Desde su presentación en el 2006, la aclamada obra teatral de Yasmina Reza, Le Dieu Du Carnage, ha tenido múltiples adaptaciones a lo largo del mundo, desde Londres y Broadway hasta España y Argentina, pasando en medio por países como Rumania o Puerto Rico. Con su paso al cine se puede decir que esta exitosa comedia corre sus primeros riesgos, aquellos que cualquier transposición acarrea. Roman Polanski lleva así a la gran pantalla un film respetuoso del original, pero sin causar el impacto que uno podría esperar. Dos matrimonios buscan un enfoque civilizado para abordar un problema desatado entre sus hijos. Con prácticamente toda la acción transcurriendo en la misma casa, esta rápidamente se muestra como lo que es, una prisión de barrotes invisibles en el que las más bajas pasiones se intensifican y los conflictos se hacen carne. Una característica fundamental que tendrá esta versión será su evidente artificialidad, aspecto seguramente realzado desde el lado de las actuaciones. Con una escalada de desvaríos y argumentos irracionales endilgados mutuamente, este estudio de la condición humana expone un acelerado, y por tanto poco creíble, cambio de actitudes disfrazado de un progresivo descenso hacia el barro. Con una enorme economía de recursos, que no solo se limita a la cantidad de personajes, el peso entero de la obra recae sobre las interpretaciones. Más allá de que no tuve la oportunidad de presenciarla en el teatro, se siente que mucha de la frescura y espontaneidad que los actores deben aportar a sus papeles se pierde. Así es que, como si se tratase de mecanismos de relojería, sus conflictos se dispararán a intervalos determinados, por ejemplo accionados en más de una oportunidad por un agente externo al teléfono. La dirección de Polanski favorece a esta adaptación, manejando los ritmos del desarrollo y logrando que tanto Kate Winslet como Jodie Foster exploten su potencial con escenas muy intensas, por oposición a un Christoph Waltz y a un John C. Reilly incapaces de alejarse de lo caricaturesco. Sin causar el efecto esperado y con una dinámica teatral, el realizador expone al monstruo que todos llevamos dentro y, de un mismo zarpazo, embiste contra la hipocresía del mundo en general.
Disney y el Planeta rojo no se llevan bien, ya se lo había comprobado hace casi un año con el estreno de Mars needs moms, aquel fracaso de dimensiones épicas que supuso cuantiosas pérdidas para el estudio. No es que John Carter corra de forma obligada su misma suerte, pero no es difícil tomar consciencia de que hay preocupación en torno a sus resultados en la taquilla. Al ser un lanzamiento mundial en simultáneo, su presentación llega despojada de cifras previas que anticipen su fortuna, no obstante la gran campaña de difusión montada a su alrededor dice más de lo que a la compañía le gustaría admitir. Que la película "está condenada", que necesita recaudar 400 millones de dólares solo para quedar a mano, que será la Waterworld de la década, mucho se ha volcado en torno a esta super-producción, menos por lo que respecta a sus méritos que al morbo masivo por ver a los gigantes tropezar. "¿Tu eres John Carter de la Tierra?". Basada en la primera de las novelas de Edgar Rice Burroughs dentro de la serie marciana, la historia cuenta la llegada del personaje del título a Marte, en donde se convierte en la única posibilidad de salvación de sus habitantes gracias a su fuerza sobrehumana y su capacidad de saltar grandes distancias. Dos notorias falencias se imponen por sobre cualquier aspecto destacable del proyecto y lo ponen de rodillas. La primera corresponde a un Taylor Kitsch todavía algo verde como para hacerse cargo de semejante rol protagónico, algo que se ve irremediablemente vinculado al segundo problema, el del guión. Cuesta entender como del trabajo conjunto entre el director ganador de dos Oscar Andrew Stanton, guionista de Toy Story y su secuela, y Michael Chabon, acreedor de un Premio Pulitzer, pueda resultar un producto tan limitado. Un eterno retorno sobre los mismos temas, una tendencia a la sobreexplicación y, por encima de todo, diálogos completamente mecanizados, la trillada frase que da comienzo al párrafo es solo un ejemplo, se combinan para ofrecer un somnífero fruto difícil de digerir. Por supuesto que es necesario resaltar el espectáculo visual que el film propone, en un adecuado uso de los exagerados 250 