Si hay algo digno de destacar en la última película de Eduardo Pinto —Palermo Hollywood (2003), Dora, la Jugadora (filmada en solo cuatro días y por la que Corina Romero obtuvo el Premio a Mejor Actriz en el Festival de Mar del Plata del 2007), Caño Dorado (Premio Feisal al Mejor Director) y Corralón (2017) — es el manejo y el sutil cruce de géneros que está presente en todo el film. Una amalgama que realiza de una manera tan fluida que pasamos de una introductoria road movie con todas las de la ley, a una narración de neto corte fantástico al estilo Shyamalan —el animal que atropellan en la ruta no parece ser un animal común y corriente, sino más bien un mal presagio, como todas los simbolismos a los que es adicto el director indio— , para de ahí anclarnos en el relato gótico, con una casona deshabitada en medio de la nada como escenario —con lo que implica ese peligro atávico que surge cuando cae la noche— hasta el coqueteo con el terror, con el thriller y con un clímax poderoso y salvaje que se hace evidente a medida que crece la tensión dramática: el abuso sexual y psicológico que sufren las tres protagonistas de la historia. Como si fuese una travesía en donde vamos abriendo portales —tal como el director deslizó en una conferencia de prensa—, la trama se estratifica en subtramas que van in crescendo hasta desembocar en otro tiempo; el de la pampa salvaje, el de la civilización o barbarie de Sarmiento, el de la crueldad del cuento “El Matadero” de Esteban Echeverría e incluso hacia “La Intrusa”, en donde vemos ciertas reminiscencias literarias con el cuento de Borges. Pero así como hay una dura descripción a la pampa salvaje, a los malones y a la mujer como una prenda a disputar, también hay un gran homenaje al cine de Leonardo Favio —Nazareno Cruz y el Lobo (1975), Juan Moreira (1973)—, al de Lars Von Trier —Melancolía (2011), El Anticristo (2009) — y hasta al de John Carpenter —La Niebla (1980), La Cosa (1982). Todas lecturas cinéfilas que trató de plasmar a través de ciertos recursos propios de estos grandes directores, directores que, dicho sea de paso, Pinto se ha declarado ferviente admirador. Todas estas influencias no hacen más que enriquecer una historia que comienza en una fiesta electrónica —ámbito muy alejado de lo que sucederá luego en la historia— en donde vemos a Mara (Sofía Castiglione), Tini (Paloma Contreras) y Luz (Analía Couceyro) integrantes de un triángulo amistoso que decide pasar un fin de semana en las afueras de la ciudad; más precisamente en una estancia llamada La Sabiduría. Allí van las tres amigas, conversando entre sí con una frescura y libertad tal que pareciera que estamos ante una toma totalmente improvisada. Pinto se encargó de decir que las actrices seguían un guión previamente escrito por Diego Fleisher, María Eugenia Marazzi y el suyo propio, lo que demuestra que tanto Sofía Gala, Paloma Contreras y Ana María Couceyro poseen una increíble solvencia actoral que escapa al acartonamiento tan común en algunas producciones nacionales. A poco de llegar a la estancia, encuentran en un viejo baúl vestidos propios de la época del Romanticismo, el de la nostalgia, la imaginación y la emoción que tan bien supo retratar Esteban Echeverría en los cuentos “Elvira” o “La Novia del Plata”; vaporosos vestidos de otro tiempo en un contexto de naturaleza salvaje y virgen. Así vestidas, aceptan la invitación del capataz de la estancia a comer un asado. Una vez llegadas y rodeadas de una cohorte de seres estrafalarios y amenazantes, son llevadas por el efecto del alcohol —o alguna droga que recuerda las iniciaciones de los chamanes como sucede en la película Estados Alterados (1980) de Ken Russell— a una suerte de pesadilla onírica. Cuando a la mañana siguiente despiertan en la estancia, una de ellas (Tini) ha desaparecido. A partir de aquí, la historia se centra en su búsqueda desesperada. Y es a partir de aquí que los géneros narrativos se entremezclan. El suspense, el thriller y el fantástico se dan la mano, pero también lo hacen la denuncia social, el abuso, la humillación por parte de la policía a la que acude la víctima —otra especie de abuso—, al maltrato del poderoso sobre el más débil —los hermanos— y hasta una terrible escena de violación —protagonizada por Luz y Faustino (Diego Cremonesi) que corta la respiración por su realismo y crudeza. La película de Pinto es en cierta manera un alegato en contra de las vejaciones que sufrieron los pueblos originarios en la sangrienta Campaña del Desierto —de ahí ese viaje, propio del cine fantástico, hacia el pasado— pero que aquí se centra en un grupo de mujeres que sufren la vejación y el desprecio no solo de los peones del campo y del propio dueño (un soberbio Daniel Fanego como el terrateniente de la estancia) sino de la propia ley a cargo de la policía del pueblo, que lejos de ayudarlas, las someten aún más. La Sabiduría es una excelente película de género —algo bastante inusual en nuestro cine, y eso de por sí ya es un gran acierto— que no queda solo en el recurso facilista del gore, el slasher o el jump scare —recursos utilizados en este tipo de films—, sino que es mucho más inteligente, ya que toma parte de la Historia de nuestro país —la salvaje, la voraz, la indomable— y las conjuga de manera audaz y original. Si a eso le sumamos unas grandes interpretaciones de todos los que protagonizaron el film —hay apariciones secundarias de Leonor Manso, Juan Palomino y Luis Ziembrowski— y una fotografía excelente del mismo Pinto, estamos ante una de las mejores propuestas del cine nacional de año 2019.
