Victoria, una película que ya estuvo este año en el BAFICI y vimos en el Festival de Cine Alemán, llama al aplauso por el remarcable logro de su producción: una sola toma (plano secuencia) de dos horas y veintitantos minutos en una noche de Berlín que involucra más de veinte locaciones –un bar, una cafetería, un garaje, autos, una terraza, las calles- contenidas en la corta distancia de un par de cuadras a pie y unos pocos minutos en auto en las solitarias calles de la madrugada. El producto de un mes y medio de ensayos para los actores, que fueron improvisando sus líneas de dialogo a partir de un tratamiento de unas catorce páginas, que hacía las veces de estructura y puntapié, hasta que dieron forma a sus personajes en un, presumiblemente, todo más coherente respecto de cómo empezó el proyecto. Los actores, Laia Costa, Frederick Lau, Franz Rogowski, Burak Yigit, Max Mauff, son carismáticos, amigables y elásticos durante la primera parte donde la protagonista, Victoria, es solo una chica en un bar que Sonne trata de seducir con su manera despreocupada y su actitud de yo-no-fui, invitándola a seguir la noche junto a él y su grupo de amigos, Boxer, Blinker y Fuss, que ya a la salida del bar están intentando meterse a un auto ajeno mientras lo reclaman suyo medio en tono de chiste, medio con la expectativa de que la posibilidad de llevarse el auto verdaderamente exista. Después Sonne y Victoria roban unas cervezas a un cajero inmigrante que duerme en el almacén para ir a tomarlas en la terraza de un edificio en el que ninguno de los amigos vive. Victoria se toma todo esto en diversión, aunque amenaza con irse en cualquier momento porque tiene que abrir la cafetería para la que trabaja en unas pocas horas y espera poder dormir un poco antes de hacerlo. Lo que sirve perfecto a los planes de Sonne para hacer que ella se quede, condensando lo que en otras circunstancias habría sido una conquista más lenta, pero que entre tomar algo y pasarla bien consigue una súbita intimidad en unas docenas de minutos que encuentran su mejor momento dentro de la cafetería, a la que Victoria lo invita para que finalmente pasen un rato a solas, donde Sonne, que estuvo tomando alcohol todo este tiempo, con esa contradictoria festividad que hace su forma de seducción, pide que ella le haga una chocolatada. Ahí es que Victoria se sienta a tocar el piano y deja que los sentimientos más oscuros sobre su pasado se escapen entre las notas mientras toca el Vals Mefisto de Franz Liszt. La escena es interrumpida por Boxer, y ese será el final de esta disfrutable rareza de hang-out movie para convertirla en una película de atracos y lovers on the run que, ahora sabemos, fue la intención todo este tiempo y solo tuvo la suerte de haber empezado bien y de manera impredecible, hasta que convirtió su toma única parcialmente improvisada en la encarnación de un descenso al underworld de unos gangsters, deudas de favores entre ex convictos y futuras traiciones, de violencia, donde la inocente Victoria, que solo quería pasarla bien, al igual que Sonne y sus amigos, que dicen ser buenas personas que ocasionalmente hacen cosas malas, se meten en serios problemas, mientras que la película, dirigida por Sebastian Schipper, los apoya todo el tiempo dándoles el crédito de que “las cosas salieron mal”, escondiendo la preocupante imagen de la incondicional lealtad masculina que no se hace preguntas sobre las causas y consecuencias, una actitud que es una reminiscencia estremecedora viniendo de una película alemana, y sirve de oportunidad a Victoria para llenar su forma fatalista de pensar (“solo el diez por ciento de los músicos de conservatorio se convierten en profesionales”, ¿qué más se puede hacer?) y se somete a una observación falsa sobre la necesidad de la libertad -sus decisiones no son la ejecución activa de sus creencias y convicciones, sino que están dictadas por las circunstancias en las que Sonne, en absoluto conocimiento, la puso- que en verdad solo es la orientación hedonista hacia su parte más autodestructiva. A esta altura la toma única, el plano secuencia, se convierte en una suerte de atletismo cinematográfico al servicio de una premisa estúpida de película que no reconoce lo estúpida que es, como una de Tarantino sabe cuándo está siendo estúpida, y tampoco reconoce que su celebración fúnebre de la libertad colapsa previamente en la perversa ilusión de que para que la Libertad suceda primero deben Romperse las Reglas, mientras que esta concepción es inherente a la realización y confirmación de las reglas, esto es, que un sistema de reglas bien construido también impone la forma en que debe ser corrompido, por lo tanto conteniendo su forma lógica de escape dentro del mismo circulo ideológico, esta siendo una expresión de Tiempo y Espacio que en el futuro deberíamos adaptar para controlar nuestras adulaciones ante la sorpresa (“¿¡cómo lo hicieron!?) por el virtuosismo de una producción como esta y no manejar las apreciaciones sobre el Cine y sus posibilidades en un lenguaje que se corresponde más a una conferencia de prensa al final de una victoria de Roger Federer en las semifinales del Us Open. No perdamos de vista que la ontología del Cine está hecha de la misma esencia que la memoria humana, no de sus nervios.
