En sus minutos iniciales, Arbitrage parece tratarse del thriller financiero independiente de la temporada, como si aún quedara más por contar que lo abordado en Margin Call meses atrás y todavía faltase explorar las cuestiones más personales del John Tuld que personificaba Jeremy Irons. Nuevamente se encuentra a un gurú del mercado, presidente de una poderosa compañía que disfruta del mejor momento en materia de ganancias, que se dispone a hacer un negocio sucio –salvarse él y los suyos es lo que importa- luego de ocultar la primera maniobra fallida de su carrera. Quizás con esta fuerte similitud en cuenta, el escritor y director Nicholas Jarecki –autor de otro guión original como el propuesto por J.C. Chandor- abre rápidamente otras fuertes líneas argumentales que ayuden a distinguirla y sostenerla, con el riesgo de quien aborda mucho pero profundiza poco. Para ser un film con un importante componente financiero, la lógica en ocasiones está ausente, con elementos claves del guión librados al azar del "porque sí" que vocifera Richard Gere. Hace parecer obvio que un oráculo de Wall Street pueda diagramar una sólida coartada en cuestión de segundos luego de sufrir heridas severas tras un accidente automovilístico, y eso porque el poderoso prevalece. Jarecki necesita complicarse para que la trama funcione, sin confiar en que su estudio del carácter –el descenso espiral hacia el fango ético de su protagonista- sea lo suficiente. Es por eso que, tras mostrar que la amante del personaje central aspira cocaína –plano que a fin de cuentas no suma nada, porque bien podría haberse rastreado a la hora del análisis toxicológico-, necesita de un grave choque en una ruta desolada, flojo disparador de una historia de suspenso que acabará por funcionar a los tumbos. Robert Miller, el multimillonario de turno, quien hará una maniobra fraudulenta para cuidar sus intereses, quien hará cualquier cosa para mantener las apariencias y que el trato de su vida tenga lugar, se encuentra sujeto de una investigación policial porque estaba escapándose con su amante. El realizador justificará el accionar de este individuo con que el dinero lo es todo, pero dejará fuertes cabos sueltos -como el arriba mencionado- que, en un thriller de suspenso, son imposibles de omitir. No obstante, Arbitrage funciona. A pesar de las carencias del guión, el realizador logra enfocar su desarrollo hacia lo que únicamente importa: su personaje. Richard Gere ofrece una destacada interpretación –de lo mejor que ha entregado en su carrera-, de un individuo atrapado en una caída libre moral que, a pesar de involucrar instituciones que no puede controlar, igualmente lo tiene siempre un paso adelante. Brit Marling y Susan Sarandon acompañan con buenas actuaciones en el ámbito familiar, aspecto que el director maneja sin caer en la solemnidad clásica o en la parábola moralizante habitual con que se encuentra a este tipo de sujetos, del mismo modo que el oficial revanchista, que Tim Roth lleva adelante con un acento peculiar, resulta creíble dentro del círculo policial. Más allá de la arbitrariedad con que se fragua el argumento, Jarecki da cuenta de su habilidad para mantener el suspenso y dirigir actores, así como para entregar un guión dinámico que, a pesar de girar muchos platos a la vez, logra mantenerse en orden hasta el final.