millones a disposición. En los saltos de su protagonista o en sus numerosos combates se da cuenta de una importante labor en materia de efectos, con secuencias que, de tan logradas, parecen naturales. Por otro lado el gran elenco de secundarios, muchos de ellos enmascarados con el digital aunque realzando a un Mark Strong cuya enigmática figura se vuelve una presencia cada vez más grande en el cine, es un elemento que sin duda favorece a una película que combina ciencia ficción, western y comedia, no siempre de la mejor forma. El cuidado con que se transpone la obra original, con especial atención en la creación de otro mundo, a los personajes y sus detalles, vuelve evidente la influencia que la obra del escritor tuvo en el futuro del género, desde muchos superhéroes hasta la saga Star Wars creada por George Lucas. La pobreza de su guión puede llevar a pensar lo contrario, pero lo cierto es que las aventuras del héroe espacial han sido fundamentales para el desarrollo de figuras hoy ampliamente reconocidas. Los logros de esta demorada adaptación contrastan duramente con el sabor agridulce de su resultado. Mejor suerte con La Luna…
"Yo solía producir películas, en los ’80… con algo de acción y sensualidad. Un crítico las calificó como 'europeas'. Yo creía que eran una mierda". (Bernie Rose, Drive, 2011) La filmografía de Nicolas Winding Refn abre y cierra con una cabeza hecha pedazos. Parábola del cine violento, uno es Tonny de Pusher, golpeado con una fuerza tal que es enviado directamente ocho años adelante, hasta Pusher II. El otro un mafioso con intenciones asesinas, en un ascensor que Drive irreversiblemente convierte en féretro, en lo que marca una de las mejores escenas del 2011 y de lo que va del corriente año. Esa naturaleza rabiosa que el danés maneja tan bien en sus protagonistas, aflora en una secuencia con reminiscencias de Bronson (la violencia como una obra puramente estética) emergiendo otra de aquellas bestias que solo el director o un fuerte amor parecen mantener encadenadas. Un conductor anónimo y taciturno con un dejo de melancolía, que solo abre su boca cuando hay algo importante que decir (no llega al extremo del guerrero mudo de Valhalla Rising pero está en esa misma carretera), marca el camino de este thriller embriagador, heredero de clásicos como The Driver de Walter Hill o el Bullitt del gigante Steve McQueen. Un tour de force cinematográfico que sigue las claras líneas estéticas que Winding Refn viene señalando desde mediados de los '90 en lo que a fotografía, sonido y música respecta. En este último punto es necesario destacar la labor de Cliff Martinez (ex baterista de los Red Hot Chili Peppers) y su banda sonora retro de pop eléctrico, que no acompaña las escenas sino que se apodera de ellas, alcanzando el punto de lo sublime en más de una oportunidad. El realizador, quien ha tomado parte siempre en la escritura de sus guiones, da un paso al costado para que el iraní Hossein Amini (Killshot) tome las riendas de la que será, junto a Bronson, una de sus mejores películas hasta la fecha. Un sólido relato que combina el mundo de los autos con un esquema piramidal cuya cúspide es la mafia, y a un doble de riesgo que los atraviesa y destruye a máxima velocidad. Con esta historia, a la que le cuesta un poco de trabajo mantener el suspenso en torno a quiénes están detrás de todo, el director se dedica a trabajar su pantalla como si se tratara de un lienzo experimental. La mezcla de estilos y géneros, tocando el film noir, el cine clase B y el romance, resulta en una pieza única de innegable calidad. Winding Refn se toma revancha de aquel frustrado salto hacia Hollywood con Fear X en el 2003, con una apuesta más seria y con menos librado al azar, asegurando antes que nada un elenco inmejorable. Se destacan así Ryan Gosling y Carey Mulligan, con dos papeles que confirman que están atravesando el mejor momento de sus carreras, al igual que un lastimero Bryan Cranston y un Albert Brooks que regresa al foco con un villano que no teme ensuciarse las manos. Drive corona una carrera caracterizada por personajes que, sean anónimos o ampliamente reconocidos, son capaces de una enorme potencia cinematográfica. Sujetos que aceptan su destino, abrazan su naturaleza y se ven arrastrados hacia una espiral de violencia que no llegan a controlar, pero en la que dejarán la vida para proteger a los suyos.
