Llama la atención como la adopción es un tema excluido de la agenda mediática. Incluso en aquellas semanas en las que el aborto no punible o la ley de fertilización asistida son noticia a diario, la filiación adoptiva es una cuestión de la que no se habla. Ante esta negativa a tratar el asunto, Alumbrando en la Oscuridad aspira a convertirse en una nueva voz dentro de un debate que no existe. Un documental de corte clásico, con testimonios a la cámara cortados, de vez en cuando, por alguna imagen de un niño jugando con el reflejo de los espejos, construye su discurso acerca de la adopción cubriendo todas las bases de forma que no queden grietas. En su abordaje, dividido en tres segmentos separados por títulos, Mónica Gazpio y Fermín Rivera tienen una mayoría de aciertos. Ante aquellos testimonios que no quisieron presentarse ante la cámara, se recurre a conocidos actores que prestan su voz en escenarios neutros que se distinguen de las locaciones personales del resto de los entrevistados. Por otro lado, se recoge la palabra de la mayoría de los involucrados, desde padres adoptivos con o sin hijos propios, adultos que fueron adoptados de pequeños, parejas que quieren un niño para tratar de sanar su relación, especialistas en el tema y ex empleados de aquella burocracia estatal que tanto complica los trámites. No obstante, y ahí reside el principal inconveniente de Alumbrando en la Oscuridad, en sus cortos 61 minutos excluye las voces opositoras. Se instala una crítica al "mandato tradicional" de la figura materna, se considera como un acto de amor el que una madre abandone a un recién nacido en un hospital donde podrá recibir la atención correspondiente, es decir, cuando no es dejado a la buena de Dios, y se protesta contra los medios por los calificativos que se emplean para dar esa información. Sin embargo, nadie plantea un argumento ante aquellos que abandonan a sus hijos, por ejemplo, en una bolsa de basura. Se sabe que el problema está, pero se elige no mencionarlo. Del mismo modo que no se indaga más en los casos de parejas como las que representan Osvaldo Laport y Celina Font, que quieren adoptar para ayudar a mejorar su vínculo, o que se cuestiona al sistema de adopción en la Argentina, que cualquiera puede criticarlo porque conoce sus límites y los obstáculos que presenta, pero sin darle a los responsables del Registro la posibilidad de plantear una defensa. De esta forma, la película, que supone el debut de Gazpio como directora, parece aspirar a convertirse en un documento feliz sobre la adopción, pero sólo a partir de evitar aquellos elementos espinosos que se hacen evidentes al ignorarlos. Si bien se trata de una lección importante y un trabajo necesario, su echar luz sobre un tema que generalmente no es abordado acaba por proyectar ciertas sombras que perjudican la muy buena construcción que tiene en su totalidad.
Si a falta de propuestas originales, el cine de ciencia ficción ha perdido cada vez más tiempo de pantalla, el 2013 tiene en cola una decena de grandes tanques que, se espera, supongan una transfusión de sangre a un género que ha perdido vitalidad. Sin contar la presencia de RoboCop y Star Trek Into Darkness, es decir una remake y una secuela, el próximo año verán la luz Pacific Rim, de Guillermo del Toro, Elysium de Neill Blomkamp, Gravity de Alfonso Cuarón, After Earth de M. Night Shyamalan, adaptaciones como Ender's Game y Oblivion, y hasta una comedia con tintes apocalípticos llamada The World's End, a cargo del genial Edgar Wright. Tras la desilusión que supuso la Prometheus de Ridley Scott, es Looper el prólogo perfecto a estos doce meses cargados de sci-fi. Se trata de un nuevo trabajo de Rian Johnson, quien entrega una vez más un film original que, aún con sus aspiraciones de un público masivo, se convierte en un clásico instantáneo de culto. Hay en Looper una cuestión que, en favor de la crítica y del buen visionado, es necesario señalar rápidamente. Ocurre que, como cualquier película que se adentre en los viajes en el tiempo, es difícil sostener una línea lógica si uno se pone a indagar en las vueltas de la trama. Con habilidad, Johnson pone en labios del viejo Joe la solución que permita franquear esta dificultad: discutir sobre los viajes en el tiempo es inútil porque implica una espiral de argumentos de la cual no hay forma de salir. Al blanquear esta cuestión, es fácil entrar en el inteligente juego que propone el realizador, un hombre que conoce de géneros y que explota los límites de la ciencia ficción con un apasionante relato en que un hombre caza a una versión diferente de sí mismo. Hollywood necesita desesperadamente de mentes creativas como la de Rian Johnson. Cuando las historias frescas escasean, lo publicable se piensa en términos de posibles adaptaciones y las películas reciben luz verde si hay secuelas en el camino, un director capaz de entregar piezas de género salidas de su propia pluma es todo un hallazgo. Más aún si ofrece resultados como los que se encuentran en su último trabajo, a base de un presupuesto considerablemente inferior al de otras producciones similares y con iguales pretensiones artilleras. Johnson presenta un doble