La nueva película de Sabrina Farji (Cuando ella saltó, Eva y Lola) se sumerge directo en una discusión de pareja donde se subrayan los rasgos de los protagonistas de la misma: Sonia (Jorgelina Aruzzi, el punto fuerte del film) y Roberto (Roberto Moldavsky) conforman un matrimonio en el que ella se muestra hastiada por la misoginia y las infidelidades de su marido, quien a su vez está atravesando una crisis de mediana edad. Eventualmente, Sonia le pide el divorcio y se reencuentra con Roberto un año después para oficializar el trámite, que por diversas razones termina demorándose. Lo que podría haber sido una efectiva comedia de rematrimonio no es más que una sucesión de secuencias sin hilo conductor, con personajes secundarios que solo aparecen para hacer intervenciones humorísticas no demasiado novedosas, como la actriz que interpreta Liz Solari, un personaje repleto de clichés. De esta forma, Ex casados va perdiendo el eje y, para cuando llega el momento de la reconquista, cuesta involucrarse con el porvenir de la pareja. Aunque se trate de una película que pretende poner la lupa sobre los estereotipos, cuando los chistes de Moldavsky tapan un debate más profundo sobre la batalla de los sexos, el planteo maniqueo pone al film ante una encrucijada: explorar esas diferencias o rendirse ante lo superfluo. Ex casados se inclina por lo segundo y subestima así el poder de la comedia para adentrarse en terrenos más incómodos, espinosos e interesantes.
Transitar el camino de las biopics es una tarea sinuosa que ocasionalmente fluctúa entre complacer al espectador con un relato tamizado y con escasos momentos de osadía, y quebrar las expectativas de cómo debe ser retratada una determinada figura o acontecimiento. En el medio, claro, están los grises, y Rey Richard: una familia ganadora, la película de Reinaldo Marcus Green, sabe bien cómo dominarlos. Ni demasiado tibio ni excesivamente controversial, el largometraje centrado en Richard Williams, padre de las tenistas Venus y Serena, se mueve en un género que presenta infinidad de opciones y tentaciones, sobre todo cuando en la producción está involucrada la familia, lo que podría haberle jugado en contra al cineasta. Por el contrario, Green toma los claroscuros de Richard como arma para reconstruir la historia de un hombre imperfecto, y eso salva al film, entre otras acertadas decisiones, de ser incluido en la extensa lista de biopics melosas, episódicas, de estructuras inamovibles. Will Smith interpreta a Richard Williams con el carisma que lo caracteriza, pero tiene en claro en qué momentos correrse de ese lugar cómodo para transmitir las dualidades de un hombre que sabía que sus hijas tenían el camino del éxito marcado, pero que al mismo tiempo no quería privarlas de una adolescencia normal ni someterlas a presiones que atentaran contra su estabilidad física y mental. Smith, quien ya está siendo considerado como gran candidato para ganar el Oscar en 2022, comandó otra de las denominadas “películas de superación” como lo fue En busca de la felicidad, y aquí ingresa a un terreno similar pero le aporta otra tesitura a su interpretación. En sintonía con el abordaje de Green y del guion de Zach Bailyn, el actor no pretende componer a Williams desde la mímesis. Desde esa postura parte el film entero y lo hace a través de interrogantes que no tienen respuestas unívocas. ¿Quién es Richard Williams? ¿Hasta qué punto estaba ayudando a sus hijas y no decidiendo por ellas? ¿Qué otra vida tenía por fuera de esa casa en el Compton de los 80 donde no parecía haber salida? La biopic navega esas inquietudes a través de la mirada de quienes lo rodean. De esta forma notamos que su esposa Oracene (una excelente Aunjanue Ellis, una intérprete verdaderamente camaleónica) desaprueba ciertas decisiones que Richard toma para Venus y Serena, y que ese hombre que entrena a sus hijas en una cancha derruida (y circundada por pandillas) es también un