El salto de la televisión al cine no es para todos el siguiente paso lógico. Si bien son muchos quienes nunca ven esa oportunidad concretarse, hay otros tantos cuyas carreras, más allá de incluir papeles en la gran pantalla, se ven frustradas por la falta de éxito. Será recordado así el caso de David Caruso, hoy un rostro reconocido en el mundo de las series, a las que tuvo que volver tras un trunco pasar por los cines de mediados de los '90. Entre las mujeres hay que prestar particular atención al caso de Katherine Heigl, quien parece seguir los dudosos pasos de Jennifer Aniston. Desde el final de Friends hasta la actualidad, la segunda ha tenido su importante cuota de títulos menores, sin lograr traducir el carisma de la pantalla chica en resultados para la grande. Heigl, quien se ha visto encasillada con mucha celeridad, viene siguiendo el mismo derrotero al menos desde hace tres años, llegando al extremo de repetirlo con One for the Money, un producto que recuerda fácilmente a The Bounty Hunter. Basada en la novela homónima de 1994, dentro de la franquicia que ya lleva 18 títulos, la historia sigue a Stephanie Plum, una joven desocupada que, para hacer algo de dinero, se mete en el negocio de los cazarrecompensas. Este giro de timón en la vida de la protagonista abre el camino a una serie de chistes simplistas cuyo único recurso es, básicamente, encontrarla armada y fabulosa ante peligros que están muy por encima de sus capacidades. En ese costado policial, obvio misterio que se adivina sin esfuerzo, recae lo más logrado de la película. Es que más allá de lo evidente de la resolución, cuando el caso se pone pesado, los cuerpos realmente empiezan a apilarse. El verosímil falla cuando una vendedora de ropa inexperta supera con creces el trabajo de la Policía o de otros cazadores, pero no en el hecho de que unos delincuentes harán lo posible para seguir fuera de la cárcel, aún cuando en el marco de una comedia ligera tengan que dejar una decena de cadáveres. Al humor simple y a los fallos de la trama, debe sumarse el trazo grueso con que Julie Anne Robinson delinea a sus personajes centrales, cargados con el estereotipo de italoamericanos en Nueva Jersey. La simpatía y frescura que Heigl aporta a la pantalla, lo ha hecho antes y después de ese pilar fundamental que le supuso Grey's Anatomy, no alcanzan por sí solas para sostener una película de 90 minutos. A esta altura ya debería saberlo.
En Centro, el realizador Sebastián Martínez (París Marsella) retoma el género documental, no para seguir los pasos de alguien, como hiciera con Cortázar y su mujer Carol Dunlop, sino la vida de un lugar, o de varios. Precisamente se concentra en las calles Lavalle y Florida, uno de los emblemas más importantes del centro de Buenos Aires. Sus negocios, su gente, todo eso se refleja en pantalla durante estos 90 minutos. Se trata de una película nostálgica. Hay mucha participación de gente mayor, recordando tiempos pasados que, por supuesto, para estas calles fueron mejores. Los ejemplos pasan desde la tienda Harrod's, rememorada a través de fotos en sus épocas de gloria, pasando luego a un presente testigo de su estado derruido, hasta una clásica barbería por la que en su momento pasaron grandes del espectáculo pero que hoy solo vive de recuerdos. El costado de crítica social también tiene su espacio, negar a los niños que día a día revisan la basura es esconder aquella realidad contrastante de ese cruce, en el que el hambre de los más pobres convive con los momentos más felices, como el de la pareja grande y humilde que se casa en el Registro Civil. Ocupa un lugar muy importante el cine en esta sinfonía. Los únicos datos que permiten situarnos temporalmente, en un principio, son los afiches de las películas. Si los primeros minutos hacen pensar que se trata de "un día en el centro de Buenos Aires", son los pósters de diversos meses los que evidencian que no es así. Para cerrar, hay un último punto a destacar de esta recomendable película y es una crítica al cine comercial y al estado actual de nuestra industria. Dos señores recuerdan viejos tiempos de Lavalle a partir de la cantidad de cines que había. Nombrando uno atrás de otro llegan a veinte, solo en una calle, y se lamentan al pensar que hoy hay tan solo 17 salas repartidas en solo dos complejos. Como si fuese en nombre de Sebastián Martínez y de todos los que participan de festivales como el Bafici o de circuitos de distribución alternativos, uno de ellos dice: "los americanos tendrían que haber enseñado algo más que vender pochoclo". Nosotros pensamos lo mismo.
