Los Inquilinos (2017) es el segundo largometraje del director irlandés Brian O´Malley, luego de Let us prey (2015), otra película de terror ambientada en Escocia. En este caso, la historia se desarrolla en la Irlanda rural de 1920, dos años después de haber finalizado la Primera Guerra Mundial. - Publicidad - En un poblado perdido en medio del bosque se levanta una mansión en donde habitan los gemelos Rachel (Charlotte Vega) y Edward (Bill Milner); huérfanos de padre y madre. El hecho inevitable de su cumpleaños número dieciocho va a traer aparejado cambios en el comportamiento de Rachel que empieza a cuestionar la permanencia en ese lugar en ruinas y sobre el que pesa una maldición que, lamentablemente, nunca se revela. Cuesta no remitirse a esa gran película de 1961, dirigida por Jack Clayton que fue Los Inocentes (1961). Existen motivos de sobra para intentar hacer algunas analogías. En ambos films los personajes principales son dos niños huérfanos que ven fantasmas; en las dos películas estas apariciones tiene que ver con personas cercanas a ellos —el cochero y la cocinera en Los Inocentes, los padres y parientes lejanos en Los Inquilinos—; en ambos casos la película empieza y termina con una canción infantil — claro propósito que tiene un solo motivo: erizarnos la piel cuando la escuchamos (en las películas de terror, las canciones infantiles cantadas por niños actúan como una letanía siniestra)—; en las dos películas hay un clara tendencia al incesto y en ambos casos uno de los hermanos muere. Hay muchas coincidencias más que hacen que Los Inquilinos parezca una mera copia, pero convengamos que las influencias literarias o cinematográficas son inevitables, y más cuando el tema a tratar —el gótico— está ceñido a ciertas pautas que es imposible no respetar. Brian O´Malley parece ser un apasionado de las historias de terror gótico y Otra Vuelta de Tuerca (1898), el libro de Henry James en el que está basada la película Los Inocentes, no puede ser desconocido, tanto el libro como la película, para este amante de un género que todo el tiempo se está reinventando. Claro que aquí no hay una institutriz ni ama de llaves que estén a cargo de la mansión, sino dos niños que pasan sus días rodeados de un paisaje de ensueño y, a la vez, terriblemente desolador. Algo que el Romanticismo del siglo XIX tuvo como idea excluyente en toda su literatura y que volcó, con la irrupción del cine, a los escenarios que se montaron para la recreación de dicha estética. Los inquilinos es una exhaustiva compilación de todos los tópicos del género que se inició con El Castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole y que tuvo su mejor exponente en las novelas de Anne Radcliffe. Castillos y mansiones derruidas, escaleras que parecen a punto de venirse abajo, tormentas imprevistas, cuadros de antepasados, vegetación exuberante y lujuriosa, lagos o estanques, apariciones malignas, rechinar de maderas, puertas que se cierran solas. Todo este rosario de situaciones y elementos que desarrolló el gótico desde la época dorada, con Radcliffe a la cabeza, hasta el canto de cisne de Melmoth, el errabundo (1820) de Charles Maturin, aparece a lo largo de toda la película de O´Malley. Y no solo eso, a esta gran cantidad de tópicos hay que añadirle las innumerables citas hacia el cuento popular y literario como Caperucita Roja —Rachel se pasea por el bosque con una capucha y una canasta en la mano—, La Cenicienta —Rachel tiene que regresar a su casa antes de la doce o su vida corre peligro o a las historias de amor trágicas de Poe que se evidencia cuando Rachel corteja a su pretendiente rodeada por las lápidas de sus antepasados. Si bien la fotografía de Richard Kendrick es muy cuidada en cuanto a crear una atmósfera bella y sombría, lo que adolece esta obra de terror gótico es de un buen guión. Podemos estar en presencia de una muy buena puesta en escena, pero si la trama es poco creíble, hasta los actores parecen desprovistos de esa verosimilitud que necesita toda historia, aunque estemos hablando de fantasmas y aparecidos. La verosimilitud en el caso de los géneros de terror, fantástico o ciencia ficción, corre por otros carriles. En este caso se nota que muchas de las acciones de los personajes son forzadas lo que provoca que la trama se resienta y caiga, por momentos, en hechos totalmente incoherentes. La escapatoria de dos mujeres que habían sido rodeadas por un grupo de hombres dispuestos a todo, es totalmente inverosímil. Claro que si no hubiese sido así, no podría seguir la historia. Aquí es donde se nota la solución más fácil y cómoda. El famoso deus ex machina, el pasaje a otro momento de la trama después de haber solucionado el anterior de una manera cuasi infantil. Hay tantos de estos recursos en la película que termina por caer en el absurdo. No olvidemos que si algo agotó al género gótico, fue precisamente este tipo de atajos narrativos. Sabemos que los niños están encerrados en esa mansión por una serie de normas que tienen que cumplir: tres preceptos dados por sus padres para que sus vidas se mantengan a salvo: estar en su cama antes de la medianoche, no permitir el ingreso de extraños en la casa y no intentar escapar. Es así que los hermanos viven en un estado de permanente angustia, tratando de no quebrantar esas leyes transmitidas de generación en generación. Una trama que bien podría haber escrito la gran novelista norteamericana Shirley Jackson. Si bien hay una clara metáfora del paso de la niñez a la vida adulta —la madurez sexual, la búsqueda de libertad y el cuestionamiento de las obligaciones impuestas por los mayores—, el guión de David Turpin es endeble y solo es llevadero por los lúgubres y logrados escenarios en donde transcurre. Y aunque existe otra lectura posible, como la de la liberación de Irlanda del yugo inglés —en este caso Rachel sería la que encarna a esa Irlanda que se subleva a los mandatos ancestrales y rompe las cadenas del sometimiento al decidir dejar la mansión— me parece una idea un poco rebuscada. Aunque algo de esto deslizó el director cuando presentó la película en el 50 Festival de Cine Fantástico de Sitges. Palabras más, palabras menos, Brian O´Malley también aclaró que su meta era hacer una obra estéticamente oscura, centrándose más en la fotografía y en recrear los ambientes propios del Romanticismo, dejando de lado todo lo demás. Es cierto que hay una predisposición a profundizar la historia mediante el pretexto de una guerra que no se muestra pero que el soldado Dessie (un inexpresivo Moe Dunford) demuestra mediante su pierna amputada, o el abogado de la familia Birmingham (un demasiado extrovertido David Bradley) que visita la casa para anunciar a los hermanos que su fortuna está prácticamente agotada y que la única salida es vender la mansión para pagar sus deudas, pero no es suficiente. La que se lleva todos los aplausos es la actriz española Charlotte Vega —curiosamente empezó su carrera con una serie de terror filmada por 12 estudiantes de la ESCAC de Barcelona, llamada Los Inocentes— que sobrelleva sobre sus hombros todo el peso de la película, y lo hace con convicción, talento y una buena dosis de lirismo. Los Inquilinos es una película que cumple con todos los requisitos del género, pero para no sucumbir en la trampa en la que cayeron las novelas góticas del siglo XIX —repetición de clichés y lugares comunes— tendría que haber dado una vuelta de tuerca, al mejor estilo Henry James, para no caer en el olvido.