Tom Cruise todavía lo tiene. A los 50 años es capaz de cargarse una franquicia al hombro y despacharse a una banda de enemigos a puro esfuerzo físico sin que parezca algo que desafíe la lógica. Ya lo había probado a comienzos del 2012, cuando prácticamente en esta misma fecha se estrenaba esa gran película de acción llamada Mission Impossible – Ghost Protocol. Hoy, un año más tarde, confirma su presente –pasado y futuro- con Jack Reacher, otra muy buena exponente del género que no brilla exclusivamente por la presencia de la reconocida estrella, sino también por cualquier aspecto de la producción que se someta a evaluación. Basada en el noveno libro que el autor Lee Child dedicó al personaje del título –aún hay otras 16 novelas que no han sido adaptadas-, es sobre todo un film de manual, en el mejor sentido de la palabra. Su director, Christopher McQuarrie, es antes que nada un guionista –ganador del Oscar por la muy buena The Usual Suspects- y, si bien tiene tropiezos recientes en el camino –Valkyrie, The Tourist-, la capacidad como escritor es lo que más se nota. El concepto utilizado para definir a Jack Reacher se refiere entonces a su libreto, riguroso en términos del respeto por los delineamientos académicos a la hora de firmarlo. El McQuarrie realizador no se despega del McQuarrie autor del guión y a la hora de trasponer su escrito a la pantalla, no se encuentra el tratamiento convencional que se le puede dar a un boceto ajeno. Cualquier detalle del argumento tiene su necesario desarrollo en pantalla, lo mismo que el avance de sus personajes, quienes se desenvuelven con la naturaleza propia de quienes están sólidos de papeles. El director aborda cualquier aspecto de su trama con suma importancia, dedica una cantidad de tiempo similar tanto a una escena fundamental como a una secuencia de incidencia menor. Podría sostenerse, de esta forma, que este resigna el ritmo en pos de un tratamiento minucioso sobre su material –los 130 minutos en apariencia excesivos para un thriller serían un fuerte indicativo-, no obstante su narración es consistente, su funcionamiento más que prolijo y el tempo, ideal. Desde su primera escena, repleta de bellos planos detalle, McQuarrie sitúa al espectador en una posición prácticamente omnisciente, una arriesgada decisión sobre el manejo del suspenso que no necesitará valerse de una vuelta de tuerca o de una sobreexplicada resolución como en los policiales televisivos. Expuesta –a grandes rasgos- la conexión entre los puntos A y B desde los 10 minutos iniciales, queda en el buen trabajo del director y en su pulso narrativo el mantener el interés y la tensión en torno a la investigación del protagonista, quien al avanzar de forma implacable en una intrincada red de peces gordos en ningún momento recuerda al Ethan Hunt de las misiones imposibles. Jack Reacher no sólo se destaca en lo que se refiere a su guión, sino que su puesta en escena como film de acción es notable. Cruise, entrenado en el método Keysi –el que se utilizó en la trilogía de Christopher Nolan sobre El Caballero Oscuro-, se abre camino valiéndose de codos y rodillas, con la efectividad y el dinamismo que los estilos de combate novedosos –como el Pencak Silat de The Raid: Redemption- tienen para ofrecer. Por otro lado es necesario resaltar la presencia del enorme Werner Herzog, quien con una mínima presencia en cámara compone a un enemigo de temer, muchos cuerpos delante del anodino villano que Michael Nyqvist proponía en Protocolo Fantasma. Sin valerse de efectos especiales o complejas acrobacias, funciona como un exponente clásico de un género que cada vez pierde más terreno ante la presencia de superhéroes de carne y hueso. Dotada de un muy buen sentido del humor –son más las escenas construidas en clave cómica que los habituales one-liners-, un protagonista carismático y un guión menos solemne de lo que aparentaba, se revela como el acierto que McQuarrie necesitaba como director. The Way of the Gun, film de acción que con menor suerte también pisaba las dos horas, fue el disparo inicial, su calentamiento. Doce años le llevó apretar el gatillo y hacer el tiro que verdaderamente contaba.