futuro distópico, introduce al mismo personaje en dos etapas de su vida y elabora junto a ellos complejas líneas temporales con la reescritura inmediata como su criterio fundamental, sin perder una pizca de ritmo o potencia narrativa. Para esto dispone de un guión escrito con conocimiento de causa, de diálogos y personajes fuertes -con el antihéroe como valor central-, pero con la picardía de saber cuándo evitar un peligroso enredo, así como con dos estrellas en notables interpretaciones. El peso de Bruce Willis como gran figura del cine de acción adquiere toda su dimensión con una caracterización de tantos matices, que incluye un paso desde la comedia y el romance hasta la violencia pura y dura para mantenerse con vida. Es también la interpretación de Joseph Gordon-Levitt la que se destaca con creces, con las prótesis faciales que dejan de notarse cuando se funde con el Joe joven, cuando el trabajo de ambos actores se convierte en el de uno solo. Del mismo modo que ocurría con la anterior película del director, The Brothers Bloom, en su última media hora esta pierde algo de su fuerza. Será el mal de The Walking Dead, pero trasladar la acción al campo se traduce en una resolución con menor velocidad, que además se concentra en el aspecto más discutible del certero guión. Por fuera de esto, es evidente que el cine necesita y mucho de autores como Rian Johnson y Looper sólo viene a confirmarlo. Con mano firme lleva un argumento sólido y original, dirige a un pequeño grupo de actores para obtener lo mejor de cada uno y construye una realidad paralela con sencillez pero con enorme potencia visual. En resumidas cuentas logra, con una historia que tiene al tiempo como baluarte, ofrecer un clásico atemporal.
"Debe tener fe, doctora. Porque si un hombre puede convertirse en monstruo, un monstruo puede convertirse en hombre" (Barnabas Collins, Dark Shadows, 2012) Por mucho tiempo se ha esperado que Genndy Tartakovsky, el creador de Dexter's Laboratory y Samurai Jack, hiciera su ya demorado salto a la pantalla grande. El deseo del público se correspondía con una adaptación cinematográfica de la historia del guerrero forzado a vagar por todas las épocas, proyecto que todavía sigue en los planes, pero durante ocho años el realizador ruso estuvo abocado al desarrollo de Hotel Transylvania. El resultado es una tibia comedia animada que, a base de una historia blanda y de explotar todas las variantes de un chiste –los monstruos con problemas humanos-, dista de igualar el nivel alcanzado con sus programas de televisión. En la última década, el cine de animación alcanzó tal nivel de madurez que sería incorrecto referirse a este como infantil, cuando son tanto los adultos como los chicos quienes pueden disfrutar de las propuestas. Llama entonces la atención que un talentoso dibujante como Tartakovsky, quien con sus trabajos ayudó a elevar las producciones de la pantalla chica a otro nivel con un estilo único de impronta fílmica, sea responsable de una película tan aniñada. Sucede que este divide su argumento en dos planteos, la atención del hotel para todas las criaturas que sólo existen en las historias y la figura del padre posesivo con la hija que quiere explorar el mundo, y si bien ambos se desarrollan en el mismo espacio, sólo del primero se puede decir que sea inspirado, mientras que el otro es de manual. Tras una breve introducción al complejo del título, todos los personajes infaltables hacen acto de presencia. Más allá de que haya un recurso principal que se repite en forma continua, se hace gala de una serie de alternativas en torno a las situaciones y los conflictos que hacen que la estadía sea amena. El hombre lobo, encorvado cual si fuera un empleado de oficina desgastado por sus hijos -en lo que es la mejor personificación a cargo de Steve Buscemi-, o un Frankenstein paralizado por sus miedos, disfrutan de unas vacaciones de las sombras bajo el servicio de Drácula, un maniático del control. Una y otra vez se verá a los monstruos disfrutando de las comodidades del lugar y, si bien podría haberse esperado algún tipo de riesgo por parte del director, el jugar sobre seguro tiende a funcionar. La historia se estanca al explorar la veta romántica entre la joven Mavis (Selena Gomez) y el humano Jonathan (Andy Samberg), que no logra trascender de la oposición paterna. Esto, no obstante, deriva en un interesante cruce entre el Príncipe de las Tinieblas y su posible yerno, que alcanza su punto más alto en una batalla con mesas voladoras, uno de los momentos de alegría más pura y natural de toda la película y en el que mejor funciona el 3D. Hotel Transylvania da cuenta a las claras de la mano de Tartakovsky, quizás no desde el tipo de animación, pero de seguro en la construcción de sus personajes, con sus reacciones físicas -movilizando todos los músculos del cuerpo- como el claro sello distintivo. En base a este reconocimiento es que se transparenta la principal desilusión de la película. Porque para un artista que ha sabido llevar sus historias improbables -un samurai viajero del tiempo, un niño con un laboratorio escondido- a todo tipo de público, su primera película exhibe un alcance muy acotado.