egoísta que nunca se detiene a escuchar lo que ellas tienen para decir. Cuanto más indaga Rey Richard en las minucias de ese padre obstinado que no pretende agradar (en muchas secuencias se deja al descubierto su arrogancia ante la opinión de expertos y de su propia familia), mejor funcionan los diálogos con ribetes inspiradores que, en un largometraje menos ecuánime, hubiesen trastabillado. Otro aspecto admirable de la película es que, incluso desde su approach más clásico, también sabe cómo traducir visualmente la fuerza con la que Venus y Serena se mueven en la cancha, condición sine qua non para una biopic deportiva que muestra la historia de origen de dos leyendas del tenis. Con un gran trabajo de montaje de Pamela Martin (quien ya había demostrado su talento en El ganador de David O. Russell, sobre la vida del boxeador norteamericano Micky Ward) y la astucia de Green para filmar de manera atractiva cada partido, Rey Richard sale airosa de la recreación de partidos cruciales para las hermanas, especialmente el último. En esa puja decisiva se destaca la interpretación de Saniyya Sidney como Venus, quien en un tramo del relato toma la delantera, la forma simbólica que elige el film para reflejar el pase de batuta de ella hacia Serena, vínculo inquebrantable que termina convirtiéndose en el corazón de la narrativa. Rey Richard también pone la lupa en los grandes negocios que se gestan en el seno del deporte, pero no a través de la demonización de los representantes de jugadores ni de los esponsors. Por el contrario, se opta por mostrar la reacción genuina de Richard Williams ante las ofertas que caen a los pies de sus hijas, que responde a su naturaleza obsesiva y a esa mente clara que fue guiando a las jóvenes a los lugares correctos. Si bien en una secuencia se hace hincapié en la deshumanización de dos agentes que dialogan con Richard con una condescendencia estrechamente vinculada al racismo -el contexto es clave para el film, que solo necesita de dos o tres escenas para situarnos en la realidad social en la que se encontraba la familia Williams-, la biopic tampoco se vuelca al cinismo. Como el propio Richard, tiene una mirada clara, es conmovedora en varias secuencias y más clínica en otras, y es en ese equilibrio donde reside su grandeza.
El prolífico fotógrafo José María Cicala debutó como cineasta con una película de género, La sombra del gato, en la que una interesante premisa se iba resquebrajando hacia la mitad de su desarrollo, por lo que el peso recaía en sus actores. En Sola estamos ante un escenario similar. El realizador colabora nuevamente con su pareja, Griselda Sánchez (quien coescribió el guion y es una de las protagonistas), y vuelve a entregar un thriller sin rumbo. La mujer que se encuentra sola es Laura Garland (Araceli González), una viuda que perdió a su marido en la guerra (un Miguel Ángel Solá desaprovechado) y que ahora transita su embarazo en una amplia casa en la que está convencida de que su esposo permanece. Ese modus operandi se altera cuando el Gobierno (el film es impreciso en cuanto al marco histórico) le solicita que alquile una habitación lindera, ya que de lo contrario le quitarán la propiedad, lo que facilita el ingreso del mafioso Ricky (Fabián Mazzei) y su esposa, quien también está embarazada. La presencia de ambos en la casa -y la posterior llegada de una partera- será un detonante para Laura, quien progresivamente va mostrando su costado menos afable. Sola es una película ambiciosa que cruza horror, monólogos sobre la maternidad, convenciones del thriller psicológico y la inexplicable línea argumental de un conflicto bélico; pero cuando esa ambición se desboca y roza lo pretencioso, se vuelve un tanto artificial, con elipsis injustificables, y una escena poscréditos cholula e innecesaria. De su gran elenco se destaca la naturalidad de la joven Micaela Suárez. El resto de los actores, en clave impostada, no logran lucirse.