El por qué la crítica del mundo ha tenido un destrato inmerecido para con Cloud Atlas está por verse, lo cierto es que la última película de los hermanos Andy y Lana Wachowski junto a Tom Tykwer es un proyecto de una ambición enorme como no se ha visto en años. El capricho del autor de turno a veces permite que la solemnidad se tolere y la pobreza ideológica sea sostenida en pos de la aventura fílmica, no obstante de frente a esta épica cinematográfica es lo primero lo único que se ve, es el árbol que no deja ver el bosque de celuloide. Ante semejante esfuerzo titánico por plasmar una novela compleja a la gran pantalla, pareciera que sólo puede hacerse una reseña literaria –al material fuente, el libro de David Mitchell- para negar el valor del trabajo de los directores. Un trío de realizadores que ya se han puesto detrás de proyectos infilmables en el pasado, con Matrix los norteamericanos y Perfume el alemán, se dan a esta difícil tarea de hacer fluir seis historias distanciadas por décadas o siglos con personajes diferentes, con el logro supremo de evitar que el desarrollo se resienta. En sus casi tres horas que nada pesan, la narrativa es limpia, sin rispideces. Se pasa con un correcto montaje de una época a la otra y la transición es perfecta, un aceitado mecanismo de relojería que se pone en marcha con firmeza sin descuidar el avance de la trama o dejar cabos sueltos en el crecimiento de sus protagonistas. En su deseo voraz de explotar al máximo la premisa de su film -que todo está conectado-, los Wachowski y Tykwer proponen una instancia extrema que es a la vez caballo de batalla y principal inconveniente: las múltiples interpretaciones. Reconocidas figuras se embarcan en una propuesta que demanda que se adentren, de acuerdo a la época que corresponda, en cinco o seis papeles diferentes. Más allá de que hay un maquillaje de primera puesto al servicio de todos, incluso de los roles mínimos o secundarios –no importa cómo quieran disfrazarlo los opositores, hay muchos que recién se descubren en los créditos-, en ocasiones acaba por desaclimatar. Lo que es una decisión cinematográfica brillante, con la continuidad de las almas que se vuelve explícita, acaba en hiperbolizar ciertos rasgos faciales para marcar diferencias, provocando que en ocasiones lo que se vea sea menos un personaje que un actor con prótesis –el Tom Hanks con dientes postizos del 1800 es el caso más notorio-. Así, el no terminar de introducirnos plenamente con lo que ocurre frente a las cámaras lleva a que ciertos pasajes simplemente sucedan, sin mayor impacto sobre el espectador. No obstante, no hay nada como Cloud Atlas. Más allá de la inconmensurable labor de sus protagonistas, que se sumergen por igual en papeles que quizás tienen segundos de pantalla, el profundizar en esta epopeya fílmica nos encuentra ante una cruza de géneros y estilos como nunca antes vista. Se salta de la comedia con Jim Broadbent a un thriller de suspenso con Halle Berry y Hugo Weaving, pasando por un romance de época con Ben Whishaw y James D’Arcy, por una trama política de ciencia ficción o por un drama existencial con algo de aventura. Perder de vista la grandeza de esta épica faraónica por poner en duda los cimientos filosóficos en los que se sostiene –new age se ha dicho-, es grave. Reclamar originalidad, autores y estilos propios, y no reconocerlos ni aunque nos golpeen en las narices, también.
Dar otros detalles sobre el argumento de The Cabin in the Woods es arruinar una película de la que es mejor no saber nada. Lo cierto es que no es el típico film de sustos fáciles que propone la sinopsis, sino uno que refunda un género hastiado de producciones hechas con molde año a año. Drew Goddard y Joss Whedon entregan una pieza exquisita que conoce a la perfección los mecanismos del terror, al punto de poder desarmarlo frente a la cámara y narrar una historia a partir de examinar y exponer los hilos que lo controlan. Todo se resume a que La Cabaña del Terror no es una película del género, sino una que habla de él y que, al hacerlo, se eleva varios cuerpos sobre la planicie creativa generalizada. Pensar a The Cabin in the Woods en términos de vueltas de tuerca o giros de guión implica hablar de un zigzag permanente. No hay espacio para el Shyamalan twist cuando absolutamente todo lo que se ve en pantalla puede ser considerado un cambio de rumbo. En sí la película es un gran volantazo respecto a un género que tiende a morderse la cola. Su automática conversión en clásico moderno no se debe sólo a su originalidad y excelente resultado, sino que en el marco del terror actual –con el found-footage prendiéndose fuego- una película sobre cinco adolescentes en una cabaña se percibe ochentosa. Heredera de The Truman Show –la cotidianeidad del individuo vuelta espectáculo masivo- y de Scream –la metanarración de Wes Craven con el minucioso estudio sobre el género- se propone como cine de cinéfilos que, molestos con la dirección que el terror ha tomado, lo deconstruyen y vuelven a armar a piacere. No es casualidad que sean Whedon y Goddard quienes estén detrás de un proyecto semejante. El primero, que con sus creaciones –Buffy, Angel, Firefly- trajo