Recuerdo la felicidad que sentí tras haber visto Villegas, la ópera prima de Gonzalo Tobal, durante el 14º Bafici, sensación que casi un año después todavía perdura. Con una alineación personal de estrenos que parecía haber tocado un techo temático -prácticamente todas las películas elegidas estaban protagonizadas por adolescentes-, un film que abordaba desde la comedia una etapa de madurez, igual que lo había hecho Masterplan días atrás, era refrescante. Igual lo fue estar frente a los Estebanes, Lamothe y Bigliardi, dos exponentes del cine independiente actual y presencias frecuentes entre los múltiples estrenos del festival, ambos con las sólidas interpretaciones a las que acostumbran, repartiéndose el peso de un protagónico compartido. Villegas es una película de transición. Durante una buena parte es una valiosa road movie, el viaje de los primos hacia la ciudad que los vio nacer, con los dos centrales como polos opuestos que ven con decepción en lo que el otro decantó. El trayecto encuentra peleas, anécdotas y un vínculo que se renueva, todo acompañado por buenas dosis de humor ejecutadas con perfecto timing en manos de los sobrios actores, así como también una banda sonora notable y personal que cuenta con la firma de Nacho Rodríguez de Onda Vaga. Allí se pondrá de manifiesto uno de los logros centrales de Tobal: el lograr una empatía perfecta con ambos personajes. El espectador se corre de uno al otro, siente a cada cual desde la mirada de su interlocutor. Pipa (Bigliardi) abre la boca y en buena medida suena impresentable, pero cuando Esteban (Lamothe) le contesta es imposible no percibir lo impostado de quien intenta dejar su vida atrás y se fuerza a crecer. Una vez compenetrados con los presentes de sus protagonistas, Tobal nos conduce por uno de los mejores viajes que el cine argentino ha visto en el último tiempo, trayecto que eventualmente termina y deriva en la segunda etapa de la película: los duelos. El entierro del abuelo es el literal, la razón del reencuentro. El otro es el personal, el que realmente nos importa, la introspección de ambas partes que por fin se reflejan en el espejo del otro y, por primera vez, no les gusta cómo se ven. Inevitablemente la llegada a destino es la pérdida del ritmo. Los vínculos familiares y las amistades recuperadas hacen que la película crezca y en parte se extrañe el tiempo anterior, el de la comedia, el de la ida. Su llegada es la de las imágenes más bellas, la de la más lograda fotografía y el aprovechamiento del espacio campestre. Es también la de la emoción y el crecimiento real, la etapa necesaria para que una de las grandes películas pequeñas del último tiempo termine de madurar.
La historia de dos ciudades protagonizada por Allen y Albert Hughes ha encontrado al primero de los hermanos como el ganador con el estreno de su Broken City, mientras el otro aún lamenta la demora indefinida en la producción de su proyecto, Motor City. Esto no significa necesariamente que con ella se haya anotado un triunfo, aunque sí suponga uno de los trabajos más aceptables de un realizador que alcanzó su pico 20 años atrás, cuando se presentó en el mundo del cine con Menace 2 Society. Hay que darle crédito, no obstante, por intentar abrazar el neo-noir -aunque se quede a mitad de camino-, un género prácticamente en desuso afectado por la carencia de originalidad de la industria. En su relato de una ciudad corrupta y un detective privado con problemas de alcoholismo, el director expone flagrantemente el motivo por el cual este tipo de películas se han dejado de hacer. Son pocas las veces que se puede estar en presencia de un trabajo que esquive con tanta gracia el cliché, para caer minutos después en los más anquilosados lugares comunes. El problema de una película como Broken City es la simpleza de una producción que quiere ser más grande, con un guión