Basada en el famoso caso policial de los años 80, sobre la familia Puccio y una serie de secuestros y asesinatos que llevaron a cabo detrás de su fachada como familia privilegiada en el barrio de San Isidro, que contaba con la fama de uno de los hijos de la familia, Alejandro Puccio (Peter Lanzani), jugador de rugby en el club CASI y en Los Pumas, para mantener en secreto sus actividades mientras seleccionaban a gente de su entorno como víctimas, y el padre de la familia, Arquímedes Puccio (Guillermo Francella), como la mente detrás de los operativos. Acerca de la responsabilidad, menos probada, de otros miembros de la familia, se creó un silencio que se extendió a su exclusión en las condenas, pero que al mismo tiempo habla de estructuras de poder dependientes del silencio, ya sean patriarcales o estatales. Pablo Trapero sostiene el relato sobre las vías de la crónica policial, traducida a thriller cinematográfico, manteniéndose alejado de cualquier hipótesis que pueda descubrir la lógica interna de la familia, sobre la que insinúa su involucramiento a través de personajes secundarios o de la propia ambigüedad de Alejandro. Esta doble observación de Trapero entre lo que sucedió, como fue contado, y lo que va a quedar sin saber, admite sus limitaciones y se repliega en el cine de género favorablemente, mientras sobre esos límites queda de pie el espectador, convocado a una discusión sobre los eventos, como detenido en los años 80, cuando la historia también era conocida como El Clan Puccio, una denominación que reconoce a todos sus miembros como participes y cómplices, que Trapero parece adoptar para titular su propia película mas para reflejar como fueron conocidos los hechos cuando sucedieron que para intentar resignificarla. En El Clan, obtenemos lo que esperamos del director, esta vez con la historia más interesante y compleja que ha tenido entre manos. Las escenas de sexo furtivo, los montajes de dos escenas, uniendo sexo y violencia, de música pop y violencia -que no debe ser confundida con por una simple ironía ya que marca una música inocente en los años 80, con tracks de Wadu Wadu o Just a Gigolo, como un velo de entretenimiento que oculta lo que nació en la oscuridad de la cúpula del poder y a la oscuridad debe pertenecer para no ser insoportable. La crudeza cautivante de la combinación de dialogo, las calles, los crímenes. Más aún, en El Clan obtenemos lo que no esperamos (o no sabemos cómo esperar), a Guillermo Francella como un hombre de temer, a Peter Lanzani encarnando al indefinible Alejandro, y resulta ser una conquista de los dos actores que pone en vergüenza algunos prejuicios. Así las cosas, El Clan ya forma parte del nuevo canon de películas que dieron lugar a la fe renovada del público por el cine nacional, fe que no es ciega, ya que se sostiene de una combinación de actor conocido (no importa el medio) y director reconocido internacionalmente, y todavía no ha dado lugar a obras inesperadas. Pero también vemos otra vez a un Trapero atraído por realizar grandes escenas, una mente tan clásica para un talento tan independiente, que lo lleva a poner sus mejores esfuerzos alrededor de algunas fórmulas genéricas (maestro-aprendiz en Elefante Blanco) que sin dudas son las que atraen a sus actores, pero por las que él mismo sacrifica parte de su visión (intelectual) sobre algunos temas de interés. En la película conocemos a los Puccio a través de la relación entre Arquímedes y Alejandro, en los momentos más importantes de la vida del hijo, ensombrecidos por la dominante y pervertida mente de la figura paterna, razón por la que Arquímedes es el personaje que más se beneficia del guion de Trapero, en toda su pregnancia y tenebrosidad. Alejandro interpretado por Lanzani es lacónico, ambiguo, y bien podría uno verlo con cierto desapego, como si fuera un personaje de Robert Bresson que empieza, solo empieza, a cuestionarse a sí mismo. Al rehusar los cargos de su condena, Alejandro hace de cuentas que también está rehusándose, retroactivamente, a su participación en los crímenes. Arquímedes niega los crímenes aceptando su condena, como un mártir siniestro.
“If you can’t fix what’s broken, you’ll go insane.” Alrededor de la época en que se estrenó Mad Max (1979) se empezó a emplear el termino Antropoceno para distinguir la época geológica en la que vivimos. Con esta concepción se pone al ser humano y su desarrollo como un factor determinante para explicar los cambios ambientales. El termino también es un giro para el ambientalismo: si aceptas que el mundo que querés preservar es del Antropoceno, lo que estas cuidando es la intervención humana en la naturaleza, no la naturaleza en sí misma. En el mundo de Mad Max: Fury Road, no existe la responsabilidad por cuidar el ya perdido planeta, tampoco la posibilidad de cuidar al ser humano porque este ya no es el que era, lo único que queda es cuidarse de los hombres. George Miller, el creador y director de todas las Mad Max, estableció el género post-apocalíptico como lo conocemos hoy, antes la Tierra había sufrido una ola de contagio, los muertos se levantaban de la tierra, vampiros, invasión extraterrestre. En la primer Mad Max la falta de recursos -el petróleo en ese entonces, el agua en Fury Road- es la que empuja al hombre hacia la desolación (la máxima severidad del género seria La Carretera). Otra marca de Miller es que esto suceda plenamente en el género de acción y la road movie. Su apocalipsis es todavía mas particular por el hecho de que debería haber sucedido antes de nuestro tiempo, o al menos eso parece por su estética, que se detuvo en los años 80 en su luz y oscuridad. Por lo tanto no se ve en la obligación de tener que predecir el futuro. Miller era medico antes de convertirse en cineasta, y fue en la práctica donde su imaginario comenzó emerger, viendo las secuelas de la violencia, reimaginando las causas. No necesitó inventar un nuevo mundo, en cambio quiso romper el pasado, romper la estabilidad mental del hombre, ver lo que quedaba sin su humanidad. Y arriba de eso empezar la carnicería. La locura referida en el título de la película refiere, en su extensión, a una condición que solo puede afectar al ser humano (sin contar al pingüino de Herzog), que acá se combina con su capacidad, también única, de adaptabilidad. Incluso cuando el ambiente ya no guarda relación con nuestras necesidades, todavía persiste el impulso de seguir aunque ya no haya lugar para el deseo, mucho menos la esperanza. Nuestro héroe, Max Rockatansky (Tom Hardy) llama a este impulso “supervivencia”, mientras que los salvajes habitantes de la Ciudadela que lo capturan para usarlo como donante universal de sangre parecen sostenerse por el fanatismo religioso y la creación de nuevas formas de poder. Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne) es el líder en la Ciudadela, mientras su propio cuerpo ya no puede sostenerse y tiene que respirar artificialmente y vestir una armadura de plástico duro que aparentemente lo ayuda a mantenerse en pie. Es un autoproclamado enviado de los dioses como el mesías. Maneja el suministro de agua para mantener el poder, dejando a la gente que lo venera en la podredumbre y la disputa. A los guerreros de su ejército les promete el acceso a Valhalla (mitología nórdica), pero solo a los elegidos. En todo su delirio, los guerreros van a buscar la gloria en el combate para ganárselo. Antes de sacrificar sus vidas se rocían la boca para lucir “cromados y brillantes”, señalan a sus compañeros y dicen “sean mis testigos”. En ese tipo de trance lo conocemos a Nux (Nicholas Hoult), un War Boy, que, como todos los otros, nació y vive con “half-life (media vida)” -razón por la que necesitan a los donantes- y gana energías para pelear sustrayendo sangre de Max. Charlize Theron es Imperator Furiosa, de alto cargo en el ejército de Immortan Joe, comanda un convoy que va en busca de suministros a la Granja de Balas y Gas Town. Pero en esta misión lleva dentro de su vehículo de guerra a las esposas de Immortan Joe, una de ellas embarazada, para exiliarlas en el Lugar Verde, donde ella nació, donde todavía hay naturaleza. Un largo viaje. Los caminos de Max y Furiosa se van a cruzar, por supuesto, y se van para escapar de Immortan Joe con sus Esposas. Theron y Hardy tienen poco dialogo y a lo largo de la película hay pocos planos que duren más que unos pocos segundos, lo que en cierta medida parecería un desaprovecho de sus talentos y el uso de sus meras presencias, pero no funciona así en Mad Max: Fury Road, los dos consiguen destacarse con una fuerza algo primitiva, en especial Hardy, a lo largo de las increíblemente elaboradas secuencias de Miller, que ponen en vergüenza a la última generación de películas de acción y sin dudas van a ser materia de estudio para futuras generaciones de editores. Nicholas Hoult en su solo personaje nos permite ver a través de toda la ideología religiosa y esclavizante, la locura y la violencia de los War Boys. Miller, tomadas las debidas consideraciones, es clásico, y en la cuarta Mad Max consigue escalar a lo épico. Esto es, la representación del camino del héroe, que hace desde la primer Mad Max hasta, sí, Babe, el chanchito valiente (increíblemente escribió y produjo la primera y dirigió la secuela). En el desencadenante de Fury Road regresamos a la Ilíada, con el robo de las esposas, y en el viaje tenemos la clásica estructura de la Odisea, ya más anclada en la road movie. Con el retorno al hogar como objetivo y última esperanza. Pero, para ser claro, Fury Road está lejos de ser un poema épico, más bien se siente como ver fílmico en cocaína (en verdad es CGI 3D), por momentos parece una caricatura en cámara rápida, un sádico entretenimiento de dos frenéticas horas empaquetadas de acción. Una monstruosa producción.