"Es muy triste que una madre tenga que declarar contra su propio hijo" (Norma Bates, Psycho, 1960) Desde su salto al estrellato con Winter's Bone, película que le valió una nominación al Oscar, Jennifer Lawrence se ha anotado una seguidilla de aciertos que, a los 22 años recién cumplidos, la han convertido en una de las actrices jóvenes del momento. Tras su paso por la alfombra roja, media docena de buenas películas han contado con su presencia en distinto grado de protagonismo pero, como suele ocurrir con quienes en su rápido ascenso aceptan múltiples proyectos, un esqueleto en el armario esperaba ver la luz. El rodaje de House at the End of the Street comenzó apenas semanas después del limitado lanzamiento en Estados Unidos del film que la haría conocida, y su estreno mundial se produce luego de que la actriz, a base de logrados papeles, se haya ubicado en la cresta de la ola. De esta forma, un producto mediocre de terror que pudo haber merecido un destino directo al formato hogareño, encuentra en el repentino éxito de su protagonista una forma de llegar a las carteleras del mundo y, no solo eso, también liderar la taquilla. Oh, el sueño americano. Lo cierto es que la casa de al lado se ubica en un lugar común, y si parece que lo que estoy diciendo es que la zona en donde residen los protagonistas es corriente, lo que en verdad pretendo decir es que la película es un cliché detrás de otro. Hasta determinado punto, Mark Tonderai goza del beneficio de la duda y muchas de estas cuestiones se ignoran en favor del desarrollo de la trama. Si, la recién llegada Elissa entabla una relación con el atormentado Ryan a pesar de que todo el pueblo piensa que es un bicho raro, pero la posibilidad de lograr algo diferente todavía está en manos del realizador, que nos hace partícipes de una faceta oscura ignorada por todos los demás. Aún a partir del comienzo trillado, el guión de Jonathan Mostow y David Loucka -autor de la olvidable Dream House que, para emparejar los tantos, se conoció después de finalizado este rodaje- podía funcionar y, de hecho, lo hace durante buena parte, pero una fractura (literal) de la trama potencia el desbarranco general. La comodidad o pereza de los guionistas conduce a House at the End of the Street por un barrio conocido por todos, desaprovecha la clara salida hacia terrenos menos familiares y, por medio de sucesivos flashbacks, relatos a medias y un volantazo injustificado, se estaciona torpemente a las afueras del Motel Bates. A esta altura para Jennifer Lawrence, que aún desaprovechada como una scream queen más logra una buena actuación y sale bien parada incluso cantando, esta casa debe ser un lejano punto en el espejo retrovisor. Para quienes ya la hayan visto, también.
