena es la adaptación de una obra de teatro. Y Fraser va, y uno piensa que en el fondo es un castigo que se merece por haber aceptado esto como pasaporte a los premios, pero nos convence. Porque contra todo ese quilaje de maquillaje y efectos digitales para darle forma a esa obesidad mórbida que su personaje padece, hay algo en su mirada que nos pide ser rescatado. Y cuando miramos sus ojos ya no sabemos si son los ojos de Charlie, su personaje, buscando la redención antes de partir, o si son sus propios ojos pidiendo que lo rescatemos del horror al que Aronofsky lo somete a cada rato. Pero Fraser cumple porque hasta nos emociona y porque con su mirada no solo demuestra comprender a su personaje, sino que además le pone límites a la misantropía del director. Aronofosky, uno de los directores más incomprensiblemente prestigiosos del cine norteamericano de este siglo, ya había construido una experiencia parecida a esta con El luchador, en la que contaba además con un compromiso similar al de Brendan Fraser por parte de Mickey Rourke. También era la historia de un tipo que buscaba ser redimido a partir de recuperar el vínculo con su hija, en la que -más allá de sus típicos excesos- era su mejor película. La diferencia aquí es que el material es tan tosco, subrayado y tan poco cinematográfico, que se vuelve un ejercicio entre agobiante y abrumador, aunque involuntariamente cómico en una última escena inclasificable en la que luego de 116 minutos de una búsqueda de realismo extremo cercano al psicodrama Aronofosky se quiera volver poético en una imagen. No deja de ser curioso que estos directores confundan severidad con misantropía y miserabilismo, y sensibilidad con cursilería. Esa es su verdadera tragedia.
EL VIEJO-NUEVO ORIENTE De un tiempo a esta parte el cine español, al compás de sus acuerdos de distribución con las grandes compañías norteamericanas (en el caso que nos convoca tenemos a Warner), se ha convertido en una de las factorías de cine animado más importante en un rango de películas de segunda línea, tanto técnica como narrativamente. Las momias y el anillo perdido, de Juan Jesús García Galocha, es un claro ejemplo de lo que estas películas pueden ofrecer: una calidad técnica estándar, cierto ritmo que fusiona la comedia con la aventura llevándose por delante cierta lógica narrativa, y una estructura pensada para que impacte al público más chico, aportando guiños que no dejen afuera al público adulto; todo eso que tienen las historias de Tadeo Jones, por ejemplo. Ninguna de estas películas es una maravilla, pero por cierto tampoco es una desgracia imposible de mirar. Profesionalismo que le dicen. En algún sentido, estas películas son también un poco antiguas. Están pensadas a como estaban pensadas la mayoría de las viejas películas de animación mainstream, que eran básicamente un cuento bien contado, sin demasiados niveles de lectura y directas en sus modos expresivos. También conservadoras, porque de alguna manera sostenían cierta estructura social que aquí se respeta traicionando el punto de inicio: La protagonista, Nefer, es una princesa egipcia de los tiempos de las carreas de cuadrigas que se niega a seguir la voluntad divina de casarse con un hombre elegido por el Ave Fénix; su deseo es convertirse en una cantante pop. Hasta que por un error el pájaro elige a Thut, un auriga retirado que tampoco manifiesta demasiado interés en la princesa. Obviamente la aventura los llevará a compartir tiempo y espacio, y a ir descubriendo algo parecido al amor. La aventura aquí es un elemento que integra lo fantástico: El dueño de un museo descubre un pasadizo hacia una tierra de momias vivientes y eso lo lleva a un muy codiciado anillo, que será el objeto de disputa entre el arqueólogo y las momias. La película jugará entonces sobre el choque de civilizaciones (por decir algo), con las momias saliendo de su mundo y llegando a Londres, a la que confunden con el Imperio Romano. La diversión pasará por lo anacrónico, por esa fricción constante entre un universo antiguo que no comprende demasiado este mundo moderno, aunque a la película se le note un poco la modorra para crear situaciones divertidas. Es que a la película de Juan Jesús García Galocha le falta sofisticación como para hacer de ese juego algo realmente ocurrente: Las momias y el anillo perdido avanza entonces entre chistes leves y recursos que se descubren demasiado parecidos a los de otras películas, aunque se agradece en primera instancia su corta duración y su rápida aceptación de que lo suyo tiene que ser el movimiento constante que disimule sus imperfecciones. El final es con los personajes cantando un conocido tema pop, como Shrek hace veinte años. Y con casamiento. Así de viejo es todo.