Richard Curtis, el exitoso escritor de comedias románticas británicas (“Notting Hill“, “Cuatro bodas y un funeral“), adaptó la novela juvenil de Andy Mulligan sobre tres chicos, Raphael, Gardo y Rat, de una favela en Rio de Janeiro que encuentran una billetera que vale millones de reales por su conexión con la mafia y la policía corrupta de la ciudad. Los trucos de Curtis han surtido su encanto en el género que lo hizo conocido, pero trabajando con un material juvenil que al cine se traslada como un thriller de acción con un toque de moral y justicia, resulta un tanto superficial y prefabricado. Stephen Daltry dirigió la película, Rooney Mara y Martin Sheen tienen papeles secundarios que deben haber asegurado la financiación norteamericana de la película, también facilitando su distribución. Sucede todo tal como uno podría imaginárselo después de leer la sinopsis: la gente pobre parece no tener nada que perder pero en verdad todavía tienen su dignidad y sentido de lo que es justo; la policía son los malos sin matices -la violencia se extiende hasta los chicos de catorce años-; al mismo tiempo el Padre extranjero (Martin Sheen) es la autoridad moral del lugar, el hombre a quien recurrir cuando hay problemas, pero que pronto va a recibir una lección sobre qué es lo correcto dada por el joven del que menos se espera; la Hermana Olivia (Rooney Mara) es la reivindicación de la ingenuidad; el sentido inocente de juego, de búsqueda del tesoro, de los tres chicos protagonistas es la clave para enderezar las normas corruptas. La metáfora, como es expresada por uno de los chicos, es que ellos mismos son para la sociedad unos indeseables a los que nadie se les quiere acercar de la misma manera que a la basura por ser un desecho, el giro sucede cuando en la basura encuentran un tesoro, de la misma manera que nosotros, espectadores, deberíamos descubrir en ellos, los chicos, por su espíritu y lo valioso de sus actos. No soy de lo que estoy hecho, pero soy en su aceptación. Ese sería el lema filosófico detrás de los chicos. Es importante y es lo único que sostiene a la película en los valores que propone, solo si no fuera porque el tratamiento es exactamente lo contrario: es lo que es. Hasta cuando trata de hacer un comentario social resulta inofensiva. El guion de Curtis y la dirección de Daltry son ciertamente oportunistas, se aprovechan de todas las salidas fáciles priorizando las escenas de acción, el sentimentalismo, el carisma de los jóvenes actores y el final feliz, mientras tanto dejan pasar todas las preguntas importantes que el contexto de marginación social necesita para dejar de serlo, si fuera posible (pero esta esperanza es el motor de la película, lejos de la realidad). Primero, la idea de que el hábito puede hacer que el individuo se acostumbre de prácticamente cualquier condición de vida, una popular teoría en la psicología (Viktor Frankl), pero el problema es el injustificado y poco elaborado intento de encontrar algo bello detrás de eso. Segundo, la necesidad de una circunstancia extraordinaria que embarca a los personajes en el camino casi religioso que comienza por una intuición de fe y que deriva en el bien mayor después de una serie de sacrificios. Para una película que supone un espíritu de revolución social y mediática hacia el final, parece por lo menos contradictorio que esto no pueda ocurrir si no es por un deus ex machina (la nena que inexplicablemente vive en el cementerio), que revela que el verdadero beneficio de la película está en la acción y no en el mensaje. Tercero, también religioso, una idea estereotípica, la de que los fuera de ley, después de romper todas las reglas en nombre de su libertad individual, obtienen el retorno al paraíso -playa de arena blanca y agua cristalina-, que vendría a ser como unas preciosas e interminables vacaciones burguesas que serían la envidia de tus amigos en Facebook. El significado religioso de este procedimiento narrativo merece un mayor análisis, pero un final ejemplar, y grotesco, de este tipo es de la película Salvajes, del políticamente comprometido director Oliver Stone, que incomprensiblemente (recordemos que es el mismo que director se propuso, satisfactoriamente, trabajar una de las teorías más controvertidas del asesinato de Kennedy en JFK), y como tantas otras películas del género al que pertenece (jóvenes, drogas), apela al hedonismo para redimir a sus personajes. El fallecido Tony Scott estuvo tan poseído por esta misma idea que cambio el final trágico del guion de True Romance, escrito por Tarantino, porque se había enamorado de los personajes y sentía que no podía hacerles eso. Volviendo a Trash, la ideología terminal es que el tesoro es tan grande como el espíritu de los chicos, y todos parecen sentirse bien con eso.