Las intrincadas tramas de espionaje internacional, propias de grandes autores de novelas de suspenso como Frederich Forsyth o John le Carré, hoy se ven alejadas de las pantallas. Cada tanto las del primero encuentran su camino en malogradas películas para televisión, mientras que las del segundo, si bien continúan llegando, lo hacen en períodos cada vez más espaciados. La industria ha elegido a un solo tipo de espía como carismático protagonista, relegando a los anónimos especializados en la inteligencia y contra-inteligencia hacia un rincón oscuro, lúgubre y frío, como la guerra. Un director acostumbrado al clima gélido, como Tomas Alfredson, es quien recupera la atrapante historia de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, conduciendo con gran pulso un film de agentes como los que ya no se hacen, de aquellos en los que los disparos se cuentan con los dedos de una mano. El sueco, realizador de la muy recomendable Låt den rätte komma in (la película de amor vampiro por excelencia), maneja con notable cuidado los hilos planteados por le Carré, controlando el tiempo narrativo y sin apresurar resultados. Con un ritmo pausado, ya lo había hecho en su anterior película, ahonda en una compleja red de engaños en la que, como bien sabe todo amante de la intriga, nada es lo que parece. Es que los guionistas Bridget O'Connor y Peter Straughan (The Debt) se resguardan de mantener el preciado equilibrio al que debería aspirar cualquier adaptación literaria: un fiel respeto al original sin abrumar al espectador con las consecuencias del obligado recorte. Así es que se manifiesta la capacidad narrativa de Alfredson, tensando el misterio por unos prolongados 127 minutos que resultan en su mayoría llevaderos, gracias al flujo constante de información. Un Gary Oldman en muy buena forma lidera un ensamble de destacables actores. Desde los jóvenes ascendentes Benedict Cumberbatch y Tom Hardy, cuya historia de los Scalphunters (literalmente Cazadores de Cueros Cabelludos) necesitaría una película aparte, hasta los integrantes del dudoso Servicio de Inteligencia, con quienes el protagonista juega al de tin marín de do pingüe, todas las interpretaciones están a la altura de las expectativas. A la ambientación de época, logrado retrato de la Guerra Fría de notable fotografía, debe sumarse una soberbia banda sonora del español Alberto Iglesias, que alcanza su punto más alto con una improbable, y sin embargo perfecta, versión de La Mer por Julio Iglesias. El cierre, coherente con toda la producción, en principio deja un sabor a poco que pronto se muestra como la conclusión ideal. La toma de posta, las miradas cómplices, el mandato asumido, pero el enemigo aún en la vereda de enfrente. Una victoria anotada, otro día más en la oficina.
