¿Cómo se abarca en un documental de poco más de una hora la apasionante vida y obra de ese pionero de la literatura de no-ficción que fue Rodolfo Walsh? Para el realizador Fermín Rivera, la respuesta parece haber estado más que clara: intentando no sucumbir a una estructura episódica y optar por un abordaje que pudiera hermanarse con su objeto de estudio. De esta forma, R.J.W. carece de una mirada pretenciosa y se va construyendo, desde esas primeras imágenes de Choele-Choel (lugar de nacimiento del autor), como una obra lírica, nostálgica, en la que la identidad de Walsh es repensada a través de su nombre completo y de su historia que, como él mismo había expresado, era también la historia de su país. Por lo tanto, Rivera le dedica un largo y extraordinario tramo de su documental al Walsh niño, al Walsh observador, a ese joven que fue marcado a fuego por su estadía en un colegio pupilo donde se produce una identificación clara con su ascendencia irlandesa y también un rechazo a las normas de ese escenario al que luego describiría en el relato “Un oscuro día de justicia”. En cierto modo, R.J.W. es la historia de origen de ese hombre que por no poder hablar comenzó a escribir, y a plasmar así sus vivencias con una perspectiva general, con una concepción de la palabra que invitaba a desentrañar lo no dicho, las sutilezas, los silencios. El testimonio de Patricia Walsh, hija de ese hombre que también fue poeta, traductor y criptógrafo, resulta sumamente valioso para un documental que gesta un espacio de intimidad para buscar responder, ni más ni menos, cómo es que el pasado va configurando sigilosamente un estilo literario.
En una eficaz secuencia inicial, A ciegas nos presenta a su protagonista con un interesante recurso: mientras en la TV se nos muestra material de archivo de esa joven que solía ser una famosa esquiadora hasta que un accidente la dejó con su visión comprometida, en simultáneo vemos cómo, en su duro presente, ella baja sigilosamente por las escaleras para no llamar la atención de su madre. Sophie (Skyler Davenport, actriz no vidente que se destaca en este film que le queda chico) huye de ese pasado de gloria para refugiarse en la única actividad que la sacude del letargo: cuidar casas y mascotas cuando sus dueños se van de vacaciones. En este caso, la joven, quien halla cierto morbo en robar pertenencias de esos lugares inmaculados para revenderlos, llega a una vivienda opulenta alejada del mundanal ruido. En un momento de burda previsibilidad, su madre la contacta para que se baje la aplicación See for Me (“Mira por mí”, el título original de la película), recomendación que Sophie descarta porque quiere manejarse por sus propios medios. Como estamos ante un thriller que su nutre de esa suerte de subgénero que es el de la invasión de hogares, sabremos que Sophie necesitará esa app tarde o temprano, y A ciegas no prolonga la llegada de ese instante de desesperación. Cuando tres hombres ingresan al hogar para robar una millonaria suma de dinero, la joven se apoya en la asistencia telefónica de Kelly, una exveterana del ejército (Jessica Parker Kennedy), quien no solo la ayuda cuando debe moverse en esa casa a oscuras y eludiendo a los intrusos sino también cuando llega la hora del contraataque. En este punto, A ciegas logra muy buenas secuencias con Sophie como una heroína imperfecta que forja un entrañable vínculo con Kelly en esa situación de emergencia. El problema clave del film de Randall Okita es que agota sus cartuchos en su primera media hora, bajando el nivel de tensión y descartando el factor sorpresa. De este modo, su largometraje se desinfla rápidamente, dejando a Davenport sola en una trama lineal que desaprovecha su talento.
El largometraje de aventuras del francés David Moreau logra ser más efectivo en las escenas en las que se ciñe a un abordaje intimista de la historia. En este aspecto, se destaca la interpretación de la joven Lou Lambrecht como Inés, una preadolescente ermitaña que pasa sus días retraída del entorno como consecuencia del trauma que le generaron tres pérdidas: la muerte de su madre, el abandono de su padre, y la partida de una de las figuras más inspiradoras que tuvo en su niñez, su abuelo trotamundos. Por lo tanto, cuando un león cachorro escapa del aeropuerto de la comuna francesa de Orly donde estaba siendo traficado y llega a la casa de Inés, la vida de la joven da un vuelco y encuentra en ese animal un compañero para esas jornadas de tristeza e incomprensión. Al tratarse de un film concebido para toda la familia, King: regreso a casa no ahonda con profundidad en tópicos como el tráfico y el maltrato animal y, cuando lo hace, opta por configurar a los villanos con trazo grueso. En su segundo tramo, el realizador configura un road trip en el que Inés y su hermano Alex le hacen frente a los obstáculos para que King, tal como bautizaron al león, pueda llegar a África y permanecer en su entorno natural. Aunque se perciben algunos problemas para manejar los tiempos del relato (el largometraje es excesivamente largo), se trata de una obra noble, de gran calidez, en la que se alude a cómo la vida entera es un acto altruista de soltar aunque duela. Debido a esto, los momentos en los que Inés, King y Alex están en pantalla son los más sentidos de esta propuesta.