Sin ningún lugar a dudas, Contra lo Imposible (2019) es una de las mejores películas del año. Y más allá de la temática en sí —épica y vertiginosa, por lo menos en lo que atañe al mundo del automovilismo— es el cómo está narrada, referenciando a la premisa básica —muchas veces despreciada en busca de experimentos vanguardistas en donde se da más importancia al contenido que a la forma— que asevera que no es tan importante el qué se cuenta sino el cómo. - Publicidad - En la última película de James Mangold, ambas cosas son importantes. El contenido: la rivalidad que existió en la década del ´60 entre Ford y Ferrari por alcanzar la gloria —en el caso de Ferrari, la supremacía; en el caso de Ford, el arrebato de esa supremacía— en una de las competencias más icónicas y extenuantes del automovilismo: las 24 horas de Le Mans, circuito francés que, hasta el día de hoy, es un verdadero desafío para la integridad física y emocional de los pilotos que allí participan. Por el otro, la forma: lo maravilloso de deleitarnos con una buena historia, sin confusos saltos temporales, sin abusivas metáforas para entendidos, sin recursos estilísticos para cinéfilos de academia, simplemente el disfrutar de dos enormes actores que brindan, a través de sus personajes, una empatía que comienza desde el minuto cero de la película. El contenido y la forma plegadas sobre sí mismas como un cinta de Moebius en un verdadero estado de gracia. Claro que para que eso ocurra tiene que haber por detrás un excelso director de actores. Y Mangold lo es. Un realizador que tuvo entre sus filas a nada menos que Robert De Niro, Harvey Keitel y Ray Liotta en Cop Land (1997); a Winona Ryder y Angelina Jolie, esta última ganó el Oscar por esta interpretación, en Inocencia Interrumpida (1999); a Joaquín Phoenix y Reese Whitespoorne en Walk the Line (2005); a Russell Crowne y Christian Bale en 3:10 to Yuma (2007), entre otros. En su última película vuelve a convocar a Christian Bale, esta vez para el papel de Ken Miles, mítico piloto que compitió en el circuito de Le Mans de 1963, y a Matt Damon como Carroll Shelby, el constructor que diseñó el prototipo para semejante hazaña. Ambos, en un duelo actoral que recuerda a otro duelo de la misma envergadura que tuvimos este año —Leonardo di Caprio y Brad Pitt en Érase una Vez en Hollywood de Quentin Tarantino— nos sumerge en una historia de desafíos, de bajezas, de envidias y mezquindades que no vienen precisamente de los dueños de las grandes corporaciones —Henry Ford II y Enzo Ferrari— sino que se entreteje en la mismas entrañas, entre los mismos ejecutivos de la Ford Motor Company; los mismos que solo conocen el vértigo de las ganancias y no el vértigo que se corre en las pistas de carrera. La historia es una de las tantas del Hollywood clásico, el de la vieja escuela: el desafío de vencer a un contrincante muy superior a través del esfuerzo, la imaginación y la fuerza de voluntad, claro que en este caso, hay unos cuantos millones de dólares dando vueltas para que eso pueda hacerse realidad. En la década del ´60 existían dos corporaciones muy funcionales dentro de su propio nicho: Ferrari producía pocos autos y se dedicaba a romper récords en cuánta competencia automovilística se presentara. Le Mans era una de ellas y las venía ganando desde 1960. Ford, producía millones de autos para una clase media norteamericana que amaba esos vehículos kilométricos con diseños cada vez más elegantes, pero incapaz de aventajar a cualquier otra marca en cuanto a velocidad, y en ellas entraban no solo Ferrari, sino Jaguar, Porsche y McLaren, un ejército de torpedos con ruedas capaces de incendiar las pistas más difíciles. Por eso, cuando Henry Ford II (una excelente actuación de Tracy Letts) decide, luego de que fracasara un intento de aliarse con Ferrari, poner un pie en ese mundo tan competitivo, no tiene mejor idea que asociarse con unos de los mejores constructores de automóviles del momento: Carroll Shelby (Matt Damon), quién había ganado una competencia en Le Mans y conocía muy bien a qué se enfrentaba. Pero para semejante proeza necesitaba no solo diseñar un buen auto —el futuro GT40— sino tener un buen piloto. Ese piloto no podía ser otro que Ken Miles (Christian Bale), viejo conocido de Shelby, pero algo impredecible y bastante violento cuando se trataba de seguir ciertas reglas que contradecían las propias. La unión parecía imposible, pero lo imposible —ganar las 24 horas de Le Mans con un Ford— lo parecía más. Es así que entablan una sólida pareja en donde la pasión por el diseño y la velocidad los vuelve entrañables amigos. Con la venia de Henry Ford II comienzan esta odisea de superación. Claro que para que haya épica tiene que haber un antagonista. Y en este caso, no viene del enemigo a vencer sino de las mismas filas del bando amigo. Leo Beebe (Josh Lucas), ejecutivo de Ford es el que pone palos en la rueda —nunca tan bien utilizado el término— para que Ken Miles no sea el piloto. Una cuestión personal que hace zozobrar en más de una ocasión los planes de Shelby. Pero el constructor protege a su piloto estrella contra viento y marea. La escena en que lleva a dar una vuelta a Henry Ford II a 200 km por hora para demostrarle que no cualquiera puede manejar un auto que él mismo financió es antológica y muestra a las claras hasta dónde es capaz de llegar. Y si Beebe no se dará por vencido, Shelby tampoco. Hasta la última vuelta del Le Mans ´66 estarán enfrentados en un duelo sin precedentes por defender cada uno sus puntos de vista. La grandeza del último film de Mangold es hacernos partícipes entusiastas de una carrera de autos aunque no seamos afín a este tipo de competencia deportiva. Y si bien toda la película retrata con sumo detenimiento la psicología de cada personaje —eso la vuelve más profunda y emotiva— las escenas de las carreras es sumamente adrenalínica; con montajes y tomas increíbles al mejor estilo Frankenheimer —director de Grand Prix (1966)— y una banda de sonido de Marco Beltrami y Buck Sanders que se complementa de manera magistral con el rugido de los motores. Mención especial para la increíble y exhaustiva recreación de lo que fue el año 1966, no solo en los talleres y fábricas sino en las ciudades y los ínfimos detalles que aparecen en todo el metraje. Contra lo imposible —en el original Le Mans ´66, Ford Vs. Ferrari— es junto a Las 24 Horas de Le Mans (1971) de Lee Katzin con un gran Steve McQuinn, Peligro, Línea 7000 (1965) de Howard Hawks, Rush (2013) de Ron Howard y el ya mencionado Grand Prix (1966) de John Frankenheimer, de las mejores películas sobre automovilismo que se han filmado en lo particular y una gran lección de cine en lo general. Y no hay que ser un entendido para poder disfrutarla, porque la maestría de Mangold hace que este film de dos horas y media de duración vuele a 4000 revoluciones por minuto sin que nos demos cuenta.
La película Doctor Sueño (2019), de Mike Flanagan, secuela del libro El Resplandor, de Stephen King y, obviamente de la adaptación que hizo Stanley Kubrick en 1980, abre de la mejor manera posible: con la misma música que abría la obra maestra de Kubrick: una fantasmagórica adaptación del himno fúnebre latino de la Edad Media llamado Dies Irae, mezclado y sintetizado con las extrañas voces (esas especies de gritos que recuerdan aves o gaviotas absolutamente terroríficas) de Wendy Carlos y Rachel Elkind, quienes ya habían trabajado para Kubrick en otra obra maestra: La Naranja Mecánica (1971). Si bien el film de Flanagan intenta despegarse de ese icono de la cultura pop de los años ´80 (mal que le pese al mismo Stephen King, que siempre estuvo en desacuerdo con la visión de Kubrick para con su novela), al tratarse de una continuación de la vida del pequeño Danny Torrance luego de la pesadilla vivida en el Hotel Overlook junto a su madre y con todos los fantasmas que allí vivían en una especie de tiempo sin tiempo, esto se hace sencillamente imposible, y más cuando el mismo director no escatima homenaje tras homenaje en un final a todo Kubrick, con elementos que no estaban en la novela de King. - Publicidad - La historia de Doctor Sueño comienza unos meses después de los trágicos sucesos en el Hotel Overlook, con Danny tratando de escapar a sus pesadillas —el famoso resplandor le hace vislumbrar una y otra vez el fantasma de la mujer de la bañera que lo persigue a todas partes—, con Wendy tratando de calmarlo y el cocinero Halloran que aparece para darle una especie de truco en donde aprisionar sus pesadillas. De ahí —y con la información de la desaparición de una niña y que se hará presente luego— nos vamos directamente al año 2011, con un Danny (un correctísimo Ewan McGregor) alcohólico (como lo fue su padre), con su madre fallecida varios años atrás, y deambulando como un homeless de pueblo en pueblo sin encontrar paz para su vida. Durante la primera parte del film —dura dos horas y media— el derrotero de Danny es extremadamente difícil y todas las escenas son sombrías tanto estética como emocionalmente. Uno de los trabajos que consigue es el de acompañar a gente moribunda; estar