un fuerte cambio a la pantalla chica y con ella legiones de seguidores, es el director de la reciente The Avengers, film que sólo alguien que conoce en profundidad a su objeto de estudio puede lograr. El segundo es el guionista de Cloverfield, found-footage que si bien tiene casi cinco años de estrenado, aún perdura como un producto de lo mejor que el sub-género tuvo para ofrecer. La dupla se disuelve en celuloide y se hace partícipe de su película en las figuras de Sitterson y Hadley, los dos titiriteros que controlan la situación y ofrecen los elementos cómicos –humor abundante y del bueno- que Cabin necesita. Al igual que sus intérpretes Richard Jenkins y Bradley Whitford, son dos personajes secundarios que, de no ser por su excelente trabajo habitual, el resultado estaría lejos de ser el mismo. Permanentemente autoconsciente, no teme mostrar en los primeros minutos el detrás de escena y así, paradójicamente, lograr los giros más inesperados. Los autores presentan en forma inmediata el panóptico foucaultiano y, con ese ancho de espadas revelado de entrada, no se puede imaginar qué tendrán en la manga con un mazo adulterado. Nos llevan así de la mano por una serie de situaciones imprevistas que, aún con el aviso del golpe que se viene, nos alcanza a pegar con la guardia baja. Una película así no podía ser anticipada, menos el descenso –literal- hacia las profundidades de un género que nos ha acostumbrado a estar un paso adelante. The Cabin in the Woods se despide en la gloria y tiene la magia de mejorar al pasar el tiempo. Un final similar a The Avengers con el mismo efecto a la distancia. Hace falta más Joss Whedon, y mucho.
"¡Por el alcohol! La causa y la solución de todos los problemas de la vida" (Homero, Los Simpsons, 1997) Los Ilegales, el título genérico y poco personalizado que se eligió para reemplazar el original "El condado más húmedo del mundo", dice más sobre la última película de John Hillcoat y la novela de Matt Bondurant de lo que se hubiera creído. La ilegalidad es una condición que no solo caracteriza a los tres hermanos sino que abarca al film en general, un trabajo que en más de una oportunidad se ve sobrepasado por el impulso y desafía las leyes de la lógica y el sentido común. La representación de los personajes centrales como inmortales e indestructibles es parte del imaginario popular, criminales santificados por pobladores que los ven desde abajo y no tienen motivo para dudar de ellos. El problema se produce cuando ni el autor –nieto de uno de los protagonistas- ni el director o el guionista Nick Cave se plantean una segunda mirada sobre el material tratado. Construida a las claras de mitos y datos hiperbolizados, esta realización pierde sustento y credibilidad a medida que avanza, con un trío invencible capaz de cometer grandes torpezas delictivas así como heroicos actos de valentía, enfrentando a agentes armados con las manos vacías más veces de las que a uno le gustaría contar. La historia de los hermanos en guerra con el aparato policial en el marco de la sequía etílica debería ser suficiente como para no necesitar el embellecimiento de algunas situaciones o la exageración de los hechos, elementos que desentonan con una coherencia general de la propuesta y no permiten una comunión plena con ella. Hillcoat conduce con sobriedad –aunque con falta de ritmo durante una larga primera mitad- los destinos de los protagonistas, que si bien ya tienen fama de rudos, ascienden al punto de convertirse en leyendas vivas. Para esto se vale de un equipo técnico de lujo que se destaca en todos los aspectos, desde una acertada musicalización hasta una ideal puesta en escena de época, pasando por la muy buena fotografía de Benoit Delhomme. El principal aliciente, no obstante, está en el excelente elenco que la compone, con destacadas interpretaciones de la cada vez más grande Jessica Chastain, un desquiciado Guy Pearce, los correctos Shia LaBeouf y Jason Clarke, así como el entrañable e inocente Cricket Pate de Dane DeHaan. Dos figuras de quienes hoy se espera excelencia, como son Gary Oldman y Tom Hardy no terminan de cerrar, ambos por distintas razones. El primero por una cuestión de guión, que no acaba por definir qué rol juega en la película y lo abandona en más de una oportunidad; el otro por un tema de elección actoral, con un personaje calcado del Bane de The Dark Knight Rises que gruñe y balbucea en forma constante. Lawless termina por integrar el panteón de películas que no se sobreponen al hecho de estar protagonizadas por un ensamble, siendo sus ocho estrellas más importantes que el resultado general. Más allá de los logros argumentales y las notables capacidades que destila en cada área de producción, se trata de un film que no puede convencer por estar demasiado convencido. El director y el Bondurant escritor son fieles del mito que ayudaron a desarrollar y en ningún momento dan un paso atrás para cuestionar lo que ponen en pantalla. Este amor por el material original y esa fascinación por sus protagonistas, cae en el subrayado de la leyenda urbana y no termina de trasladarse a un espectador hambriento que también quiere gritar su aleluya.
