Dibujar y documentar Pido un imposible. Despojémonos por un momento de la idea de las imágenes tridimensionales, corrámonos de la onda expansiva del marketing y de la necesidad de saber si estamos ante algo revolucionario o no. Una vez ahí, veamos qué cuenta Avatar y cómo lo cuenta. James Cameron, quien vuelve después de 12 años de ausencia tras el megaéxito de Titanic, llega para renovar el lenguaje cinematográfico uniendo las dos puntas del siglo: la que comenzó a indagar en la forma de crear imágenes y la que ahora concreta nuevas formas para esa construcción. El camino que traza Avatar, tras su arquetípica historia de invasiones, es un resumen del siglo y da pie para lo que viene. Es por eso que Avatar se convierte en un hito, más allá de sus resultados: porque plantea un nuevo punto de partida para el cine. Avatar es una película y a la vez un fenómeno industrial. Su promoción se basa en la utilización del 3D. Es, como el cine en sus comienzos, un avance tecnológico que se traduce en arte: y esto es así porque Cameron tiene el talento como para que la novedad no minimice el resto, que es un magnético film de aventuras plagado de emociones. Pero la relación entre los comienzos del cine y lo que pasa ahora con Avatar va más allá. Cameron experimenta, como en los comienzos de las imágenes en movimiento, con la animación: casi todo lo que se ve es invención -el film justifica acabadamente su despliegue técnico-. Pero por otra parte, en vez de avanzar sin pensar, lo que hace es registrar el mundo que acaba de inventar como un documentalista. Avatar es al Siglo XXI lo que el registro de la salida de los obreros de la fábrica de los Lumiere fue el cierre del Siglo XIX. Esta puesta en escena documental por un parte tiene el acierto de meter al espectador de lleno en el relato: Cameron sabe que el fuerte de su película son las imágenes, y por eso las registra con el afán de seducir al espectador. Y allí, la forma se imbrica con el fondo: así como el espectador se fascina con lo que ve, le ocurre lo mismo a Jake Sully (Sam Worthington), el protagonista, quien no puede avalar la avanzada militar/empresarial sobre Pandora. Muchos han criticado la simpleza de la historia de Avatar sin notar que la complejidad está dada por las imágenes. Y ahí, otra cuestión: ¿cómo justificar que una película totalmente ficticia y generada a puro píxel pueda ser una defensa de la naturaleza? Cameron no se pregunta sobre la naturaleza de las imágenes, sino sobre su propiedad. Ese cuidado en lo que dice y cómo lo dice es parte de su genio creador: no hay aquí un dispendio de tecnología. Animación y documental, en realidad, no son utilizados como géneros por Cameron, sino que lo que hace es aprovecharse de sus formas para, ahí sí, construir un relato que se adscribe al más puro cine de aventuras. Algo similar hacía Werner Herzog, aunque con otras herramientas, en The wild blue yonder donde una serie de imágenes reales sobre el universo submarino se reconvertían por obra y gracia del falso documental en escenas de un espacio desconocido e inhóspito: pero allí jugaba la ciencia ficción. Es sabido que Cameron, al igual que Spielberg, es un director que aprovecha de la modernidad sólo las herramientas tecnológicas que esta le aporta. Pero su manera de contar tiene que ver con lo clásico (por eso también que sus películas sean minimizadas por las generaciones de jóvenes espectadores): es por esto que Avatar no innova en la forma de contar. El camino es más o menos conocido, incluso las imágenes cuanto esencia son lo mismo (por ejemplo el descubrimiento de volar sigue construyéndose a partir de una sucesión de planos amplios y planos cortos que amplifican el placer del héroe), pero la novedad aquí es cómo nos involucramos ante esto. Es ahí donde el director hacer su apuesta. Avatar, por si fuera poco, además nos dice que en un tiempo donde el cine es pura imagen, hay que redoblar la apuesta y que esas imágenes tengan un real sentido cinematográfico. Y que eso no es malo si se corresponde con una pulsión narrativa que se expresa en emoción. También, que el marketing no tiene por qué ser malo por sí mismo, sino que puede rodear, a veces, productos masivos, populares y complejos: la promoción, entiéndase, es una de las formas de llegar a la gente (diferente es la propaganda). En ese contexto, ingresan también las fobias habituales a todo lo que se resuelve por la vía tecnológica, también de lo que tiene una tendencia ecologista o new age (bien expresada, con coherencia y respetando una lógica interna, cualquier idea puede ser plasmada en el cine). Hay un falso progresismo que teme de todo aquello que son las nuevas formas. Por un lado creen que estas formas sólo pueden estar dadas en cinematografías periféricas, sin descubrir que el cine mainstream es un lenguaje en sí mismo, que necesita y puede tener, actualización. Avatar demuestra todo esto. Y Cameron, además, nos pone en la encrucijada, tan terrible para el crítico cool, de reconocer que tanto Titanic como Avatar son dos grandes películas a pesar de ser las más taquilleras de la historia. Vaya figura la de Cameron, que casi concluye el cine del Siglo XX con Titanic y que ahora, valientemente, aporta una nueva visión al cine que viene. Hoy Avatar es una obra maestra, puede que dentro de varios años, con el lenguaje ya incorporado, sólo sea vista como aquella que sentó el precedente. Sea como sea, es un film que pide a gritos despojarse de prejuicios y animarse a disfrutarlo y. más aún, recorrerlo y vivirlo.