A mediados de los '90, la cultura del compilado tocó su techo con la publicación de High Fidelity, libro de Nick Hornby que, algunos años después, pasaría a la gran pantalla con notable calidad de la mano de Stephen Frears. No hay dudas de que Días de Vinilo es la Alta Fidelidad argentina, no sólo por una cuestión de cercanía temática –música, discos, banda que busca la oportunidad y, por supuesto, los mixtapes-, sino porque la película en sí logra convertirse en un enorme top-five, en donde sus fallas se ignoran mientras que perdura una consideración exclusiva de sus mejores momentos. Gabriel Nesci ocupa un lugar que detentaba Damián Szifrón y lo hará, por lo menos, hasta que este tenga su esperado –y demorado- regreso. Luego de un exitoso paso por la televisión con Todos contra Juan, debuta en la pantalla grande con un proyecto original, una comedia coral de excelente timing, apasionada por la música –así como su serie lo era para con el cine- y repleta de secuencias que, desde la ausencia del creador de Los Simuladores, son eludidas por las producciones nacionales. En ella se encuentra un elenco de figuras embarcadas en cualquier idea que propone el realizador, apuestas frescas pero arriesgadas que no funcionarían a cargo de otro, pero que en manos de un director que ha hecho carrera con este tipo de historias desopilantes con corazón, parecen no tener forma de fallar. Basta repasar las líneas argumentales que ofrece el guión para dar cuenta de la singularidad de su propuesta. Un empleado de un cementerio privado que busca revolucionar las ceremonias a partir de la música, un conductor de radio inseguro y enfermizo que somatiza una ruptura amorosa y queda temporalmente sordo, un imitador de John Lennon que busca trascender con su banda tributo a The Beatles y un guionista en lucha que escribió una película para recuperar a la mujer que se fue, pero pierde la única copia. Cada una de las historias que propone Nesci funciona por sí sola, están tan bien desarrolladas que logran sostenerse por su cuenta, sin necesidad del contacto permanente con las otras aunque salgan fortalecidas cuando se entrecrucen. Siendo la cara menos familiar, Ignacio Toselli se devora cada una de las escenas que lo tienen en pantalla. Su humor físico, repleto de expresiones faciales y de palabras entrecortadas, es el complemento ideal para el mejor planteo de la película, el de The Hitles. No solo hay un notable despliegue de producción para lo que es la banda –que cierra con espectacularidad a lo Sgt. Pepper- sino que cada línea de diálogo y cada situación que se presenta en el marco de esta historia es brillante. Hay, en cambio, una pata floja en lo que es el personaje de Gastón Pauls, el Damián narrador del comienzo, quien da cuenta de un importante parecido a Juan Perugia. Frustrado partícipe del mundo del espectáculo, reconoce las limitaciones de su obra y no se cree una estrella como sí lo hacía el actor del título en Todos contra Juan, pero su andar encorvado, su aire cansino, la aparición de Alfredo Castellani y, sobre todo, el juego con Leonardo Sbaraglia, provoca la idea de un capítulo más de la divertida serie. No es que no funcione, de hecho se disfruta y supondrá una sorpresa para todo aquel que no haya visto algo de las dos temporadas del programa, pero en la ópera prima de Gabriel Nesci se siente redundante. Días de Vinilo tropieza en el final con un cierre algo traído de los pelos, un agregado extenso y algo injustificado que, aún dentro de un clima de historias desopilantes, queda en posición adelantada. Fuera de esto, es un film más que auspicioso para este joven director, que se siente cómodo dentro de comedias inteligentes que no subestiman al espectador, un espacio que, en el cine argentino, ha estado vacante por demasiado tiempo.