con ellos en el preciso momento en que su alma abandona su cuerpo. Hay un gato que actúa como una especie de ángel de la muerte, recordando quizás a Church, el famoso gato de otro de los grandes libros de Stephen King: Cementerio de Animales. Hasta que la vida de Danny toma un rumbo inesperado. Una niña llamada Abra Stone (gran actuación de Kyliegh Curran) se contacta con él —mediante su propio resplandor— para pedirle ayuda. A partir de ese momento los dos se unen para enfrentarse a un grupo llamado El Nudo, que viven una vida casi eterna —unas especies de vampiros que se alimentan del resplandor de personas que secuestran y asesinan— y destruirlos. Tarea nada fácil. El grupo El Nudo —comandado por la bella y fría Rose the Hat (Rebecca Ferguson)— vienen operando desde tiempos inmemoriales. Claro que el poder de la pequeña Abra es tan intenso que no solo El Nudo la buscará para poseer su resplandor, y lograr un par de milenios más de vida, sino que sin saberlo será su propia condena. A partir de la segunda parte, el film de Flanagan, quien además de dirigir Absentia (2011), Oculus (2013) y Ouija: Origin of Evil (2016), también incursionó en una obra de King: El Juego de Gerald (2017), se agiliza, se vuelve más dinámico y trae consigo unas cuantas escenas, de neto corte onírico, muy bien trabajadas y bellas. Y si hay algo de lo que carece —y se agradece— es la casi falta de jumpscares —estratagema indispensable en este tipo de films— lo que lo convierte en una historia con una trama aterradora pero con un desarrollo fluido, compacto y lúgubre. De hecho Flanagan —un gran conocedor del cine de género, y quizás por eso mismo, alejado de tantos clichés— se centra más en la psicología de los personajes lo que los convierten en más humanos y con facetas más complejas. Acompañado con una música destacable —como la tuvo El Resplandor (1980) de Kubrick— Doctor Sueño tiene reminiscencias de las películas de terror de los años ´70, pero sin el incipiente gore —que estallaría en los ´80— y sin los consabidos sobresaltos del Halloween de Carpenter, Pesadilla de Craven y sus no tan logradas secuelas. Párrafo aparte merece la llegada de Danny y Abra al Hotel Overlook para la lucha final. Aquí es donde Flanagan despliega todo su cariño a la versión de Kubrick y no al original de King. De hecho, al promediar el film, hay un pequeño guiño casi inadvertido en donde se puede ver que la numeración de la casa de Abra es 1980, año en que se estrenó la obra maestra de Kubrick. Las hermanas gemelas asesinadas por Grady —su padre y antiguo casero del Hotel—, el ascensor que escupe litros de sangre, el Salón Dorado en donde Danny se sienta a conversar con su padre —un Jack Torrance que no recuerda su pasado— en una escena antológica—, la mítica escalera en donde se enfrentan los dos poderes personificados por Rose por un lado y Abra y Danny por el otro, la puerta todavía con las secuelas del hacha de Jack, el laberinto congelado, y muchos recuerdos más que conviene ir descubriendo, son parte de esta remembranza que actúa más para los fans de la obra de Kubrick que para los lectores del libro. Por eso una buena manera de disfrutar al máximo de esta película —sugerencia que puede tomarse o dejarse— es ver El Resplandor de Kubrick antes de recorrer los territorios oscuros y abandonados del viejo Hotel Overlook, de adentrarse en una obra densa y desangelada como Doctor Sueño y esperar que no haya una tercera parte, porque el resplandor, aunque poderoso, podría llegar a agotarse y eso sería una pena.
Ad Astra, del latín, hacia las estrellas. Si se quiere ser más específico podríamos acudir al filósofo Séneca el Joven, cuya cita completa es: Per aspera, ad astra, es decir: por el camino más áspero, hacia las estrellas, entre otras tantas interpretaciones posibles, como esta otra, mediante el sacrificio, hacia las estrellas. Y es aquí en donde uno tendría que plantearse quién es el que hace el sacrificio antes mencionado, Roy McBride hijo o Clifford Mc Bride padre. Ambos, cada uno a su tiempo, sacrifica todo lo que tiene en busca de una idea de superación, ya sea personal o universal. Clifford: vida inteligente más allá del planeta Tierra; Roy: un acercamiento a su propia esencia como ser humano. Y Roy no necesita saber si hay otra vida posible, ya que todavía no es capaz de sentir la suya como propia. ¿Por qué no puedo sentir nada?, se pregunta en una de las tantas escenas cuasi filosóficas de la película, por lo que su misión más que una misión de rescate de su padre, es una mision de rescate de su propia integridad emocional. - Publicidad - Hacia las estrellas es el itinerario que nos propone hacer el director James Gray —León de Plata en el Festival de Venecia a la Mejor Dirección por Cuestión de Sangre (1994)— luego de Z, La Ciudad Oculta (2016), The Inmigrant (2013), Los Amantes (2008) y Los Dueños de la Noche (2007), entre otras. Y allí vamos, en un viaje introspectivo del ingeniero espacial Roy dentro de un marco visual de envolvente belleza. Mérito de la NASA, que proporcionó muchas de las imágenes del sistema solar que hacen de este film una recreación casi exacta de los confines de nuestro universo conocido. Así como en su momento, Stanley Kubrick dotó a su opera magna —2001, Una Odisea en el Espacio (1968) — con una precisión obsesiva y documentalista, Gray hace los mismo en cuanto a operar en ese mismo sentido. Las imágenes de la Luna, Marte, el cinturón de asteroides, Júpiter y Neptuno son sencillamente sobrecogedoras. Se ha comparado a Ad Astra (2019) con la novela “El Corazón de las Tinieblas” de Joseph Conrad en cuanto a su estructura narrativa, esto es: una misión arriesgada —el camino áspero— para reducir, y eliminar si fuese necesario, el foco del problema. Francis Ford Coppola, en su adaptación al cine de la novela de Conrad —Apocalypse Now (1979)— lo simbolizó en el coronel Kurtz (Marlon Brando), Gray lo simboliza en Clifford, el padre de Roy. Ambos deben ser eliminados por cuanto están afectando y poniendo en peligro la misión —y todo su entorno— por la que fueron encomendados en un principio. Clifford (Tommy Lee Jones), héroe y astronauta que participó de la Operación Lima, cuya misión era encontrar vida más allá de las estrellas, se encuentra desaparecido hace años. La NASA acude a Roy, también astronauta como su padre y con un autocontrol emocional que lo acercan más a un dispositivo artificial como Hal 9000 —la computadora de 2001— que asusta, para establecer contacto. Nada lo altera, nada lo emociona, nada lo sensibiliza. Cabría preguntarse cómo fue posible que se casara con la bella Liv Tyler, pero este detalle es uno de los tantos que no tiene respuesta y que se suma al pacto de ficción que uno hace como espectador. Su misión es llegar a una de las bases de Marte, previa parada en una Luna ya colonizada, para enviarle un mensaje a su padre, si es que está vivo. La NASA así lo cree, es más, sospechan que las interferencias y sobrecargas eléctricas que sufre la Tierra son producto de la manipulación con antimateria que está haciendo Clifford en las cercanías de Neptuno, en donde se encuentra su base de operaciones. Creen que si el hijo habla con el padre, este va a dar señales de vida. El reencuentro del padre con el hijo y viceversa. Ese es el nudo de la película, con un majestuoso fondo espacial, con una banda de sonido en la que participó Max Ritcher y una fotografía prodigiosa de Hoyte van Hoytema que ya había trabajado en Interstellar y Dunkirk. Es decir, que Ad Astra se centra más en las relaciones humanas, como también lo hacía Interstellar (2014) —el padre con la hija— y Gravity (2013) —la madre con la hija— pero en diferentes intensidades dentro del esquema narrativo. La interpretación de Brad Pitt es deslumbrante y no por realizar un gran despliegue actoral, sino por su actuación minimalista; todo está centrado en su mirada. De hecho durante gran parte de la película lo vemos en primerísimos planos, dentro de su casco espacial y con la única herramienta que tiene a disposición: sus ojos. Durante dos horas su personaje evoluciona: de un frío y correcto Roy del principio a un confuso y quebrado por la emoción hacia el final de la película. Película que, más allá de ser íntima y existencialista, está lejos del Solaris (1971) de Andrei Tarkovski, ya que contiene secuencias de acción excelentemente logradas —la destrucción de una de las kilométricas torres de donde Roy cae a la Tierra, la persecución en la Luna al mejor estilo Mad Max, la pelea cuerpo a cuerpo en la nave con destino a Urano— lo que realza esta producción de tintes metafísicos y apocalípticos. Brad Pitt viene de realizar una de sus mejores actuaciones junto a Leonardo Di Caprio en Había una Vez…en Hollywood (2019) de Quentin Tarantino. Con James Gray logra reafirmar la condición de ser uno de los actores más importantes de su generación. Y no la tiene nada fácil. Sus compañeros hacia las estrellas son nada menos que Tommy Lee Jones y Donald Sutherland; un elenco estelar para una película que también lo es, por su grandeza visual, pero también por su grandeza espiritual.