prefabricado que no desafía la inteligencia del espectador, sino que por momentos la subestima. Basta ver el armado en torno a una de las revelaciones finales, cuyo impacto sólo puede hacer mella en un protagonista que ignora la situación, pero de la que el público está consciente desde los primeros cinco minutos. Las coincidencias y las dudosas elecciones de los personajes tampoco ayudan a reforzar lo escrito por el debutante Brian Tucker, que necesita pedirle a quien vea que ignore tal o cual punto en pos del disfrute generalizado, lo que supone una pérdida porque, en definitiva, se trata de un producto entretenido en su totalidad. Mark Wahlberg entendió que la comedia es lo suyo y hace del humor uno de los puntos fuertes de su duro investigador. Años atrás, en ese nefasto 2008 de Max Payne y The Happening, a un personaje como este lo hubiera llevado al borde de lo ridículo, pero el oriundo de Boston ha madurado mucho con sus últimas películas y ya no le queda grande encabezar una película. Russell Crowe es quien ha optado por la hiperbolización personal en este punto de su carrera, con un villano de caricatura en clave Sid 6.7 –el malo de Virtuosity- que se suma al miserable grotesco de su Javert en lo último de Tom Hooper y a la parodia festiva de su Jack Knife en The Man with the Iron Fists. Broken City es, como su nombre indica, una película rota, destrozada por la crítica, desvencijada por sus propias limitaciones. El suspenso no es sencillo y el guión mediocre de Tucker lo hace evidente, sin embargo Wahlberg y en menor medida Hughes logran llevar a buen puerto una película que, por sus inconvenientes, debió haberse hundido. Es que en la búsqueda de un thriller de suspenso cuyo tronco argumental es básico, son las ramificaciones las que permiten que se destaque. Con algún volanteo de la trama justo antes del lugar común -lo que prueba que alguna de las balas disparadas no eran salvas-, lo que realmente eleva a la película es el efectivo humor de su protagonista, el debate político del villano con Barry Pepper, las intervenciones de este junto a Kyle Chandler y la momentánea lucidez para no caer por completo en el comentario social, lo último que hubiera necesitado un proyecto que, de ser en su totalidad como el horrendo plano final, hubiera sido un cero.
Tras haberse presentado hace 10 meses en el marco del BAFICI 2012, donde fue premiada al igual que en otros festivales del mundo, se estrenó Germania, la ópera prima de Maximiliano Schonfeld. Film sugestivo y bellamente fotografiado, es una realización atípica en la filmografía nacional, más desde lo que se muestra que por la forma de narrarlo. Rodada en Entre Ríos, de donde el director es oriundo, sigue a una familia de alemanes del Volga en una pequeña aldea mientras realizan un duelo íntimo a la espera de la partida. Los motivos de la mudanza no quedarán claros. Hay una peste, o algo que tampoco se termina de definir, que afecta a los animales de la granja que se van muriendo. Schonfeld prefiere lo no dicho, el sobreentendido, y presenta a una mujer y sus dos hijos -la relación entre los hermanos tampoco está del todo expuesta y parece contener algo de prohibido- en las horas de la despedida, cuando tienen que dejar atrás todo lo que conocen en una suerte de huida de un pueblo que los evita. Germania cae en la contemplación y la sugerencia excesiva, pero se libra de tropezar por correr el foco de atención hacia las sensaciones de los jóvenes. Opresivo, el último día de Brenda y Lucas tiene el peso de la cotidianeidad de un pueblo firmemente conservador, con un fuerte respeto por la lengua madre y la tradición. Un film climático, con una bella paleta de colores ocres, supone un rico retrato del cómo es crecer en una pequeña aldea alemana en la Argentina, más allá de que la claustrofobia narrativa haga demasiado pesados sus escasos 72 minutos.