UN GRITO ADOLESCENTE El laureado director Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro en 2017 por su largometraje The Square, volvió a hacerse de la estatuilla el año pasado con El triángulo de la tristeza, otro film repleto de metáforas que apuntan a una crítica al capitalismo y la decadencia de las clases altas. Acá la historia sigue, al menos al principio, a dos modelos e influencers que mantienen una relación y obtienen por canje unas vacaciones en un crucero de lujo. Allí la película nos presenta al resto del elenco, un grupo de personajes que no son mucho más que caricaturas de distintos estereotipos del millonario. En el medio conocemos también al capitán del barco, interpretado por Woody Harrelson, quien no es sino un adorno más dentro de ese barco en donde objetos y personas son reducidas por igual a su valor como mercancías y dispuestas para el consumo de los ricos que poseen un apetito pantagruélico. Por si el objeto de la sátira no quedara claro, el capitán, que casualmente es un socialista frustrado, se encarga junto a otro personaje de remarcar cínicamente una serie de discursos ambiguos acerca de la desigualdad social en lo que no es otra cosa que una representación burda de un debate filosófico acerca del marxismo. Por estos confusos mares navega la obra de Östlund, que lleva a sus personajes de aquí para allá, sometiéndolos a situaciones límite con el objetivo de que afloren sus miserias más extremas. El mundo que construye El triángulo de la tristeza es exagerado, hiperbólico, chillón. Se complace el director en regodearse en el patetismo de sus caracteres sosteniendo la cámara aún en escenas cuyo sentido de ser se pierde rápidamente. Un gesto que parece tener un propósito al inicio pero que como todo en la película termina siendo una apuesta superficial a la saturación y la autoindulgencia. Lo es también la secuencia que es el corazón de la película: una tormenta en el mar con un desenlace alocado y escatológico en extremo. El corazón, sí, porque el largometraje es un exponente de un subgénero que se ha puesto de moda en los últimos años, al que podríamos denominar “sátiras anticapitalistas shockeantes”, dentro del que entran otros largometrajes menos aburridos como High-Rise, Parasite o El menú. Y es que El triángulo de la tristeza es una película de shock, cuya máxima (o mejor dicho única) ambición es impresionar al espectador mediante el método que sea, para cargar a su contenido ideológico de imágenes agresivas que se perciben como subversivas o revolucionarias. Y es justamente el fondo el mayor problema de El triángulo de la tristeza. Pretende desde el apartado formal lograr trascendencia que no se sostiene con lo que hay detrás. Básicamente, Östlund reproduce una mirada de la clase alta y los excesos del capitalismo que no es innovadora, y lo hace mediante recursos que no complejizan esa visión caricaturesca sino que la exacerban, la intensifican como un adolescente al que se lo ignora y por eso grita con más fuerza.
TODO EN TODAS PARTES AL MISMO TIEMPO A Sam Mendes las películas se las suele hacer el director de fotografía: Imperio de luz es otra demostración de las capacidades del enorme Roger Deakins para iluminar la escena y, desde ahí, sostener una idea que es visual y física. Ese tono melancólico es el que aprovecha bien, por un rato, el director de Belleza americana, centrándose en una mujer con problemas para sociabilizar que trabaja en un cine en la Inglaterra de comienzos de la década de 1980; personaje al que Olivia Colman le aporta toda su intensidad y que la película toma como punto disruptivo de un universo mayormente placentero. La idea del cine como refugio es sí un lugar común, pero hay algo evocativo y personal que atraviesa esos primeros minutos que hacen de la experiencia algo gratificante, casi como si fuera un cuento. Entonces, por un rato, Imperio de luz se concentra en un grupo laboral y un espacio físico, ese cine, que funciona como gran locación. Pero como Mendes casi nunca se queda contento con demostrar que puede contar bien apenas un simple cuento, comienza a sumarle capas a su película, que se abre en subtramas y representaciones hasta confundir el punto de vista: con el ingreso al staff del cine de un muchacho negro que padece discriminación, el film perderá el norte y no se sabrá cuál película de todas las que tiene ahí dentro está dispuesto el director a contar, aunque siempre se nota movilizado por tachar múltiples casilleros en la agenda actual: ¿es una película sobre el cine? ¿Es una película sobre cómo los viejos cines sucumbieron en las fauces del capitalismo de las multisalas? ¿Es una película sobre la salud mental? ¿Es una película sobre el amor entre una mujer madura y un joven? ¿Es una película sobre los problemas raciales de la Inglaterra