¿Qué pasaría si…? Esta es una de las premisas o disparadores narrativos que todo creativo, ya sea un escritor o un director de cine, se hace en algún momento de su vida. A partir de esta consigna cabe un universo ilimitado de imaginación, con sus obvias consecuencias, claro. Este tipo de planteo trae aparejado un mundo alternativo; las famosas distopías, ucronías o mundos paralelos. Es decir que desde el vamos —tanto si es una historia de amor, de guerra, de espionaje o de terror— estamos ante una trama que tiene a la ficción especulativa como andamiaje principal. Yesterday (2019), la última película de Danny Boyle, juega con esta consigna: ¿qué pasaría si…la humanidad entera olvidara vida y obra de Los Beatles? Es por demás interesante, más allá de si uno es o no admirador de la banda más famosa de todos los tiempos, especular con uno de los iconos que más influyeron a la cultura de masas y que en solo siete años de carrera lograron dar un giro copernicano a la música, la moda y las tendencias culturales de toda una sociedad. Sería inconcebible pensar en el arte —y me animo a hablar de todo el arte, sin ánimo de exagerar ni ofender— sin la influencia apabullante de John, Paul, George y Ringo. Aunque en la película de Boyle solo hayan dejado de existir la Coca Cola, el cigarrillo y Harry Potter —vaya uno a saber por qué— es muy acertado pensar que el grupo Oasis también haya pasado a mejor vida y no los Rolling Stones, aunque pensándolo bien, creo que nada de lo que aconteció después de la disolución de los Fab Four —por lo menos en el plano estrictamente musical— podría haber existido, pero bueno, esto solo una apreciación personal; una apreciación que concuerda con lo dicho en el film por uno de los protagonistas: “Un mundo sin Los Beatles, decididamente sería un mundo peor”. La historia por absurda no deja de ser original, y es ahí en donde radica la sorpresa y la frescura de una película que nos regala un sinfín de temas que ya forman parte del imaginario colectivo. Jack Malik (Himesh Patel) es un músico mediocre que intenta por todos los medios —con la ayuda incondicional de Elli (Lily James) que actúa como su manager de tiempo completo y amiga en las buenas y en las malas— trascender y hacerse famoso, o al menos un poco conocido. Perdida las esperanzas tras unas actuaciones lastimosas, con la confianza bajo tierra y el poco interés de familiares y amigos, la única que siempre está a su lado para sostenerlo es la bella Elli. Pero eso no alcanza. Tiene que producirse un milagro para que Jack Malik se convirtiese en algo interesante, por lo menos en el plano musical. Y, como en los cuentos de hadas, el milagro se produce. Un corte de energía a nivel planetario coincide con el momento en que a John lo embiste un micro y es arrojado al pavimento. Allí queda inconsciente todo el tiempo en que el mundo queda a oscuras. Cuando despierta en la cama de un hospital, encuentra a su lado a su amiga Elli, pero algo más había pasado. No solo perdió dos dientes —lo que acentúa su imagen de perdedor— sino que el mundo se perdió a Los Beatles. Nadie sabe nada de ellos, ni de sus canciones, ni de sus nombres, ni de su legado artístico. Hay guiños de neto corte melómano que quizás muchos no logren descifrar, pero ahí están, para delicia de los fans de la mejor banda del mundo. Incrédulo, Jack consulta a la madre de todas las enciclopedias y se horroriza ver que solo aparecen imágenes de escarabajos si teclea Beatles. Aturdido trata de interpretar las canciones que siempre estuvieron en su cabeza, tratando de memorizar las letras y los acordes. Estas secuencias son interesantes porque nos da la pauta de que al no haber registros de su obra —hasta los discos desaparecieron— Jack solo puede acudir a su memoria, como la escena en que trata por todos los medios de acordarse de la letra de Eleanor Rigby. Y no le resulta nada fácil. Pasado el shock, Jack se apropia de esas obras maestras y las empieza a tocar delante de sus conocidos y amigos. El recibimiento es de total incredulidad. Nadie puede entender cómo de un día para otro haya una persona —específicamente él— con tanto talento y tanta capacidad creativa. El mundo se rinde a sus pies, pero —y este es unos de los giros acertados del guionista Richard Curtis, el mismo de Notting Hill (1999) y Love Actually (2003)— para Jack esto es una lisa y sencilla usurpación de autoría. Cada vez que interpreta un tema de Los Beatles, Jack sufre de una manera casi dolorosa. Uno de los ejemplos claros es esa especie de duelo autoral con Ed Sheeran —que tiene un papel secundario en la película—para saber quién es capaz de componer una canción en un par de minutos para luego someterlas a votación y saber quién es el ganador. El bueno de Ed sale con un folk bastante aceptable pero predecible. Jack se despacha con “Un largo y sinuoso camino”. Todos quedan pasmados. Este dilema con los derechos de autor que atormenta a Jack, está latente en todo el film. Así y todo —la narración tiene que avanzar— Jack se hace famoso con la “interesada” ayuda de Deborah (Kate McKinnon) que se convierte en su inescrupulosa manager que solo ve en él una máquina de hacer dinero. Yesyerday no deja de ser una comedia romántica hábilmente narrada y llena de toques humorísticos. Danny Boyle —Oscar al Mejor Director por Slumdog Millonaire (2008) y con una trayectoria por demás interesante y ecléctica con títulos como Trainspointing (1996), La Playa (2000), Exterminio (2002), 127 Horas (2010) y Steve Jobs (2015) — nos regala no solo un film fresco y espontáneo sino inteligente. Toda obra artística necesita de un contexto histórico para ser genuina y honesta parece ser una de las ideas que desliza el film. No en vano Jack tiene que hacer una escapada hasta Liverpool para dar un paseo por Penny Lane y Strawberry Fields, sitios emblemáticos si los hay, para empaparse de algo que carece por completo: memoria histórica y emotiva. Si bien ya hubo intentos de utilizar a Los Beatles como excusa para contar una historia paralela —A Wanna Hold Your Hand de Robert Zemeckis (1978) y la excelente Across the Universe (2007) de Julie Taymor—, Yesterday parte de una idea extravagante y absolutamente divertida. Si a eso le sumamos las más de veinte canciones que aparecen diseminadas como misiles que llegan directo al corazón, el film de Boyle bien merece la pena, aunque más no sea para volver a escuchar algunas de las más de doscientas canciones de una banda única e indispensable.