Otra comedia francesa que transita por la medianía A veces uno no tiene referencias de un actor y de repente el tipo se le hace más conocido que un pariente: en apenas dos meses se estrenaron tres películas con Kad Merad (Bienvenido al país de la locura, La canción de París y esta Mis estrellas y yo), un buen actor y mejor comediante, que maneja los tiempos del género con singular soltura. Merad es un tipo que sabe usar el cuerpo y que, además, lleva los diálogos con gracia. Claro que debería elegir mejor los productos que lo tienen como protagonista, o de lo contrario terminará derrochando su talento en películas que no son dignas de el. El problema de Merad, a juzgar por Bienvenidos al país de la locura y Mis estrellas y yo, es que el tipo es un especialista en comedias populares, familiares, sin mayores riesgos, de esas que se hacen en Francia por kilo y que -llamativamente para un país que está dejando que las mejores comedias norteamericanas lleguen directo al dvd- se estrenan por estas tierras. Con todo, Mis estrellas y yo, al lado de los otros films mencionados, resulta algo más decoroso, jugado con un mínimo de gracia y sin mayores pretensiones. Merad interpreta aquí a Robert, un empleado de limpieza de una agencia de actores, que se obsesiona con las actrices al exceso de querer controlar sus carreras e intrometerse en sus vidas privadas. Las estrellas en cuestión en el film son Solange Duvivier (Catherine Deneuve), Isabelle Séréna (Emmanuelle Béart) y Violette Duval (Mélanie Bernier), tres actrices que representan de cierta manera el cambio generacional del cine francés, y que en la película son autorreferencias constantes de las divas que las tienen que personificar: Deneuve y Béart, sobre todo. Evidentemente la directora Laetitia Colombani no cree en la obsesión como algo oscuro o perverso, y ni siquiera para jugarlo desde la comedia negra como lo hizo Scorsese en El rey de la comedia. Por el contrario, si bien Robert es mostrado en un comienzo como un tipo obsesivo, con el correr del metraje se podrá reconocer en él a un tipo patético, pero que sólo quiere ser amado y recuperar a su familia. Una ternurita vea, que en todo caso es funcional a lo que la directora quiere decir: que siempre hay segundas oportunidades y que se puede recomenzar desde algún lugar. Lecciones morales que nadie pidió y que Mis estrellas y yo se preocupa por dibujar en el aire. Ni las referencias al cine dentro del cine (la película que filman las tres actrices tiene escenarios similares a los del clásico Los paraguas de Cherburgo, con la Deneuve) funcionan porque para Colombani el cine no es más que un accesorio: en eso se convierten también los guiños, gestos sin profundidad. Y ahí, cuando la película se pone pesada y edulcorada, es cuando la mínima gracia se diluye por completo. Aunque es bueno reconocer que tampoco es tanto lo que se pierde.
Intento muy personal, pero tristemente fallido, de un gran autor. Juventud sin juventud es válida sólo por dos motivos: primero, saber que Francis Ford Coppola está vivo y que filma y tiene ganas de contar algo; segundo, que a los 70 años no filma en piloto automático, sino que indaga, arriesga, busca una manera de seguir planteando los mismos conflictos pero con otras formas. Juventud sin juventud es casi un experimento. Pero como dijimos, ahí se agota todo lo bueno que uno pueda decir sobre el film, que tampoco es algo sobre la misma obra sino sobre su circunstancia. En Juventud sin juventud, adaptación de una novela de 1976 de Mircea Eliade, un anciano lingüista interpretado por Tim Roth sufre aún por un viejo amor, mientas promete suicidarse. Un rayo lo alcanza en la noche rumana y lo manda al hospital. En vez de matarlo, el suceso le aporta una rara condición: lo hace rejuvenecer. Este punto de inicio fantástico es lo único fantástico de toda la película. Coppola juega continuamente a jugar, a que se (fago)cita y se reconstruye. Pero el juego es un solitario: todos quedamos afuera. Coppola ha hablado del tiempo anteriormente. El tiempo entendido como fenómeno metafísico (Jack) o como período y época que le toca vivir a sus personajes (El padrino, Tucker). Incluso del tiempo como purgatorio del amor trágico (Drácula). Y todo eso, mezclado, vuelve a contarse en Juventud sin juventud, pero sin la potencia que le conocemos. El director que supo recurrir al Hollywood clásico para modernizarlo acude aquí a lo posmoderno de los relatos fragmentados para recuperar lo clásico: la operación es en vano. Los problemas del film son dos: por un lado el hermetismo con el que es contado atenta contra la pasión y el dramatismo de ese sufriente amante que interpreta Roth; por otro lado, el director demuestra aquí querer de alguna forma recuperar el espacio que ha perdido en los últimos 20 años, y lo intenta dejando pistas del que fue. Sin embargo el onanismo de Coppola no se reconstruye como marca autoral, sino como símbolos. De hecho el protagonista es un estudioso de los símbolos y del lenguaje, y somete al espectador un poco a la misma peripecia que al personaje. En Juventud sin juventud aparecen todos los Coppola del pasado glorioso, pero asordinados. Sin embargo la solemnidad y el aburrimiento se apoderan de una película más deudora de la filosofía que del cine. Y el peor pecado que comete, en un film que en cierta forma dice que es imposible recuperar el tiempo, es demostrar que lo mismo que le pasa al protagonista le ocurre al director, que intenta recuperar el espacio perdido con una película totalmente innecesaria.