La primera hora de Noche americana no revela sus cartas de inmediato. Por el contrario, la ópera prima del realizador Alejandro Bazzano comienza con una historia que parece erigirse sobre una catarata de clichés. Iván (Alan Daicz) es un músico uruguayo de 24 años a quien le cancelan un vuelo de Roma a Buenos Aires, por lo cual deberá pasar una noche en un hotel de la capital italiana. En la misma situación está Michelle (Florencia Raggi), una actriz argentina de proyección internacional quien encuentra en el joven una vía de escape de su vida atribulada. La conexión entre ambos es instantánea, y sus encuentros suceden en el restaurante del hotel y en la habitación, decisión que exige a los intercambios entre los protagonistas mayor profundidad de la que tienen, justamente para que las limitaciones estéticas del film pasen a un segundo plano. Aunque esos diálogos podrían tener más peso, Florencia Raggi brinda una excelente actuación con un rol que la pasea por diferentes géneros de los que sale siempre airosa, al darle complejidad a Michelle. El guion de Rodrigo Spagnuolo da un interesante giro en la segunda hora, cuando la protagonista es víctima de un hackeo a su celular por parte de dos empleados de seguridad del hotel, uno de ellos interpretado con dosis de humor negro por un magnético Luis Cao. En esos momentos, Noche americana esboza algunas reflexiones sobre la violación a la intimidad, el costo de la exposición mediática, y la violencia sobre la mujer (el drama familiar que atraviesa Michelle también refuerza esos tópicos), pero luego se enfoca en concebir un thriller en el que la dupla protagónica se enfrenta, con algunos aliados, a esa extorsión inesperada.
Uno creería que es un lugar común -e incluso perezoso- trazar paralelismos entre El exorcista, de William Friedkin, y cualquier película que aborde una historia similar. Sin embargo, en el caso de El exorcismo de Dios, la nueva producción de Alejandro Hidalgo, las referencias al clásico basado en la novela de William Peter Blatty son más que explícitas y no dejan margen de duda. Como ejemplo tenemos la secuencia inicial, que busca emular determinados planos del film de Friedkin en un intento de homenaje que se prolonga por demasiado tiempo como para que Hidalgo pueda entregar una obra escindida de inspiraciones. Pero ese reposo en las influencias es tan solo el primero de varios inconvenientes que tiene su largometraje, centrado en Peter Williams (Will Beinbrink), un exorcista estadounidense que viaja a un pueblo de México para ayudar a un grupo de niños, 18 años después de experimentar un episodio traumático. El exorcismo de Dios fluctúa entre ese pasado que atormenta al sacerdote (un malogrado exorcismo que lo obligó a cometer un sacrilegio por el que nunca pudo perdonarse a sí mismo) y un presente en el que el demonio regresa y lo pone de cara a una realidad: para subsanar el trauma, tendrá que enfrentarlo. Si bien Beinbrink brinda una actuación interesante, la construcción de su personaje es demasiado lineal como para que nos interese su derrotero. Lo mismo sucede con una secuencia en la que Hildago retrata una especie de exorcismo todoterreno, con abundantes golpes de efecto, un uso del sonido que deja en evidencia la falta de ideas para generar pavor, y una persecución frenética que responde más al cine de zombis. Si el cineasta se hubiese adentrado más en lo que implican las prácticas de exorcismo (a fin de cuentas, el protagonista se dedica exclusivamente a esto), otro hubiese sido el panorama. Lamentablemente, Hildago se queda con el “más es más” y tampoco se resiste a una vuelta de tuerca final previsible para cualquier espectador familiarizado con estas narrativas.