Si hay algo que le gusta al director griego Yorgos Lanthimus es provocar. Basta con ver sus dos películas anteriores —Canino (2009) y Langosta (2015) — para darse cuenta que sus idea de acción y reacción poseen un trasfondo que pueden resultar perturbadores, absurdos y crueles, pero siempre utilizando a la metáfora como un motivo en sí mismo. En El sacrificio del ciervo sagrado (2017) —otra alusión al reino animal, aunque aquí está totalmente justificado— lo hace a partir del primer fotograma. Luego de unos eternos segundos de pantalla en negro, la primera imagen que aparece ante nuestros ojos es el primer plano de un corazón latiendo, dentro del cuerpo de un paciente, con su ritmo acompasado, con los bordes de la herida desflecados, con el instrumental quirúrgico acomodando, removiendo, con la sangre manchando las sábanas del quirófano, es decir, una muestra que anticipa que cualquier cosa puede salir de la mente de este director para que irrumpa en la vida monótona y predecible de una familia burguesa que vive en uno de los tantos suburbios elegantes de los Estados Unidos. En El sacrificio del ciervo sagrado, y tal como lo hiciera en Canino, también se recrea un mundo cerrado que es “contaminado” por una fuerza externa. Un azote de dimensiones bíblicas que escapa a toda lógica y razón. Y lo curioso es que los protagonistas de dicha hecatombe familiar y emocional actúan como meros espectadores pasivos de su propia debacle existencial. Es como si el exabrupto, el desahogo, la furia descontrolada no sirvieran de nada. Las cartas están echadas, el oráculo ha hablado, de nada sirve lamentarse de forma irracional porque precisamente la razón es la que se encuentra ausente. Algo así sucedía también en Langosta, en donde Colin Farrel —el mismo actor que en El sacrifico del ciervo sagrado— actuaba de manera medida, como si lo que ocurriese a su alrededor no pudiese ser cambiado más allá de ciertas reglas a cumplir. En este caso toda la familia involucrada parece aceptar el desenlace que va a llegar. No hay forma de escapar a él. Esto lo sabían muy bien los personajes de los mitos griegos. Algo a lo que Lanthimos apela en esta película: una relectura del mito de Ifigenia, la hija del rey Agamenón quién fue sentenciada al sacrificio por su propio padre para aplacar la ira de la diosa Ártemis quien había montado en cólera porque soldados del ejército de Agamenón habían osado matar a uno de los ciervos de su bosque sagrado. Hubo allí un vaticinio de Calcas, el oráculo oficial que aquí se repite en labios de uno de los protagonistas. He aquí la importancia del oráculo como una sentencia inapelable, que no es otra cosa que una seguidilla de infortunios para aquél que haya cometido algún desliz que provocara la ira de los dioses. Esto vale aclararlo porque el film de Lanthimos va más allá del fantástico. Si bien las hechos que van aconteciendo a medida que transcurre la historia no tienen una razón lógica, están un paso más allá del mero quiebre de la realidad. Aquí existe una relectura sobre la justicia, ya sea la de los mitos griegos y sus castigos no exentos de perversidad o la bíblica con la cruel sentencia que dictamina que el que a hierro mata, a hierro muere, es decir, la naturaleza humana sometiéndose a la idea que tenemos de un ajuste de cuentas que nos viene dado desde que el mundo es mundo. Luego de la primera escena del corazón latiendo, vemos al cirujano Steven Murphy (Colin Farrel) caminando por un pasillo del hospital, en donde trabaja con su colega, el anestesista Matthew (Bill Camp), enfrascados en una conversación sobre trivialidades que no concuerdan en absoluto con la operación que acaban de realizar. Una secuencia que nos remite a esa conversación tan fuera de contexto que mantenía John Travolta y Samuel L. Jackson en Pulp Fiction (1994) de Quentín Tarantino en donde hablaban de las “pequeñas diferencias”, precisamente aquellas que tenían los nombres de las hamburguesas Cuarto de Libra de Burger King en Estados Unidos y en París, lo interesante es que esto sucedía antes de que vayan a matar, como buenos sicarios que eran, a una de sus víctimas. En la película de Lanthimos los médicos no hablan de hamburguesas, hablan de las “pequeñas diferencias” entre una malla de metal y de cuero para un reloj de pulsera. Situaciones comunes de personas acostumbradas a un estilo de vida que a nosotros se nos escapa, de hecho no somos cirujanos, ni mucho menos sicarios, pero este es el elemento cotidiano que le gusta mostrar al director griego. Algo así como la calma antes de la tormenta. Y esa tormenta viene de la mano de Martin (Barry Keoghan) que, tras su padre muerto en la sala de operaciones —Steven fue el cirujano a cargo de la operación— logra entablar una relación con el médico que, como veremos más adelante, se convierte para ambos en una obsesión. Para el médico una expiación a la culpa que arrastra desde esa operación fallida, pero para Martin no es ninguna especie de trastorno psicológico. Es una obsesión que tiene una única meta: entrar en la vida tranquila y sosegada del médico para derrumbar a su familia desde adentro, provocando una implosión que no tenga otra alternativa que una elección. ¿Elección a qué? ¿Elección a quién? Bueno, ese es el momento clave de la historia, es cuando el cirujano va a tener que decidir. El oráculo ha hablado, y lo hizo a través de Martin. “Es lo más parecido a la justicia que se me ocurre”, le dice al médico y “amigo” luego que lo acusara sin ningún tapujo que su padre murió por su culpa, que fue asesinado por haberlo operado en estado de ebriedad. A partir de entonces, todo se transforma en una pesadilla. Tanto Steven, como Anna (una actuación memorable de la siempre enigmática Nicole Kidman) y sus hijos, Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic) se verán atrapados en un laberinto sin salida. Un símbolo que viene a cuento si hablamos de que todo se parece a una gran tragedia griega. La sentencia está firme, solo resta saber cómo será cumplida para satisfacer la furia divina. En este sentido el papel de Martin (un actor irlandés en continuo ascenso) vendría a ser el de Ártemis. Todo parece ser montado como una gran obra de interpretación. Tanto es así que el propio Martin le dice a Steven, antes de arrancarse un pedazo de carne de su brazo con los dientes, “¿Lo entiendes? Es metafórico. Es simbólico”. Una toma de posición del director para que su película sea leída en esa clave. Lanthimos vuelve a incomodarnos con una película que desborda —valga la paradoja— una violencia contenida, en que el terror se visualiza más en el clima logrado que en las actuaciones de los personajes. Un matrimonio de médicos —ella es oftalmóloga— en que ven cómo la ciencia y la razón caen en el precipicio de lo arcano, de lo inefable, de lo ancestral. Por segunda vez vemos a Colin Farrel en una película de Lanthimos y por segunda vez vemos a la misma dupla de actores —Farrel y Kidman— quienes habían actuado en The Beguiled (2016) de Sofía Cóppola. La fotografía es de Thimios Bakatakis, asiduo colaborador de Lanthimos, ya que fue su director de fotografía en Canino y en Langosta. La música de El sacrificio del ciervo sagrado es otro de los aciertos de la película. Las partituras de música clásica de Bach y Schubert logran imprimirle un toque de ceremonia religiosa a esas travesías por los pasillos de un hospital que por momentos parecen los mismos —está filmada con el mismo criterio estético que lo hiciera Stanley Kubrick en El Resplandor (1980) — por los que transitaba el pequeño Danny Torrance en el Hotel Overlook. Y por el otro lado, la atmósfera lograda por Lachey Arts Choir en Carol of the Bells, Sigfried Plam con Cello Concerto y Olen Krysa & Torleif Thedeen con Rejoice terminan por darle el toque terrorífico que impregna gran parte de la película. Una obra por demás oscura, con tintes fantásticos y siniestros, con una angustia que va creciendo en ritmo y con la complicidad de una familia entera en que no tienen más remedio que acatar el sacrificio de una culpa que le es ajena. Otra gran apuesta de este director griego que incomoda con un cine revulsivo, incómodo y totalmente original.
Ridley Scott vuelve a las pantallas con una de sus películas más oscuras y desangeladas de toda su producción. Si bien en Blade Runner —por tomar un ejemplo de estética oscura y desapasionada— los personajes se movían en un mundo lúgubre, lluvioso y apocalíptico, existía una cuota de humanidad y poesía en sus pensamientos y acciones. La paloma soltada por uno de los androides segundos antes de morir, es una de las escenas más bellas de todos los tiempos. En Todo el dinero del mundo (2017), no estamos en el futuro, no es una distopía rupturista, ocurre en los álgidos años 70 —precisamente en el año 1973— y sin embargo todo sucede dentro de un clima opresivo y asfixiante. No hay redención ni para unos ni para otros de los protagonistas de la historia. Es como si el dinero contaminara todo parea corromper el alma misma de la película. Por eso su frialdad, claro que eso es lo que se propone Ridley Scott: un film en donde los billetes pasan a formar parte de la misma existencia, metafórica y literalmente hablando, ensuciando todo a su paso. La historia está basada en Painfully rich: the outrageous fortune and misfortune of the heirs of John Paul Getty del escritor John Pearson algo así como “Dolorosamente rico, la desorbitante fortuna y las desgracias de los herederos de John Paul Getty”. Y eso es preciosamente lo que merodea toda la película: el dolor. El dolor existencial de J. Paul Getty en desear todo el dinero del mundo —de hecho llega un punto en que se convierte en el hombre más rico del planeta— para darle un sentido a su vida. Toda obsesión por algo o alguien demuestra como ese algo o alguien lo domina y pasa a formar parte de una meta: el querer más de lo mismo. Como una droga, el dinero inoculado en grandes dosis por el negocio petrolero pasa a convertirse en su único horizonte. El dinero y los objetos, no así la empatía con las personas, que para él siempre terminan defraudándolo. La historia comienza cuando al nieto de J. Paul Getty (Charlie Plummer) es secuestrado. Una secuencia presentada en los primeros cinco minutos de proyección. Aún no sabemos nada de la familia de Getty. La película los irá presentando mediante el recurso de varios flashbacks en donde vemos a un Getty mucho más joven negociando la extracción de petróleo con los árabes —es a partir de allí en que comienza a amasar toda su fortuna—, la vida en pareja de su hijo John Paul Getty Jr. (Andrew Buchan) con Gail Harris (Michelle Williams), la declinación de esta pareja que parece tenerlo todo y a la vez no tiene nada más que un apellido ilustre, la separación, la vida bohemia de quién sería luego John Paul Getty III, hasta que llegamos al momento en que comienzan las negociaciones por el pago del rescate del joven secuestrado en Roma, por un grupo de raptores italianos que piden nada menos que 17 millones de dólares para devolverlo sano y salvo. Lo que nadie sabe —el grupo de secuestradores, la prensa, el común de la gente— es que la madre del joven secuestrado no tiene el dinero que le exigen, es más, no tiene dinero alguno. “Yo no soy una Getty, solo me casé con