Seeking a Friend for the End of the World tenía a las claras el potencial para convertirse en una gran comedia o un buen drama y, por elegir ser una tibia mezcla entre ambas, no es ni lo uno ni lo otro. En los primeros segundos se descubre que el fin es inevitable, que el asteroide no esquivará la Tierra en el último minuto o se desintegrará al entrar en la atmósfera hasta reducirse al tamaño de la cabeza de un chihuahueño. Con tres semanas para que el último grano de arena del mundo pase al otro lado del reloj, hay quienes hacen frente a la dura realidad viviendo cada día como el anterior, otros que se dejan caer en una espiral de desenfreno con el "ya nada importa" como lema, otros que adoptan una mirada reflexiva hacia el tiempo que pasó y el que queda y, por supuesto, quienes se desesperan por la espera. Con este panorama, Lorene Scafaria, guionista de Nick and Norah's Infinite Playlist, ofrece a dos protagonistas con una idea de lo que quieren hacer, pero con una certeza mayor respecto de lo que saben que no harán, límite autoimpuesto que cercena las posibilidades de la película. Steve Carell, quien no aceptaba un rol tan meditabundo desde Dan in Real Life, es Dodge, un hombre a quien le pesa más el saber que su vida se estaba desmoronando aún desde antes de que el asteroide fuera noticia. Conoce a Penny -una flaquísima Keira Knightley-, un tipo de personaje cada vez más recurrente en el cine actual: joven, linda, excéntrica, con una valija de conflictos emocionales al hombro, pero capaz de devolverle a quien recién conoce el sentido perdido de su existencia. Juntos emprenden su viaje a través de Estados Unidos para hacer aquello que cada uno quiere antes de que el mundo se termine. Cada situación que enfrentarán en el camino quedará en las puertas del intento, sin llegar a concretar las risas que se podían esperar o generar las emociones que se buscaba movilizar en los momentos de reflexión. Con el humor siendo cada vez más utilizado en otros ámbitos, como la ciencia ficción o el terror, llama la atención que lo que es básicamente una comedia romántica, con un elemento catastrófico como conflicto, no termine de funcionar ni desde un lado ni del otro. El principal problema con el que choca Scafaria es perder de vista el elefante en la habitación, olvidarse del asteroide. Se trata de un relato íntimo movilizado por una tragedia, con dos personajes de forma permanente en pantalla y casi siempre los dos solos, pero que una vez que se pone en marcha no lo necesita para seguir con su avance. Si, se atraviesan escenas que sin el componente de la destrucción total nunca hubieran existido, como las fiestas o las muertes repentinas, no obstante al mirar constantemente hacia otro costado y seguir el camino como si nada, pareciera que uno está frente a Elizabethtown, para poner un ejemplo. Desde ya que hay muy buena química entre los protagonistas, un guión que no sólo es original sino que los acompaña hasta el final casi sin caer en lugares comunes, una muy buena banda sonora –con un fantástico comentario sobre los vinilos-, y sorpresivas ráfagas humorísticas, con el genial Patton Oswalt y Rob Corddry en clave Bucket List. El miedo a decidirse por algo –de hecho cada vez que algo nuevo puede ser experimentado, se huye- por parte de Scafaria y sus personajes, lleva a que en resumidas cuentas sea un tibio cruce de géneros y un gran "lo que pudo ser".
Durante buena parte de su metraje, El Cielo Elegido es una película que funciona. Hay un juego de relaciones entre tres sacerdotes que se desarrolla en locaciones que son difíciles de encontrar en el cine nacional y, a sabiendas de esto, están bien aprovechadas. La fragilidad en la creencia del cura joven, interpretado por un correcto Juan Minujin que ha dado muestras de estar para más, se ve manipulada por dos opuestos que lo quieren para cada lado: el Padre Orbe, un frío Osmar Núñez de quien se obtiene lo mismo que del anterior, y el Padre Claudio, con la de Osvaldo Bonet como la caracterización más fresca, honesta y cautivadora que se encuentra. De los intereses cruzados y la duda, nace una historia marcada a fuego por la fe que no adopta una postura adoctrinadora, sino que la emplea a su favor para construir un buen relato de suspenso. Cuando un film se sostiene sobre un trípode de personajes donde hay una pata más sólida que las otras y, por necesidad del argumento, esta será apartada, es importante fortalecer las dos restantes para que la estructura no acabe por derrumbarse. Lo cierto es que, aún con los tres en escena, El Cielo Elegido da muestras de sus primeros tambaleos, los cuales no harán más que acrecentarse a partir de cierto punto hasta que todo el entramado colapse. El esperado cruce del trío se produce en el hogar de uno de los sacerdotes, un departamento antiguo que sigue en la línea de las excelentes locaciones dispuestas para la filmación. Si hasta ese momento los delirios místicos se mantenían a raya -con un diálogo entre el sacerdote más joven y el más anciano que ocultaba con su lógica lo que pronto iba a llegar- estos se propician a partir de esta cena. El problema es que Víctor González pareciera haberse pasado su salida y luego no poder retomar el camino hasta que ya es demasiado tarde. Cuando parece que los créditos finales están al caer –tras un desenlace en apariencia trillado pero que se acepta como el adecuado-, el director tropieza con la misma piedra y encauza su desarrollo por la vía anterior, en la que no se entiende a sus personajes, sus motivaciones o sus creencias. Desde la mencionada reunión de los tres es que comienza a desperdiciarse uno de los logros mayores del guión de González y Huili Raffo: el acercamiento menos estructurado y más racional que se le dio a la fe, cae de bruces ante una tradición oscura y oculta que no hace más que fijar un rumbo confuso y errático hasta el cierre.