Se preestrenó en BAFICI, What We Do In The Shadows se que se estrena hoy con el título Casa Vampiro. Se trata de la última expresión del género del mockumentary, esa tradición de comedia reinada por Christopher Guest y más recientemente popularizada por exitosas series como The Office y Parks and Recreation. El falso documental siempre atrae a personajes ridículamente ambiciosos con una confusión entre el sentido de trascendencia y la fama que nunca terminan por reconocer su lugar en el mundo. El hecho de ser los protagonistas de un “documental” les permite pensar, con cierta razón, que mostrar el mundo como ellos lo ven, mostrar sus relaciones como ellos creen haberlas creado, puede ser interesante para el espectador, mientras que al mismo tiempo, ellos, para nosotros, son el chiste final de sus propias realidades. En esta película, dirigida y escrita por Taika Waititi y Jemaine Clement, un equipo cómico neozelandés, el género se entretiene con un nuevo sujeto de estudio: una casa de vampiros. Irreales como son, entre chistes, logran dar cuenta de cuanto nosotros -sus creadores- sabemos sobre su cultura, a través de la más reciente ola del género de los vampiros. Los integrantes de la casa son Viago (Taika Waititi), Vladislav (Jemaine Clement), Deacon (Jonathan Brugh), and Petyr (Ben Fransham). Los tres primeros salen de caza por las noches, sin talento para los disfraces, o, más precisamente, para aprender sobre las nuevas modas, terminan por salirse con la suya por la heterogeneidad del mundo contemporáneo. Viago, 379 años, es quien nos introduce en la casa y sobre sus miembros. Es gentil e incómodo, a veces comprende que las cosas que dice pueden ser tomadas a mal por un ser humano que tranquilamente podría ser su víctima, pero nunca parece saber exactamente que parte de todo lo dicho es el problema. Vladislav, 862 años, su comportamiento es atávico, todavía cree en la esclavitud, por ejemplo, y dice que eso es lo que le falta a la casa cuando en la primer escena los vemos discutir en la cocina sobre la pila de platos que llevan cinco años sin lavar. Deacon es considerado el más indisciplinado y rebelde por ser el más joven con 183 años. Entre todos no reúnen una sabiduría valiosa, y tienen tantos problemas con su pasado como a la edad en que fueron convertidos. Viago va a tomar ventaja del hecho de que sigue viéndose joven para conquistar a una chica que se le escapo hace años, cuando ya era vampiro, y que ahora es vieja. Vladislav todavía está obsesionado con su exnovia, a quien llama “la bestia”, y a lo largo de los años le ha llenado la cabeza de historias a sus compañeros sobre las batallas épicas que mantuvo con ella. Por supuesto, cuando vuelva a verla, va a intentar ganarla de nuevo. Un nuevo integrante se suma a la casa cuando traen a dos invitados, una mujer y un hombre, Nick (Cori Gonzalez-Macuer), que es un exnovio de Jackie (Jackie Van Beek), la sirviente de Deacon que tiene prometido ser convertida en vampiro pero su maestro siempre le hace un truco mental cada vez que ella quiere hablar del tema. El plato de esa noche, la chica y Nick, no va a resultar en la mejor cena. Primero quieren asustarlos con trucos que los hagan saber que están en casa de vampiros, pero todos les salen mal, a pesar de los años de práctica. Más tarde, Nick consigue escaparse después de que entre los tres no consigan capturarlo, a pesar de que todos tengan poderes y, obviamente, conozcan mejor la casa. Pero una vez que Nick logra salir al patio, Petyr, el vampiro de 8000 años que vive con ellos, lo caza y accidentalmente lo convierte. Nick, de ahora en más, “Nick el vampiro”, felizmente le cuenta a todos sobre su nueva condición, porque supone que esto lo hace más sexy y popular, aunque lo debería haber mantenido en secreto para no atraer a caza vampiros y, obviamente, cristianos. What We Do In The Shadows no es tan sutil como las películas de Christopher Guest, pero la razón es simple: paga homenaje a b-movies y el gore. Empaquetada de chistes y gags que nunca se exceden en tiempo o repetición, siempre funciona. Fue la más cómica del BAFICI y se estrena hoy.
Es difícil dejar de estar agradecido con alguien que nos ha hecho reír, y es por esa relación con su público que “Tonto y Retonto” se ha convertido en un entrañable clásico con la cualidad de provocar un dejo de nostalgia a pesar de ser, antes que nada, una película algo grotesca y de mal gusto. Hay películas que funcionan en nuestras mentes como memorias que uno tiene. Películas que uno vio tantas veces que podés recordar donde y cuando la viste aquella vez que notaste algo nuevo en aquella escena, como si hubieras descubierto una nueva línea en la piel de una cara familiar, sin saber si es que nunca la notaste pero siempre estuvo ahí o si ahora que amas aún más a esa persona también aprendiste a mirarla mejor. Estas películas son tan cercanas a uno mismo que cuando sea que se las encuentra en la televisión no se necesita estar de humor para verlas: ya tienen un humor destinado en tu cabeza. Constituyen una parte de cómo vas a ver todas las películas que le sigan, como si se adoptara un nuevo parámetro de medición que va a determinar ese canon involuntario y personal con el que se empieza a reconocer categorías enteras de películas por medio de asociaciones que solo tienen significado para uno. Cuando se tratan de comedias, estas pueden servir para proveernos de la forma y el contorno del absurdo, para así saber cómo reírte de vos mismo cuando estás bajo, porque cuando algunos eventos de tu vida resulten demasiado grotescos para compartir con otra persona, siempre van a ser bien recibidos por la película. Pero la diferencia entre recordar un sentimiento, que no podés volver a traer más que en la memoria, y una película es que a esta podés repetirla una y otra vez. Solo si no fuera porque este es un tiempo donde solo paga lo novedoso y la repetición es pérdida, cuando la industria insiste en hacer secuelas de películas que por sí mismas no merecen ser vistas más de una vez. Quizás esto nos conduzca a olvidarnos de ese hecho aún más rápido y en el camino nos convierta en seguidores involuntarios de una franquicia, una marca. Mientras tanto, aquello que era de unos pocos ahora es de todos, porque sí, los cultos perdieron su exclusividad, ahora somos seguidores sin quererlo, alienados en una demográfica innombrable. Como una extensión del clásico, “Tonto y Retonto 2” no hace daño a la primera película. Jeff Daniels y Jim Carrey vuelven a sus roles de Harry y Lloyd después de grandes papeles dramáticos y algunos traspiés en comedias pasadas de moda en el caso de Jim Carrey, y después de pasar por el cine independiente, dramas y un Emmy por su actuación en The Newsroom para Jeff Daniels. Mientras que de los hermanos Farrelly se puede decir que nunca volvieron a capturar el Zeitgeist de la comedia como lo habían hecho a finales de los ’90 con “Loco por Mary”, que después paso a manos de las películas de Ben Stiller/Hermanos Wilson/Vince Vaughn, la primera era del “Frat Pack”, y después por la segunda parte de este: Will Ferrell/Adam McKay/Steve Carrell/Paul Rudd, y que hoy es capturado una vez más por Seth Rogen/Evan Goldberg/Jonah Hill/James Franco. Los Hermanos Farrelly tienen una gracia habitual y es la de hacer confundir la estupidez por inteligencia, y esto funciona como un guiño al público: hace más liviana la culpa que uno siente al reírse de un chiste idiota. Así es como se construye el chiste más prolongado y que en total acumula más remates, quizás el chiste de mayor calidad: las escenas donde Harry es confundido por un científico renombrado durante una conferencia tipo TED Talk y lo convocan a formar parte del jurado, dando lugar a que tras semejante presentación, cada comentario y anormalidad en Harry parecen las excentricidades de un genio, y cada pregunta estúpida que hace es tomada por el público como sarcasmo, lo que es una forma de hacer un chiste sobre el humor pretencioso que es habitual en estas charlas, aunque tal vez señale mejor a sus reidores. Pero no todo está dentro de esta clave humorística, la mayor parte es el humor de mal gusto característico en los Farrelly. En el mejor de los casos se podría decir que el plot de esta película se ríe de lo ridículo del plot de la primera, aunque sacrificando su propia originalidad en el intento. En el peor de los casos –y quizá este sea el verdadero- la película es solo un conjunto de gags que van a provocar alguna risa en el publico pero que finalmente no se acumulan en un todo efectivo. Cuando pedimos por “Tonto y Retonto 2”, como cuando pedimos por una nueva “The Big Lebowski” o por lo menos un spin-off, no sabemos lo que pedimos, y así nuestro instinto básico de querer más de aquello que nos gustó la primera vez nos traiciona: nos dieron más de lo mismo. ¿Satisfecho?