Dicen que equipo ganador no se toca y esto es precisamente lo que sucedió con la secuela de Rock Dog, la película animada chino-estadounidense de 2016 que tenía a un solvente director como Ash Brannon, responsable junto a Chris Buck de esa grata sorpresa que fue Reyes de las olas, y a las inconfundibles voces de J.K. Simmons, Sam Elliott, Matt Dillon y Luke Wilson como el perro rockero del título. Esta segunda parte de la travesía por la industria musical de Bodi y su banda True Blue cuenta con otro realizador (Mark Baldo, Barbie: una Navidad perfecta) y otras voces, pero también con un guionista con trayectoria de sobra como Alec Sokolow, uno de los responsables nada menos que de Toy Story, por la cual cosechó una nominación al Oscar al mejor guion original. Sin embargo, con esta secuela se le quitó brillo al film cuya narrativa retoma un año después, a través de una maraña de clichés y de líneas argumentales un tanto burdas. Esta continuación fue traducida al castellano como Renace una estrella y la elección es apropiada porque el relato explora el ascenso de Bodi a la fama y cómo su música y look van perdiendo su esencia entre tanto brillo y popularidad. Con excepción de cómo se aborda la dinámica familiar en Snow Mountain Village -que recuerda a algunos tramos de Coco-, los números musicales no tienen la fuerza suficiente para que esta innecesaria secuela, con varios gags sin gracia, pueda ser disfrutable al menos desde esa perspectiva.
En medio de remakes, reboots, precuelas y secuelas, el realizador Brandon Christensen apostó por un film de género que no se sintiera como un refrito de otras historias, pero cumplió a medias con el objetivo. Zeta tiene ineludibles puntos de contacto con la brillante producción de Jennifer Kent, El Babadook, en la cual también una madre contemplaba con desesperación cómo su hijo iba siendo consumido progresivamente por una fuerza maligna. A diferencia de la película australiana, la de Christensen carece de vuelo visual y, en cuanto al plano narrativo, la clásica división en tres actos no colabora en esa búsqueda de originalidad, más bien potencia el tedio. El film muestra las interacciones entre Josh (Jett Klyne) y un amigo imaginario, que comienza como un juego, suerte de rito de pasaje de la niñez, y luego deriva en una posesión demoníaca en la que la madre del pequeño, Elizabeth (Keegan Connor Tracy, en una interpretación con bienvenidos matices), cumple un rol central, con una vuelta de tuerca que al menos sacude un poco la predictibilidad del relato y resignifica varias secuencias. De todas formas, en un contexto en el que exponentes del terror buscan inquietar a plena luz del día (desde Te sigue, de David Robert Mitchell, a Midsommar, de Ari Aster), Zeta no se destaca y se queda muy atrás en un género proclive a las fórmulas gastadas.
Cato es dos películas en una. La ópera prima de Peta Rivero y Hornos abre con una atmósfera similar a la de 8 Mile: calle de las ilusiones de Curtis Hanson. Un joven (el Cato del título, interpretado por el trapero Tiago Uriel Pacheco, más conocido como Tiago PZK) se refugia en la música para salir de un contexto opresivo. En su debut actoral, el freestyler sabe comandar esos momentos de intimidad en los que su personaje se encierra en su habitación a rimar como si el tiempo no corriera. Sin embargo, dichos instantes son efímeros, y la verdadera acción del film comienza cuando una tragedia azota a Cato, lo que deriva en una trama policial que se resiente por los estereotipos (ahí está el policía corrupto interpretado por Alberto Ajaka, escrito con trazo grueso) y por la imposibilidad de unir ese relato con el del ascenso del protagonista en la industria musical. La incompatibilidad de ambas historias perjudica a lo que es, en varios pasajes, una producción poderosa que lleva la impronta de un realizador que conoce el mundo que está abordando, un hombre que ha dirigido videoclips de referentes del género como Wos y Neo Pistea. El evidente objetivo de Cato es el de mostrar el conurbano con una estética prolija (e incluso romántica, con un gran trabajo de fotografía de Fernando Lockett) que se amalgama muy bien con la sensible interpretación de Tiago, especialmente en esas viñetas de creación artística que merecían un mayor desarrollo.