Así como durante años se ha estudiado el cine argentino en la época de la Dictadura militar, en el último tiempo se ha abierto un nuevo campo de exploración con el simple cambio de orden de los términos. La última década ha presentado una cantidad inusitada de proyectos, tanto ficciones como documentales, que giran en torno al accionar del Proceso así como sus causas y consecuencias, con una mayoría que ha priorizado el mensaje y la memoria –la película como vehículo- por encima del resultado del ejercicio cinematográfico. Infancia Clandestina no tropieza en donde lo han hecho otros y, por eso, no sólo se trata de una de las propuestas nacionales más sólidas de este año, sino que es una de las mejores realizaciones que se han hecho sobre el tema, al menos de un tiempo a esta parte. No es una cuestión de que se utilice a uno de los períodos más sangrientos de la historia argentina como un fondo ajeno en el cual desarrollar una historia o que el relato se vea marcado a fuego por el terror, sino que es el equilibrio entre ambos aspectos lo que da cuenta del principal logro de Benjamín Ávila. Aún con el precio a pagar por militar en Montoneros, con la posibilidad de encontrar la muerte en cualquier cita podrida, los hijos siguen siendo niños en edad escolar, y la amistad, el despertar sexual o el conflicto con los padres son temas capaces de afectar a cualquiera, vivan o no en la clandestinidad. El director, que ha tomado mucho de su propia experiencia, sabe que aún bajo condiciones que llevan a crecer de repente, todavía hay momentos para el amor, para los juegos, para cierta normalidad dentro de, por lo demás, una vida atípica. Para llevar adelante su película, el director hace un uso notable de todos los recursos a su disposición. Desde lo argumental, ya han dado cuenta las novelas de autores como Miguel Bonasso y Marcelo Larraquy –aún con los problemas de Fuimos Soldados- que, dentro de Montoneros, cualquier historia puede ser digna de ser contada. Ávila aborda la etapa de la contraofensiva desde el punto de vista de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), con las operaciones en fuera de campo y con su avance hacia la madurez en el centro de la escena. Por otro lado el realizador emplea dibujos infantiles, animaciones o sueños como recursos para favorecer el funcionamiento del argumento. A esto se suman aquellos momentos en que la acción se suspende y ofrece imágenes de notable belleza, como una coreografía de gimnasia artística, en la que un lazo roza la colchoneta cual si fuera la piel del protagonista, o un campamento infantil que en más de un sentido la acerca a lo que de momento se conoce de Moonrise Kingdom de Wes Anderson. Junto a las actuaciones destacadas de la joven pareja protagonista, hay que mencionar al gran Tío Beto que compone Ernesto Alterio, el cual se impone al buen trabajo paterno de César Troncoso y a una Natalia Oreiro que, si bien por momentos sobreactúa, se lleva los premios en una emotiva escena junto a Cristina Benegas. Mi reserva central hacia la película es respecto a su carga ideológica, más allá de que esté opacada por el crecimiento del protagonista. Ávila evidentemente no se anda con medias tintas y el único cuestionamiento en torno al período retratado corre por cuenta de un personaje de peso en la trama pero de poco tiempo en pantalla. Desde luego el compromiso es fundamental y siempre será mejor bienvenido que un acercamiento tibio, sin embargo se hace problemático que una de las etapas más cuestionadas del accionar montonero -no desde el lado de la fidelidad militante sino por los intereses de la cúpula- se acepte sin una mirada crítica. Poner en tela de juicio el enfoque de Ávila sería adentrarse en un terreno que no debería ser propio del análisis cinematográfico, no obstante, desde el título y la sinopsis, es la misma película la que abre la cancha para que la infancia clandestina que se propone, explore el costo que paga un hijo por nacer en un hogar guerrillero.