Tras padecer este año de cosas como Por fin viuda o Bienvenidos al país de la locura, ver Háblame de la lluvia permite concluir que en Francia todavía hay lugar para la comedia inteligente. Pero que Jaoui, capaz de escribir Conozco la canción (Alain Resnais, 1997) y dirigir El gusto de los otros, tenga que ponerse al lado de semejantes ejemplos para resaltar, habla de que algo ha fallado en esta, su más reciente realización. Y es llamativo porque otra vez Jaoui construye un relato mucho más complejo de lo que aparenta en la superficie, porque crea otra galería de personajes con dimensiones y nunca seguros de sí mismos, porque sigue escribiendo diálogos punzantes y porque repite esa voz baja para, sin señalar a nadie, mofarse de ciertos lugares comunes de la burguesía. Es, se podría decir, Chabrol rebajado con mil litros de Woody Allen. Agathe Villanova (Jaoui), una militante feminista, regresa al pueblo donde retomará contacto con su hermana, a quien siempre ha minimizado. A su vez, Michel (Jean-Pierre Bacri) y Karim (Jamel Debbouze) quieren filmar un documental con la mujer, quien está a punto de involucrarse en la política. Háblame de la lluvia será recorrida por sus personajes, desde cómo se relacionan entre ellos y cómo, también, se relaciona el lugar que ocupa cada uno o que cree ocupar con respecto al otro. De manera inteligente, la directora y guionista teje un entramado de personajes y, por debajo, aparecen subtextos sobre el poder, la política, el liderazgo, las frustraciones, el riesgo, las decisiones personales, las consecuencias y el conformismo. Lo que hace valioso al film, es que todo esto está sugerido pero casi nunca explicitado: no hay gritos, no hay tensiones. Los personajes llegarán a comprenderse en determinado momento, pero al final nadie cambiará demasiado las cosas. Dice algunas cosas sobre las militancias y los absurdos a los que nos lleva tener que responder a determinadas posturas cuando construimos un discurso en torno a la moral y la ética. El problema básico de Háblame de la lluvia es que en muy pocas oportunidades logra respirar como relato cinematográfico y se la nota excesivamente escrita. Si en El gusto de los otros los personajes se sentían felices o infelices de acuerdo a sus propias decisiones, aquí pareciera como si nada pudieran hacer ante un guión que se les impone para que sean contradictorios, ambiguos o, en oportunidades, hasta un poquito miserables. Háblame de la lluvia sí es mejor que el 90 % de las comedias francesas que se estrenan en el país, pero a veces lo es demasiado concientemente. Y eso tampoco sirve.
Igor tiene más inteligencia que la media del cine animado habitual, logra que su fondo se convierta en forma y son las creaciones de Igor las que movilizan la historia. Me preparo para los ladrillazos que lloverán y lo digo sin anestesia: El extraño mundo de Jack me parece una película sobrevalorada. Me gusta, pero no termino de conectar con ella: será que me pesan algunas canciones, que me parece mal elaborada la relación de amor entre Jack y Sally, que su final se me hace precipitado, como si le faltara algo. Claro que no puedo negar su inventiva, esa forma de sacar ideas de la nada y construir un mundo totalmente original y autónomo. Precisamente esos aciertos se le pueden aplicar a Igor, el film de Anthony Leondis que desde su estética parece deudora de la obra de Henry Selick, pero que logra ser todo lo divertida y graciosa que aquella nunca pudo por ser, en cierta forma, demasiado consciente de su importancia. El punto de inicio de Igor, el film de Anthony Leondis, es por demás original y funciona a puro cliché del universo del cine de terror clásico: la tierra de Malaria está repleta de científicos locos y cada uno tiene su Igor, su asistente que sólo se dedica a bajar la palanca cuando se necesita alumbrar un nuevo invento. Uno de estos igores tiene aires de inventor y aprovechará la muerte de su jefe para convertirse, finalmente, en un creador. Si en este comienzo se luce el poder de observación sobre el género, aplicado al mundo del cine de animación, el relato le hace honor con una sucesión de eventos que tienen a la inventiva y el juego con el género como faros. A lo que vamos: este Igor quiere crear vida, la criatura más mala sobre la faz de la tierra. Y en su lugar lo que crea es una mujer brutal, gigante, pero bondadosa y carismática. Es más, su cerebro fue lavado y adoctrinado por James Lipton y el personaje de Blanche DuBois. Mela, como se llamará esta gigantona que recuerda un poco a El gigante de hierro, tendrá veleidades de actriz y creerá estar predestinada a la actuación. El cine se entronca entonces con la ficción, pero las referencias no son al estilo Dreamworks: aquí lo que se hace es un abordaje sobre los géneros y la autoconsciencia de saberse un relato cinematográfico -de hecho, se burla de aquellos que creen que actuar es crear monstruos a lo Actor’s Studio-. La estética visual, además, está sostenida por una banda sonora con grandes canciones de Louis Prima, todo un anacronismo. Igor tiene más inteligencia que la media del cine animado habitual, y sin llegar a la locura desenfrenada de Lluvia de hamburguesas, como aquella logra que su fondo se convierta en forma: precisamente son las creaciones de Igor las que movilizan la historia y las que aportan aquellos momentos disfrutables -punto máximo el conejo inmortal que tiene conducta suicida-. Esto tiene doble mérito: por un lado le da al film una coherencia significativa y por el otro hace preciso y justificable cada elemento que aparece. Y último hallazgo de Leondis y los suyos, nunca poner esta creatividad por delante del cuento: Igor no se pasa de lista, tiene su ritmo propio y no parece intoxicada por el resto del cine animado que se hace hoy día. El film no se sostiene exclusivamente en los chistes, tiene referencias culturales que se vinculan estéticamente con el relato, y la inteligencia y la creatividad son sus mayores apuestas. Mantener 90 minutos de relato con esta premisa habla de gente con algo para decir, que no cree en el arte como una mercancía y que piensa cada elemento como necesario. Tal vez en eso se parezca aún más al cine de Henry Selick: una deliberada libertad para trabajar es pos del entretenimiento. Que Igor traiga a la mente a Selick, a James Whale, a Tim Burton, a Brad Bird es otro gesto de genialidad: no se copia o imita, sino que se muestran referencias como forma de pertenencia a una parte del mundo que cree en crear como principal virtud del cine.