El realizador Andrew Traucki continúa trabajando en terreno conocido con Amenaza bajo el agua, secuela en espíritu del film de 2007, Agua sangrienta, y prima hermana de El arrecife (2010). En este caso, el cineasta cambia de escenario y de actores, pero es notoria la falta de innovación de una historia en la que hay dos principales enemigos: una cueva sin salida de un bosque de Australia y los cocodrilos que yacen allí. La pareja de Eric (Luke Mitchell) y Jennifer (Jessica McNamee) le propone a la de sus mejores amigos, Yolanda (Amali Golden) y Viktor (Benjamin Hoetjes), explorar esas cuevas sin contemplar la posibilidad de que exista un peligro dentro de las mismas. Cuando ese peligro se hace presente (Traucki no prolonga la llegada del horror, aunque la construcción de personajes sufre en consecuencia) la película se resiente al repetir siempre un mismo mecanismo: el infructuoso intento por salir de ese lugar estrecho que colabora a crear un clima de claustrofobia, el único aspecto logrado del film. Por otro lado, Amenaza bajo el agua comete el peor error de una narrativa centrada en la supervivencia del hombre al decidir que sus personajes se pasen la mayor parte del tiempo entablando conversaciones triviales (hay un giro digno de una telenovela disonante con la propuesta) o bien metiéndose en el agua para luego salir a los minutos, sin que se genere una sensación de urgencia, la falla más evidente de una película con la que su director se repite a sí mismo y en la que hay demasiados tiempos muertos.
El documental de Adriana Yurcovich (El ambulante) codirigido junto a su hija, Mariana Turkieh, aborda la problemática de la violencia de género dejando que la historia respire, y pone el acento en la importancia de la solidaridad para salir de la opresión. Mari es María Luisa Suárez, una mujer que viaja todos los días desde Laferrere a Palermo, donde trabaja como empleada doméstica. Un día, le pide a Adriana, directora del film, si puede quedarse en su casa. No hace falta decir más que lo que relatan sus amigos y vecinos: la mujer sufrió violencia por parte de su marido por años y necesita de una red de contención para volver a empezar. Yurcovich y Turkieh muestran cómo Mari se va aclimatando a su flamante presente, que también implica superarse mediante el estudio y recuperar todo aquello que le fue quitado. Las realizadoras, quienes obtuvieron el premio SIGNIS en la última edición del BAFICI, filman con economía de recursos, cediéndole la palabra a Mari, una persona entrañable cuya transformación se percibe tanto en su cuerpo -deja de caminar como si cargara con el peso del mundo a cuestas- como en su mirada, que se va encendiendo a medida que los vínculos que creía perdidos regresan para escucharla. El documental refleja la apertura de quien estuvo puertas adentro, privada del disfrute de lo mundano, deja fuera de foco lo que ya está implícito y pone al frente el renacer de Mari, brindando así una visión esperanzadora sobre la reconstrucción femenina.