Desde Rushmore (1998), cada nuevo film de Wes Anderson es una construcción más detallada del mundo que él imagina. De todas sus películas a la fecha, “El Gran Hotel Budapest” es la más organizada, de hecho, quizá sea la única con una trama discernible. Pero eso no hace de este film un trabajo más convencional, sino, al contrario, la más excéntrica y coordinada danza Andersionana. La película es una caja de historias dentro de historias. Comienza en tiempo presente, con una joven que lee un libro junto al monumento de un ya fallecido escritor, a quien conoceremos como “El autor” (Tom Wilkinson). El libro es la crónica de la estadía del escritor en El Gran Hotel Budapest en los años ’60 situado en la imaginaria República de Zubrowka, donde conoce al corriente dueño del hotel, Zero Moustafa (F. Murray Abraham), que le cuenta la historia de cómo llego a ser dueño del hotel, y esa a su vez es la historia de El Gran Hotel Budapest en el año 1932, su época de gloria, cuando Zero solo era un joven botones del hotel que tenia por maestro y guía a M. Gustave H. (Ralph Fiennes), el conserje y alma del hotel. Gustave es un refinado caballero europeo que hace uso libre de su perfume y tiene una debilidad por las señoras mayores adineradas de pelo rubio. Desde donde nosotros conocemos la historia, su ultima amante fue la señora Madame D. (Tilda Swinton), que se despide de él en el hotel con aires de para siempre. Efectivamente, al otro día Gustave se entera por los diarios que Madame D. fue asesinada, cuestión que lo mueve a realizar un viaje en el día para llegar a su velatorio. En la lectura del testamento, se revela que su amante le dejo a Gustave el cuadro “Niño con manzana”, de valor incalculable, gesto al que la familia de Madame D. va a responder con resentimiento, intentando impedir el deseo de la fallecida al acusar a Gustave como el homicida. El film está inspirado en la descripción de la Europa de los años ’30 que Wes Anderson encontró en los trabajos del escritor austriaco Stefan Zweig. Así como François Truffaut hacía películas de los libros que amaba, el espíritu de casi todas las películas de Wes Anderson tiene un referente de la cultura: lo es J.D. Salinger para “Bottle Rocket”, Jacques Cousteau para “La vida acuática con Steve Zizzou” y Satyajit Ray para “Viaje a Darjeeling”. De ellos en algunas ocasiones utiliza modelos que sirven directamente a la creación de sus personajes, para el diseño de un encuadre o hasta de una escena. Así, más que basarse en sus trabajos, Anderson los evoca con la fascinación de una memoria que reconstruye sus primeras impresiones. En “El Gran Hotel Budapest” las referencias cinematográficas son en mayor parte sobre el cine de los años ’30 y ’40, haciendo del corazón de la película la confluencia de dos géneros cinematográficos que en el fondo guardan mas ansiedades de las que aparentan: la Comedia de Enredos y el Thriller en la época de guerra. Desde Alfred Hitchcock (“The Lady Vanishes”, “Los 39 escalones”), empezando por el viejo recurso del MacGuffin[1] que es el cuadro “Niño con manzana”, y Carol Reed (“Night train to Munich”, “The Third Man”) también del género del Thriller, hasta la Comedia de Ernst Lubitsch, Wes Anderson altera los géneros desde sus propias bases hasta que estos se ensamblan en un mismo registro: el carácter persecutorio en tiempos de la guerra es al Thriller lo que los catastróficos intentos para resolver un conflicto son a la Comedia de Enredos, mientras que la Historia termina por ser el MacGuffin en la creación de estos géneros. Parece ser que con la distancia del tiempo, la esencia de estas fotografías clásicas de los años ’30 se funde en la siempre nostálgica estilización Andersoniana, como proyectándose directamente desde una parte del imaginario del espectador. Asi se sucede el uso de la cámara lenta, los travellings laterales, la velocidad en la edición, los primeros planos, la forma en que se guardan los momentos para el soundtrack y otros fragmentos del lenguaje cinematográfico a los que hace valer por sí mismos. Como en el cine de Tarantino, las películas de Wes Anderson –aun así con la estética personal del autor- guardan su verosimilitud con el mundo del cine y no con el mundo real. La filmografía de Wes Anderson esta tan determinada por sus temas recurrentes (la gloria perdida, la familia, la lealtad, seguido de traiciones, crímenes y diversas conductas autodestructivas, todas ellas contrastadas por, y a veces a cambio de, las apariencias), como por sus talentosos y constantes colaboradores: Adrien Brody, Edward Norton, Tilda Swinton, Owen Wilson, Bill Murray, Jason Schwartzman, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Willem Defoe, su director de fotografía Robert Yeoman y la música de Alexandre Desplat. Las nuevas incorporaciones son Ralph Fiennes – que tiene el timming perfecto para la comedia verbal y física en clave Anderson-, Jude Law, Tom Wilkinson, Matthew Almaric, F. Murray Abraham, Saoirse Ronan y Tony Revolori. En “El Gran Hotel Budapest” se puede ver a través de Gustave H. a la quintaesencia de un personaje en el mundo de Wes Anderson. El representa todo lo obsceno, grotesco y desproporcionado que puede resultar de mantener las apariencias en determinadas circunstancias. Porque en el fondo, todos estos personajes, detrás de sus grandes planes, que son las proyecciones de las ideas que tienen sobre sí mismos exteriorizadas en un tejido de mentiras y trucos, saben que el mundo, en esencia, no se modifica. Los problemas interiores, las historias personales, nunca se resuelven. Pero para todo aquello que no pueden cambiar encuentran una nueva envoltura para presentarlo, y esto, entre otras cosas, es lo que ellos solo pueden llamar: ser civilizados. [1] El “MacGuffin” es un elemento narrativo popularizado por Afred Hitchcock que se refiere a una meta o un a objeto del deseo que el protagonista persigue pero que finalmente termina no afectando a la trama general o significado de la historia, a veces hasta es olvidado para el final. Es común en los Thrillers: “en las historias de ladrones es casi siempre el collar y en las de espías son los papeles”, Hitchcock.