“Antes era feliz, ahora estoy enojada”, se escucha decir a una de las resonantes voces femeninas de La vida dormida, el documental de Natalia Labaké que fue gestado a través de imágenes caseras que tomó su abuela Haydée a fines de los 80 y del registro del presente en el que la realizadora se detiene en la dinámica familiar sin la necesidad de llenar los silencios. Por el contrario, el gran fuerte de su trabajo es la yuxtaposición entre un pasado en el que la política era el centro por el rol de su abuelo, Juan Gabriel Labaké, y un presente en el que los debates sobre la realidad del país persisten pero, al mismo tiempo, quedan un segundo plano cuando son otras huellas las que calan más hondo. En este aspecto, la cineasta encuentra en las mujeres de su familia a las protagonistas indiscutidas de ese recorrido a través de las décadas donde las marcas de lo vivido se reflejan en el rostro. Del mismo modo en que la realizadora toma la cámara en una actualidad en el que las voces se explayan sobre la coyuntura siempre apuntaladas por las que las precedieron, su abuela hizo lo propio cuando acompañó a su esposo desde los márgenes, como una hábil observadora que plasmaba sus impresiones a través del lente. Ese pase de batuta conmueve y despliega no solo nuevos interrogantes sobre cuánto se ha avanzado en contextos patriarcales sino también otros más íntimos, como los que enuncia Bibiana Labaké, quien mientras acomoda un ramo de flores secas se pregunta sobre el tiempo y cuánto más podrá aprehenderlo. Esos pasajes personales, de lenguaje más poético, se destacan en un documental que cuenta con un extraordinario trabajo de montaje de Anita Remón.
La fórmula no es precisamente novedosa y se pone en ejecución con cierta frecuencia: un avión con pasajeros que se comportan de manera sospechosa, una tormenta que refuerza la sensación de claustrofobia y pánico, y un personaje heroico en el centro intentando encontrarle el sentido a lo que sucede en un vuelo anormal. Pasajero 666 se suma a larga lista de largometrajes que parten de esa premisa, pero trastabilla cuando intenta, paradójicamente, diferenciarse de otras producciones similares. El film ruso del cineasta Alexander Babaev tiene una intro efectiva en la que se muestra un accidente de avión con una única sobreviviente y el interés mediático que indefectiblemente surge en cada nuevo aniversario de la tragedia. La mujer, lejos de querer revivir esa pesadilla, se aboca a una vida apacible con su hija que se alterará tarde o temprano. Un nuevo vuelo pasa a ser el epicentro de una narrativa que se empantana al querer distraer al espectador para poder dar un golpe de gracia sobre el final que sorprenda y resignifique el visionado. Sin embargo, el guion de James Babb no solo no consigue conjugar adecuadamente los diferentes géneros que aborda caprichosamente (Pasajero 666 es un thriller psicológico que se disfraza de relato paranormal sin continuidad alguna) sino que tampoco le da complejidad a su protagonista, esa mujer que solo busca proteger a su niña de una inminente catástrofe. Durante su odisea, los personajes secundarios hacen su ingreso mecánicamente, convirtiéndose en estereotipos dentro una trama carente de innovación en la que sí se destaca una exploración del concepto de trauma, o al menos un acercamiento tangencial a sus pormenores.
A un click de distancia surgió a partir de una idea que Mark Duplass le hizo llegar a Natalie Morales en medio de las restricciones por la pandemia de coronavirus. Como varias producciones surgidas en ese contexto que utilizaron los pocos elementos que tenían a su disposición a su favor (desde la serie Llamadas hasta el largometraje Malcolm y Marie), este film iba a trabajarse de un modo similar: dos locaciones, dos personajes, y el Zoom como herramienta. Sin embargo, aunque ese haya sido el punto de partida, A un click de distancia trasciende sus propios métodos y se convierte en una película entrañable en la que el uso de lo virtual no remite a la pandemia (hay una elección narrativa de no hacer referencia al coronavirus) sino simplemente a una forma de comunicación entre dos personas que viven en diferentes países. El hecho de no incorporar a la historia el Covid es una bienvenida decisión de Morales y Duplass, quienes escribieron el guion juntos, con la actriz -quien se había puesto detrás de cámara para algunos episodios de la serie de Duplass, Habitación 104- tomando la batuta en la dirección de una obra inmensa dentro de sus limitaciones. Si tenemos en cuenta las apuestas artísticas que viene haciendo Duplass desde sus inicios en el mumblecore, A un click de distancia (producida por él y su hermano Jay) es otra movida orgánica dentro de sus inquietudes, una que lo encuentra nuevamente explorando las diversas formas de gestar con creatividad y cierto espíritu arrojadizo un film donde la espontaneidad sea la clave, como si estuviera haciendo un ejercicio en el que el resultado puede quedar en un segundo plano. En este caso, encontró en Morales a la compañera ideal para esa búsqueda, y la realizadora (quien en el mismo año dirigió la comedia teen Plan B) concretó ese concepto primigenio conociendo cabalmente las trampas en las que puede caer una película de estas características, como el agotamiento del recurso de las pantallas, la falta de urgencia narrativa, y cierta frialdad. Nada de esto sucede en A un click de distancia. Por el contrario, aunque Duplass proviene de la vieja escuela indie donde darle forma a un guion estaba casi prohibido, para esta dramedy se percibe cómo él y Morales pulieron la historia para que ese minimalismo en la puesta en escena no atente contra todo aquello que reside en las conversaciones entre sus protagonistas. Duplass interpreta a Adam, un hombre estructurado que vive en California con su esposo Will (Desean Terry), quien le regala cien clases de español con Cariño (Morales), una joven que vive en Costa Rica. Una tragedia es el impensado punto de conexión entre ambos, quienes forjan una amistad a pesar de las barreras geográficas, idiomáticas y culturales. Con mucha inteligencia, Morales y Duplass van sacándoles las capas a sus personajes, quienes nunca se sienten como dos conceptos sino como dos individuos complejos atravesados por el miedo y el dolor (hay un rasgo autorreferencial vinculado a la pérdida de una amiga de ambos actores, la directora Lynn Shelton), y que se hermanan a partir de eso. De esta forma, el título original del film (Lecciones de idioma) termina adquiriendo otra acepción cuando sus protagonistas dicen en voz alta todo aquello que cuesta poner en palabras. Una película sobre la amistad (de esas que ya no abundan), sobre el valor de la comunicación, sobre lo inexplicable que son ciertos vínculos... A un click de distancia tiene muchas aristas y, cuando todas quedan al descubierto, entrega uno de los planos más conmovedores y mejor logrados del año.
Uno de los primeros aciertos de Una sola noche es que no intenta esconder sus cartas. La película de Luis Hitoshi Díaz se suma a la larga lista de producciones con claras influencias de Antes del amanecer, de Richard Linklater, pero no solo por su premisa (dos extraños que se encuentran y cambian sus vidas en el proceso) sino también por su interés en indagar, a través de diálogos ininterrumpidos, en el tópico de la búsqueda de la felicidad en un mundo en el que impera el placer inmediato. Esa postura de hacerse cargo de cómo un cine más depurado puede atravesar la obra de otro realizador es bienvenida, sobre todo en la secuencia en la que Lucía (Emilia Attias) conoce a Horacio (Naím Sibara, su pareja en la vida real) y ambos se muestran los libros que están leyendo. El guiño a Jesse y Celine es evidente, pero Hitoshi Díaz (apuntalado por el guion de María Laura Gargarella) no se queda en lo cómodo e intenta construir su propio camino. Si bien en ciertos tramos Una sola noche queda empantanada en su idea original cuando no todas las charlas tienen la misma contundencia, la química entre sus protagonistas logra sacar esos momentos adelante, al igual que otra elección interesante que hace Gargarella. Cuando uno pensaba que el largometraje iba a poner la lupa con ecuanimidad en Lucía y Horacio, es la mujer quien pasa al frente con un interesante monólogo acerca de las insatisfacciones y el miedo a no poder encontrarse a sí misma. Así vamos descubriendo que la película funciona mejor cuando reposa en el viaje de Lucía y en esas inseguridades aplicables a las de muchos treintañeros que se desconectan del presente cuando una pieza de su plan futuro es movida de lugar.
La ópera prima de Nacho Guggiari cruza el costumbrismo de Esperando la carroza de Alejandro Doria y su crisol de personajes histriónicos con esa revitalización del género policial que fue Entre navajas y secretos de Rian Johnson. Si bien el entramado de influencias (también hay un anclaje inevitable en la comedia negra para que la amalgama funcione) podría haber resultado un pastiche, el realizador sale airoso gracias a un guion de su autoría en el que no deja margen para secuencias sobreexplicativas. El cuento del tío es una película que va hacia adelante y que en sus 72 minutos no pierde el tiempo en presentaciones. Por el contrario, las figuras que comandan la historia se describen por sus acciones, en su gran mayoría repudiables, que giran en torno a un plan que consideran infalible: aprovechar la muerte en plena cena navideña de Rodo (Jorge D’Elia), el tío rico de la familia, para ocultar el cuerpo, fingir un secuestro, y pedirle el dinero del rescate a su esposa (Silvia Pérez), la única vía que encuentra el clan para salir de una cotidianeidad oprimida por las deudas. Guggiari demuestra que confía en una audiencia que conoce los códigos de los géneros sobre los que se construye su debut, por lo cual la sucesión de fallidos por parte de esos personajes tan bien interpretados por actores como Luis Ziembrowski, Alejandra Flechner, y Mónica Villa (en un guiño a Esperando la carroza) son siempre efectivos y se benefician de la brevedad del relato y de una ingeniosa relectura que se hace del mismo sobre el final.