No es razonable plantear que un film desilusiona cuando cumple exactamente con lo que se esperaba, pero lo cierto es que, en su nueva incursión a la obra de J.R.R. Tolkien y a la Tierra Media, Peter Jackson no sorprende como antes. Desde ya que la valoración queda signada por el formato con el que quien escribe conoció esta precuela –en 35 mm subtitulada, sin el 3D y mucho menos el revolucionario HFR 3D-, pero lo cierto es que The Hobbit, más allá de ambientarse 60 años antes de la acción de The Lord of the Rings, transita por un terreno ampliamente conocido. No hay dudas de que de haberse lanzado esta película antes que la ya concluida trilogía, el impacto sería mayor y sus cualidades técnicas -que hoy se dan por sentadas- recibirían vastos elogios, pero a más de una década del estreno de la primera, la cuarta parte no logra recapturar ese espíritu y, en más de una ocasión, el viaje está lejos de ser inesperado. El hecho de estar familiarizado con algunas etapas del recorrido, por supuesto que no conllevan a que la aventura sea menos épica. El neocelandés ha logrado convertirse en una extensión de la mano del autor y transportar un mundo mágico complejo a la pantalla grande con notable habilidad. Pero es la cercanía con el material original –que es una manera azucada y poco cínica de no citar presiones del estudio o interés en la recaudación- lo que lo lleva a cometer el gran paso en falso de esta adaptación. Cada entrada de la saga El Señor de los Anillos tuvo una trasposición cinematográfica que mantuvo una correspondencia lógica con su fuente: un libro, una película. Y sin embargo, el director divide la acción de El Hobbit. Si bien la decisión se justifica en la existencia de personajes nuevos y líneas argumentales nunca exploradas, la obra no tiene la dimensión suficiente como para desarrollar una segunda trilogía. El escrito de Tolkien es rico y su tratamiento merece una importante atención de la producción, que corre el riesgo de estirarse ad infinitum en caso de seguirle el paso en forma textual. El logro fílmico de hace una década atrás tenía que ver con la noción de dejar fragmentos de lado y evitar rodeos o personajes de menor relevancia que perjudicaran la experiencia cinematográfica. En esta oportunidad parecería hacerse lo contrario, con el permanente seguimiento de las derivadas que abundan en los párrafos del escritor. Con esto el viaje se interrumpe en pos de una mirada hacia el pasado –que no aporta en todo momento- y alarga la acción en detrimento de su resultado. Desde ya que se llega a destino y se anota un triunfo, pero al igual que una idea que avanza entre comas y guiones desviándose de su camino, llega a manifestarse con menor potencia que el mensaje conciso. En una situación parecida al comienzo de The Fellowship of the Ring, esta precuela construye de a poco su argumento y presenta a sus personajes, con toda una nueva comunidad encabezada por Thorin Escudo de Roble, líder de una partida de enanos entre los que se destacan Balin (Ken Stott), Dwalin (Graham McTavish) y Bofur (James Nesbitt) –prácticamente los únicos que tienen voz-. Como en el film del 2001, la película avanza a paso seguro haciendo referencia a todo lo que hay que decir antes de lanzarse de lleno a la aventura de proporciones épicas que se sabe puede lograr. Una vez entrada a terrenos conocidos por el espectador –es para resaltar el encuentro entre Bilbo y el genial Gollum de Andy Serkis-, The Hobbit desata su potencial, iniciando a sus protagonistas en batallas para las que no están preparados. Aún a sabiendas del resultado –menos por haber leído el libro que por haber visto la trilogía anterior-, uno es capaz de volver a sumergirse en la pantalla y disfrutar de los combates que Peter Jackson lleva con buen pulso, sobre todo el logrado paso por las Montañas Nubladas y la lucha con los trasgos, que remite desde a Indiana Jones hasta The Adventures of Tintin. Aún a falta de sorpresas por la familiaridad con el terreno explorado, el realizador se permite maravillar y emocionar a la audiencia con la disposición de un mundo que conoce a la perfección. Sin quedarse en el mero cimiento de las posteriores secuelas, The Hobbit tiene vuelo propio y es el de las águilas. A pesar de las similitudes y las referencias a lo que vendrá después, el realizador alcanza el importante logro de proponer otra incursión a la Tierra Media que se percibe novedosa.