"Si la amas déjala ser, si la quieres déjala volar" (Nunca Quise, Intoxicados) Con Amour, igual que había ocurrido años atrás con Das weiße Band, se confirma una vez más el peso de Michael Haneke dentro del cine europeo y con ello su status de intocable. Con el Oscar bajo el brazo y la crítica mundial que alaba su trabajo más reciente, es tarea de pocos el señalar que sin dudas se trata de una de las películas más sobrevaloradas de los últimos años. Desde el vamos que, en apariencia, supone un marcado cambio de dirección en lo que es su filmografía. El austríaco que una y otra vez se ha dedicado a explorar la crueldad, se pone detrás de un film sobre un matrimonio anciano que se ve golpeado por la enfermedad y siente cómo el amor que se profesó empieza a ser puesto a prueba. Aún con una premisa que la presentaría como una propuesta diferente, la firma del director se nota en todo momento, con sus planos largos, la ausencia de música y, desde luego, esa voluntad de polemizar y trascender al cine tan propia de realizadores aclamados por los festivales del mundo, como Lars Von Trier o Gaspar Noé, evidente en cada vuelta de un guión que apunta a sólo a reflejar en breves viñetas los achaques del padecimiento, de forma similar al cómo se construyó esa otra producción francesa ponderada por la crítica, Intouchables. Amour es, en definitiva, solamente un duelo de actores. El desempeño de Jean-Louis Trintignant es notable y la nominación al Premio de la Academia de Emmanuelle Riva lo ha opacado injustamente. Ambos ofrecen destacadas interpretaciones que sostienen una producción tediosa de escasos personajes que, además, transcurre prácticamente en su totalidad dentro de una misma locación. Jean-Louis y Emmanuelle se entregan de cuerpo completo a George y Anne, lo que supone que el tortuoso camino de la enfermedad y la vejez haga absolutamente creíble la degradación física y emocional que los dos experimentan, aún a pesar de Haneke. Es que pedirle a un director sádico que hable del amor, es como pedirle al ermitaño de Terrence Malick que enseñe sobre la vida y sus hombres. El austríaco subraya con marcador grueso el sentido de su film, incluye un sueño para reforzar la idea de asfixia de su protagonista masculino o una escena con una paloma como la liberación final de quien agoniza. En ese sentido, se habla de la economía de recursos o de la potencia narrativa de un realizador que necesita incluir secuencias totalmente fuera de lugar como para que su relato se entienda, aún cuando no aportan nada a la comprensión general y sólo sirven para sobreexplicar lo que dos muy buenas actuaciones dejaban claro. Con Amour se evidencia una vez más que Haneke entendió demasiado bien que torturar a sus protagonistas y al espectador es lo que sirve a la hora de cosechar premios.
"No estamos en 1986" (Rasha Bukvic, A Good Day to Die Hard, 2013) La quinta entrada en la franquicia Die Hard tiene un serio problema de tiempos. La evolución de la acción de los años recientes ha excluido a los personajes como John McClane de la lista de posibilidades, al menos en la forma en que se lo ha pintado en sus últimas películas. Con las adaptaciones de cómics a la cabeza y un género que se debate entre la acción calculada de las Bourne, la autoparodia de los héroes de los '80 o la seriedad con que se plantea a los films de Liam Neeson, un sujeto inconsciente de lo que sucede a su alrededor –pero feliz de poder disparar su arma- ha quedado atrasado. Ese es el principal inconveniente de A Good Day to Die Hard: el caer de bruces ante el mismo planteo de la cuarta por no terminar de comprender a su protagonista. Desde ya que los problemas abundan en distintas áreas de la producción, no obstante es factible sostener que todos se deben a una premisa general: la comodidad. Todos los esfuerzos parecen haber tendido hacia un único horizonte, el lograr algo superior a la antecesora. Y si bien puede afirmarse que lo logra, es en ese mínimo cumplimiento de las expectativas donde se rastrea todo lo que la convierte en una producción mediocre. Director y guionista, John Moore y Skip Woods, la están remando desde hace tiempo. Sufren del mal de aquellos que logran un buen trabajo inicial –la aceptable Behind the Enemy Lines el primero, la muy buena Swordfish el segundo-, para después batallar con producciones de alto calibre que no sólo no están a la altura de las circunstancias, sino que dejan mucho que desear –Max Payne y X-Men Origins: Wolverine, respectivamente, como los claros ejemplos-. La ecuación en esta oportunidad es simple: recuperar a los rusos, dejar a un lado la era digital, volver al lenguaje restringido y que la acción se apodere de la escena. Quizás