uno”, dice en algún momento. El padre del chico no es más que un espectador y permanece al margen, sumido en su mundo de adicciones. Por lo que todas las miradas son dirigidas al magnate —el abuelo— dueño de un imperio difícil de calcular. “Si eres capaz de poder contar cuánto dinero tienes, entonces no eres multimillonario”, dice en una entrevista para la revista Palyboy. Una persona que en el transcurso de la película —y de las negociaciones— se hace más y más invulnerable a toda demostración de clemencia de parte de su nuera. Para Getty su hijo es un fracasado consumido por las drogas, su nuera una inservible que le sacó la custodia de su nieto. Según su lógica empresarial, si hay alguien que tiene que llevar a cabo la negociación —porque para él todo es negocio— es él. Contrata a su hombre de confianza y asesor en seguridad para que investigue el caso y lo solucione siempre y cuando no se exceda en los gastos, esto incluye el pago del rescate. La angustia de la madre (una actuación demasiado medida de Michelle Williams para el drama por el que atraviesa), se acrecienta con el correr de los días. Getty parece insobornable. “Tengo 14 nietos, si pago el rescate de uno de ellos, tendría 14 nietos secuestrados”, declara en una improvisada rueda de prensa. La madre desesperada por conseguir el dinero, el agente de seguridad, quien a mitad de la película y a espaldas del propio Getty, decide ayudarla, el nieto que ve peligrar su integridad física a medida que los reclamos de los captores son desoídos —de hecho van bajando la suma hasta llegar a los 4 millones de dólares, claro que para Getty es como pedirle 100— van sumando nuevos y nuevos fracasos, tanto desde el lado de los raptores como desde el lado de la familia. “¿Cuánto está dispuesto a pagar por el rescate de su nieto? Nada”, dice a una prensa azorada que logra acorralarlo cuando la situación toma estado público. Lo cierto es que esta maraña de situaciones y conflictos familiares obedecen a una única razón: saber quién tiene el poder de dominar al otro. ¿Gail a su suegro? ¿Getty a su nuera y a los secuestradores de su nieto? ¿El grupo de secuestradores a Getty? ¿La opinión pública al imperio Getty? Ridley Scott, acostumbrado a filmar monstruos de otras galaxias, nos presenta uno bien terrenal. La monstruosidad teñida de verde dólar, la del desapego total de una mente rencorosa por haber sido vencido en el pasado. No olvidemos que Gail ganó la custodia de su hijo a cambio de renunciar a la fortuna de su suegro. Si bien en su momento a Getty esto le pareció un buen negocio, no pudo olvidar que fue engañado. “Siento que me está estafando, pero no sé de qué manera”, dijo en la audiencia para discutir si el pequeño Getty III se quedaba con su padre devastado por las drogas y el alcohol o con su madre. Un thriller sórdido, con una fotografía de Dariusz Wolski sombría y deprimente y la música de Daniel Pemberton que acompaña con buenos temas de la época. Merece una mención especial el increíble trabajo de Christopher Plummer, que fue contratado a último momento para ocupar el papel que tenía Kevin Spacey —borrado de la película por los escándalos de abuso sexual que se filtró en la prensa— y que logró una nominación al Oscar por su caracterización de un personaje totalmente despreciable. Mark Whalber, en el papel de Fletcher Chase, el jefe de seguridad que se encarga de las negociaciones, protagoniza las secuencias en donde se transmite un poco de nervio cuando decide tomar partido por la sufrida Gail Harris. Una historia, en definitiva, que siempre tuvo todos los elementos para ser llevada al cine y que a más de 40 años logra hacerlo un director que, entre la saga de Alien y Blade Runner, logra movilizarnos una vez más con una película de alto impacto psicológico, aunque no logra deslumbrar por el lado pasional. “Ser un Getty es algo extraordinario. Tenemos su aspecto, pero no somos como ustedes. Es como si fuéramos de otro planeta, donde la fuerza de la gravedad es tan potente que doblega la luz”, dice la voz en off del nieto de John Paul Getty antes de ser secuestrado. Ridley Scott, sin darse cuenta filmó otra gran película sobre extraterrestres, aquellos que se creen superiores a la raza humana y que gravitan algunos centímetros por arriba del suelo. Sus alas están hechas de billetes, claro que siempre habrá alguien dispuesto a encender uno de sus bordes.
Con esta premisa, el director uruguayo Gustavo Hernández —director de La casa muda (2010) considerada la primera película uruguaya de terror— junto al guionista Juma Fodde dieron forma a la película No dormirás (2018), una coproducción entre España, Uruguay y la Argentina. Tantos países involucrados, no solo nos permiten ver las actuaciones de españoles y argentinos por igual sino que juega un papel fundamental en cuanto el cuidado que pusieron en la ambientación, las logradas locaciones y una estética muy por encima del nivel medio al que estamos acostumbrados a ver en el cine de género rioplatense. - Publicidad - Ambientada en 1984, época de teléfonos públicos, videocaseteras y moda a lo New Romantic, la trama se desarrolla en Santa Regina, un Hospital Psiquiátrico abandonado. Las razones son varias. Alma Bohn (excelente actuación de la actriz española Belén Rueda) es una reconocida directora de teatro que intenta crear una de sus últimas performances y llevarla a un nivel que nadie se atrevería a traspasar. Lo hace por varios motivos: en primer lugar su última obra fue un fracaso y de esta manera quiere redimirse con su público, en segundo lugar está dispuesta a llevar a cabo una puesta en escena basada en un diario íntimo escrito por Dora Vigna, una paciente que estuvo internada en el Hospital Psiquiátrico —de ahí que quiera hacer la obra dentro del mismo edificio— y que murió tras un incendio en uno de sus pabellones y en tercer lugar, aunque esto se develará al final de la película, este último desafío —tal como le pasó a Mozart con su Réquiem— sería el broche de oro a su vida como artista. Para lograr esto, se propone utilizar lo que ella denomina “El método”, es decir empujar a un elenco de actores, previamente seleccionados, más allá de sus propios límites y de su propia realidad. Para esto no necesita estimularlos con drogas alucinógenas, es más, les provee de una alimentación sana y les hace realizar ejercicios aeróbicos para que mantengan un buen estado de salud. ¿Cómo lograrían ese estado de irrealidad? Muy sencillo: deberán evitar por todos los medios posibles (café, baños de agua, sacudones, etc.) caer vencidos en las garras del sueño. Nada más fácil, y nada más aterrador. Más cuando cada ocho horas, el hijo de la directora —parte también del elenco— toma fotografías Polaroid a los actores para tener pruebas de que están despiertos. Un grupo de teatro experimental llevado al extremo. Una recreación del llamado Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud, en que el poeta y dramaturgo francés buscaba lograr una propuesta radical que sorprenda e impresione a los espectadores mediante situaciones impactantes y perturbadoras, basándose en una violenta determinación física para destrozar la falsa realidad. Claro que Alma Bohn va más allá de la teoría y utiliza técnicas más persuasivas. Si bien este tipo de métodos ultrajantes había sido desarrollado —aunque desde otro enfoque— en la soberbia película Whiplash (2014) en donde un profesor de música amedrentaba a sus alumnos con golpes, amenazas e insultos para que dieran lo mejor de sí, en este caso la entrega no viene por el esfuerzo físico de ensayar, ensayar y ensayar hasta el colapso sino, por el contrario, viene por el lado de dejar que el umbral de la percepción se vaya acercando —por la falta de sueño— lenta e inexorable para, llegado el caso, traspasarlo y transformarse en una especie de zombis que no actúen por sus propios medios sino que adquieran la “conciencia” de otro ser. Una apuesta de por sí original. Si en la película Pesadilla en Elm Street (1984) las víctimas adolescentes no querían dormir para no enfrentarse con el asesino que los acechaba en los sueños, aquí la idea es no dormir para ocupar precisamente ese lugar, el de Freddy Kruger, el asesino serial. Es la actuación llevada al punto de ser el mismo espíritu el que lo haga, no el actor o la actriz en cuestión. El actor solo sería el cuerpo prestado para dicho fin, el envase, la cáscara. Alma Bohn cree que es la única manera que la actuación deje de ser una mera ficción. Es la misma idea que tuvo Borges al escribir el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”. La consigna no es escribir tal como lo hubiera hecho Cervantes en pleno siglo XVI, sino escribir aquí y ahora como Cervantes mismo. En una secuencia Alba Bohn remite a un tópico muy instalado en el imaginario colectivo: no hay creación sin locura. Es una idea que viene del Movimiento Romántico y que hoy resulta algo envejecida, aunque es bien sabido que las emociones extremas son las que producen los hechos artísticos más destacables. Pero, ¿hasta dónde está dispuesto a llegar el artista para ser reconocido? Este es uno de los mensajes que pueden leerse entrelíneas, ¿existen límites morales, psicológicos o legales para salir del anonimato y alcanzar una meta deseada? Como en la película Cisne negro (2010) del director Darren Aronofsky, hay también aquí una sesgada competencia entre dos postulantes para llegar a lo que un director artístico quiere: que su pupilo sea el mejor, que sea el cisne negro. Hay aquí también un conflicto entre la protagonista principal —la aspirante a ser la titular de la obra— y uno de sus padres. La madre en el caso de Cisne negro, el padre en No dormirás. A Nina (Natalie Portman) le empiezan a cubrir las plumas negras cuando se convierte en lo que siempre había deseado: ser la número uno en El Lago de los Cisnes. ¿Bianca (Eva de Dominici) logrará traspasar ese límite para convertirse en la cabeza del elenco de una obra que no comprende del todo? A Nina ese papel le cuesta la vida. ¿Qué pasará con Bianca? Ambas películas están encuadradas dentro del suspense psicológico. No es para menos, lo que plantean, tanto Darren Aronofski como Gustavo Hernández, es que para destacarse en alguna disciplina artística no importan las barreras que se interpongan. Tanto el profesor de música Terence Fletcher, como el director de ballet Thomas Leroy y Alba Bohn, la directora teatral, instalan este mandamiento en su conciencia que como un virus los va a ir contaminando hasta poseerlos por completo. ¿Pero a quién benefician con este tipo de acoso psicológico: a sus alumnos o a su propio ego? Una de las cosas interesantes del film es que todos son actores haciendo el papel de actores, es decir, todos, en cierta manera están actuando. La vida diaria que la compañía de teatro comienza a llevar detrás de los muros del Psiquiátrico podría ser una gran puesta en escena en donde todos están confabulados. ¿Quién dice la verdad? ¿Qué ocultan con cada silencio? ¿Quién es quién? Bianca ignora todo esto y es la única actriz del elenco que parece ser la única cuerda en una casa de locos. ¿Cuánto de lo que ve, siente y oye es verdad? Son muy acertadas las escenas en donde lo que está ocurriendo podrían ser los desvaríos de una mente en estado de