Kirchnerismo obvio En La Realidad Satírica: Doce hipótesis sobre Página/12, su autor Horacio González planteaba una crítica al antimenemismo fácil, sin sorpresas, que se leía en los artículos del diario dirigido por Jorge Lanata. Como si fuera el fruto de un importante trabajo, el cuestionamiento a la autoridad en realidad se sostenía en el sentido común y en el argumento superficial, algo que el escritor definía como "antimenemismo obvio". Néstor Kirchner, la película padece del mismo mal y, en esa elección editorial, resigna su valor cinematográfico y documental en pos de un propagandístico homenaje. Para tratarse de una producción que señala como uno de sus pilares el uso de más de 600 horas de material de archivo -con aportes del público-, es muy poco destacable el resultado que se obtiene. En vez de tratarse de una suerte de Lado B, de un entretelón de la vida del ex presidente, lo que se elige es mostrar una vez más imágenes harto conocidas pero desde ángulos nuevos, con un aporte nulo a lo que es la figura analizada y un refuerzo de la lógica televisiva que propone Paula de Luque. En ese sentido tiene mucho más peso el trabajo sobre los testimonios, que es en los cuales se termina sosteniendo la película por el magro aprovechamiento de lo que es el documento. El mayor logro será entonces el presentar la voz de Máximo Kirchner, quien no solo habla por primera vez sino que además lo hace de política, junto con la de la madre de Néstor y la de Cristina Fernández, quienes aportan cierta nostalgia y hacen que, paradójicamente, sea la mirada hacia el pasado lo único novedoso. Es la arbitrariedad de la directora y de los guionistas –el filósofo Ricardo Forster y el periodista Carlos Polimeni- lo que termina de sellar el destino panfletario de la película. Desde el anonimato impuesto para todos los que hablan –voces que se pierden frente a los testimonios de familiares o de figuras conocidas, aportes que se vuelven efímeros y que un periodista debería tener el suficiente sentido común para mencionar- hasta la elección de las imágenes, con un discurso del 2008 en Carta Abierta con una crítica a los medios de comunicación que se "cuela" entre el material del año 2003, todo tiende a apuntalar una efigie de alta carga mesiánica -la épica música de Gustavo Santaolalla ayuda mucho- que pudo haber sido un análisis partidario pero honesto. La falta general de ritmo, el almibarado final y su tendencia a la propaganda pura –que se da principalmente desde la segunda parte, cuando empieza el conflicto por la 125- se ocupan de su valor como película. El repaso de los hechos destacables de la memoria reciente, que literalmente pueden ser vistos a diario, y el cuestionable revisionismo histórico –Clarín como el único medio opositor en tiempos del voto no positivo es una jugada para la gilada-, se encargan de dinamitar su alcance como documento. Más allá de lo que implicaba que Adrián Caetano fuera el director, del cine al margen a la película del Gobierno en 15 años, sin duda hubiera sido más beneficioso conocer el corte bajo su mirada. El quiebre cultural del que habla Máximo Kirchner, sin duda no tiene en cuenta esta oportunidad perdida ante lo obvio.