funcione, sí. ¿Pero qué hay de McClane? El icónico personaje siempre se caracterizó por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, aspecto que el guionista y el director explotan al punto de convertir a Bruce Willis en un acompañante. No hay un solo punto de la película en que sea él quien domine la situación, porque básicamente no entiende nada. Él es un actor de reparto de cara a los villanos o a su hijo, él sigue la corriente armado hasta los dientes, con alguna corazonada ocasional, pero sin terminar de comprender qué es lo que ocurre. El avance de la franquicia hizo a un lado lo que convertía a la Die Hard original en una película de acción inteligente. No se le plantean serios desafíos a los protagonistas y los componentes dramáticos son nulos, la concentración se pone exclusivamente en las persecuciones, el tiroteo y las explosiones, convirtiéndose de a poco en un producto más del montón. A Un Buen Día Para Morir le faltan cinco para el peso. En la línea del género que se presenta, la producción cumple, más allá de que la floja dirección de Moore –tomen nota de cómo gasta los silencios por usarlos cinco o seis veces- no termine de hacer relucir los millones invertidos. La idea básica del rompan todo que algo va a salir, funciona, aunque las secuencias de acción no acaben de compenetrar a un espectador que ve cientos de autos destruidos pero sin experimentar del todo la adrenalina. Los one-liners están, como corresponde, pero sin llegar a cumplir la cuota de humor que una película así necesita. El cowboy de Willis se merece un descanso. O al menos un replanteo profundo de si este es el McClane que se quiere.
El director Martín M. Oesterheld manifestó previo a la proyección que el tema de su película era el tiempo. Si bien es un factor en estos 55', creo que se trata más bien de una película sobre el espacio. Su mirada está puesta en las personas que transitan ambos predios, en aquellos que los habitan, y si bien ambos lugares representan huellas de la historia, es en su condición de espacios y en el modo de filmarlos en donde se revela su verdadera belleza. Entre los personajes que circulan estas zonas se destacan dos inmigrantes rusos, después de todo son los únicos que tienen voz, con los que la mirada cobra una dimensión completamente diferente. Con una atmósfera que no se quiebra, con imágenes muy seductoras de un tono casi lúgubre, se revela el mayor logro de Oesterheld a partir de esos dos sujetos: el filmar Villa Lugano como si se tratara de Europa del Este.
El azar quiso que José Luis García, y no su hermano como estaba previsto, viajara a Corea del Norte en julio de 1989, a un encuentro de delegaciones socialistas de todo el mundo. Im Su-kyong, una joven militante surcoreana, se presentó de incógnita y revolucionó ese evento, convirtiéndose rápidamente en un símbolo de pacifismo que pugnaba por la reunificación de Corea. Fascinado por aquella experiencia, García registró con una cámara Super VHS todos los acontecimientos que marcaron ese Festival Internacional, y veinte años más tarde recuperó aquel material, hoy un invaluable archivo, para seguir a la enigmática estudiante, de quien aún se habla con respeto pero a la que se le ha perdido el rastro. Si hay un aspecto que verdaderamente sorprende es el profesionalismo y la capacidad con que el director capturó cada imagen, como si dos décadas atrás supiera exactamente que iba a hacer La Chica del Sur. A esto debe sumarse el muy buen trabajo en materia de edición, con el que se convierte a la vida de la mujer y al improbable vínculo que forma con el realizador en un apasionante relato enmarcado en la historia reciente. El director no escapa a la política oriental y lleva su documental por ese terreno, ofreciendo un panorama sobre aquel aspecto en el que se pone de manifiesto el choque de culturas, algo que se profundiza desde la sola presentación de "la Flor de la Reunificación". En este punto se produce la impresión de que García pierde por momentos el rumbo, ocupándose tanto del fascinante seguimiento de la esquiva mujer mientras que aún busca indagar en el conflicto entre naciones. Si bien estas dos esferas están interrelacionadas y se percibe que el director quiere avanzar en ambos temas, algo que queda ejemplificado con la pregunta que formula en la esperada entrevista, es evidente que la primera aparta a la segunda con el correr del metraje a tal punto que se tiende a considerar la disputa entre países como una instancia superada. Más allá de esto se trata de un trabajo de aquellos en los que se rastrea el corazón del autor en cada fragmento, una producción comprometida y personal que sin dudas se perfila como una gran favorita dentro del Bafici.