LA DESTRUCCIÒN COMO REFLEXIÓN Decir que 2012 es una muy buena película sólo porque al medir los antecedentes de Roland Emmerich descubrimos la mediocridad de varios de sus trabajos, es injusto con la propia obra. Es más, se podría decir que 2012 es a Emmerich lo que Deja vu a Tony Scott: el punto en el que sus ambiciones estéticas encuentran su mayor fluidez y logran convertir todas aquellas fallas sistemáticas en algo cercano al arte. Si el montaje acelerado y videoclipero -sin que esto suponga un juicio de valor- decantó en Deja vu en una película capaz de analizar el sentido de las imágenes y divertirse con ello, en 2012 Emmerich logra darle a su apetito por los efectos especiales grandotes un sentido metafórico coherente, tan brutal es cierto como la destrucción del mundo que representa, pero al menos sí hace que el virtuosismo técnico logre darse la mano, por una vez, con un punto de vista artístico. No es sólo destrucción, o sí lo es pero al menos hay allí una dirección hacia la que se dirige el film. Sería injusto no mencionar como un antecedente válido a El día después de mañana, que ya mostraba algunos aciertos parciales que ahora se confirman. De hecho, como aquí, Emmerich confió en actores no tan exitosos pero de esos que interpretan sus personajes sin tics ni gestos para la tribuna: si antes Dennis Quaid y Jake Gillenhaal tuvieron que hacerle frente al derretimiento de los polos, acá John Cusack, Amanda Peet, Oliver Platt y Chiwetel Ejiofor se la pasan huyendo de las fuerzas de la naturaleza que destruyen todo a su paso. Y en este tipo de películas, donde lo que sobresale es la tecnología y el virtuosismo con el CGI, el componente humano se hace necesario como el agua. Es que así, y sólo así, podemos creerles a esos personajes en las situaciones inverosímiles que les toca atravesar. Precisamente una gran discusión ante este tipo de relatos es la verosimilitud: sepan que realmente lo que importa no es que la situación sea creíble, sino que precisamente los actores hagan que eso que vemos nos parezca cercano y riesgoso, a pesar de lo descabellado que pueda resultar. Eso pasa en 2012, y sufrimos con Cusack, Peet o Ejiofor. En su repitencia dentro de un cine que ha abusado de los efectos especiales y que sólo entiende el entretenimiento como una sucesión de escenas grandotas, Emmerich ha fallado en sus intentos ya sea por su escasa habilidad como narrador -Godzilla; 10.000 A.C.- o por su ideología -El día de la independencia-. No se podría decir que en 2012 haya habido un cambio radical, pero sí que algunas situaciones se han logrado aligerar porque supo imprimirle a esas imágenes impactantes cierta poesía y además una adrenalina que antes estaba ausente. Efectivamente dos cualidades que siempre se les reprocha como ausentes al cine hecho con abuso de CGI aquí logran congeniar: el film es en cierto punto de vista poético y además resulta entretenido, porque todo es contado con claridad y desde los personajes (aprendé Michael Bay). Es más, sin dejar de ser uno de los Americanos conversos más felices del planeta, Emmerich obtiene de esa digitalia que es su patria algunos momentos sinceros y reveladores: no otra cosa que un portaaviones es lo que destroza, al ser arrastrado por las olas, la Casa Blanca y toda Washington DC. No sé si el resto del cine norteamericano, supuestamente pensante, ha logrado capturar con una sola imagen una verdad tan cierta sobre los últimos años de la política norteamericana. Y que esa imagen cristalina en su subtexto venga de la mano de la tecnología, hace que la técnica se justifique como pocas veces. Claro también que 2012 es una película profundamente Obama, que cree en la reconstrucción de la Nación. Otro punto a favor del director está en ver cómo utiliza estas profecías mayas de moda. Para Emmerich no son más que punto de inicio para, sí, darle lugar al desborde y a la locura entendida como diversión. Como si fuera uno de los tsunamis que filma, nada detiene su espíritu aventurero. El film avanza y avanza con la lógica de un terremoto: nada de sutileza, todo es sacudón y destrucción. Por eso que los conflictos entre los personajes sean debidamente excesos melodramáticos. Problemas entre padres e hijos, entre ausencias y presencias, entre padecer el presente y necesitar un futuro porque ahora se hace urgente tener tiempo y recuperar lo perdido. Y cómo hacerlo cuando el mundo se está yendo al carajo. Emmerich deja de lado el intento de sutileza que siempre es eso, un intento, y decididamente cae en algunas situaciones desvergonzadas por su exceso. Y digo: ¿por qué debería una película que muestra edificios cayendo, cachos de lava volando por los aires, destrucciones colosales, ser medido, justamente, en los sentimientos de sus personajes? ¿Acaso la destrucción del mundo debería convertirnos en seres más pensantes o personajes de Bergman? Claro que no. Como decíamos, para el director la profecía esta tan difundida del fin del mundo en 2012 no es más que una excusa. Por un lado narrativa, para explorar los sentimientos de sus personajes, y por el otro argumentativa. En realidad podría ser el fin del mundo o cualquier otro evento, lo que importa decididamente es qué hacen los humanos con eso que les toca vivir. Los gobiernos más poderosos del mundo esconden información para no generar caos en la población, mientras se construyen unas enormes barcazas de metal en las que piensan salvar a una pequeña parte de la población, junto a obras de arte y algunas especies animales con la intención de mantener la vida como se la conoce. Si bien se dice que los tripulantes fueron elegidos por sus cualidades, lo cierto es que cada uno pagó una suma considerable. Más allá de la destrucción y los efectos colosales y la cosa gorda, el centro de 2012 es ético. Y Emmerich, por esta vez, logra que cada personaje se convierta en una compleja bola de sentimientos. Todos quieren salvar a todos, pero nadie quiere dejar su lugar ahí dentro. Desde el más vil funcionario yanqui, hasta el más humano científico. Y atención, claro que habrá redenciones de esas medio berretas. El científico mencionado tendrá su discurso final donde dejará en evidencia la crueldad del funcionario vil. Será ante la tripulación entera que lo mira con lágrimas en los ojos, en uno de esos momentos Emmerich que avergüenzan un poco. Sin embargo observemos una cosa: esa redención se da en el ámbito público, ante los ojos del resto. No deja de ser un gesto ampuloso, necesario, para la tribuna. En lo privado, puertas adentro, no sabemos bien qué le pasa a ese hombre, por qué hace lo que hace y cuál es su pesar ante la situación. Es ahí donde 2012 nos deja a nosotros, los espectadores, con la urgencia de saber qué haríamos: hacer carne un conflicto que corresponde a la Humanidad toda y no cerrarlo es otro de los aciertos del film, también lo es el hecho de mostrar cómo la naturaleza no hace distingos entre los que rezan, los que odian, los que aman, los buenos, los malos. En todo caso, es el ser humano el que intenta modificar las cosas. Si la esencia del cine catástrofe es mostrarnos en un momento crítico, y a nuestras reacciones, el film representa cabalmente al género. Como decíamos al comienzo, el largo peregrinar de Emmerich por la destrucción del mundo y del cine, trocó acá en una experiencia satisfactoria: los efectos especiales se convirtieron por una vez en una gran herramienta para reflexionar y también para crear imágenes poéticas -la caída de edificios es poesía de estos tiempos-, alucinatorias -animales colgando de helicópteros- o metafóricas -aquel portaaviones que arrasa la Casa Blanca-. Y en última instancia, 2012 también captura la desolación del instante en el que no hay marcha atrás y todo queda en nada, una exhalación final luego de la excitación de los efectos especiales, como aquellos contraplanos de David Cronenberg en Una historia violenta, que revelaban el horror de la sangre. Claro que como buen megatanque el final tiene que ser convenientemente esperanzador. Lo es, un poco a lo WALL-E, aunque deja pensando en este caso qué clase de sociedad se gestará con la ética de algunos que allí viajan. Un tanque que permite esas reverberaciones siempre es un buen tanque, y seguramente sea el mejor que se hizo este año en Hollywood.