Spike Jonze hizo una película total sobre las relaciones, reuniendo todas las ideas y posibles escenarios que suceden durante y después del enamoramiento. La sensación que provoca Her debe ser similar a la de ver Annie Hall en el cine y por primera vez en 1977. En un futuro cercano, Los Ángeles, Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) se gana la vida escribiendo cartas íntimas por encargo de otras personas. Las dicta a su computadora mientras en la pantalla se escribe la carta con la caligrafía de la persona que hizo el pedido, sobre un papel simulado. En la superficie este tipo de encargo podría sonar poco comprometido, pero en manos de Theodore adquiere una calidad de nobleza que nos hace saber rápidamente que lo que se le pide es que exprese lo que ellos ya no saben decir. Una intención de contacto que se convierte en regalo. A él le entregan fotos, la historia de una relacióny todo lo que quisieran poder decir sobre eso. Algunos clientes le han confiado las cartas de su vida durante años, y Theodore conoce sus historias como si fueran familiares cercanos. Hace un esfuerzo dedicado y sensible por capturar un retrato en palabras. Es maestro de un arte perdido. Es observador y detallista, sabe que el mejor gesto es reconocer en el otro a la persona que piensa de sí mismo. Puede reconocer el dolor y la pena en el semblante de una persona, detrás de una sonrisa. Pero su cara desde el primer momento esta descubierta para nosotros. Viene de un reciente divorcio, que fue una relación desde la adolescencia, del que ahora no puede recuperarse y ha terminado por construir toda su vida en torno a esa perdida. Hasta llegar pedirle a su celular inteligente (que es un auricular sin cable en uno de sus oídos) que le ponga una canción melancólica mientras desciende en el ascensor. Este aparato es la primer confirmación de los años que nos separan de Theodore. Lo que puede hacer es similar a lo que nuestros celulares y otros dispositivos ya pueden realizar hoy en día, solo que este es comandado por voz y es altamente eficiente como organizador de vida. Pero el film no está interesado en predicciones sobre los avances tecnológicos. Este futuro utópico que propone (los humanos no están alienados, ni son sometidos por las maquinas -de hecho, como Theodore, todavía tienen espacio para la creación-, y la ciudad parece soñada y todavía hay playas para visitar) le sirve a poner a prueba ciertas contradicciones entre la naturaleza de las relaciones humanas y la tecnología. Este desarrollo sucede en el marco de la relación de Theodore y Samantha (Scarlett Johansson), que es un Sistema Operativo (OS) creado para poder adaptarse y aprender del ser humano como un ser humano, con sentimientos. Al principio ella le sirve a Theodore como una evolución del uso auto-complaciente que nosotros hacemos de la tecnología, desbordándolo con respuestas rápidas acomodadas a sus intereses y necesidades. Pero Samantha, tal como se lo advierte a Theodore en la primer conversación que tienen, está diseñada para evolucionar. Ella se empieza a involucrar en los aspectos íntimos de la vida de Theodore y le hace sugerencias sobre cómo mejorar su ánimo. Samantha, como lo hace él en su trabajo, descubre las grietas en la personalidad de Theodore y trata de compensarlas con afecto. Y de esas vulnerabilidades aprende sentimientos, y mientras tanto la relación se vuelve más fuerte y más intensa, y empiezan a tener contacto durante la mayor parte del día, y ella dedica el tiempo para facilitarle la vida a Theodore, y él le confíamas de sus intimidades, se enamoran y, si, hasta terminan teniendo sexo. Más adelante en el film aprendemos que no todos los OS tienen la capacidad de enamorarse. Eso nos confirma lo puro de su amor, y no porque es único, sino porque la condición para que Samantha pueda amar es que Theodore pueda hacerlo. Ella aprende ese sentimiento de y por él. Samantha es el ejemplo que mejor ilustra la visión de Jonze. Es un personaje sin cuerpo, sin cara, sin avatar (como el amor). Pero tan complicado como Theodore, y de ella solo conocemos su voz. La forma en que nos envuelve y agrega a la atmosfera del film resulta paradigmática. A estos efectos es posible que haya superado a lo que consigue el personaje de Hal-9000 en 2001: Odisea en el espacio, que además de una voz es un avatar. Her es una minuciosa construcción de detalles hecha por Spike Jonze. La misma premisa en manos de otro podría resultar algo difícil de ver, pero en las suyas se convierte en una perfecta combinación de géneros, porque es creativo y efectivo en la micro-construcción a escala de las mayores ideas. Y de esas atractivas ideas que vienen de la ciencia ficción hace una historia romántica sobre una relación de pareja real, construida sobre las diferencias,tan complicada,y en un escenario tan distinto, comolas de “Adam’srib” o “Woman of the year” de Tracy/Hepburn, películas que nos atraen por su premisa pero que se mejoran al permitir que sus personajes crezcan e intervengan sobre las ideas a través de sus acciones y decisiones, convirtiéndose en lo que es verdaderamente original. Pertenecen a ese enorme género que es la dolorosa saga humana sobre la desagradable experiencia de convertirse en uno mismo mientras se intenta cambiar la vida de otro. Spike Jonze es el director de ¿Quieres ser John Malkovich? y Adaptation, películas que realizó en colaboración con Charlie Kaufman, que tiene en su filmografía otra película de temas muy similares a los de este film, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, dirigida por Michel Gondry. Estos tres cineastas ya son parte de la historia grande del cine. Los temas principales que comparten son las relaciones y el doloroso proceso de recordarlas. Cultivadas por la forma detallada en que Kaufman captura los procedimientos mentales a través de los que sus personajes sienten, y por como hace crecer a esos conceptos hasta que la estructura del guion adquiere las mismas características, consiguiendo no solo que las películas cierren sobre sí mismas, sino que en el camino las veamos crecer como un organismo que se sostiene sobre las paradojas de sus propias posibilidades. Son películas vividas, hasta palpables, que además de compartir temas en común, también comparten algunos tics y obsesiones como la recurrencia a mencionar la teoría de la evolución darwiniana, contraponiéndola siempre a la cualidad regresiva de los sentimientos humanos. El cálculo preciso contra la especulación sobre el sentimiento ajeno. Her es una película que parece ser consciente de que hay personas que nunca se hubieran enamorado si no hubieran escuchado hablar del amor en películas y música. Reconoce los mecanismos que hacen parecer la existencia de sentimientos. Y sabe cómo se doblan y rompen hasta que se hacen realidad o se prueban falsos. En el mundo de Jonze-Kaufman-Gondry, a los personajes el amor los excede. Nunca les pertenece. No puede ser medido por verdad o por mérito. Pero cuando tienen un poco de él o dan un poco de él, lo sienten todo, completo. Una pequeña parte de ellos sabe de su realidad, de la posibilidad de perdida, del abandono, pero apuestan contra las probabilidades porque no pueden detener el sentimiento. Los ciega de ellos mismos y del otro. En su momento continuo los hace sentir que encontraron algo tan puro, tan valorable, que la única forma de preservarlo es escondiéndolo, y