El director Quentin Tarantino ha dicho en más de una ocasión que si la crítica y el público lo acompañaba, el noveno film de su trayectoria —Había una vez…en Hollywood (2019) — sería el último. Luego de eso —retirándose en el pináculo de la gloria, como corresponde— se dedicaría a escribir novelas, producir algunos seriales on streamming y a criar a su futuro hijo. Ahora bien, si bien el público respondió favorablemente a su última obra, la crítica se dividió en dos vertientes opuestas: las que se entusiasmaron otra vez con su cinefilia e irreverencia y las que le cuestionan su falta de trama y sus largos diálogos intrascendentes. Este estado de cosas, ¿provocará un décimo film? Aún no lo sabemos, pero conociendo a este amante de las películas de género, ¿por qué no apostar en el futuro a una de terror o de ciencia ficción? - Publicidad - Lo de la cinefilia es una marca registrada de Tarantino. Toda su obra se basa en el homenaje puro hacia las películas de género. Las artes marciales (Kill Bill, Volumen I y Volumen II, 2003 y 2004, respectivamente), el western (Django Sin Cadenas, 2012), el policial negro (Pulp Fiction, 1994), la guerra (Bastardos sin Gloria, 2009), el misterio (Jackie Brown, 1997) por nombrar las más representativas, sin olvidar su opera prima (Perros de la Calle, 1992) que lo elevó, ya deesde el vamos, al panteón de los directores considerados de culto. Es así que su cinefilia —Tarantino abrevó en todos los VHS de la época dorada de los videoclubs cuando trabajaba de vendedor— es una marca indeleble que apunta con sutil maestría a todos los que logran captar sus innumerables guiños. Y así como Steven Spielberg logró homenajear a la década de los ´80 con su película Ready Player One (2018) a través de una iconografía exuberante y múltiple, Tarantino, más terrenal y prosaico, logra hacer su propio homenaje al cine de los ´60 con otros tantos iconos que aparecen desparramados en todo el film. El logo original de la Columbia Pictures al principio de la película, Steve McQuenn hablando en una fiesta organizada en la Mansión Playboy por Hugh Hefner, Bruce Lee luciendo sus dotes de karateka y su insufrible personalidad, las intérpretes femeninas de The Mamas and The Papas bailando en la misma fiesta, los paneos televisivos de seriales de la época como Mannix, El Avispón Verde, El FBI en Acción y Combate, afiches de películas por doquier, marquesinas, el backstage de los protagonistas —la escena de Di Caprio olvidándose la letra y luego su furia contra sí mismo en el camarín, es magistral—, y una ambientación tan realista y puntillosa, parece llevarnos a esas amplias y desoladoras playas de estacionamiento, a esas estaciones de servicio al costado de las rutas —no podía faltar el cartel de Ruta 66— y tantos otros sitios calurosos y desiertos que se nos antojan tan lejanos como melancólicos. Otra de sus marcas registradas son sus diálogos. Intrascendentes algunos, brillantes otros, tensos al punto de saber que algo va a suceder, los muchos. Tarantino logra hacernos caer en la cuenta de que la vida no está compuesta por intercambios de palabras eruditas y filosóficas, nada más alejado de esa presunción. Sus criaturas pueden hablar de cómo se llama el cuarto de libra con queso en Francia en Pulp Fiction, o de por qué el libro que está leyendo le resulta una buena historia (magnífica escena de Leonardo Di Caprio con una pequeña aspirante a actriz en Había una vez…en Hollywood), es decir, de la vida tal cual se desarrolla en el día a día, sin grandes aspavientos y sin pátina alguna de grandilocuencia, dicho sea de paso, utilizado hasta el hartazgo en la mayoría de los filmes. Por eso los personajes de Tarantino poseen una factura tal que bien podríamos encontrarnos con ellos a la vuelta de la esquina. La otra marca indiscutible son sus bandas musicales. En Había una vez…en Hollywood es tan importante como sus mismos personajes. Desfilan en todo el metraje —casi tres horas de duración— Roy Head and The Traits, Deep Purple, Los Bravos, Simon and Garfunkel, The Box Tops, José Feliciano, Neil Diamond y sigue una enumeración increíble. Un majestuoso soundtrack que vale por sí mismo, como sucede con Pulp Fiction o Kill Bill. Y llegamos a la historia propiamente dicha que es tan básica y simple que casi no existe. A no ser que acompañemos a un actor en declive (Rick Dalton) que lleva también a la decadencia a Cliff Booth, por ser nada más ni nada menos que su doble de riesgo, además de su chofer, su asistente todo terreno y, por sobre todo, su mejor amigo. Rick (un extraordinario Leonardo Di Caprio) consigue antes de su eclipse total como actor, protagonizar, gracias a su agente Marvin Schwarz (Al Pacino) un par de de spaghettis westerns en la Vieja Italia. Un género que estaba en auge en esos momentos de la mano de Sergio Leone y Sergio Corbucci. Es así que la trama principal trata sobre la supervivencia en un medio tan hostil para los actores en declive. Pero es aquí es donde es preciso detenerse, porque la trama que subyace como un sedimento ominoso y oscuro es la que tensa todas las cuerdas del film: la masacre en la casa de Sharon Tate, esposa de Roman Polanski (una actuación totalmente naif e inocente de Margot Robbie, muy lejos de su papel explosivo como Harley Quinn en Escuadrón Suicida, 2016) sucedida a finales de la década del 70. Es así que la vemos sobrevolando toda la historia como un ángel que lleva el sello de la muerte en cada paso que da, solo deteniéndose en algunas escenas —en el cine viéndose a sí misma en una película en la que actúa con Dennis Martin —Las Demoledoras, 1969— y posando como una nueva celebridad, que intuimos no va a ser por mucho tiempo. Claro que aquí es donde Tarantino hace gala de su picardía y nos engaña inmisericordemente. Lo que el director propone es una especie de multiverso en donde todo puede ser posible, una ucronia en que nada de lo que pasó en la realidad histórica sucede tal como sabemos. A pesar de ver a los mismos personajes, a pesar de estar en el lugar indicado —Heaven Drive—, a pesar de la existencia de una secta de fanáticos que viven en una apartada comunidad hippie liderado por Charles Manson; a pesar de todo ese contexto calcado de la realidad, Tarantino lo tergiversa y lo reconstruye de manera maravillosa y sorpresiva. Y, obviamente, Rick y Cliff, sus omnipresentes protagonistas, no podían estar ajenos y ser partícipes necesarios de ese final totalmente irreal, gore y paródico. Pero más allá de esto, Había una vez…en Hollywood es un claro homenaje a una década maravillosa que terminó de la peor manera: desangelada, sin encanto y que abriría las puertas al cine de los ´70: oscuro, denso y filoso. Lo que sucedió con Sharon Tate —con la guerra de Vietnam como telón de fondo— es solo un ejemplo emblemático. Y es a eso a lo que apunta esta última película de Tarantino, a desarmar un conjunto de piezas unívocas de esa década, mezclarlas con grandes dosis de melancólica añoranza y ofrecernos un nuevo estado de cosas, más promisorio, si se quiere. Y para ello se valió de dos personajes tan ordinarios y queribles que su historia es la historia de todos. De hecho esta parece ser su película más humana y sentimental, con un Rick Dalton que llora cada vez que se pone sensible y un Cliff Booth que desea ver a toda costa, y sin importarle las consecuencias, a un viejo amigo con quien trabajó en varias películas de antaño. Mini flashbacks, imágenes congeladas, voz en off en algunas secuencias, títulos sobreimpresos, escenas en blanco y negro o con la saturación colorida y granulosa de las películas de esa época, autocines, rock furioso, autos kilométricos, desiertos que contrasta con las mansiones de las estrellas de Hollywood, fiestas atiborradas de alcohol, drogas y tabaco, todo esto y mucho más —con el símbolo de la paz como saludo entre los integrantes de una cofradía a punto de desaparecer— es la última apuesta de un director que nació mito. La última obra de un director siempre polémico, como debe ser para todo genio que se precie, es un canto a lo políticamente incorrecto, tanto a la historia que se cuenta como a los personajes que la representan. Y esto, hoy en día es un mérito para tener en cuenta.