¿QUIÉN ENGAÑÓ A ROBERT ZEMECKIS? No me lo van a sacar de la cabeza: hace algunos años alguien visitó a Robert Zemeckis en algún callejón oscuro de Hollywood y le prometió espejitos de colores, adecuadamente apodados para la modernidad como motion-capture. Y vistos los resultados de sus últimas tres películas, le mintió desconsideradamente: Zemeckis, alguien capaz de hacer arte y espíritu, sentimiento y goce, de la tecnología, está preso de eso mismo que juró adorar para entrar al cielo de los cineastas visionarios. Los fantasmas de Scrooge es el nuevo ejemplo de esta condena. Zemeckis siempre estuvo un paso por delante de su generación en lo que al uso de tecnología se refiere. Podríamos colocarlo en el mismo grupo junto a Spielberg y Cameron, quienes han logrado lo que no muchos: que los efectos digitales sean parte de la narración, sin mostrarse invasivos. Sin embargo algo lo diferencia: mientras estos dos se abrazaron a la tecnología para abordar mundos donde la tecnología o la fantasía se revela en todo su potencial, Zemeckis apostó a lo mínimo, donde se abre la grieta de lo maravilloso pero en mundos reales y tangibles: Forrest Gump, La muerte le sienta bien, son ejemplos. Seguramente al director lo ha movido más su espíritu innovador, y una necesidad de estar a la vanguardia, y ha visto en la técnica de la captura de movimiento un salto narrativo-tecnológico que vincula de manera mucho más fluida la tecnología con aquello carnal y físico de la experiencia actoral. En suma, el actor se enfunda en un traje de goma, la computadora toma los movimientos y de ahí se pasa a la invención totalmente virtual de personajes y escenarios. Como se sabe, estas técnicas requieren de tiempo, no sólo para que el espectador las asimile sino para que estén todo lo pulidas que deben estar. Decimos que hace falta pulido porque el motion-capture puede integrarse bien a un relato, como lo dejó demostrado el Gollum de El señor de los anillos, pero no puede ser su única razón de ser. Bueno, en el caso de Gollum teníamos una representación corporal, en cierto caso se trata de una interpretación pero no una copia textual del rostro y las expresiones, que es lo que viene intentando hacer Zemeckis desde El expreso Polar. En Los fantasmas de Scrooge, además de Jim Carrey se han prestado Colin Firth, Gary Oldman, Bob Hoskins, entre otros. Salvo en el caso de Carrey, donde el detalle está potenciado en la ponderación de rasgos que envilecen y en cierta forma construyen al personaje, en el resto se observa una frialdad en la mirada, una falta de emociones que no sólo no sirven al relato sino que además aportan distancia con el espectador. Oldman y Hoskins, decididamente, tienen cara de topo. Y pregunto: ¿por qué estos hombres topo tienen vedada la capacidad de parpadear? Sin embargo las dificultades del trabajo de Zemeckis no son solamente técnicas, sino que además están relacionadas con la propiedad en el uso de estos dispositivos técnicos. Es decir, no parece haber hasta ahora una correlación entre lo que el director quiere contar y la utilización de la motion-capture. Así como Pixar con Toy Story no sólo hizo de la animación digital su forma expresiva sino también la tesis sobre la que se basaba el relato, habría aquí una necesidad de justificar mejor este alarde técnico para que no parezca nada más que eso: un alarde. Por ejemplo, la historia del viejo Scrooge y su avaricia y arrepentimiento, por la vía del humanismo, parece darse de narices con una tecnología que es un acto prepotente -sumemos el 3D- y, sobre todo, deshumanizado. Los fantasmas de Scrooge se basa en el cuento adaptado cientos de veces de Charles Dickens, ese del viejo Scrooge y cómo la aparición de los fantasmas de las navidades pasada, presente y futura le hacen atravesar una madrugada febril en la que la conciencia le juega una mala pasada, haciéndolo recapacitar sobre sus conductas despóticas y el maltrato a los demás. Pero atención que hay un par de decisiones acertadas: en primera instancia Carrey es una elección precisa y lo que le da carnadura a la segunda elección, que es la aparición de vestigios de humor. Lo interesante de Carrey es que su humor se vincula aquí orgánicamente con el relato que le toca protagonizar: su caracterización es sardónica, cínica; su humor oscuro y denso. Sin embargo su potencialidad se ve sofrenada por el motion-capture. Si uno mira detalladamente, notará que el Carrey de Los fantasmas de Scrooge es el más controlado de todos los Carrey fílmicos que hemos visto más o menos desde La máscara hasta aquí. El motion-capture en vez de liberar sus expresiones, lo que hace es acotarlas, encerrarlas entre cuatro paredes y limitarlas, justo en una película que parece necesitarlo más desenfrenado: ¿no era acaso Jim Carrey un dibujo animado hecho ser humano? Por eso también el humor en Los fantasmas de Scrooge es esquivo, no aparece siempre y el film se torna muy apegado a la machacona moraleja. Esa que en tiempos de Dickens era necesaria, pero actualmente se torna demasiado grosera y necesita hacerse más sutil: justo lo que la corporeidad de Carrey le podía aportar, pero que se ve injustamente estructurado por la técnica. Y es ahí, más allá de sus aciertos en el tono lúgubre -que tener lo tiene-, en su jugueteo con el terror, en la imaginación y creatividad de algunos pasajes con las formas de la animación -especialmente una secuencia con el fantasma de la Navidad futura o el fin del fantasma de la Navidad presente- donde Los fantasmas de Scrooge encuentra su límite. Zemeckis, que se había convertido en uno de los mejores directores a la hora de mancomunar tecnología con arte, se encuentra preso de los encantos de una técnica que no aporta nada a la narración y, por el contrario, limita su talento y el de la gente que convoca hasta transformarlos tan sólo en una herramienta. Hoy la herramienta es el factor humano y no la tecnología. Extraña paradoja, si se tienen en cuenta los valores que dicen apuntar películas como El expreso Polar o esta Los fantasmas de Scrooge.