escondiéndose, de la realidad de sus propias limitaciones. Porque hace de su existencia algo que de repente empiezan a llamar estar vivo, y es algo que quieren decir solo por última vez. Es todo lo que necesitan para sentirse felices y para sentirse tristes, en un solo tiempo. Porque parece hacer de la vida su propio propósito. No tiene forma en sí mismo, pero construye todo bajo sus proporciones, en su propia intensidad. Colorea y moldea todo en busca de perfección y de belleza, su propia belleza. Y cuando se les saca esa medida del mundo, el dolor es intolerable, los desespera. Corren contra sus propias convicciones y posibilidades, mientras él, el amor,sigue andando, inexplicablemente, por su propio bien. Porque en estos mundos, el amor verdadero existe en todas partes, todo el tiempo, sucediéndose de unos en otros. Existe cuando dos personas se juntan y cuando otras dos se separan. Existe en la ausencia de uno y la espera del otro. Desde la fe porque una promesa se cumpla hasta la expectativa más desproporcionada. Existe en el interés por otra persona. En el abandono del ego propio. Siempre se les anuncia por sorpresa, en las formas por las que están menos acostumbrados a medir su vida, una forma de miedo, de interés o de curiosidad. No pueden retenerlo entre los elementos de su rutina, lo tienen que abrazar con locura y probarlo al tomar el riesgo, o esconderse en el miedo.Existe en ese sacrificio. Los hace sentir que son ellos quienes lo encarnan y actúan en nombre de él, pero eso es solo lo que continua su ciclo. Lo viven con pura intensidad en las partes más frágiles. Es puesto a prueba en forma irracional. Desafiado y amenazado por el azar, los malentendidos, los accidentes y el sexo: las relaciones. Los incomoda. Y cambia. Se sucede en ansiedad, celos, sentimientos de perdida, angustia. El primer interés puede convertirse en obsesión, la estabilidad en resignación, la costumbre en vicio. Y no da lugar al cálculo o al razonamiento. No permite ser hablado o discutido, para ellos nunca se resuelve. Pero los únicos testigos de lo incurable son los que no renuncian.Son esos que sostienen el sentimiento en plena vista para inspirar a que otros lo hagan también. “Quizá conmigo”, pensaría alguno de ellos. Ese es un valiente. Spike Jonze es valiente por haber hecho este film, y sus creaciones Theodore y Samantha también lo son.
Dos astronautas a la deriva en el espacio en los que Alfonso Cuarón encuentra una metáfora para todas las vidas humanas. El film abre con un plano del espacio y de la tierra. La toma es magnífica. La cámara se mueve y nos acerca a una estación espacial donde se encuentra la Dra. Ryan Rosen (Sandra Bullock) reparando un desperfecto. Alrededor de ella, el veterano astronauta Matt Kowalski (George Clooney) realiza una última caminata lunar antes de su retiro. Ambos se encuentran comunicados con Mission Control (Ed Harris), que, a pesar de las cómicas intromisiones de Kowalski, trata de intercambiar información con la Dra. Rosen para finalizar la tarea. La misión consiste en reparar el Telescopio Hubble, que se encuentra a 600 km sobre el nivel del mar. Al resto del equipo dentro de la estación no lo vamos a ver. Algo sale mal antes de eso; antes de que la Dra. Rosen y Kowalski puedan volver. Los restos de un misil ruso que fue lanzado para destruir un satélite fuera de funcionamiento quedaron orbitando a la deriva. Es tiempo de catástrofe. La estación espacial se destruye, la comunicación con Mission Control se pierde, y ellos dos son los únicos que sobreviven. Alfonso Cuarón (“Los niños del hombre”) no puede dejar buscar la esencia humana. Su película se trata de eso. Humanos en búsqueda de las necesidades básicas, supervivencia al hueso. El método que aplica no es reducir, sino acercarse. Simplificar para ver mejor. Hombre y mujer. La primer misión espacial de ella, la última de él. En tierra no tendrían de que hablarse, pero ahí arriba, en esas circunstancias, su vida depende de la comunicación, de la confianza mutua y de la resistencia. El respaldo es la memoria, la presión el tiempo, y cualquier falla es terminal. En la primera parte después de la catástrofe, Kowalski parece querer revivir al dúo de Bogart y Hepburn en “The African Queen”. Él sabe lo que hay que hacer, y eso es estar calmo. Ella no puede hacer lo mismo, se le está acabando el aire y está más cerca de rendirse que de creer que su compañero conoce lo suficientemente bien el espacio. Cuando abordo la misión, lo hizo en calidad de genio, ahora, sus intereses se reducen al nivel básico. Necesita aire, necesita hablar, necesita volver a casa. Las expectativas que se generaron durante las semanas previas al estreno giraron en torno a las innovaciones tecnológicas desarrolladas específicamente para este film. Esto trajo comparaciones por anticipado con “2001: Odisea en el espacio”, que fue concebida en circunstancias similares, pero con la que “Gravity” no guarda más influencias que con cualquier otra buena película del género. Es cierto, hay un gran show montado. La espectacularidad se hace notar desde el primer minuto, desde el primer plano. Alfonso Cuarón es inteligente para manejar esto. La magnificencia de las imágenes es difícil de pasar por alto y, ante el riesgo de convertirlas en el centro del film, nos las exhibe al comienzo para curarnos la curiosidad y no dejar que esta se convierta en la intérprete. Haciendo esto a un lado, encuentra lugar para contar su historia. Nos permite introducirnos en la psicología de la Dra. Rosen, que es la que carga con el peso místico del film. Ella está paralizada y no puede reaccionar ante la adversidad. Los recuerdos de la tierra siguen siendo demasiado pesados inclusive en el espacio. Kowalski hace lo contrario con su memoria. Repite anécdotas de su vida hasta que estas pierden peso y sentido. Sus recuerdos son una distracción, no el punto en el que recae. Las usa para darle a su carisma algo de qué hablar. Él tiene un espíritu practico ante la catástrofe. Como no sufre ningún cambio, se convierte en uno de esos personajes que parecen elegir ser de dos dimensiones (Kowalski también era el nombre del personaje de “Vanishing Point”). Pero en esa misma determinación sugieren que nos estamos perdiendo de algo, que saben más que nosotros, que él, Kowalski, de hecho, vive en ese más que nosotros nunca llegamos a ver en primer lugar. Los méritos técnicos del film no están ahí para ser descubiertos por el espectador, sino para deleitarlo. La adecuación tecnológica para la mejor narración de la historia recuerda más a la de “Who framed Roger Rabbit?” en el 1988 que a la de “Avatar”. Lo que “Gravity” trae a la textura del 3D refuerza las consideraciones positivas sobre el formato. Su éxito quizás sacuda a los conservadores y puristas. La digitalización ya sucedió, el 3D está sucediendo. Esta evolución resulta inevitable: “Gravity” ya recaudó 55.8 millones en los Estados Unidos tan solo en su primer semana. El 3D funciona para la industria del cine, en parte porque todavía no es un formato viable para televisiones y computadoras de mayor consumo, dejándole al cine la exclusividad de su difusión. A nosotros, como espectadores, nos corresponde el lugar de que el 3D no se convierta en el vehículo de accesorios que nada hacen a nuestra sensibilidad. La respuesta es seguir yendo al cine por las historias, las buenas, las humanas. “Gravity” es una de ellas.