Celebración del melodrama La película de Tom Ford es una apuesta visual formidable, con ecos a Douglas Sirk y una consagratoria actuación de Colin Firth Solo un hombre es una película que continuamente se vuelve sobre el pasado. El protagonista, imposibilitado de superar la muerte de su pareja, es atravesado por los recuerdos como si éstos fueran un puñal. Y el espectador siente ese dolor porque el director Tom Ford incluye los flashbacks de los momentos felices sin ningún tipo de golpe estético, a contramano de lo que se pueda creer. Pero Solo un hombre también se vuelve sobre el pasado, no para reflexionar sobre la Guerra Fría o sobre la homosexualidad en los 60 - aunque algo de esto hay -, sino para tomar a grandes cineastas (siendo Douglas Sirk el referente) y celebrarlos desde lo visual. Solo un hombre es una de las películas que ya no se hacen, como en su momento lo fue Lejos del paraíso, la obra maestra de Todd Haynes que también era una historia de amor prohibida o sobre minorías. Ya saben por dónde viene la mano. El diseñador Tom Ford, luego de abrir su productora FADE TO BLACK, se alejó por un tiempo de Gucci para poner su ojo de esteta en su ópera prima autofinanciada. Tomó como base la novela de 1964 Christopher Isherwood A Single Man y la adaptó junto a David Scearce. A primera vista, la película parecía ser un capricho estético de Ford, una suma de imágenes efectistas onda "vean lo que puedo hacer" vacuas y desprovistas de sustento emocional. Pero no. Ford es un tipo inteligente. Cual estratega, en todo momento sabe qué cartas jugar, a qué recurso apelar y cuándo bajarle un cambio a sus vicios. Y así, en poco más de una hora y media, cuenta la historia de una pérdida impactando desde dos frentes: lo visual y lo argumental, ambos en perfecta concordancia. Había posibilidades de caer en lo obvio. Un ejemplo: cuando George deja de ver el mundo gris, los detalles más hermosos (un sacapuntas que recibe como regalo, unos ojos verdes, etc.) Ford los filma con colores saturados. Sí, está claro que quiere que entendamos la metáfora, pero al mostrarnos esto desde la perspectiva de un hombre en sufrimiento, no hace más que deslumbrar, conmover, invitarnos a una suerte de danza celebratoria de la vida. Ford va y viene como va y viene la mente de George. Por eso, el presente duele pero a la vez trae una sensación de inmediatez que se absorbe con todos los sentidos. George mira la luna, George palpa el agua de la playa, George huele a una perra que es idéntica a la perra que murió junto al amor de su vida, Jim. Y Jim representa ese pasado al que Ford viaja con una naturalidad deslumbrante, eligiendo apenas cuatro momentos para apelar a los flashbacks: cuando George y Jim se conocen, la electricidad de uno de los primeros besos, una charla en las dunas filmada en blanco y negro y una situación cotidiana. Esa situación cotidiana, retratada con afectación cero, es la de una charla de ambos en el sofá, leyendo La metamorfosis y Desayuno en Tiffany´s, con las perras en el piso junto a ellos. En otra película, sería una escena más. En Solo un hombre es la confirmación de Tom Ford como promesa (si es que existe tal clase de confirmación) y la caja contenedora de todo el resto de las secuencias. Es decir, en ella está todo el film: la historia de amor, el instante feliz que luego va a doler y el discurso sobre la muerte y el presente. Pero gran parte del mérito de esa escena recae en los actores. Colin Firth, de quien ya conocíamos su talento para decirlo todo con los ojos y la sonrisa, y Matthew Goode (Match Point), quien le imprime una sencillez a ese vínculo que contrasta a la perfección cuando el director nos trae el presente con la brusquedad de un nadador que sale de repente a la superficie. Aquí el presente, al verse afectado por el vacío, se transcurre en cámara lenta, con algunos chispazos de revelaciones satisfactorias (disparadas por personajes secundarios), pero generalmente con una sensación de angustia a priori infilmable. "Pocas veces en mi vida tuve momentos de absoluta claridad, breves instantes en los que el silencio ahoga el ruido y uno puede sentir más que pensar (...) Pero, como todo, esos momentos se esfuman y me empujan al presente para hacerme ver una cosa: que todo es exactamente como tiene que ser". George dice esto, con las inevitables influencias literarias que recibió de su carrera de profesor, y Ford lo pone en imágenes conmoviendo naturalmente con una estética calculada. Solo un hombre lastima y regocija al mismo tiempo. Es, como la crítica Pauline Kael le pedía al cine, una experiencia multisensorial inolvidable. Una película que penetra.