Ninguna película debería ser impugnada por su ideología, pero lo de Nueva luna es insostenible porque al no funcionar como entretenimiento, es innegable que el ojo se va a posar sobre aquello que dice, sobre cómo mira el mundo. Vampiro enamorado quiere poseer a una chica “normal”, pero no puede, se lo impide la moral (?). Hombre lobo enamorado quiere poseer a la misma chica “normal”, pero no puede, se lo impide el hecho de que si se llegara a enojar, le dejaría la cara con el relieve de una pasa de uva. Chica, enamorada del vampiro y del hombre lobo, quiere poseerlos a ambos pero no puede, se lo impide su histeria galopante. Es demasiado. Se dice habitualmente que ninguna película puede ser impugnada por su ideología, pero lo de Nueva luna es insostenible. Porque al no funcionar como entretenimiento, es innegable que el ojo se va a posar sobre aquello que dice, sobre cómo se mira el mundo. Y en ese río de mensajes que fluye por debajo de vampiros, licántropos, sangres, razas y complicaciones sentimentales, brilla en la cima la idea del amor romántico y platónico; y lo carnal, las pulsiones sexuales, como lo impúdico, sensaciones a reprimir. Luego del arranque de la saga con Crepúsculo, uno suponía que la presencia de Chris Weitz -de quien recordamos con mucho cariño su Un gran chico- podía darle nuevos bríos por el lado de la ironía. Nada que ver. Se nota que el texto de Stephenie Meyer es lo suficientemente exitoso como para conceder interpretaciones erróneas. La castidad a la que apela resulta ridícula, anticuada y bastante perversa: hay formas y formas, pero excitar continuamente a los protagonistas y a los espectadores (es un decir porque el “juego sexual” genera menos sensualidad que estar en una bicicletería), para luego recordarles lo conveniente de no sucumbir…. apesta. Usted podrá decir que estamos sobreinterpretando. No sólo la iconografía de vampiros y hombres lobo está licuada (quien suscribe es impresionable, no resiste ni dos segundos una de zombies de Romero, pero esta la puede ver sin problemas) como para que sea apta para todo público, sino que además hay demasiados instantes de esos en los que un cartel rojo nos dice “no desearás”, porque sino la chica puede morir y el chico, matar. Se sabe, en este mundo coger es muy peligroso. Y la fanática dirá que no, que no es así, que es una historia romántica, que las cosas van por otro lado, por la tragedia. Perfecto. Pero recuérdeme una película en la que la cama sea suplantada tantas veces con abrazos torpes, con besos a medias, con señales sobre lo peligroso del asunto, como cuando el patético Pattinson se le aparece a la heroína para recordarle lo que no debe hacer. Para peor, hay tan pocas ideas dando vueltas en esta historia que los 130 minutos que dura son una sucesión de diálogos repetidos:” te quiero”, “no puedo”,” no te quiero más”, “sufro”. El asunto es demasiado deliberado como para hacerse el distraído. Y no nos pongamos a hablar de la grasitud de las frases del estilo “sin vos no puedo respirar”. Arjona vampirizado. Lo peor que propone Meyer para justificar el mundo injustificable que ha construido, es que tenga que recurrir a una serie de personajes histéricos, sin cuya indecisión e indefinición el asunto no funcionaría, o sí, funcionaría, pero para el lado de la aventura y la emoción. Algo que aquí es eliminado con recaudo hipertenso. Y lo que más llama la atención es que este producto funcione en determinado público. Me pregunto, ¿qué opinarían de sus padres estas chicas que suspiran por el vampiro o por el hombre lobo si aquellos les impusieran el mismo mensaje retrógrado y reaccionario cada sábado antes de salir? A veces uno queda asombrado preguntándose porque funcionan algunas cosas.