de Thatcher? ¿Es una película evocativa sobre el pasado, a pesar de sus sinsabores? No se sabe. A veces es solo una cosa. A veces intenta ser todo junto. Lo cierto es que luego de ese comienzo concentrado en tiempo y espacio, Imperio de luz se abre, aunque más que abrirse se desparrama, se extiende incómodamente hasta volverse bastante irritante en su búsqueda de prestigio, de premios y de pedidos de disculpas. Como dijo Guillermo Colantonio, parece una película hecha por Mendes para disculparse por Belleza americana. Todo esto genera, además, que la película avance hacia múltiples finales, que se suceden estirando el relato y perdiendo en el camino la oportunidad de cerrar con ese supuesto leitmotiv que es el cine. No deja de ser curioso que si bien Mendes elige el espacio físico de un cine (para el director el recuerdo es con el edificio, nunca con las películas, lo suyo es la arquitectura y la decoración antes que el cine) el mismo nunca adquiera verdadero peso dentro del relato, nunca termina de hacer sistema con los conflictos de los protagonistas. Perdón el spoiler -y la digresión de este último párrafo-, pero en determinado momento al personaje de Colman le dicen que vea una película en la sala, una experiencia que nunca se animó a atravesar a pesar de trabajar en un cine. Claro que va y lo hace y Mendes construye, más allá del cliché, un pequeño momento emotivo del que nunca se percata que es el verdadero final de su película. Pero Imperio de luz sigue, sigue y sigue… Por favor ¡no la toques de nuevo Sam!
EL CINE DE CAMPUSANO Y SUS LÍMITES Luego de su sorprendente irrupción en el cine argentino de la primera década de este siglo, con un cine visceral que mostraba una realidad diferente de la que mostraban la mayoría de las películas, la obra de José Celestino Campusano parece haber ingresado desde hace años en una zona de irregularidad solo mensurable por sus propios límites: las actuaciones no profesionales, los diálogos sobreescritos y moralizantes, una sordidez excesiva de la que parece no haber escape. La dosis que aplica de cada cosa es lo que hace mejor o peor cada historia. Y si bien esto estuvo presente desde el vamos, los métodos de producción del director -capaz de filmar dos o tres películas por año en el lugar a donde lo convoquen- son los que le han dado a su cine una planicie estética en la que hay cada vez menos lugar para la sorpresa o lo disruptivo, y cada vez más para la reiteración de algunos vicios. Pareciera que, de película en película, Campusano mezclara situaciones y personajes salidos de un inventario propio que se va agotando. En La reina desnuda, rodada en la localidad de Galvez, la protagonista es una mujer atravesada por diversas experiencias límites en su adolescencia, relacionadas con abusos y violencia masculina. Pero al contrario de lo que dicta el manual progresista, Campusano imagina que a Victoria, la mujer en cuestión, eso la llevó a forjarse un carácter bravo, lejos de la victimización, con el que lleva su sexualidad con absoluta libertad y confronta con los hombres, los machos, de una forma directa. En La reina desnuda, Campusano avanza con temas actuales como la violencia de género y el orden institucional como control -impotente- de una realidad que se impone abrumadoramente. Claro que bajo la lógica del cine del director, todos los vínculos están tocados por una violencia que se vuelve bastante asfixiante, contradiciendo en ocasiones lo que intenta decir con algo de torpeza. En verdad el problema es cuando esa búsqueda se apropia también de lo narrativo: la película va y viene en el tiempo, entre flashbacks que hablan de la adolescencia de la protagonista, pero lejos de lo expositivo el recurso se vuelve una herramienta para pensar la experiencia de Victoria en el orden de la causa y consecuencia, de un castigo moral que recae también sobre otros personajes que orbitan alrededor de la protagonista. Podríamos destacar algunas escenas, especialmente las sexuales, filmadas con un grado de verismo que el cine nacional no suele alcanzar, y también la mirada despojada de esteticismo sobre lo marginal, pero son elementos habituales del cine de Campusano que comienzan a agotarse ante la falta de algo más que cierta noción de realidad, ya comprobada. Una realidad, digamos, que tampoco es que nos alcance a todos y que en ocasiones parece acercarse demasiado a una exhibicionismo maniqueo y estandarizado de ciertos comportamientos miserables. Ahora bien, si el cine de Campusano parece agotarse en su repetición ocurre lo mismo con lo que tenemos para decir sobre sus películas. Uno entiende la necesidad de un director por vivir filmando, pero también es cierto que es necesario que eso que filma tenga un valor por encima de la experiencia personal y de la noción del laburante del cine.