shock, de fragilidad emocional, de una inminente locura. Nosotros, como espectadores, también caemos en esa incertidumbre. ¿Qué hay de cierto en todo lo que vemos? ¿Es esto lo que sucede después de estar más de cien horas sin dormir? ¿Cómo puede saber si está despierta o está soñando? No dormirás es un gran soplo de aire fresco para las películas de género, algo que tan bien conocen las industrias de Hollywood, pero que en nuestro país —como en Uruguay— no logran cuajar del todo, y caen en películas mediocres, estereotipadas y faltas de sentido artístico. Es verdad que en No dormirás hay un gran número de clichés —paredes escritas, sobresaltos para mantener en alerta al espectador, cajitas de música, estética gore en los pasillos iluminados con la luz de las velas, etc— pero lo que está demostrado es que se puede lograr una buena obra, muy bien filmada, con buena edición y música acorde al clímax propuesto. Ganas e ideas no faltan. No olvidemos que It, la película de terror más exitosa —a nivel mundial— del 2017 estuvo filmada por un director argentino: Andrés Muschietti. Claro que contaba con un presupuesto multimillonario, pero Valerian (2017) de Luc Besson, también tuvo una producción millonaria y fue un fracaso de público y de crítica. Parafraseando a Los Beatles: el dinero no puede comprar amor, y tampoco talento. Como ejemplo a la inversa tenemos al éxito sin precedentes de The Blair Witch Project (1999). Sólo costó 22 mil dólares (nada) y recaudó a nivel mundial 448 millones de dólares (mucho). ¿Qué sucedió? Había una muy buena idea por detrás. Lógicamente se necesitan buenos actores para que la trama salga airosa y en este caso los hay y muy buenos. Además de Belén Rueda, sobresale la protagonista principal Eva de Dominici —Premio Sur a la Mejor Revelación Femenina— en el papel de Bianca que logra llevar a cuestas la casi totalidad del film con primerísimos planos que acentúan una belleza que se va degradando —por la falta de sueño— a lo largo de toda la película. Eugenia Tobal hace gala de su larga trayectoria actoral en un papel que apuntala allí en donde es necesario. La actuación de un irreconocible Germán Palacios está desaprovechada, podría haber tenido una incursión más extensa, ya que conocemos su grandes dotes actorales. Natalia de Molina, la otra actriz española en el papel de Cecilia, hace lo correcto: la de compañera misteriosa que esconde más de lo que Bianca supone y Juan Manuel Guilera es el personaje siniestro que logra perturbar con su sola aparición; un papel medido e inquietante. Susana Hornos, por el contrario, juega el papel del desborde, de la locura y de la psicopatología llevada al extremo. Si bien es cierto que hay algunas fallas en el guión —en cuanto a la verosimilitud de algunas acciones— No dormirás es una muy buena apuesta a un tipo de cine que mantiene al día de hoy muchos prejuicios en nuestro país. España, uno de los países que intervienen en este film, ha logrado en los últimos años vencer esos dilemas con películas muy interesantes como La habitación del niño (2006), El orfanato (2007), Rec (2007), Mientras duermes (2011), Los ojos de Julia (2010), Mamá (2013) o Verónica (2017) por nombrar solo algunas películas de terror de la última década. En Argentina todavía debatimos si el cine de género debe ser tenido en cuenta. Una discusión que ya ha sido zanjada hace mucho tiempo en los países que tienen una importante obra cinematográfica. Aunque se han estrenado —o están en proceso de producción— películas como Hiperinsomnia (Gabriel Grieco), Relicto (Laura Sánchez Acosta), Aterrados (Damián Rugna), Los olvidados (Hnos. Onetti) y Necronomicón (Marcelo Schapces), las películas argentinas de terror todavía están lejos del gran público. Hay mucho camino por recorrer. No dormirás es un buen paso para seguir adelante.
¿Cómo era ser artista a principios de siglo XX? Para el hombre: ser poseedor de un espíritu sensible, de un alma iluminada y producir muestras de admiración entre sus pares y en la sociedad en que se desenvolvían. Para la mujer: una pérdida de tiempo, una lucha de clase y de sexo y promover una rebeldía que chocaba contra los preceptos básicos de su existencia: ser esposa y madre. - Publicidad - Para reinvindicar en parte las injusticias de una época en donde la mujer que leía, escribía o pintaba era mal vista, el director alemán Christian Schwochow logra invertir el foco y la visibilidad de los protagonistas de una historia ocurrida en 1893, en Bremen, Alemania. Para ello, realza la figura de Paula Becker por sobre la de Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin y Camille Claudel, que tuvieron la suerte de convivir en aquellos años. Si bien con el paso del tiempo la figura de estos artistas se afianzaron dentro del panorama cultural a través de sus obras, antes de eso, la pintora Paula Becker había sido reconocida luego de su muerte para luego caer nuevamente en el olvido. Por eso es importante esta película, para exponer a la gran Paula Becker, una de las representantes más precoces del expresionismo alemán, bajo la luz de nuestros días. A Paula solo le bastó catorce años para producir más de 700 lienzos y un millar de dibujos y bocetos. Murió muy joven, a los 31 años de edad, víctima de una embolia pulmonar. No fue famosa en vida y tal como pasó con Vincent Van Gogh, vendió solo un par de pinturas a algunos familiares y amigos. Su obra se agigantó después de su muerte como le ocurre a cientos y cientos de artistas a lo largo de la historia. Tal parece que no somos capaces de adelantarnos a nuestros propios prejuicios. Es raro en un ambiente en donde el arte parece estar siempre un paso adelante de la sociedad misma. Claro que siempre existen otros factores. En el caso de Paula, ser artista mujer era un obstáculo que sortear entre un mundo de hombres que veían a la mujer, y especialmente a la mujer artista, como un ser disminuido intelectualmente. ¿Cómo podían producir algo de calidad si su intelecto no se los permitía? Si seguían sosteniendo esas fantasías bien podían ser internadas en el manicomio acusadas de padecer lo que para su tiempo era una enfermedad moderna: egoísmo exacerbado, morboso y totalmente alejado de la realidad. Por eso en las escuelas de arte los hombres iban a tomar clases gratis y las mujeres tenían que pagar. Una manera de decir que los hombres iban a trabajar para la posteridad y las mujeres iban a vacacionar. Y, obviamente, para disfrutar del privilegio del ocio, había que pagar. Ir más allá en cuanto a sus aspiraciones artísticas era tomado como una especie de histeria que había que tratar y erradicar. Eso es lo que ocurrió cuando Paula acudió a la estancia para pintores de Worpswede. En un primer momento la idea era pasar unas dos semanas de vacaciones y de paso tomar algunas clases de pintura con Fritz Mackenzen (Nicki Von Tempelhoff) para de ahí dirigirse a París para buscar un trabajo de niñera. Parece que Paula encontró entre los antiguos alumnos de la Academia de Dusseldorf su inspiración y motivo para decidirse a pintar y superar a los mismos hombres que caminaban arrogantes entre sus atriles con miradas despectivas y soberbias o, en el mejor de los casos, eran llamadas para que sostengan sus paletas de color. No ocurrió eso con Otto Modersohn (Albrecht Schuch), un pintor que daba clases en la Academia y que fue cautivado por la manera de ver la realidad que tenía esa alumna nueva a través de sus enérgicos golpes de pincel sobre sus telas. Terminaron casándose y apoyándose mutuamente. Claro que el pensamiento machista de la época seguía con toda su fuerza y el mismo Otto era incapaz de ver el estilo innovador de su esposa. Paula cansada de tantos desprecios se va a París, lugar de reunión de artistas, como lo sería muchos años después en la segunda oleada de intelectuales que desembocaron en los años 20. Allí se reencuentra con su amiga de los tiempos de la Academia, Clara Westhoff (Roxane Duran) que trabaja en el taller de Rodin y que se había casado con Rilke. De hecho, uno de los retratos más conocidos del poeta alemán fue hecho por la misma Paula Becker en su taller. Es así como el director Schwochow traza en su film la vida de esta pintora a través del trabajo estupendo de la actriz Carla Juri. Una actriz que trabajó en la película Blade Runner 2049 y que posee una gestualidad parecida a la de Audrey Taotou en el papel que realizó la actriz francesa para Amelie (2001). Los paisajes y las locaciones son luminosas y bellas y el romanticismo del paisaje otoñal se ve enfrentado a la desolación y muerte del paisaje invernal, por ejemplo en donde Paula descubre a una de sus amigas muertas bajo el hielo. Una fotografía acorde con un film de estas características gracias a la lente sensible de Frank Lamm, nominado por este film al Premio del Cine Alemán a la Mejor Fotografía. Paula es más que una película sobre el arte, es una película sobre la búsqueda de un sueño, de cómo ese sueño puede lograrse a pesar de las piedras puestas en el camino. Muchas de esas veces, los artistas no logran ver sus frutos en vida, pero para ellos lo importante es haberlo intentado. Morir con el arte impregnando cada poro de su cuerpo es lo mejor que les puede pasar. Es lo que hacía Paula antes de ponerse a pintar. Cuando los demás artistas comenzaban a retratar lo que tenían enfrente ni bien tenían el pincel o la carbonilla en la mano, Paula se tomaba su tiempo; un tiempo exasperante para los demás y que para ella era imprescindible para empaparse con el modelo: un símbolo, no una mera realidad, que sublimaba con su sentimiento, no con su intelecto, para volcarla finalmente en su lienzo. Cuando esto es así, cuando para los artistas lo que prima es esa gran fuerza interior, el tiempo les da la razón y sus obras toman el centro de la escena en un vaivén pendular que no cesa nunca. Paula Becker fue aclamada en su momento, olvidada después, quizás porque tomó ímpetu la obra del poeta Rilke (interpretado por Joel Basman), las esculturas de Rodin o Camille Claudel, pero hoy vale la pena volver a ella. Una artista que inauguró una nueva manera de pintar, de mirar, de pensar. Su vida estuvo entre los preceptos que imperaban por aquellos tiempos no tan lejanos: ser madre (lo consiguió a los 30 años de edad) y ser artista (también lo consiguió, aunque no tuvo el tiempo necesario para desplegarlo en toda su magnitud. Según la biógrafa Ellen Oppler sus últimas palabras fueron ¡Qué lástima! Una verdadera lástima para alguien que pudo haber dado mucho más de sí. Aunque es cierto que siete años antes había escrito en uno de sus diarios una suerte de premonición: Sé que no voy a vivir mucho tiempo. ¿Pero esto es algo triste? ¿Una fiesta es mejor porque dura más tiempo? Si bien la película de Mackensen se torna algo melodramática con la irrupción de un supuesto amante italiano que conoce en París —nunca documentado—, el film es necesario para admitir que siempre estamos subvalorando a cientos de genios que quedan en el olvido. Paula Becker-Modersohn fue uno de ellos. Aunque nos queda el consuelo de que a 130 años de su muerte, podemos apreciar la totalidad de su obra en el Museo Paula Modersohn-Becker en Bremen, Alemania; el primer museo en la historia dedicado íntegramente a una artista mujer.