EL CORAZÓN DEL ARQUITECTO A EUGENIA, QUE ES ESTE PRESENTE Las recuerdo bien: están Alejandra, Carolina, Lucía, Noé, Gabriela. Está el amor inconfesable de la adolescencia; el furtivo y a las apuradas; el que nunca fue de a dos; el “te quiero como amigo”; el que dolió más de lo que duró. Cada uno ocupó su espacio temporal y corporal, algunos más de lo debido, algunos curados sin esfuerzo, otros esforzadamente incurables. Todos, igual de fracasados. Fueron amores, seguro, pero también obsesiones. Claro, uno lo dice con el tiempo, porque en el medio del ojo de la tormenta de la obsesión no hay lugar para el raciocinio. Es más, no aceptaríamos que nos señalen ese objeto del deseo como una obsesión y nada más -o nada menos- que eso, e incluso no nos permitiríamos a nosotros mismos descartar un interés romántico por considerarlo sólo un metejón (en el barrio le llaman de otra manera): se es feliz de estar obsesionado. Reconocer la obsesión no es descubrir la trampa en la otra parte, sino descubrirla en uno mismo, saberse enfrascado a gusto en algo imposible. Por eso que cuesta tanto desprenderse de esa persona, porque en definitiva en gran parte se trata de una reconstrucción personal. Es como abandonar una idea propia: más allá de lo idílico en que se convierte ese objetivo, no deja de transformarse en una representación racionalizada del amor; “así debe ser porque yo creo que así es, y no hay otra posibilidad”. Y vaya terquedad, cuanto más imposible y más el entorno desconfía de las posibilidades, más se empecina el tipo en querer eso que se aleja inevitablemente. El tiempo lo que hace es un poco impiadoso: por un lado le quita relevancia a eso que en su momento nos complicó; por el otro nos revela la caricatura en la que nos habíamos convertido. O por lo menos nos vemos como caricatura en una forma de autodefensa para aceptar el error del pasado y poder seguir hacia delante; de lo contrario sería imposible. Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt), el protagonista de (500) días con ella, tiene una de esas obsesiones. No sabemos muchos de él antes de lo que se cuenta aquí y no sabremos mucho después: lo que le importa al director Marc Webb son esos 500 días que van desde que Tom ve por primera vez a Summer (Zooey Deschanel) hasta que más o menos logra sacársela de la cabeza. Es y no es una comedia romántica. De hecho una voz en off nos alertará sobre eso al comienzo del film y la estructura será la clásica de chico-conoce-chica, pero aquí las cosas van por otro lado: baste seguir el recorrido que Tom hace para que descubramos que se trata en todo sentido de una película de crecimiento personal, en la que el amor juega un papel importante. Básicamente ese autodescubrimiento está relacionado con el amor. Muchos podrán cuestionar que aquí se ofrezca sólo una parte de la relación. Decidida y deliberadamente lo que importa acá es lo que le pasa a Tom; Summer no es más que una idea borrosa, es lo que Tom quiere que sea en el momento que debe serlo porque el punto de vista es el de él. Y esto no atenta contra la película porque recordemos que no es una comedia romántica: (500) días con ella es el pasaje que lleva al protagonista de la caricatura de sí mismo a tener una idea, más o menos concreta, de sus posibilidades futuras. Por eso está bien que Summer no sea más que una suma de retazos, de partes rotas de una figura incompleta que nunca se acabará ante nuestros ojos. Lo que más conocemos de ella son sus gustos, casualmente eso que se busca en las relaciones para, como en un juego de las siete diferencias, encontrar conexiones místicas que nos den claridad sobre si la otra persona es o no es la indicada para nosotros: fetichismo. Summer es una suma de retazos, decíamos, porque no es más que una obsesión, y las obsesiones se arman de aquello que nos conviene, son funcionales al relato y a lo que se pretende significar. Es interesante lo que Webb y sus guionistas, Scott Neustadter y Michael H. Weber, logran para los parámetros del género. Porque (500) días con ella se inscribe fácilmente en un cine que no busca ser real o cotidiano, y sin embargo logra capturar algunos momentos en diálogos e imágenes que adquieren relieve porque uno conoce su corporalidad de este lado de la pantalla. Y efectivamente esto es así porque lo que sobresale es el pulido que se ha hecho de la superficie genérica. Que esto, que es evidentemente ficcional, parezca real nos lleva entonces a hacernos una pregunta: ¿qué fue primero en el amor, el cine imitando la vida o la vida imitando al cine? ¿Se amaría y sufriría al límite de la caricatura antes, cuando las comedias románticas todavía no eran lo que hoy? En algún momento Tom, a sabiendas que Summer no volverá, abandonará su trabajo (una empresa que fabrica tarjetas de salutación) harto de la idea del amor idealizado que han ayudado a construir el cine y la música pop; y de cómo eso ha sido dañino. No es menor que Tom trabaje donde trabaja, ni que su profesión frustrada sea la arquitectura. Como se ha dicho, el joven es uno de los más talentosos en lo suyo: elabora las frases que serán utilizadas en esas tarjetas que se regalan para días especiales o en acontecimientos. Su lengua es un albergue de lugares comunes que sirven para continuar esa idea del amor como un exceso. Y él es el mejor porque también es el mejor para obsesionarse: es de esos que a un movimiento de ojos, del pelo, de la comisura de los labios, les da significados. Está claro que su educación emocional lo ha puesto en un lugar de debilidad y no está preparado para comprometerse con una chica que asegura no creer en el amor: “es amor, no es Santa Claus”, le dirá él. Lo que ayuda a fundar Tom desde su lugar es un mundo débil, engañado con ideas un poco sui géneris sobre el amor y la vida en pareja. Y Tom lo que quiere ser es arquitecto, construir cimientos sólidos, bases sobre las que poder edificar luego cualquier tipo de estructura y que no se resienta inmediatamente. Que Tom arranque el film como lo primero y lo culmine más cerca de lo segundo está hablando de un crecimiento del personaje, sostenido en sutiles apuntes. Lo bueno de (500) días con ella es que no tiene definiciones sobre muchas de las cosas que toca: si a Tom le va mejor y se convierte en un profesional, o si consigue con quién olvidar a Summer, es harina de otro costal y no importa acá. Lo realmente interesante es que la vivencia lo hizo avanzar y lo puso en otro lugar desde el cual poder verse en abismo, única manera de dejar de lado la caricatura y convertirse en uno mismo. Y tampoco es menor que todo esto ocurra en una película bien narrada, divertida, relajada, con diálogos sofisticados pero nunca por encima de sus personajes, con rasgos de humanidad e inteligencia, sin cinismo alguno a pesar de continuamente estar saboteando un discurso como el del cine romántico, que amaga reiteradamente con ser canchera pero tiene gran cariño para con sus personajes, con dos actuaciones notables (aunque contar con Zooey Deschanel en una comedia romántica debería ser penado como desleal y es ganar por afano). Es raro, decíamos, que una película que se construye sobre el discurso de un género cinematográfico con la intención de subvertirlo, y que evidencia su artificio continuamente, termine siendo menos engañosa y más natural que aquellas que se precian de ser realistas. Menos engañoso y más natural. Es cuando Tom deja de compadecerse que aparecen otras perspectivas. (500) días con ella deja al descubierto el onanismo de la obsesión por lo que no fue, como así también el de habitar un presente lamentándose por lo que nunca se será. El final no es conformista porque el cambio del personaje se opera a partir de una toma de decisiones coherente. Tom quiere ser presente y hacia allá va, no sin dolor porque aprender siempre conlleva una pérdida de la inocencia. Y esa inocencia que se va nos duele porque en cierta forma nos demuestra el error de aquello en lo que creíamos por el simple hecho de que no conocíamos. Como dice Summer: “no es que estuvieras equivocado; tu error fue creer que yo era esa persona”. Por suerte el tiempo, si nos damos el lujo, nos permite recuperarnos y olvidar, convertirnos en arquitectos o simplemente vivir un presente más satisfactorio y volver a amar.