El título original de Esa Mujer (2018), último filme del director chino Jia Zhengko, es Ash is Purest White. Algo así como La Ceniza es el blanco más puro. Título por demás poético y sugerente. Y si bien el título Esa Mujer alude a la omnipresencia de la protagonista en un derrotero que abarca más de 15 años por ciudades tan vastas como derruidas de la China de principios del siglo XXI, el color apagado, monocorde, desvaído y hasta difuso que colorea gran parte de la película alude, también, a un color que es el más puro para contar esta historia: no es el blanco luminoso y radiante que preanuncia una existencia feliz, sino el blanco desvaído, tenue, siempre a punto de difuminarse en promesas que no se cumplen, es decir el más puro que Zhangke se permite ofrecer: el blanco ceniza. Y un gran trabajo del fotógrafo Eric Gautier, huelga decirlo. - Publicidad - Jia Zhangke, ganador del León de Oro en el Festival de Venecia por Naturaleza Muerta (2006), entre otros tantos, obtuvo el Premio del Cine Asiático al Mejor Guión por Esa Mujer, el mismo galardón que ya había obtenido por Las Montañas deben Partir (2015). Un director que retrata la vida del gigante asiático —toda su obra lo hace— de una manera absolutamente opuesta, es decir, minimalista, sugerente —en esta película es más que evidente— en donde las grandes transformaciones sociales, comerciales y culturales están latentes pero no las hace visibles. De hecho, la historia comienza en el 2001, año en que China ingresa a la Comunidad Mundial de Comercio y Beijing se despliega al mundo con la organización de la Olimpiadas. Momento bisagra en que la irrupción de la música pop occidental —el tema Y.M.C.A. de Village People hace de ejemplo en un momento del film—, como su apropiación a través de temas bailables cantados ya directamente en chino —algo impensable décadas atrás— nos dicen mucho sobre esa transfiguración de un país siempre cerrado, misterioso e inabarcable. Zhao Qiao (Zhao Tao) es la típica dama de compañía de Bin (Liao Fan), uno los tantos gángster que proliferan en los bajos fondos del hampa. Esta frase, por demás cliché, es lo que realmente busca el director, amante de historias en donde lo subterráneo de esta micro sociedad delictiva propicia mucho material para entender lo que ocurre en la superficie, en las grandes empresas y en los faraónicos emprendimientos de una China que deja sus tradiciones de lado en busca de una economía que compita con el mundo entero. Y así como sucede en El Padrino (1972) de Coppola, en donde las traiciones, amenazas y atentados subvierten la calma de estas “familias” o grupos de “hermanos”, una banda más joven y con nuevas aspiraciones atentan contra Bin en una secuencia memorable. Luego de emboscarlo con un grupo de motociclistas, de sacarlo a la fuerza del auto en donde iba con su chofer y su novia y molerlo a golpes, Qiao no lo piensa dos veces. Sale del auto con un arma y luego de disparar dos veces al aire amenaza al grupo que luego se dispersa. Por este hecho casi insignificante —no lo es para Bin que salvó su vida gracias a este acto heroico de su novia— la vida de Qiao cambia radicalmente. La sentencian a 5 años de prisión por portar un arma ilegal. Luego de cumplida la condena, sale en busca de Bin, su viejo amor, que solo había sido sentenciado a unos pocos meses de prisión. No solo no lo encuentra, sino que se entera de que está en pareja con otra mujer. Aquí es donde Qiao se convierte en Esa Mujer, así con mayúsculas, porque lejos de bajar los brazos y agachar la cabeza, adquiere un temperamento y un orgullo que no la abandona jamás. Sobrevive en un medio hostil y machista —no tiene trabajo ni personas a las que acudir— pero siempre buscando a Qiao. Necesita escuchar de su propia boca el por qué de su determinación. Y es así que se encuentran en la habitación de un hotel —otra de las escenas más logradas de la película por estética, por técnica a través de un largo plano secuencia y por su austera emotividad— en donde ambos se despojan de sus corazas y muestran la fragilidad de sus sentimientos. Allí terminan, en la habitación de un hotel. Pero termina su amor, no su prescindencia. Ambos continuarán atados —como sucede en Cold War (2018) de Pawlikowski, aunque por diferentes motivos— a través de su historia y de la Historia. Esa Mujer es una sentida historia de amor que va eclosionando de manera parsimoniosa y pausada. Como todo lo que sucede en un país tan vasto y de tradiciones milenarias, como si esa misma vastedad impidiera hacer las cosas de otra manera que no sea a través de la reflexión. La actriz que protagoniza a Qiao —esposa del director— es de esas bellezas atemporales, de una gran plasticidad en sus cambiantes estados —frívola como mujer de compañía, devastada como presidiaria, altiva en la búsqueda de la verdad, orgullosa como dama de compañía de un Bin avejentado y postrado en una silla de ruedas luego de 15 años de encuentros y desencuentros, y con una manera de mostrar sus emociones que la convierten en una de las mejores actrices de estos últimos años. Esa Mujer es, quizás, el bello epílogo de una secuencia fílmica de Zhangke, que muchos consideran como un todo por una temática que empezó con Naturaleza Muerta, y un film hecho a medida para Zhao Tao, quien se luce una vez más a través de un melodrama épico, bellamente conmovedor y filmado con los colores del pasado, colores que siempre se están alejando y desvaneciendo.