"Tan solo otra terriblemente aburrida dramatización del colapso de las Torres Gemelas". Con cierto profesionalismo, un espectador norteamericano poco feliz con el resultado de Extremely Loud and Incredibly Close modificó un póster de la película para que se leyera la frase que inaugura esta crítica, en vez del título de la misma. Su comportamiento puede ser tildado de vandalismo, es no obstante una toma de postura válida a la que se le da la bienvenida: en Estados Unidos están superando los atentados del 11/9. Debió pasar una década entonces para que una producción como la de Stephen Daldry sea considerada como lo que es, un film falto de ritmo y emoción, cargado de golpes bajos con los que una y otra vez se busca retorcer una herida. El realizador británico de Billy Elliot repite los pasos que hiciera en el 2008 con The Reader, es decir un producto lacrimógeno, sencillo y con un elenco de figuras, opción ideal a la hora de los premios de la Academia. Cuando en repetidas ocasiones la película parece encauzar su ruta y dirigirse hacia un mejor puerto, especialmente desde la primera aparición del enorme Max von Sydow, hay un empolvado as bajo la manga que recuerda el espíritu de solemne in memoriam al que apunta. Así pondrá en boca de un niño de once años el recuerdo del temor al transporte público y a los paquetes olvidados, igual que las dudas por el significado de los atentados. Del mismo modo lo hará desenterrar las fotos de aquellos que saltaron hacia el vacío, en lo que supone el intento más bajo de rasgar la cuerda sensible. Son el veterano actor sueco y el debutante Thomas Horn quienes brindan las mejores interpretaciones, aportando lo mejor de lo suyo a cada papel, a diferencia de un Tom Hanks y una Sandra Bullock que solo cumplen. De la relación entre el anciano y el chico, cuya naturaleza se adivina bastante antes de lo previsto, y del encuentro con los diferentes Black, incluso aquellos forzados como con Viola Davis y Jeffrey Wright, nacen los puntos más destacados de la producción, más allá de que cada contacto derive en un monólogo sentimentaloide del niño. El 29 de septiembre del 2001, en la apertura de temporada de Saturday Night Live, Lorne Michaels preguntó al por entonces intendente de Nueva York, Rudy Giuliani, si se podía volver a reír. La frase y la respuesta de ambos pasaron a la historia: diez años antes y por televisión, un político en la mira de todo el mundo dio el "OK" para que el humor volviera, tan solo 18 días después de la tragedia. Para otros, como Daldry, su guionista Eric Roth y el novelista Jonathan Safran Foer (autor de Everything is illuminated), una década todavía no es suficiente.
El found footage (metraje encontrado) ha hallado en los últimos años la forma de volverse norma en lo que a cine de terror respecta. Si bien hay incursiones en comedia y acción, sin ir más lejos próximamente se estrenará Project X y hoy lo hace Chronicle, es ese género el que lo ha visto crecer, impulsado básicamente por producciones carentes de ideas, que ofrecen cuantiosas ganancias gracias a sus bajos presupuestos. En ese sentido The Devil Inside tiene, como la tuvo algunos meses atrás Apollo 18, una premisa que puede considerarse llamativa, la cual pronto se disipa ante la pobreza de su realización. Esta nueva colaboración entre el director William Brent Bell y su guionista Matthew Peterman puede ser considerada como el exponente más perezoso en el marco de los falsos documentales y el material recuperado. A la falta de originalidad y ausencia total de ritmo, hay que sumarle la desidia con que se maneja su final, algo similar a la ya mencionada Paranormal Activity de la Luna, así como la elección de actores. Desde The Blair Witch Project en adelante, una de las fórmulas para generar realismo ha sido la utilización de intérpretes con una experiencia mínima o directamente debutantes. No puede decirse lo mismo de una película cuyos protagonistas, si bien poco familiares, tienen una carrera a cuestas fácilmente rastreable. Más allá de las filmaciones con un público que se sobresalta en cada escena, The Devil Inside hace gala de una notable falta de recursos, siendo lo más rescatable el video y la posterior visita a Rosa, una joven poseída. Es necesario resaltar que el logro recae en la famosa contorsionista que toma parte en aquellas escenas, que ya se han visto una y otra vez en The Exorcism of Emily Rose o The Last Exorcism, películas que le han marcado el rumbo a esta. Nadie puede esperar que se supere al clásico de William Friedkin, lo cual no implica que se tenga que llenar las pantallas con productos inferiores cuyo único efecto es el tronido de huesos durante la expulsión de los demonios. Considerando que al momento de su lanzamiento en los Estados Unidos, este film de ínfimo presupuesto fue un éxito de taquilla, es de esperar que Paramount ya tenga secuelas en mente. Lo más lamentable es que su distribuidora, al menos en lo que a Argentina respecta, haya elegido estrenar esta película pero no a Young Adult.