La película “Causas y consecuencias” nos es presentada en Argentina con este título tan poco inspirado, desde el inglés “The company you keep”. Si, se podría hablar mal de prácticamente todas las traducciones de títulos, pero en este caso particular, el original hubiera servido de ayuda para comprender las intenciones de la película, al menos un poco mejor de lo que la película logra en sí misma. Jim Grant (Robert Redford) es abogado y padre soltero de una nena de 11 años, con la que tiene una relación que la mayoría de los padres envidiaría. Comparten desayunos, tienen chistes internos y se entienden con una mirada. Él está en edad de ser un abuelo de varios nietos, quizás sea por esto que puede llegar de esa manera a su hija, haciendo de la experiencia no algo intimidante, sino una forma de sabiduría que inspire confianza. Pero esto resulta no ser tan así: no solo no fue siempre el mismo Jim Grant, sino que no fue Jim Grant en absoluto. Hace treinta años su nombre era Nick Sloan, un militante de la Weather Underground, un grupo de izquierda que se oponía a la guerra de Vietnam. Una vez descubierto, su conflicto no solo será escapar, sino definirse a sí mismo como Jim Grant o Nick Sloan. El trabajo de la película, suponemos, será hacérnoslo saber. Este grupo revolucionario hizo su entrada sobre finales de los años 60, comienzos de los 70. Tomaron su nombre de una canción de Bob Dylan, “Subterranean Homesick Blues”, que dice: You don’t need a weatherman to know which way the wind blows. Y así, de esta referencia, y no solo del contexto histórico, se vale la película para filtrar uno de los varios temas de interés: el periodismo y los medios. Ben Shepard (Shia LeBeouf) es el periodista encargado de convertir a Jim Grant en Nick Sloan. Al principio se presenta como un engreído que no tiene mucho de que alardear. Su apariencia lo hace pasar como salido de otros tiempos. Es algo inexplicable que sucede entre su pelo, los anteojos y la corbata, que llevan de fondo una de esas camisas tan básicas que podrían haber sido usadas en cualquier época y pasar desapercibida. Pero con la expectativa generada por tener la responsabilidad de hacer las revelaciones que conlleva la noticia, su arrogancia encuentra lugar en la ambición. Ahora este humilde diario local no va a poder contener su presunta grandeza. Esta listo para sumarse a Berstein y Woodward. Las consecuencias de su investigación conducen también a una persecución policial. En el medio se desatan algunos de todos los temas que conciernen a la película: la familia y la paternidad, que se hacen más importantes después de que Nick tenga que abandonar a su hija, dejándola en manos de su hermano, al que hacia otras tantas décadas que no le hablaba; el problema de la aceptación o la negación del pasado; la moral en los actos cometidos; la moral del periodismo al revelarlos con el frio distanciamiento que el paso del tiempo concede. Sobre este último punto, cabe decir que es una generalización injusta sobre el periodismo. Al trabajar solo en este ángulo de presente sobre el pasado, la película nos da pistas de cómo las cosas podrían, o deberían, haber sido, pero no sobre cómo esta realización debería influir en tratamiento actual, presente sobre presente. Como sea, el tema de los anacronismos corre por la película. El problema de Shepard empieza con seguir las pistas y armar el caso, la noticia. Pero al adentrarse, se encuentra con que ni siquiera Nick Sloan era el que se pensaba. Quizás ya no haya Nick Sloan que borrar en Jim Grant. El dilema de Shepard está en su condición de periodista. Estuvo trabajando en piloto automático sobre su ambición desde el principio, y ahora no sabe porque hace lo que hace. Nick también pisa en falso sobre sí mismo. El problema de la película no es esto – esto es trama -, el problema es que nosotros, los espectadores, hasta entonces no sabemos que es lo que está en juego para estos personajes. Las acciones no parecen acumular su peso en las emociones. Es difícil interpretarlos. Es difícil anticipar ideas y escenas. Hay un personaje que trae el pasado de Nick a flote más que todo lo que Shepard pueda haber descubierto: Mimi Laurie (Julie Christie), una compañera militante de Nick. Los delitos cometidos por la Weather Underground van desde el robo de bancos hasta el asesinato. Mimi estaba involucrada en ambas áreas. Así todo, ella no da cuentas de haber cambiado de opinión. No encuentra razón a preguntas sobre la moralidad de sus actos, sobre esa verdad que creían defender. Todavía se alimenta de seguir creyendo en algo, como si eso le diera un derecho privilegiado, una suerte de moralidad superior como medalla por el compromiso eterno. Esta detenida en el tiempo. Durante todos estos años ha construido su fe a través de la acción, y en el camino no encontró momento para detenerse en espejos o calendarios. No es que las carreras por la libertad – o por la fuga, depende el punto de vista- solo le pertenezcan a los jóvenes, pero es inmaduro seguir haciéndolas solo para evitar cosechar lo sembrado. Resulta impropio de la edad. Aunque hay tiempo de auto-evaluación para Shepard y Nick, es difícil para nosotros saber dónde esos nuevos pensamientos irán a parar. No podemos predecir sus realizaciones porque la película nunca nos deja tomar una completa idea de quienes son estos personajes. Esta sensación se hace más grande sobre el final, donde hay escenas que dan la sensación de que podrían haber tenido una mejor posición en el principio. Le conceden poco a la estructura, y lo que dicen de los personajes es inteligible para nosotros por la falta de lo primero. Si hay un final construyéndose, todavía estamos esperándolo. Los elementos están ahí, esperando por ser conectados. Una cosa es segura, la película no guarda esperanzas por el periodismo, y quizás en ese punto este sugerido un paralelo con la partida de perpetuación eterna que juega Mimi. Robert Redford dirigió la película. Redford es “The Sundance Kid”, personaje por el que le dio nombre al Festival de Sundance, es Bob Woodward en “All the President’s men”, Johnny Hooker en “The Sting”, y el tipo por el que Woody Allen prefiere ser confundido en Annie Hall. Como director no pudo superar su primera película, “Ordinary People”, pero esta ya era mucho decir para un director primerizo. Sus últimas películas tienden a dispersarse, son buenas pero de a partes. Las escenas son sólidas, pero las partes que las conectan no. Los temas quedan siempre a la vista, pero es difícil extraer sus ideas y conclusiones. Y así también es difícil criticar búsquedas de este tipo; el que nos quedemos queriendo un poco más significa que fuimos sugestionados lo suficiente como para que eso pase. Es innegable la atracción que se siente por un personaje que se escapa por la tangente porque quiere decir mucho, y no porque prefiere escapar irresuelto. Esa es su leyenda.