París, principios del siglo XIX, a pocos años de sucedida la Revolución Francesa que destituyó al rey Luis XVI y llevó a la guillotina a miles de franceses, entre ellos al mismo Robespierre, líder de la Revolución. En el poder: Napoleón Bonaparte. En los palacios: una lucha sorda y descarnada de poderes y traiciones políticas. En los suburbios: bandas delictivas que buscaban favores económicos entre la burguesía para sus propios intereses, crímenes, conspiraciones llevado a cabo en un entramado tan grande y oscuro como los propios laberintos de París. - Publicidad - Dentro de ese submundo de miseria, robos y asesinatos a sangre fría, aparece Eugene-Francois Vidocq, el rey de la escapatoria. Así lo conocen en ese universo de presos, corruptos y la misma policía que, una y otra vez lo apresan para que pasado un tiempo, vuelva a escapar. Un antihéroe que fue creciendo en el imaginario francés al punto de ser tenido en cuenta por la pluma de Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Honoré de Balzac. Un personaje cuasi romántico que algunos lo ponen como antecedente de Fantomas, un folletín escrito por Marcel Allan y Pierre Souvestre en 1911 y que tuvo mucho éxito entre los lectores franceses. Incluso está considerado como referente ineludible del Auguste Dupin de Edgar A. Poe. Es que la vida de Vidocq es de novela, y a eso apuntó el director Richet, a recrear sus peripecias en ese contexto de tanta efervescencia sociopolítica que le tocó en suerte. La película El Emperador de París (2018) comienza con la llegada de Vidocq a una de las tantas prisiones —de la que luego se escapa con uno de los prisioneros—, y continúa con su vida como comerciante de telas, su romance con una de las tantas prostitutas que proliferaban en las callejuelas de París, su pacto con la policía para atrapar a criminales —que él tan bien conoce— para lograr así su perdón y amnistía, y su enfrentamiento con un nuevo “Emperador”, pero del mundo del crimen. Vidocq está interpretado magistralmente por Vincent Cassel —César al mejor actor en 2009 y Caballero de La Orden Nacional del Mérito— que ya vimos en infinidad de películas de época —Juana de Arco (1999) de Luc Besson, El Monje (2011) de Dominik Moll—, así como en El Cisne Negro (2010) de Darren Aronofski y la saga Ocean´s de Steven Soderberg. Por su parte, el multipremiado director Richet, viene de filmar Mesrine, parte 2 (2008), por la que obtuvo el Premio César al Mejor Director y Sangre de mi sangre (2018). Un director que tuvo en sus manos un presupuesto de 22 millones de euros y que lo supo aprovechar muy bien. La película es una recreación magistral del París de principios de siglo XIX, con sus mercados públicos, sus callejones y catacumbas, su Arco del Triunfo en plena construcción y su extraordinario vestuario. En esta puntilloso preciosismo histórico se parece mucho a dos películas de Guy Ritchie: Sherlock Holmes (2009) y Sherlock Holmes, juego de sombras (2011) en que la que vimos con asombro cómo la ciudad de Londres empezaba su etapa de urbanización con grandes construcciones en proceso, como el emblemático Puente de las Torres. Gran parte de este mérito lo tiene sin dudas la fotografía de Manuel Dacosse, que supo interpretar a la perfección las vistas impresionantes de la ciudad como así también los poco iluminados de las catacumbas y callejuelas del París de aquel entonces. El Emperador de París es un gran policial con la crudeza nada soterrada de lo que pudo haber sido la vida en aquella etapa histórica. Por un lado, la majestuosidad de los palacios con los integrantes de una casta que luego también iba a ser derrocada; por el otro, la pobreza que trae aparejado el hacinamiento de miles de personas con su falta de derechos y la escasez de oportunidades. Si bien Vidocq no fue un político y ni siquiera fue tenido en cuenta por la propia policía que lo cooptó para sus propios intereses, logró acabar con buena parte de los criminales que deambulaban robando y matando a mansalva, y el artífice en la creación de lo que luego se llamaría Brigade de Sureté (Brigada de Seguridad) junto a la primera Agencia Privada de Detectives —de ahí el interés de Poe por su influencia en la criminología y también de Conan Doyle para su Sherlock Holmes. Un personaje contradictorio, con luces y sombras —como el propio París— y con un legado que, como fue Juana de Arco en su momento, divide las aguas entre considerarlo un ángel o un demonio. Hay situaciones dramáticas, verosímiles luchas de sable y armas de fuego, algunos momentos divertidos y un gran elenco actoral, destacándose, además de Cassel, a Fabrice Lucchini como Joseph Fouché; August Diehel como el nuevo emperador y Freya Mavor como la amante de Vidocq. Eso sin olvidar una excelente banda sonora que, en algunos casos como cuando vemos a varios cuerpos listos para ser enterrados, logra conmover. En definitiva, un gran fresco de una parte histórica de Francia que fue un quiebre para sí y para el mundo occidental, llevada a cabo con impecable solvencia y dedicación.
Hablar de esta ópera prima del director brasileño Joe Penna es hablar de lo imponente. Lo imponente en cuanto al paisaje; lo imponente en cuanto al espíritu humano. En primer lugar, la enorme planicie del ártico es sobrecogedora, una barrera —sin barreras— que desalienta a cualquiera que quiera adentrarse en ese territorio de decenas de grados bajo cero, vientos que hielan hasta la respiración y escasas probabilidades de encontrar alimento. Por el otro, la única manera de cruzar ese infierno helado es a través de una determinación a prueba de todo, y todo se refiere al dolor, al cansancio, a la debilidad, al agotamiento físico y psicológico. Para eso se necesita, como dije al principio, poseer un espíritu imponente, tanto o más grande que el territorio ártico en el que se encuentra; y el ser humano lo tiene, o por lo menos, esta historia lo muestra como una posibilidad cierta. - Publicidad - La historia es una de las tantas que tiene como eje la supervivencia en un medio hostil. Ya desde el vamos, el prototipo por excelencia es el de Robinson Crusoe de Daniel Dafoe. Este náufrago que pasa 28 años en una isla, cerca de las costas de Sudamérica, ya se encuentra en el imaginario colectivo como el ser solitario y alejado de la civilización que logra sobrevivir a causa de su ingenio. En el film El Ártico (2018), Overgard (Mads Mikkelssen) es el sobreviviente de un accidente aéreo que logra refugiarse dentro de la nave destrozada, que se alimenta de peces que saca de un hoyo en el hielo, que pasa sus días enviando señales de auxilio por medio de una radio y que escarba en el suelo pedregoso —una vez sacado el hielo que la cubre— un enorme SOS que constantemente se borra con las continuas nevadas. Esta parece ser la rutina de este personaje del que no sabemos mucho. Solo su nombre que adivinamos por la etiqueta que tiene en su campera, que perdió a su compañero de vuelo —una de sus rutinas es acudir todos los días a un promontorio hecho con rocas apiladas para sacarle la nieve— que se encuentra presumiblemente enterrado, y que, suponemos por algunos indicios, lleva ya un largo período de tiempo en ese lugar. No hay más, y este es un acierto del director: mostrar lo mínimo indispensable para que las pequeñas señales que van apareciendo en el film sean motivos suficientes para ir reconstruyendo lo sucedido y, también, lo que podría suceder —la visión de una planta con flores en medio de la nieve es una señal —poética si se quiere— de que la decisión que acaba de tomar Overgard, promediando el film, es la incorrecta. ¿Por qué?, porque el mensaje a tener en cuenta es: la vida puede resurgir de la manera más inesperada, aún con todas las variables en contra. Pero claro, esto solo puede entenderse viendo cómo se desarrolla la historia. Podemos dividir la película en cuatro grandes segmentos. La primera parte es la vida de este sobreviviente en una soledad apabullante, una vida casi resignada a permanecer en esos páramos alejado de todo contacto con la civilización. La segunda es ya con la compañía de una mujer (María Thelma Smáradóttir); una mujer que acompañaba al piloto de un helicóptero que se estrella cuando están a punto de rescatarlo. El piloto muere y su esposa sobrevive pero malherida. La tercera es la decisión de Overgard de emprender el camino, antes visto como una imposibilidad, para salvarla y salvarse. La última —y la más desgarradora a nivel emocional— es la de salvarla a ella a toda costa, sin importarle nada, ni siquiera su propia vida. Un digno exponente de las travesías de la mitología griega. Una manera casi mística de demostrar la cualidad del espíritu humano, en este caso, producto y consecuencia de lo terrible que le resultó a Overgard darse cuenta de que estuvo a punto de abandonar a su compañera de infortunio. No por desconsiderado o por abrazar el cuestionable “sálvese quien pueda”, sino por un error de diagnóstico que lo enfrentó luego a su propio Vía Crucis. “Humano más que Humano”, diría Nietzsche, y el filósofo alemán no estaría más de acuerdo con la grandiosidad desplegada por este nuevo salvador de la Humanidad representado por esta mujer islandesa que apareció para sacarlo de su “zona de confort”, no a través de la oración, sino a través de actos heroicos y casi imposibles de realizar. Cabe destacar que la película tiene los momentos más sublimes en lo pequeño, en lo ordinario, en lo ínfimo. Y estos detalles, dentro de la majestuosidad del ambiente en que se encuentran, son magnificados por contraste. El descubrimiento de un simple encendedor, comer una sopa caliente, la contemplación —antes apuntada— de unas flores entre el hielo, o escuchar la palabra Hola en su mismo idioma, se vuelven significantes únicos y gloriosos. El director Penna —músico, youtuber y animador—, tuvo la inteligencia de convocar al actor danés Mikkelssen, un virtuoso de lo gestual. La película no tiene diálogos, carece casi por completo de palabras —muy similar a esa otra gran película interpretada por Robert Redford llamada All Is Lost (2014) de J. C. Chandor que narraba la historia de un náufrago en pleno Océano Índico y que también carecía de palabras— y es entonces que se centra en el rostro y la presencia de Mikkelssen, conocido por haber interpretado a Hannibal Lecter en la serie televisiva Hannibal, al villano en Casino Royale de la serie cinematográfica de James Bond y que obtuvo el Premio al Mejor actor en el Festival de Cannes por Jagten (2012), entre otros tantos premios internacionales. Un actor que interpreta con sus miradas, con sus lágrimas, con su dolor, el gran despliegue que necesita el Overgard de la ficción para que se apodere de nuestras emociones y nos haga quebrar cuando él se quiebra. El Ártico es una película majestuosa, pero no solo por el paisaje y la increíble fotografía de Tómas Orn Tómasson que nos envuelve con un manto blanco y frío durante sus 97 minutos de duración, sino por hacernos dar cuenta de la increíble versatilidad que posee el ser humano. Así como es capaz de provocar los crímenes más atroces de la historia, también es capaz de redimirse con actos tan absolutos y piadosos como el que lleva a cabo Overgard, un símil héroe griego que libra una verdadera odisea en busca de su propia salvación espiritual.