Asesinato en el Expreso de Oriente, Kenneth Branagh Por Miguel Silva -24 noviembre, 201700 Compartir en Facebook Compartir en Twitter Un tren —el Expreso de Oriente—, una travesía, Atenas-París, un asesinato en uno de los vagones de primera clase, doce pasajeros, un detective que se encuentra allí por pura casualidad y una duda: ¿quién es el asesino? Pero antes de eso habría que preguntar, ¿quién es el asesinado? Con estas premisas, en 1934, la escritora Ágata Christie sorprendió a los amantes del género policial, con una de sus más brillantes novelas de misterio. - Publicidad - Asesinato en el Expreso de Oriente es su novela número 14 y la octava en donde aparece el emblemático detective Hércules Poirot. Fue llevada al cine por Sidney Lumet en 1974 con un reparto multiestelar, tanto o más que en esta nueva versión. En la película de Sidney Lumet se codeaban actores de la talla de Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Jaqueline Bisset, Sean Connery, Anthony Perkins, Vanessa Redgrave y Albert Finney como el detective Poirot. En la versión de Kennet Branagh, que además de dirigirla personifica al detective, la producción de Ridley Scott no escatimó en gastos. Veamos: Johnny Deep es el gángster asesinado; Michelle Pfeiffer, la viuda; Penélope Cruz, una misionera; Williem Dafoe, el historiador y Judi Dench, la condesa, entre otros actores menos conocidos que encarnan al mayordomo, al conde, a la criada, al doctor, a la institutriz, a la princesa y al asistente. No vamos a entrar en las inevitables comparaciones con el film de Sidney Lumet, pero sí con el libro en que se basó esta nueva versión de uno de los clásicos de Ágata Christie, la novelista más vendida de todos los tiempos después de Shakespeare y La Biblia. Según las versiones de la época, el argumento del libro está basado en un hecho real ocurrido en Inglaterra en 1932. Es el disparador de donde parte el resto de la trama: el secuestro de la pequeña hija de la familia Armstrong, que se narra en la ficción, sucedió con el hijo de la familia Lindbergh. A pesar de haberse pagado el rescate, el pequeño fue encontrado muerto. Esto nos lleva a un sujeto llamado Cassetti, probable secuestrador y asesino del pequeño. ¿Qué tiene que ver Samuel Ritchett, víctima fatal en el Expreso de Oriente con Cassetti? Investigar su pasado, después de muerto, es lo que lleva al detective a averiguar qué pasado turbio escondía la víctima y, como parte de su pesquisa, qué pasado esconden cada uno de los pasajeros. Otro de los elementos que aprovechó Ágatha Christie para su novela fue el hecho de que el Orient Express, un tren que ella misma tomó en 1928, quedó varado en febrero de 1929 por una ventisca de nieve cuando atravesaba Turquía, tal como ocurre en su historia. Todo esto, sumado a una ingeniosísima trama en donde conjugó doce personalidades diferentes llevó a la escritora a montar un mecanismo de relojería que luego desmonta sin que quede ningún cabo suelto. Tal es así que se ha dicho que el asesinato de Samuel Ratchett hubiera sido el crimen perfecto si no estaba en el tren Hércules Poirot, y por supuesto, el ingenio de su creadora. La película de Keneth Branagh es preciosita en el detalle, en la ambientación, en la iluminación y en la caracterización de los personajes. Los planos se diversifican para ganar originalidad en cuanto a que todo está filmado dentro del tren mismo. De todos modos, hay algunas secuencias externas en donde el paisaje nevado otorga una estética majestuosa tanto a las montañas como al mismo tren que, no nos olvidemos, es un personaje más. El film comienza en Jerusalén, más precisamente en el Muro de los Lamentos. Allí vemos al detective Poirot en acción. Resuelve, mediante su inteligencia, el robo de un cofre. Hay tres sospechosos: un sacerdote católico, un musulmán y un rabino. La nota de humor está en haber puesto las tres religiones en el banquillo de los acusados. Mediante la lógica, el inefable Poirot logra descubrir, para asombro de todos, quién es el ladrón. Su mundo es así de perfecto y lógico. Y se encuentra cómodo en él; es su esencia, su forma de vida. Nada puede estar fuera de lugar en ese mundo deudor, si se quiere, del Siglo de las Luces, ni siquiera la corbata de sus interlocutores a quienes les cuestiona constantemente su falta de simetría. Esta secuencia, aislada del resto del filme, es solo para darnos un perfil del detective, una mezcla entre Auguste Dupin y Sherlock Holmes. Una eminencia conocida en todo el mundo. Y es por esta misma razón que el gángster interpretado por Johnny Deep lo increpa en el vagón restaurante para que descubra quién quiere asesinarlo. Tiene motivos para estar asustado, alguien le deja notas intimidatorias. Claro que Poirot no accede a dicho pedido. “No acepto, no me gusta su cara”, le dice sin tapujo. A la noche, Ratchett aparece asesinado. A partir de entonces, Poirot tiene que deducir quién fue el asesino. Una tarea ardua; un claro ejemplo de asesinato en un cuarto cerrado, como la famosa novela El Misterio del Cuarto Amarillo (1907) de Gastón Leroux. Como en una torre de Babel, cada uno de los pasajeros del tren representan una nacionalidad diferente: Estados Unidos, Inglaterra, Francia, India, Rusia, Alemania, Hungría, Suecia e Italia se congregan en un sinfín de oficios y profesiones. Claro que todas pueden ser falsas, como sus nombres, como sus motivos para estar en ese tren, como la amabilidad que ostentan para con el detective que apareció sin que nadie lo hubiese requerido. El único había sido Ratchett, pero ya no se encuentra entre los presentes. Si bien la primera parte de la película es un poco confusa y algo tediosa, pasada la primera hora, cuando el tren queda varado por un alud de nieve y el desenlace se precipita urgido por el poco tiempo que queda para resolver el crimen antes de ser rescatados, el film toma impulso con las intervenciones magistrales de Michelle Pfeiffer y del mismo Kennet Branagh. Como en un cuadro de Leonardo da Vinci, una vez terminada la investigación, todos los sospechosos, como si fuesen los doce apóstoles, son puestos como si estuvieran posando para el cuadro La última Cena. Allí, en un paraje helado como el Cocito, ese río congelado del infierno de Dante son comunicados por el investigador belga de sus conclusiones. Más de uno, sino todos, se verán sorprendidos por la astucia del detective. Más allá de ser una película de suspenso, de misterio o policial, es una película en dónde se plantea hábilmente el mundo gris en el que vivimos. El mensaje pareciera ser que no hay blancos y negros. Ni siquiera en la justicia. Ni siquiera en la moral o en la ética. Esto es lo que descubre Hércules Poirot de manera devastadora. Un ser que todo lo resuelve a base de ingenio, una persona que se maneja con las garantías que le da su propia lógica, en donde no hay vida para los tibios o los grises, se da cuenta que estaba equivocado. Creo que este es el gran hallazgo de la película y del libro: no podemos juzgar a nadie desde nuestra concepción de justicia cuando no sabemos cómo actuaríamos nosotros mismos ante una situación similar. En este sentido la emoción y el desconcierto del personaje que encarna Keneth Branagh es muy parecido al que interpretó como Kurt Wallander en la serie de Netflix, el policía existencialista creado por el escritor sueco Henning Mankell para su saga de 12 libros. Los ojos llorosos de Poirot, al final de la película, cuando todas sus creencias se derrumban, es el tiro de gracia a su propio ego. Si bien resuelve el crimen, no se alegra por ello, al contrario, se siente abatido y dispuesto a ocultar el resultado de su investigación a las autoridades. No se puede adelantar nada. Por respeto a los que no leyeron el libro ni vieron la película, pero más que nada por respeto a no perderse los tramos finales en donde se muestra con toda crudeza cómo la ecuación de uno más uno no siempre es dos. Las primeras estrofas del tema Believer con el que se difunde el tráiler de la película, son muy elocuentes con respecto a lo que quiere transmitir el cambio de paradigma del detective: Antes que nada, primero voy a decir todo lo que tengo en mi cabeza. Estoy destrozado y cansado de cómo han sido las cosas. Cómo han salido las cosas. Segundo, no me digas lo que creas que puedo ser. Palabras de un tema de la banda Imagine Dragon que Ágatha Christie bien pudo haber puesto en boca de Hércules Poirot, el atribulado detective, cuando descubre que la venganza es un plato que se sirve frío.