Cosmopolis es para David Cronenberg una vuelta a su cine, al de Crash, Videodrome o Existenz, más alejado del giro narrativo de los últimos años con películas más redondas o clásicas como A History of Violence o Eastern Promises. Se trata de un film complejo basado en la novela homónima de Don DeLillo, que en su momento se categorizó como infilmable como a tantas otras, y que encuentra en la adaptación su principal bloqueo. Fría y distante, como una limusina convertida en oficina que amortigua cualquier contacto con el mundo exterior, la película se convierte en un estudio técnico sobre el capitalismo devorador de hombres centrándose en la figura de Eric Packer. Un sujeto que se mueve como pez en el agua en el ámbito financiero, con manejos y negocios bursátiles que lo han convertido en multimillonario, se encuentra atosigado por una operación cambiaria, una apuesta en contra del yuan que le hace perder millones a cada segundo. Ante ese panorama su único deseo es conseguir un corte de pelo en la peluquería del barrio, que queda al otro lado de la ciudad, símbolo de aquello real, tangible e identificable, dentro de un mundo de dinero inasible y de relaciones clínicas. En su trayecto entablará una serie de contactos, todos dentro del lujoso vehículo, que van desde los negocios hasta cuestiones personales –sexo, chequeo médico, encuentro con un conocido- mientras el mundo colapsa alrededor, con un Occupy Wall Street escrito y filmado que se previó ocho años antes de que ocurriera. Ante las posibilidades de este análisis crítico del capitalismo y su impacto en la naturaleza humana prometido desde la sinopsis de la película, uno no tiene más que desilusión frente a lo que realmente se encuentra, con una película superficial que plantea una premisa y la da como válida sin ninguna exploración, con una suerte de camino de autodestrucción que justifique su ausencia de contenido. Packer, en una muy buena interpretación de Robert Pattinson, tiene un objetivo claro desde que su día comienza y, lo que aspira ser una tortuosa caída hacia el fango, se percibe más como una maniobra calculada de humanización de un ser ya abstracto. Cosmopolis es un bienvenido regreso del director canadiense a un estilo que lo hizo reconocido, pero sucumbe bajo el peso de la novela que le da origen, al punto de que en vez de acortar la enorme brecha con quien no está familiarizado con la misma, la incrementa. Aún a pesar de los intentos de dotar de peso a los personajes casuales con intérpretes como Mathieu Amalric, Juliette Binoche, Samantha Morton o Paul Giamatti, una historia que se vale de un diálogo de ida y vuelta permanente para avanzar -sea de temas fundamentales o triviales-, antes que de las imágenes, acaba convertida en un ensayo con menos firmeza que la de su etéreo protagonista.
"Martini seco. Espere. Tres medidas de Gordon’s, una de vodka, media de Kina Lillet. Agítelo con hielo, y agréguele una fina rodaja de cáscara de limón" (James Bond, Casino Royale, 2006) Skyfall es una película decisiva, que llega en un punto crucial de la serie del 007. Luego de la muy buena Casino Royale, una floja Quantum of Solace -fallida desde el malo de turno hasta la chica Bond- ponía contra la pared al director por llegar, Sam Mendes, y al film número 23 de la saga. Un realizador ajeno al género, como las críticas negativas se empeñan en destacar, es fácilmente el culpable de un proyecto que no logre estar a la altura de las circunstancias. No es este el caso, entonces, ya que lo que se encuentra en el ganador del Oscar por American Beauty es un hombre capaz de encauzar el camino perdido del mítico personaje, capaz de equilibrar un argumento centrado en lo contemporáneo pero en forma tal que sea coherente con la tradición y, de esta forma, recuperar unas raíces que ya no eran visibles. El logro central de esta nueva aventura es el devolverle al MI6 el peso que tuvo durante mucho tiempo en los 50 años de James Bond. La vuelta de Q, el recorrido por las instalaciones y el contacto con otros miembros importantes de un equipo que se había reducido a la simple interacción con M, son elementos que Skyfall vuelve a poner en pantalla. Lo hace sin descuidar las escasas relaciones personales que el protagonista logró desarrollar en el tiempo, fundamentalmente con esa figura materna encarnada por Judi Dench. Todo esto, incluso la vuelta literal a los orígenes, se hace posible por un volantazo importante en lo que era la idea de esta saga con Daniel Craig como actor principal. Tras sentar una sólida base con Casino Royale, que lejos de ser