Siempre ocurre que luego de una primera película, que no solo tuvo éxito de público sino de crítica, la segunda sea esperada con ansiedad para saber si fue un golpe de suerte —suerte de principiantes, que le dicen— o realmente estamos en presencia de un talentoso artista que comienza a transitar el camino con un nuevo paradigma bajo el brazo. Tal es el caso del director Jordan Peele, quien luego de su opera prima ¡Huye! (2017) —ganadora del Oscar al Mejor Guión, algo inusual para este tipo de narrativa en un medio tan conservador como el de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood— vuelve a las pantallas con Nosotros (2019) una historia aún más terrorífica que la primera. Más terrorífica y más apegada al género, sin tantas reminiscencias de denuncia social como la primera, aunque es cierto que esta segunda obra tiene elementos de esa naturaleza, pero más disfrazados, o por lo menos, más sutiles. - Publicidad - La historia se centra en Adelaide (una increíble actuación de Lupita Nyong’o) cuando en 1986 era una niña de seis años, y en el tiempo presente, ya adulta y con una familia compuesta por su esposo Gabe (Winston Duke) y sus hijos Jason y Zora. Siendo niña, Adelaide se perdió en un parque de diversiones en la playa de Santa Cruz, California. Fue encontrada a los quince minutos por sus propios padres. Esos quince minutos la marcaron para toda la vida. Quince minutos terribles en donde entre las paredes espejadas de un lugar llamado Conócete a ti mismo —una de las atracciones del parque— se encuentra con su doble. No con su reflejo, sino con lo que la literatura nórdica y germánica llamó doppelganger, nuestro otro yo, pero no cualquier otro yo, sino el malvado, nuestro Mr. Hyde, tan bien descrito por Stevenson. A partir de entonces Adelaide quedó muda. Y la catarsis para salir de ese estado fue la danza clásica. Años más tarde, y ya con una familia formada, van de vacaciones a la playa. ¿A cuál? Precisamente a una que está muy cerca de Santa Cruz. El secreto de Adelaide le impide en primera instancia decir algo al respecto a su marido, es así que allí van, a encontrarse con una pareja amiga personificada por Elizabeth Moss y Tim Heidecker. Ambos, el modelo perfecto del matrimonio de clase media que solo se soportan a través del alcohol y de una vida libre de preocupaciones económicas. Cuando regresan luego de un tenso día de playa, aparecen en la entrada de su casa, otra familia muy parecida a la suya. Un hombre, una mujer y sus dos hijos. Ataviados con overoles rojos —tal como lo hacen esas sectas de fanáticos religiosos— se introducen en su casa, tijeras en mano, y comienza el horror. Esta es parte de la trama de un film por demás complejo. No porque tenga un guión difícil de entender, sino porque posee tantas referencias cinéfilas que es un verdadero placer buscarlas y paladearlas como si de un gran homenaje se tratara. Spielberg a través de la remera con la estampa de Jaws que lleva Jason —un nombre que es en sí mismo otro homenaje dentro del mismo homenaje— que camina por la playa — ¿dónde si no?— siempre con una máscara terrorífica sobre su cabeza; Kubrick, en esas escenografías simétricas en donde cientos de conejos deambulan sin control; Shyamalan, por esa cuota de tensión que roza lo fantástico con lo paródico y hasta a Stephen King, por esos climas logrados en ambientes cotidianos y a la vez tan amenazantes. En fin, una sumatoria que se agradece ante tantos filmes de terror que se estrena año tras año y que solo bastardean y limitan al género. Nosotros habla de las oportunidades perdidas dentro de un capitalismo salvaje, del arrebato de la identidad como si estuviéramos dentro de un gran experimento sociológico, de las posiciones radicales y dominantes que solo buscan la aniquilación del oponente, de la sociedad siendo amenazada por el terrorismo. Sí, es por demás cierto que todos estos temas subyacen como un gran sustrato que hacen del film algo digno de analizar más de una vez y con mayor detalle. Pero también es cierto que sobre la superficie nos encontramos ante una gran película de género. Una amalgama extraordinaria en donde se conjugan el slasher, el gore —aunque con una carga simbólica que estos géneros carecen— y, por sobre todas las cosas, el exuberante y maravilloso giallo, ese subgénero del terror anglosajón que predominó en las décadas del ’60 y ’70 de la mano de Darío Argento y Mario Bava —italianos ellos— que poseía una estética y unos encuadres que lograban crear atmósferas totalmente innovadores en cuanto a fotografía y color. Nosotros, a través del arte fotográfico de Michael Gioulakis —fotógrafo de Glass (2019), de Shyamalan— nos maravilla con sus colores saturados de una belleza tal, que hasta en los momentos más terroríficos podemos cautivarnos con semejante policromía. La música es otro de sus aciertos. Y no solo como ambientación, sino cuando es utilizado en las escenas más escalofriantes y sangrientas, una eficaz cortina de fondo que aparece cuando los muertos se van apilando mientras suena la más divertida e inocente música pop. Todo un hallazgo del director y de su equipo creativo. Nosotros es una gran segunda obra de un director que parece haber memorizado todos los capítulos de La Dimensión Desconocida, esa verdadera maravilla que deleitó a millones de televidentes en la década del ’60. Toda la película es así, como esos capítulos en blanco y negro. Aquí sobresale el color, el clima —que nunca deja de inquietarnos— y la amenaza constante que puede desembocar en el más brutal asesinato o en la más increíble de las situaciones. Increíble por lo inverosímil. Y ahí está uno de sus fuertes. Todo resulta tan descabellado que terminamos creyendo todo lo que vemos, porque de eso se trata, de aceptar la realidad como una gran parodia en la que nos movemos continuamente. “Y dijo el Señor: “Les enviaré una calamidad de la cual no podrán escapar. Aunque clamen por mí, no los escucharé”. Este es el versículo 11:11 de Jeremías que está en el Antiguo Testamento. Un versículo que aparece en varias partes del film. Y yo me pregunto: ¿Hay algo más aterrador que esto?