CINEMA VARIETÉ ¡Bienvenidos al cine como fenómeno de feria! Quien nos guiará por esta travesía será el animador Christophe Barratier, capaz de mezclar una historia de padre-hijo, un triángulo amoroso, la actualidad política de la Francia de la década del 30, los conflictos laborales y sindicales de entonces, el surgimiento de la izquierda gala, la recuperación de un teatro, entre otras cosas; y todo en 120 minutos, con el virtuosismo formal de una superproducción prolija y curiosa por mercados extranjeros, y el sentimentalismo propio del cine europeo que actualmente tiene un público, por edad, en vías de extinción. Con todo respeto. Barratier ya había recurrido a la música con éxito comercial en Los coristas, también apelando a la nostalgia de una Francia que es hoy más una construcción cinematográfica, que algo proveniente de la realidad. En La canción de París, un grupo de artistas populares tendrá la necesidad de recuperar el Chansonia, un mítico teatro que cayó en manos de un despiadado agente inmobiliario. Ese lugar servirá como centro, por donde girarán el resto de las subtramas que, realmente, son demasiadas. Es que el mayor problema del film está relacionado con la cantidad de cosas que el director intenta contar, y en creer que esa acumulación tiene un valor en sí mismo. Como si se tratase de uno de esos espectáculos que se pueden ver sobre el escenario del Chansonia, unos tras otros aparecen los conflictos de los personajes, sin profundidad y resueltos a golpe de efecto: la apelación a la lagrimita fácil es uno de los recursos menos destacables de Barratier, a quien no se le puede negar un gran ojo para algunas resoluciones visuales. Aunque por momentos también haya un regodeo sin sentido en determinados planos y movimientos de cámara. Y de esto surge otro asunto, mucho más preocupante que el hecho de amontonar conflictos y personajes, que sería nada más que un inconveniente narrativo. El real problema con este tipo de cine es que detrás de ese barroquismo, cree estar diciendo algo importante y que eso es, en definitiva, lo único que importa. Además de que utiliza el cine como un recipiente donde introducir todo aquello que se supone puede tener éxito, mediante la estimulación de la nostalgia acrítica. Lo paradójico de estas películas es que están dirigidas a un público que, muy orondo -para utilizar un término adecuado-, se precia de escaparle al cine de fórmula, sin notar que más que fórmula, están siendo víctimas de un experimento científico. Para descubrir parte del truco de la película, nótese cómo los giros de los personajes finalmente se dan por el lado emocional y todo apunta al sentimentalismo y la lección de vida. Lo político, que parece tener peso, no es más que un fondo por sobre el que se imprimen los hechos sin mayor trascendencia, resuelto con enorme corrección política. Si en el film aparece un viejo director de orquesta recluido en su casa, enterándose del mundo a través de la radio, La canción de París comete la misma operación: se encierra cada vez más en ese teatro, y las noticias que llegan del exterior son a partir de pequeños sucesos que involucran a sus protagonistas. Todo es arbitrario y utilitario, más que útil y justificado, en un film que no está concebido como arbitrario ni utilitario. Se han citado algunas películas francesas de la década del 30 como inspiración de este film, pero al que más se parece es a la obra maestra postmoderna de Baz Luhrman, Moulin rouge!, una película que de por sí tomaba prestado de todo el arte del Siglo XX, pero que lo hacía de manera autoconsciente. Decir que Barratier homenajea a Luhrman sería descabellado. Habitualmente en el cine se homenajea lo canónico y, para estar en un canon, a Moulin Rouge! le falta mucho tiempo. Decididamente el film francés saquea varias cosas: tanto el hecho de ser una representación de lo teatral, como un triángulo amoroso con un villano de similares ruines características, y hasta datos puntuales como terminar con un telón que se corre sobre la imagen. Claro está que ni por asomo Barratier se anima a las complicadas construcciones audiovisuales de Luhrman. Como ocurre en el teatro de varieté precisamente la dignidad de los actores salva el honor. Allí están Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder y Pierre Richard para hacernos recordar que, antes que nada, está el arte. Unico rasgo de autoconciencia del film, ese de proponer a sus actores como lo mejor dentro de una historia que habla básicamente de eso, aunque estimamos que esto se dio de manera involuntaria. No obstante, gracias a ellos algunos pasajes adquieren cierta relevancia, la emoción surge genuina y hasta uno puede enamorarse de Arnezeder, una belleza que actúa y canta con similar perfección y simpatía.