autoconclusiva como en años anteriores dejaba las puertas abiertas para una secuela, los logros alcanzados se disolvían con una segunda parte demasiado servil a la primera, al punto de no poder despegar sin hacer constante referencia a la anterior. Una película con vuelo propio, como es esta de Sam Mendes, es lo que el personaje necesitaba para volver al ruedo, sin la pesada herencia de la del 2006 pero sin descartarla del todo, armando una estructura alrededor de ella capaz de ser retomada en años posteriores. Skyfall funciona más allá del 007. Aquella fórmula precisa cual Martini Vesper no se repite, se cambian las medidas, se agrega otro aperitivo y el sabor es tan refrescante como el trago en sus mejores épocas. El mal sabor de boca del anterior, cuya receta del éxito -chica Bond, villano de turno, lugares exóticos, secuencia de créditos- falló por usar ingredientes de poca calidad, da lugar a una nueva película que limpia el paladar y se deja disfrutar. Aún sin las grandes dosis de acción que se podrían haber esperado, se hallan sobre todo en la gran secuencia inicial y en un tercer acto símil Mi Pobre Angelito, hay potentes ráfagas de adrenalina que vienen y van, pero que dejan la sensación de que algo grande se está cocinando. Más allá de su impacto en la saga, este nuevo film se destaca desde sus particularidades, con un guión de Neal Purvis, Robert Wade y John Logan que logra eludir la solemnidad en la que fácilmente se podía caer con una trama que, a diferencia de las otras, se adentra en el pasado oscuro de sus personajes centrales. Hay además poco espacio para las bellezas de la ocasión y un villano –gran interpretación de Javier Bardem- que aparece a los 75 minutos de película pero deja su trazo indeleble en la historia, desde su motivación hasta su forma de dirigirse, pasando por un look -defecto físico incluido- que se inscribe en la línea de la saga. Finalmente cabe destacar el ya habitual enorme trabajo del director de fotografía Roger Deakins, cuyo sello queda marcado a fuego en un film estéticamente impecable que da cuenta de lo mejor de sí en su primera realización en digital. Skyfall es una muy buena película, que recupera los mejores años de James Bond, como lo había hecho Casino Royale más de un lustro atrás. Su fuerza reside en que no sólo se sostiene por su cuenta, como una producción independiente de las otras, sino que también apuntala los pilares subterráneos que mantienen a la franquicia viva. Una tercera parte que se siente como si fuera la primera. Un gran logro de Sam Mendes.
La viveza criolla tiene uno de sus mejores exponentes en Masterplan, una comedia argentina hecha a la americana, dirigida por Diego y Pablo Levy, los hermanos detrás del documental Novias – Madrinas - 15 años. En ella, Mariano decide hacer una estafa al seguro luego de que su cuñado –el verdadero vivo- lo convenza de hacerlo. A partir de esa decisión, reflejada con mucha gracia en la primera secuencia, su vida se dará vuelta como una media: su auto –lo que más quiere- se va y su novia, con la que está por casarse, empieza a presionar por respuestas sinceras, lo mismo que Cicchero, el sabueso inspector del seguro que huele que algo está mal en la historia del robo. Suelta y divertida, se trata de una comedia de muy buen timing, destacada sobre todo por la interpretación de Alan Sabbagh que, como muchos actores jóvenes de la industria, se merece más tiempo de pantalla que el que le toca. Una presencia permanente en cámara, su interacción con el resto de los personajes –sobre todo con el sin techo de Ángel Andrés Calabria- eleva el nivel de una película que, si bien no sobresale desde lo argumental o desde los chistes que se encuentran, sí da un paso al frente en la forma de contarlos. Uno puede hallar las limitaciones de la producción, escenas como las del interior del departamento de Mariano que podrían tener un mayor cuidado en la puesta, y sin embargo hay otras en las que se considera que no se podrían haber resuelto mejor. El gran logro de los hermanos Levy es ofrecer en Masterplan una película costumbrista que se muestra como una alternativa al humor burdo y simplista de la mayoría de las propuestas nacionales. Por otro lado es una producción independiente diferente, que viene a mostrar que todavía hay posibilidades de asumir riesgos e incursionar en otros géneros aún con los bajos presupuestos. Con mucha más fuerza se sintió su peso en su paso por el último Bafici, ante una selección siempre cargada de apuestas coming of age, una comedia con mayor humor físico que verbal, sin dudas es refrescante.