Mucho se ha hablado de la última película de Sofía Coppola, El Seductor (2017), como si nos encontráramos con una versión nueva de la que protagonizó Clint Eastwood en 1971, bajo el mismo título y basada en el libro A Painted Devil (1966) de Thomas Cullinan. - Publicidad - Si bien las comparaciones son inevitables, Sofía Coppola dejó bien en claro que lo suyo no fue una remake sino una recreación de la película de Don Siegel. Lo que quiso lograr la directora, además de una mirada totalmente invertida del film original, parecería ser, desde mi punto de vista, una reivindicación hacia los personajes de su primera película, Las Vírgenes Suicidas (1999), también basada en un libro, en este caso de Jeffrey Eugenides. De hecho, una de las actrices principales, Kirsten Dunst, actriz fetiche de Sofía Coppola, actúa en las dos películas, como Lux, una de las adolescentes Lisbon en Las Vírgenes Suicidas y como Edwina Morrow una de las maestras de la escuela para señoritas regida por Miss Farnsworth —papel interpretado por Nicole Kidman— en El Seductor. A Sofía Coppola le atraen las historias con mujeres encerradas, aisladas y solas. Un microcosmos en donde las fantasías más exacerbadas y siniestras pueden desembocar en el más cruel crimen pasional: el propio o el ajeno. Por eso me parece válido comparar El Seductor —el título más adecuado sería El Engañado— con la trágica historia de las hermanas Lisbon. En ambos casos todas las protagonistas se unen para un mismo fin: la muerte violenta. En ambos casos todas viven en una realidad que no comprenden: el conflicto de la adolescencia en las cinco vírgenes suicidas y la soledad de una vida que se les escapa a las siete mujeres (algunas todavía niñas) abandonadas a su suerte en medio de la Guerra de Secesión Norteamericana. Podríamos citar también a María Antonieta (2006), tercer film de Coppola, también protagonizada por la omnipresente Kirsten Dunst. En este caso, la reina consorte de Francia y de Navarra además de ser un símbolo de la decadencia monárquica, es un símbolo del aislamiento en un mundo que corría por otros carriles— como les sucede a las hermanas Lisbon y a las mujeres de la Academia Farnsworth—, un mundo que les es ajeno y que llegado el caso va a jugar el papel de enemigo al que hay que doblegar sin importar los métodos utilizados. Volviendo a las analogías, en Las Vírgenes Suicidas la historia se asemeja a un siniestro cuento de hadas en el ámbito de una familia acomodada; en El Seductor es un oscuro cuento de fantasmas en los umbríos bosques del sur de los Estados Unidos. Un territorio muy bien retratado por la prosa de grandes escritores como Carson McCullers, Flannery O´Connor y William Faulkner a través de lo que se denominó literariamente como gótico sureño. Autores que vislumbraron otra Norteamérica, la profunda, la que no sale en las guías turísticas, la de la violencia subterránea, la del racismo apenas disimulado y la del alcoholismo como bálsamo para apagar los demonios internos de sus habitantes. El gótico sureño es una derivación del terror clásico protagonizado en su gran mayoría por mujeres. Tenemos el caso del personaje Merricat, la asesina de Siempre hemos vivido en el castillo (1962) de Shirley Jackson; Bertha Mason, la incendiaria de Jane Eyre (1847) de Charlotte Brönte y la Emily de Una Rosa para Emily (1930) de William Faulkner. La trama de El Seductor comienza cuando Amy (Oona Lawrence) recolecta hongos en los bosques de Virginia —en ese momento uno de los estados confederados— con una canasta (claro homenaje a Caperucita Roja). En su paseo encuentra a un soldado herido (Colin Farrell). Pero no es un héroe caído en desgracia, es un desertor y un representante de los estados abolicionistas del norte, un soldado de la Unión, es decir, un enemigo. Así y todo, la pequeña Amy lo lleva a la mansión desprovista de hombres y esclavos, en donde pasa sus días y en donde sietes mujeres —maestras y estudiantes— lo reciben, lo curan y lo mantienen cautivo. ¿Por qué no lo entregan? Bueno, lo interesante es que todas quieren ayudarlo a su manera. Se avivan pasiones reprimidas en las mujeres adultas, se despiertan deseos sexuales en las adolescentes como Alicia (Elle Fanning) y su presencia provoca una visión ingenua, como de príncipe azul, en las más niñas. De pronto, el seductor se vuelve el seducido y se ve envuelto en una telaraña en donde cada una de las siete mujeres (otra clara alusión a los cuentos para niños, en este caso a Blancanieves) saca a relucir sus propias apetencias personales. Es como si las adolescentes de la primera película de Coppola ya no se resignaran y se dejasen arrastrar hacia una muerte absurda y sin sentido, sino que ahora están fortalecidas, maduras —las niñas en cuestión parecen adultas, de hecho la más pequeña es la que propicia el desenlace del destino del soldado— y con una soterrada sed de venganza. A medida que pasa el tiempo y sus heridas van sanando, el soldado John McBurney decide quedarse en la Institución. No es para menos, afuera lo espera la corte militar por haber desertado. Pero lo que McBurney no logra adivinar es que adentro de la Academia Farnsworth lo acechan otros peligros. Las venenosas rivalidades entre sus salvadoras van a impedir que se vaya, aunque quisiera hacerlo. De pronto, el nuevo huésped parece no dar crédito a una situación que lo supera. Cae en una red de especulaciones y secretos, conspiraciones y siniestras muestras de cortesía. Las actuaciones de todo el elenco, principalmente de Nicole Kidman y Kirsten Dunst son impecables, medidas, casi minimalistas, en donde el poder de la mirada es más eficaz que una sobreactuación. Colin Farrell no es Clint Eastwood, tampoco la directora quiso darle un papel tan preponderante como tuvo el actor de Harry el Sucio (1971). Para Sofía Coppola el soldado está como un mero disparador de lo que realmente importa: la tensión reprimida que sufren un grupo de mujeres aisladas que siguen educándose entre sí, marginales —a pesar de su condición de clase alta— de una nación a la que rememoran a través del lejano retumbar de los cañones y que siguen a rajatabla las prácticas religiosas con rezos y oraciones al que se dedican con un entusiasmo desganado y, por si fuera poco, con su status quo amenazado por las tropas enemigas. Por este film, Sofía Coppola ganó el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes, el segundo al que dieron a una mujer en toda la historia del Certamen. El primero y el único había sido para la rusa Yoliya Solntseva en 1961 por la película La epopeya de los años de fuego. La fotografía de Philippe Le Sourd es preciosista, con escenarios alumbrados solo con la luz de las velas, una estética muy parecida a la de Barry Lyndon (1975), esa gran película de Stanley Kubrick quién también había decidido iluminar las escenas solo con luz natural. Penumbras que bien le hacen a la película de Coppola, sumándole un matiz misterioso e inquietante acorde con la sensación de peligro; un peligro externo e interno que mantiene en vilo a esas mujeres solitarias por tener al enemigo en su misma casa, aunque claro, depende de quién cuente la historia.