Stand Up Guys es un ejemplo de como la industria, a la hora de pensar en protagónicos para adultos mayores, no sólo tiene pocas ideas, sino que de un tiempo a esta parte hay fundamentalmente una que se destaca. Aún con Christopher Walken, quien recientemente tuvo un rol de peso en Seven Psychopaths, y Alan Arkin, nominado al Oscar por su papel de reparto en la gran Argo, es posible sostener que se prioriza la autoparodia y la comicidad de la vejez. Las casualidades de la distribución llevan a que, en la misma fecha, se estrenen otras dos películas que ponen en evidencia esta situación: Parental Guidance, con los abuelos "copados" de Billy Crystal y Bette Midler, y The Last Stand, western que, si bien se ríe de la edad de Arnold Schwarzenegger, funciona sobre todo por no hacer del chiste una constante en clave The Expendables. Desde luego que esto no supone necesariamente un problema, pero cuando se tiene una dupla de intérpretes como los arriba mencionados junto a Al Pacino –que hace más de una década que no encabeza un film digno de su carrera- y la humorada no funciona, es imposible no llegar a la conclusión de que se ha desaprovechado un talento que raramente se vuelva a juntar. El actor Fisher Stevens es quien se pone detrás de cámaras para un trabajo que se sostiene fundamentalmente por su plana principal, un trío mayor que se dispone a dar vuelta la mesa y volver, por una última noche, a los viejos tiempos. Las posibilidades de estar frente a una buena comedia que, por la sola premisa, podría tener fuertes dosis de emoción, se diluyen a medida que esta avanza, con una notable carencia de ritmo. El director les da a sus personajes alcohol, drogas sin receta, Viagra, armas y un auto veloz con el objetivo de hacer que esa vuelta al pasado sea tan dinámica y excesiva como sea posible, no obstante si bien ellos se mueven y cumplen, es él quien nunca pasa de primera por miedo a quebrar el tempo geriátrico. Es Noah Haidle, desde su guión, quien termina de dictaminar la suerte de Stand Up Guys. Lo que debió haber sido una emotiva noche de despedida en clave humorística, hace agua por ambos costados. El impacto dramático del castigo que se impuso sobre Val y Doc es menor y no termina de convencer del todo, más allá de que la excelente banda sonora ayude en determinados momentos de inspiración. Sin embargo, es su faceta cómica la que recibe el golpe de un libreto cómodo que teme traspasar la barrera de lo banal, y necesita ofrecerle a sus protagonistas "aditivos juveniles" para evitar que entren en contacto con sus sentimientos y entreguen una comedia más profunda. Al autor parecería no importarle que Alan Arkin no hace tanto se haya hecho de un premio de la Academia como un abuelo cocainómano o que Christopher Walken aún pueda calzarse la cartuchera y entregar a un genial delincuente psicópata. En la consideración de lo que escribió, si se le da drogas y armas a un anciano, eso es gracioso. Para Haidle y Stevens, este no es un país para viejos.