Inquietante en su manera elíptica de informar, con una fotografía en blanco y negro determinante, esta ópera prima registra “el otro lado” del cierre de una fábrica: la crisis en su compleja familia de propietarios. La película ganadora de la Selección Oficial Argentina de este 13º BAFICI fue La Carrera del Animal, ópera prima de Nicolás Grosso (asistente de dirección en la gran Excursiones). Gira en torno a dos hermanos que, a pedido de un padre ausente, deben hacerse cargo de la fábrica familiar, a pesar de las presiones de los trabajadores para lograr una conducción obrera. Tiene una importante dosis de misterio, el cual se mantiene hasta el final (digamos que incluso lo excede), construyendo una historia de suspenso que plantea incertidumbre en todos los aspectos. Desde la época en la que está ambientada (ciertos indicios de computadoras, patentes y autos la sitúan en la segunda mitad de los ‘90), hasta el trabajo del protagonista Valentín, pasando por las intenciones de los empleados, todo entra en el ámbito de lo incierto. La presentación de personajes extraños y sombríos, que hablan en forma críptica, eventualmente deja de parecer interesante, en especial cuando comienza a ser evidente que no se llegará a ningún puerto. La lista de interrogantes acaba por ser enorme, como si los 73 minutos no hubieran sido suficientes como para hacer un acercamiento menos superficial, algo grave teniendo en cuenta lo atrapante que resulta el planteo. Este tipo de problema no es aislado, suele suceder que hay un cuidado importante de las formas a costa de la propia historia, algo que a esta altura del partido no se entiende. Queda gusto a poco tras ver la película, especialmente si se lo hace sabiendo que fue la ganadora de la competencia, lo que confirma que este año la Selección Oficial Argentina no se caracterizó por tener grandes propuestas.
Desde su presentación en el Festival de Cannes, en mayo del año pasado, The Artist ha sido objeto de mucha atención, algo que se acrecentó en las últimas semanas con las entregas de los Golden Globes y los BAFTA, además de las múltiples nominaciones que recibió para los Oscar, convirtiéndose así en la gran favorita. El nombre de Harvey Weinstein, su distribuidor norteamericano, y su enorme poder de lobby también han recibido su cuota de interés en el asunto, algo que equipara al film francés con el absoluto ganador del año pasado, The King’s Speech, un producto correcto pero menor, cuyos enormes elogios fueron en buena parte injustificados. Hay que partir de la base de que la nueva película de Michel Hazanavicius es merecedora de la aprobación de la crítica y el público. Se trata de un bello homenaje al cine mudo de fines de los años '20, fiel al estilo de aquellas realizaciones en blanco y negro, con una musicalización para el recuerdo (gran trabajo de Ludovic Bource). Hoy en día se trata de un proyecto arriesgado y, por paradójico que parezca, se percibe como una brisa de aire fresco, una verdadera novedad. Si funciona es porque hay un conocimiento de los códigos que permite explotar de la mejor forma los recursos disponibles, logrando así una de esas películas que aspiran a ser como las de Charles Chaplin, aquellas que hacen reír y llorar por igual. Aquí debe considerarse la notable labor de Jean Dujardin, un actor versátil que despliega su talento, incluso para el baile, en un papel que rebosa de expresividad sin recurrir a una sola palabra. Si bien él es el protagonista, cabe destacar que todos los personajes están muy bien interpretados (una lástima que un Malcolm McDowell solo reciba diez segundos), logrando así que el film fluya, recurriendo pocas veces al uso de intertítulos. Si, The Artist es una realización digna que queda grande para compararla con The King’s Speech, aunque querer convertirla en la película del año sea ciertamente exagerado. Una vez que se haga a un lado la estética o la música, es decir, el sentido de homenaje al cine, se encontrará un film con una historia conservadora, que deja los riesgos para el estilo y juega muy a lo seguro en lo que se cuenta: una sencilla y optimista parábola sobre el éxito en la industria contada a la perfección, casi como se lo hubiera hecho hace 80 años.