Si hay algo que no puede sucedernos después de ver una película de Darren Aronofsky es quedar indiferentes. Tales son las inquietantes propuestas, en cuanto a trama y estética, que este director norteamericano propone película tras película. Es así que Pi, el orden del caos (1998), Réquiem para un sueño (2000), La Fuente de la Vida (2006) y El Cisne Negro (2010), por nombrar solo algunas, provocaron, tras sus respectivos estrenos, una catarata de aplausos y abucheos por igual. Hay quienes lo consideran un genio y los que lo tildan de hacer psicologismo barato. Lo que sí está latente en todas sus obras es la semilla de la obsesión. Una semilla que, una vez germinada, destruye a sus propias criaturas sin contemplación alguna. En algunos casos logran redimirse, en otros caen víctimas de su propio caos mental. En el caso de ¡Madre!, Aronofsky no deja la obsesión de lado, pero le adiciona tantas lecturas posibles que esta manifestación psicosomática adquiere tantas interpretaciones que escapan a una primera y única visión. Algo así sucedía con La Isla Siniestra (2010), de Martin Scorsese, cuando la última vuelta de tuerca, al final de la película, daba pie para verla de nuevo, ya que todos los detalles que nos habían pasado desapercibidos volvían a resignificarse. - Publicidad - Disfrazada de película de terror gótico —una casa solitaria, largos pasillos, sótanos oscuros, pisos que crujen, paredes que laten, manchas de sangre, es decir todos los tópicos propios del género—, ¡madre! es mucho más que eso. Si bien el terror se apodera de Jennifer Lawrence, y de nosotros como espectadores, la historia está atiborrada de simbolismos y analogías que vale la pena destacar. Podemos dilucidar, entre muchas lecturas posibles, tres viables: Lo que sucede entre un poeta que sufre una crisis de inspiración y su mujer en el papel de musa expectante —que lo acompaña desde un amor incondicional hacia él y hacia la casa en donde viven— cuando el deseo desesperado de su esposo por ser reconocido, hace trizas la convivencia. Una alegoría sobre el génesis bíblico en donde se retrata al mismísimo Paraíso —de hecho hay una secuencia en donde nombran así el lugar en donde viven— en donde ella (re) crea la casa —incendiada en un pasado remoto— con pintura y arquitectura nueva, y que se va viendo amenazada por oscuras fuerzas externas que van a desembocar en el Armagedón. Y, por último un descarnado alegato en contra de la destrucción del Medio Ambiente. Parecerían tres lecturas imposibles de compatibilizar en una sola película, pero hilando muy fino vemos que en los tres casos está presente el concepto de la creación. Creación literaria —el poeta como demiurgo de su propio mundo—; la creación divina —ella como decoradora de un solitario Jardín del Edén— y la destrucción de la Naturaleza, es decir la destrucción de la creación. Los tres caminos están abiertos. Está en cada uno de nosotros elegir cuál camino tomar, o, en su defecto, transitar los tres a la vez. Esto es lo fascinante en las obras de Aronofsky: su capacidad para incomodarnos con el recurso del metalenguaje, la intertextualidad y el simbolismo puro y duro. De hecho hay un claro homenaje a la película El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polanski, a quién admira, en cuanto al papel de los personajes. En los dos casos una pareja siniestra irrumpe en la vida tranquila de los protagonistas, pero con un cambio significativo entre una y otra. En la película del director polaco, Mía Farrow engendraba al diablo, en ¡madre!, Jennifer Lawrence da a luz al Mesías. Sin entrar en muchos detalles, la historia podría resumirse de la siguiente manera: la vida casi perfecta de Jennifer Lawrence (madre) y Javier Bardem (Él) —en ningún momento se nombran—, se ve trastocada por la aparición de un desconocido, Ed Harris en el papel de hombre, un doctor enfermo que es hospedado sin el consentimiento de la dueña de casa. Al otro día aparece la esposa del doctor, (Michelle Pfeiffer), en el papel de mujer, que invade el terreno virtuoso de la casa y se mete en lugares indebidos. Es muy clara la analogía entre un Adán, que aparece primero en el Paraíso y Eva, que viene después. Una vez instalados en el Edén, la fascinación que experimenta la mujer del doctor por una piedra que atesora el marido de Jennifer (el fruto prohibido) es una perfecta analogía a la manzana del pecado. Es ella quién lo arrastra al hombre para que contemple ese diamante en bruto que a pesar de su supuesta dureza es tan frágil como la misma casa en donde se asienta. A los pocos días entran en escena los hijos de ambos que no serían otros que Caín y Abel. A partir de entonces todo se desvirtúa. Empiezan a llegar de la nada decenas de personas que invaden y destruyen la casa —la Naturaleza, el Paraíso— sin importar los ruegos de su dueña. No solo la invaden sino que la vacían de alimentos, la despojan de muebles, se llevan partes de ventanas y marcos de puertas como recuerdos. Es así que van destruyendo todo a su paso, en un intento de demostrar hasta qué punto la Humanidad depreda los recursos del lugar que los recibe sin importar las consecuencias. En este punto la película de Aranofsky entra en otro universo: el caótico, el desmesurado, el violento. Solo el embarazo de madre, luego de que los intrusos son echados por las súplicas a un marido que parece adorar a sus huéspedes —siguiendo la lectura religiosa, no podía ser de otra manera ya que Él sería nada menos que Dios y sus huéspedes no serían otra cosa que sus creaciones—, logra imprimirle un poco de sosiego al mundo idílico que alguna vez había sido. Pero es por poco tiempo. La llegada del hijo de Lawrence y Bardem impacta no solo a sus padres sino a los seguidores del poeta que ven en su hijo un símbolo de adoración. Pero, claro, las multitudes fanáticas convierten y subvierten la paz espiritual que habían logrado y todo se trastoca. Luchas entre diferentes seguidores, represión por parte de fuerzas de choque, muertes, fundamentalismos, campos de concentración, rituales que rozan lo pagano. Todo este aquelarre de imágenes se despliega, aunque parezca mentira, dentro de las paredes de lo que alguna vez fue la morada de madre y Él, esa casa pacífica, llena de luz y sosiego, ubicada en medio de una naturaleza todavía virgen. No se puede adelantar más sin caer en un laberinto del que costaría salir. Sí, se puede decir que la tensión angustiante de un principio —una marcada primera parte que bien podría responder al Antiguo Testamento— nos lleva a la segunda parte de la película y nos sumerge en el desborde más crudo y surrealista, que bien podría remitir al Nuevo Testamento, con liturgias, eucaristía, la muerte del Mesías y finalmente el Apocalipsis. Ya no hay escapatoria. Asistimos, a través de los ojos de madre, como se va desmoronando, literal y metafóricamente, la casa, la paz, el orden en medio de los fanatismos que como plagas van destrozando todo a su paso. Filmada en 16 mm, el director de fotografía (Matthew Libatique) nos regala una visión oscura y “granulada” de los primerísimos planos de Jennifer Lawrence. A modo de un revulsivo documental —esa fue la idea al filmarla en un formato utilizado en las crónicas periodísticas— el punto de vista de toda la película está centrado en lo que ve la actriz, una memorable Jennifer Lawrence, que acrecienta —en las dos horas de proyección— una sensación de claustrofobia, de tensión constante, de angustia hasta en los momentos más calmos. La filmación, cámara en mano, propicia esa impresión. Una película intensa, visceral, desmesurada, que bien podría haberse llamado Génesis, con el aditamento de algunas secuencias del más puro cine gore, y con un final que sorprende por su circularidad. Un desenlace en el que el cosmos y el caos, aunque sean antagonistas, se necesitan mutuamente.
Unión Soviética. Año 1989. Días previos a la caída del Muro de Berlín. En este contexto de agitación política y social se desarrolla la película “Atomic Blondie”, traducida en nuestro país simplemente como “Atómica”. Basada en el comic “The Coldest City” de Antony Johnston y Sam Hart, esta película dirigida por David Leitch llega a las pantallas de Buenos Aires abriéndose paso a puño limpio. En esta ocasión, Charlize Theron, ganadora del Oscar de la Academia por la película “Monster”, es la protagonista principal de una historia de espionaje. Espionaje tal como se podría concebir en plena Guerra Fría; un conflicto diplomático que había comenzado al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Con cientos de misiles nucleares de un lado y del otro de la Cortina de Hierro, tanto los Estados Unidos y sus aliados como la Europa del Este —Unión Soviética y Alemania Oriental— habían conformado una telaraña de espías, agentes secretos e infiltrados que actuaban en ambos bandos. Cabe destacar que esta suerte de acontecimientos históricos, sociológicos y hasta psicológicos, promovieron una serie de interesantes novelas que bien podríamos considerar como un subgénero, la novela de espías, alejada del policial clásico inglés y del policial negro norteamericano; Tom Clancy, John Le Carré y Ken Follet fueron sus mejores exponentes. La historia que nos ocupa, como toda historia de agencias secretas, es compleja y nada es lo que parece. Una trama enrevesada en donde los dobles espías (topos en la jerga interna del mundo del espionaje) se encuentran camufladas en las mismas entrañas de los servicios secretos. La misión de Lorraine Broughton (Charlize Theron), agente del poderoso M16 inglés, es recuperar una lista que pone la descubierto las identidades de todos los espías infiltrados en la Alemania del Este y en la Rusia comunista. Para ello deberá internarse en Berlín y buscar a su contacto, David Percival (James McAvoy). Este contacto la va a llevar a Spyglass (Eddie Marsan), el único que tuvo la lista en su poder y que pudo memorizarla. Nadie sabe a ciencia cierta dónde se encuentra la lista original. Por eso es tan importante sacar vivo a Spyglass. Es la única alternativa de recuperar dicha información. También es imprescindible encontrar dicha lista para que no salga a la luz y desate una Tercera Guerra Mundial. Por eso la envían a la implacable Lorraine, para enfrentarse a todo y a todos. Esta es la base de la trama. De esta manera, la agente del M16, experta en espionaje y en combate cuerpo a cuerpo, va a ir desgranando los pormenores de la misión que le fue encomendada por sus superiores. La película se centra en esclarecer hechos pasados que al parecer no han quedado resueltos. Es así que nos vamos enterando de los entretelones de su misión a través de un interrogatorio para nada amable que le hacen sus jefes superiores. La película es un enorme flashback. El tiempo presente está encapsulado dentro de un cuarto vidriado y monitoreado por altos mandos de la Corona Británica. Si ella oculta algo, nosotros tampoco lo sabremos, estamos en igualdad de condiciones que sus interlocutores. Tenemos que creerle, o tal vez no. Y este es uno de los aciertos del guionista Kurt Johnstad, ya que logra hilvanar una historia al estilo de la serie “True Detective” —en donde también la trama se iba desenvolviendo a través de un interrogatorio— compuesto por la memoria selectiva de la protagonista que va avanzando desde el intimismo resolutivo hasta su expansión final. Hay agentes de la KGB, de la CIA y del M16. Hay agentes encubiertos, dobles y hasta triples. No voy a decir quién es quién pero todo se complica aún más cuando el film va avanzando. Así y todo, no es difícil de seguir las traiciones que realizan todos contra todos. De eso estamos hablando, del mundo del espionaje en todo su esplendor, en donde no se puede confiar en nadie. Mención aparte merece una espectacular plano secuencia de más de diez minutos de duración en que Lorraine es atacada, a esta altura ya no sabemos a quiénes responden sus atacantes, y se defiende con todo lo que encuentra a mano. Desde sartenes, aparatos de teléfono, sacacorchos, rollos de cables y puertas de heladeras. Sin riesgo de caer en la exageración podemos asegurar que es una de las mejores secuencias de cine de los últimos tiempos. Una coreografía ultraviolenta y majestuosa en donde la cámara va de un lado a otro sin que se evidencie ningún tipo de corte o montaje. Eso es lo que parece. Si bien hay indicios de que estuvo editada digitalmente, la secuencia no deja de parecer lineal e impecable. Es imposible pensar que fue rodada en una única toma, por la brutalidad, el gran despliegue físico aportado por todos los actores y el movimiento de cámaras, pero así y todo, la sensación de que estamos ante una escena sin cortes es sencillamente magistral. Sin dudas, un gran trabajo de Elisabeth Ronaldsdóttir, la directora de edición. No hay que olvidar a los actores secundarios como John Goodman y Toby Jones, como los interrogadores oficiales, sin olvidar a Sophia Boutella, la espía francesa que se enamora de su par británica. Uno puede o no estar de acuerdo con el uso desmesurado de la violencia en el cine, pero en este film uno no puede menos que tomar partido por la rubia Lorraine, quién hace un papel impresionante y combina a la perfección el lado letal de su personaje con una figura desbordante de sensualidad. Una sensualidad que se va cayendo a pedazos a medida que los golpes, las caídas y las patadas van transformando su cara y su cuerpo en un conjunto lastimoso de moretones, cortaduras y magulladuras. Y, por supuesto, no falta toda la parafernalia estética y psicodélica de la época. Luces de neón, bailes desenfrenados en lugares atiborrados de punks y una banda sonora que acentúa ese paroxismo de la mano de The Clash, Public Enemy, New Order y Depeche Mode. Claro que también hay otros referentes más pop como Queen, George Michael y David Bowie. Lamentablemente el tema Sweet Deams de Eurythmics no está en la película, a pesar de que sí está en los trailers. La mejor película del año, junto a “Dunkerke”, dicen algunos críticos. Una de las mejores joyas que nos han dado el cine en los últimos tiempos, dicen otros. Charlize Theron, la bomba atómica del cine contemporáneo, exclaman muchos. Exageraciones aparte, sin dudas estamos ante un film cautivante y arrasador. Charlize Theron (también productora del film), parece haber encontrado una faceta de heroína a la altura de una Uma Thurman del “Kill Bill” de Tarantino. En este caso, en el film de David Leitch no hay que buscar un producto intelectual o con arrebatos filosóficos. De hecho hay un guiño para los amantes del cine de acción y es cuando la pantalla en donde se está proyectando Stalker —film netamente existencialista de Andrei Tarkovsky—, es totalmente destrozada por efecto de la lucha entre Lorraine y sus perseguidores. Aquí no hay más que pura acción, parece decirnos el director. La existencia pasa por otro lado, no por la mente, sino por el cuerpo, y cuanto más expuesto esté, mejor. Lo que queda claro es que “Atómica” no apunta a nada más que a subirnos a una montaña rusa y dejarnos a merced de una vorágine de pura adrenalina.