Las producciones de Oliver Stone a lo largo de su década infame llevaron a perder un poco de vista que, también por un rico período de 10 años entre mediados de los '80 y los '90, fue uno de los reyes de la industria. Dedicado a proyectos de temática "controversial" –las Torres Gemelas, Bush, la bisexualidad de Alejandro Magno y la reivindicación de algunos líderes latinoamericanos- optó por polemizar con el público y la crítica, antes que ofrecerles una buena película. En el último tiempo se propuso una vuelta a sus comienzos y, luego de una innecesaria secuela de Wall Street, el guionista de Scarface presenta Savages, una apuesta con una temática nuevamente en boga y un ensamble de figuras importante que no sólo falla en su ejecución sino, sobre todo, en su concepto. Es en su larga introducción en donde se encuentra un resumen bastante preciso de los problemas que perseguirán al film en su totalidad. La voz en off de Blake Lively presenta, con una breve descripción, a una decena de personajes y narra los pormenores que han llevado a su situación actual al trío protagonista, dando cuenta de que la sobreexplicación será una de las claves de un guión en el que tiene demasiado peso la mano de Don Winslow y el respeto al libro original. Se abre paso al paradisíaco escenario que ofrece Laguna Beach, con una diferencia particular respecto al reality show homónimo: los chicos cultivan la mejor marihuana que pueda encontrarse. Llama notablemente la atención cómo un director que se ha dedicado a explorar con sus documentales otras regiones de América, tenga semejantes prejuicios a la hora de construir a sus personajes. Los jóvenes bronceados cuya operación tiene base en el sur de California mantienen un negocio sin violencia, ofrecen el mejor producto a sus clientes y se dedican a la filantropía. Por otro lado están los malvados mexicanos, cuyas acciones se ven precedidas por la melodía del Chavo del 8 y sólo faltaría el sombrero para coronar todos los estereotipos posibles. Entre ambos grupos se encuentra el infaltable agente corrupto de la DEA, que juega para los dos bandos con una agenda propia. Que la marihuana sea una droga más liviana que la cocaína o las metanfetaminas no justifica la inocencia de su trillado argumento, cuando hay series de televisión como Breaking Bad o incluso la mencionada Scarface que demuestran que el crecimiento dentro del mercado se hace a base de sangre, y que cultivar y traficar cannabis afgana no es lo mismo que ponerse un kiosco. Tras disponer torpemente las piezas en su tablero, Stone deja rodar su historia y a los tumbos encuentra su camino, apoyado en un elenco entre los que se destacan Aaron Johnson -quien ha crecido mucho en poco tiempo desde Kick-Ass- y Benicio Del Toro, mientras que a John Travolta le quedan la mayoría de las líneas cómicas. Acompañados de actores de mayor peso, tanto Taylor Kitsch –a quien tres fracasos de taquilla seguidos le van a afectar- como Blake Lively se sienten más cómodos que en otras oportunidades, aunque el uso del primero como protagonista y no de Emile Hirsch (Alpha Dog) -relegado a un esporádico rol secundario- es algo que se lamenta. El director de Natural Born Killers, quien durante toda la película toma el estilo visual que caracterizaba a Tony Scott, se guarda un cuatro de copas bajo la manga tras haber logrado estabilizar su ligera propuesta: uno de los peores finales que se haya visto en años. La verdadera salvajada en sus extensos 131 minutos.
En el marco de la sección Competencia Argentina de esta 13º edición del BAFICI se estrenó Ostende, ópera prima de Laura Citarella (Historias Breves 5). En primera instancia me remitió a dos películas argentinas estrenadas en el último tiempo, de las que pareciera retomar ciertos aspectos para hacer algo mejor. Por un lado parece tomar a ese desaprovechado trío entre un hombre de avanzada edad con dos jóvenes de la fallida Familia para armar, y le agrega aquel componente de misterio presente en El Pasante, con teorías tiradas de los pelos y mucha especulación. Del cine de Rohmer y sus personajes fusionados con el entorno, y el de Hitchcock y la intriga más pura, se deriva Ostende. Desde la cafetería, la playa o la indiscreta ventana de su dormitorio, Laura (muy bien Laura Paredes) sigue los movimientos del trío sin comentarlo con nadie. Los cambios repentinos hacia una musicalización sombría conducen a pensar que la fascinación por los otros se trata en realidad de una investigación detectivesca. A diferencia de El Pasante, en la que el misterio es una excusa para tratar el acercamiento romántico entre un joven y su jefa, aquí es el centro de la historia. Ella no tiene problemas con estar desempleada, ni con su novio que trabaja en el INCAA, está aburrida y se mete de lleno en una historia de suspenso que logra entrenerla así como también al espectador, con un resultado más oscuro de lo que se podría pensar. En ese sentido es que también presta atención al guión de una futura película que le narra el mozo charlatán que le sirve el almuerzo, una de terror sobre sacerdotes torturadores que alguien debería filmar o al menos darle un final.