El 2013 marcará el año en que el cine coreano tome Hollywood por asalto. Más allá de los resultados de taquilla que acaben obteniendo, tres reconocidos cineastas de Corea del Sur harán su desembarco hacia tierras más familiares. Chan-wook Park, director de la trilogía de la venganza, lo hará con Stoker, Joon-hoo Bong (The Host) llegará junto a Snowpiercer, y Jee-woon Kim viene de la mano de The Last Stand, western sorpresa de la temporada que marca además la vuelta de Arnold Schwarzenegger como gran protagonista. La misma supone un notable vehículo cargado de acción con el que el director plasma una vez más en pantalla las ideas y búsquedas dentro del género que ya había puesto en marcha con Joheun-nom, Nabbeun-nom, Isanghan-nom (El bueno, el malo y el raro) algunos años atrás. Su nueva película tiene el mérito de abrir otra variante -o de recuperarla, si vamos al caso- para las figuras de acción de los '80 hoy ya entradas en edad, como se espera que en unas semanas lo haga Bullet to the Head. Si las opciones en el cine actual para las estrellas del beefcake eran los refritos directo a DVD o el costado paródico-celebratorio de The Expendables, esta retoma a uno sus principales exponentes y lo pone al frente de una sólida propuesta que nada tiene que envidiarle a las de hace dos o tres décadas. Kim se toma su tiempo para empezar. Resigna el ritmo salvaje en favor del desarrollo argumental y el crecimiento de sus personajes. Dispone el cuento de dos ciudades en el que individuos con antecedentes y perspectivas totalmente diferentes tuercen sus líneas hasta confluir en el punto de no retorno, donde se celebra la sangre y la balacera sólo termina cuando uno se queda sin cartuchos. Si bien el coreano tiene el pulso como para bancarse sostener el armado de la estructura por más de una hora, es evidente que su construcción se estira más de la cuenta, haciéndose imposible no distinguir entre dos partes bien diferenciadas de una película en la que, sin dudas, se disfruta mucho más la segunda. El guión de Andrew Knauer y Jeffrey Nachmanoff (The Day After Tomorrow) tiene el buen tino de lograr que los vicios del género no ser perciban como algo negativo y que la solemnidad del sheriff no se sienta. El director, por otro lado, tiene el decoro de evitar que la mención a la edad de Schwarzenegger se haga una constante y, si bien hay humor en el hecho de que tenga 65 años, sortea con gracia los mandatos de la lógica al poner en marcha grandes secuencias de acción que no requieren de juventud para resultar creíbles. Kim utiliza todos los clichés posibles, sus personajes de manual –el latino holgazán, el narco mexicano, el problemático de buen corazón, el comic relief de Johnny Knoxville en paralelo al raro de Kang-ho Song- son el ejemplo perfecto. Sin embargo nada de esto afecta a The Last Stand. Grandes westerns se han hecho a base de lugares comunes.
Uno de los principales atractivos de Drei (Tres) es sin duda la presencia de Tom Tykwer en la silla de director. El realizador venía dulce tras dos trabajos muy logrados, Perfume: The Story of a Murderer, adaptación de la novela de Patrick Süskind que el propio Stanley Kubrick había catalogado de infilmable, y luego la impactante The International, gran película que pasó algo desapercibida a pesar de estar protagonizada por Clive Owen y Naomi Watts. La premisa es sin duda interesante, mas quedaba saber si con sus antecedentes era capaz de llevar adelante una comedia dramática fresca y moderna sobre un tema prácticamente no abordado. Drei tiene dos comienzos. Primero una suerte de estilo Up, una vida resumida en poco y nada pero aún así permitiendo una comprensión total, las palabras de Simon explican lo vivido y lo que queda por vivir. Luego una seductora coreografía que redunda en la sinopsis. Un hombre y una mujer danzan separados, pegados, en un vaivén romántico que se resuelve con la entrada de un tercero en discordia que se queda un poco con ella y otro poco con él. Sobreexplicativa, seguro, pero se trata de algo tan estéticamente bello que invita a acomodarse y disfrutar de la pieza. Tykwer a partir de aquello desplegará todo tipo de recursos, sean trucos de cámara o cambios al blanco y negro, y finalmente se valdrá de la pantalla como de un fresco, dividiéndola en múltiples recuadros que le darán un importante ritmo. Explícito pero sin perder una pizca de esteticismo, como corresponde para un film así, Tykwer no tiene tapujos a la hora de mostrar a su trío protagónico/sexual en situaciones íntimas de alto voltaje. Similar al Plan B del argentino Marco Berger, el gran logro del director es el de permitir que su película se desarrolle con una naturalidad que sorprende.