aravillas. Maravillas humanas. Maravillas animales. Animales fantasmagóricos. Nunca sabes si existen de verdad o solo existen en la imaginación. - Publicidad - A esto apunta el documental El Bosco, el jardín de los sueños, a escaparnos de nuestra realidad cotidiana para sumergirnos en un paisaje onírico que fue creado hace más de 500 años. El título del cuadro en cuestión es El jardín de las Delicias y parece ser una gran metáfora en sí misma. Su autor es Hieronymus Bosch, pintor holandés conocido como El Bosco. No se sabe la fecha exacta de su nacimiento, de qué murió y en qué año. No se sabe a ciencia cierta cuándo fue realizada esta obra, si en su etapa joven o adulta, no se tiene un registro detallado de sus pinturas por lo que es difícil discernir cuáles son suyas y cuáles fueron realizadas por sus imitadores ya que El Bosco no acostumbraba a firmar sus obras. Recordemos que la Edad Media fue una época de autores que se copiaban en cadena sin citarse y no existían los derechos de autor en ninguna disciplina artística. Y por si fuera poco existen enormes lagunas en la documentación de su vida que lo vuelven aún más misterioso. El semblante de este artista enigmático solo aparece en un grabado hecho por Cornelis Cort, colaborador de Tiziano, en donde, debajo del retrato y a modo de pie de página, escribe: ¿Qué ven, Hieronimuus Bosch, tus ojos atónitos? ¿Por qué esa palidez en el rostro? ¿Acaso has visto aparecer ante ti los fantasmas de Lemuria o los espectros voladores de Érebo? Se diría que para ti se han abierto las puertas del avaro Plutón y las moradas del Tártaro, viendo como tu diestra mano ha podido pintar tan bien todos los secretos del Averno. Algo de eso hay en las pinturas de este artista holandés: una especie de revelación a un universo de bestias y humanos que deambulan en paisajes tan extraños que parecen de otro planeta. De hecho lo han acusado de pertenecer a una secta esotérica, de cripto-cátaro y de alquimista. Más cercano al surrealismo que al realismo típico de la época, la originalidad de El Bosco no estriba en que haya imaginado seres monstruosos —había infinidad de ellos en los marginalia, arte utilizado por los iluminadores en los manuscritos medievales— sino en haberlo llevado como figuras centrales en obras de grandes dimensiones para ser exhibidas al gran público. El Bosco, el Jardín de los sueños es un proyecto audiovisual dirigido por José Luis López Linares y patrocinado por el Museo del Prado y la Televisión Española. A través de los testimonios de escritores de la talla de Cees Noteboom, Laura Restrepo, Michael Onfray, Orhan Pamuk y Salman Rushdie; de filósofos como Michael Onfray, cantantes, directores de orquesta, historiadores del arte, una soprano, un dramaturgo, un dibujante de cómics y hasta una neurocientífica, estos artistas, científicos y pensadores tratan de descifrar desde sus diferentes disciplinas la enorme polisemia de este tríptico. Un tríptico que en su época solo podía ser visto cerrado ya que se abría en momentos especiales. De esta manera podía vislumbrarse un mundo plano —según las creencias de la época— incoloro y sin vida. La fuerza y la policromía de los matices, los arrebatos sensuales de sus figuras blancas y el destino al que esa misma libertad de acción y pensamiento aguardaría en el más allá, era posible verlo en contadas ocasiones. En los tiempos actuales el cuadro es exhibido abierto y en todo su esplendor. De esta manera podemos ver que en la primera tabla del tríptico aparece un Adán y Eva libres del pecado original; en la parte central se despliega el jardín propiamente dicho —en donde transcurre el desenfreno de todas las criaturas humanas— y un paisaje terrible y oscuro aparece como epílogo en la última tabla, llamada también Infierno Musical —la música profana estaba considerada una guía hacia el pecado— que cierra, de esta manera, el recorrido visual. Y este es el recorrido que José Luis López Linares nos propone hacer. El film comienza con los rostros asombrados de los espectadores. Luego, a partir de las figuras que vamos viendo en detalle, se desatan una serie de interrogantes que solo pueden ser respondidos de manera difusa y aproximada. Nada en la obra de El Bosco, que el film disecciona como una suerte de autopsia artística, está sujeto a una interpretación absoluta. Todo en él es una enorme alegoría. En su libro de ensayos Arte y Belleza en la Estética Medieval (1987), Umberto Eco dice: El cristianismo primitivo había educado en la traducción simbólica los principios de la fe; lo había hecho por motivos de prudencia, ocultando, por ejemplo, la figura del Salvador bajo el aspecto del pez para eludir, a través de la criptografía, los riesgos de la persecución. A partir de entonces, ya con la simbología cristalizada en el imaginario colectivo medieval, el mundo en su conjunto se transforma en un símbolo a descifrar. El jardín de las Delicias es precisamente eso, un gran tapiz pictórico y simbólico, exuberante de seres y animales que parecen salidos del sueño más febril y en donde todo está sujeto a la resignificación. En donde el unicornio, animal fantástico y adoptado como símbolo de pureza, se vuelve más real que el tigre o la jirafa. El hombre árbol, el árbol de la vida, los cientos de animales —algunos realmente monstruosos—, las grotescas poses de las personas, un cuchillo saliendo de un par de orejas, parejas encerradas en burbujas, un hombre pez devorando humanos, infinidad de frutas exuberantes —se le ha llamado también El Cuadro de las Fresas—, elementos de tortura, fuentes de agua cristalina, edificios en llamas, pueden simbolizar conceptos tan vastos que, paradójicamente, puede, a su vez, no representar nada. Podría ser el simple delirio de un pintor con un exacerbado sentido del humor. Hay una secuencia en el documental en donde el director realiza una interesante analogía entre los grupos aglutinados del cuadro con las concentraciones populosas de los conciertos de Woodstock, tanto unos como otros parecen estar en estado de éxtasis. Es uno de los momentos en que la cámara se desplaza fuera del cuadro para centrarse en otros ámbitos. Lecturas hay infinitas. Tantas como las 40.000 personas que pasan a diario por la sala del Museo del Prado en donde es exhibida. Mención aparte merece la elección de la banda sonora. Si bien no podía estar ausente la música clásica como los temas Primavera y Verano de Vivaldi bajo la dirección del increíble Max Ritcher, es un hallazgo encontrar Il Sogno: Oberon and Titania orquestado por la London Symphony Orchestra y Elvis Costello y un tema netamente pop como lo es God and Monsters en donde Elizabeth Woolridge Grant, más conocida como Lana del Rey canta muy acertadamente: En una tierra de dioses y monstruos yo era un ángel, viviendo en el jardín de la maldad, herida, asustada, sin hacer nada de lo que necesitaba, brillante como un faro ardiente. Narrado en off por el profesor Reindert Falkenburg, que hace las veces de hilo conductor de la película, la propuesta del documental es seguir promoviendo lo que se supone fue su misión didáctica original: promover la conversación (conversatio) de los presentes en torno al cuadro. Si bien el público ha cambiado en su manera de interpretar el mundo en estos últimos cinco siglos, el mismo Falkenburg sentencia una idea que perdura hasta nuestros días: el Bosco ha sido capaz de crear una máquina que enciende la imaginación del espectador e incita a la interpretación sin siquiera darnos una pista. En definitiva, El jardín de las Delicias como cuadro y El Bosco, el Jardín de los Sueños como película, son ventanas en donde solo se encuentran interrogantes. Las respuestas son tantas como tantos ojos pueden verla. Esta película es un buen acercamiento para seguir maravillándonos con una obra inclasificable que el paso del tiempo, no solo no la clarifica, sino que la vuelve cada vez más inexplicable. En BAMA Cine Dirección: Av. Pres. Roque Sáenz Peña 1145, Buenos Aires