El inmigrante que está solo El filme de Julia Solomonoff tiene una gran actuación de Guillermo Pfening. La identidad y los lugares de pertenencia son temas clave en el cine de Julia Solomonoff. La directora de Hermanas y El último verano de la Boyita vuelve a centrarse en estas cuestiones para narrar las desventuras de Nico, un actor que abandonó su exitosa tira en Argentina para instalarse en Nueva York a la espera del inicio de un rodaje que nunca llega. Solomonoff, que vive allá hace años, reconoció que su mirada sobre la inmigración está marcada por las experiencias cercanas, pero Nadie nos mira está lejos de ser una película autobiográfica. Nueva York no parece la ciudad ideal para Nico, pero hasta allá viajó el actor un poquito a probar suerte y mucho para escapar de un tóxico amorío con el casado productor de la tira. En esa búsqueda de reinventarse en otro país, Nico termina cuidando el bebé de una amiga y las únicas cámaras que parecen registrarlo son las del supermercado, donde aprovecha como mechero el desinterés por esas imágenes. La mirada lúcida sobre la migración, lejos de los lugares comunes que limitan al cine al abordar el tema en "tiempos trumpeanos", se reflejan en los problemas de Nico para conseguir trabajo: el perfil latino buscado en los castings es un muro infranqueable para un actor con look caucásico. La imagen es clave en Nadie nos mira, y eso no es tanto porque el rubio Nico no cumple las expectativas del típico actor latino, sino más bien porque él, a la distancia, decide mostrar un inventado personaje exitoso a amigos y familiares que desconocen sus desdichas en la Gran Manzana. Nico está solo por más que tenga algún amigo en Nueva York, cada tanto alguien viaje a visitarlo o le resulte sencillo conseguir una pareja ocasional. El actor termina viendo su reflejo desdibujado en el espejo y esa imagen distorsionada es un punto de inflexión en la espiral descendente que recorre como inmigrante. La única conexión real de Nico, para sobrellevar esa falta de raíces, parece tenerla con el bebé que cuida. Guillermo Pfening expresa todo esto con un par de gestos y se luce al transmitir, sin exagerar jamás, el sufrimiento y la añoranza de quien no encuentra su lugar en el mundo.
El gorila, en tiempos de Nixon y Vietnam El filme tiene una entidad propia, además de ser un entretenimiento de acción y humor. En Bastardos sin gloria, Quentin Tarantino demostraba todo su ingenio en la escritura con un hermoso juego entre enemigos, en plena Segunda Guerra Mundial, en el que se mencionaba a King Kong como metáfora de la esclavitud en los Estados Unidos. Ese espíritu lúdico y alegórico está presente en esta nueva Kong: La isla calavera, que viaja a tiempos de Vietnam y Richard Nixon en los ‘70 para hablar de Trump y reemplaza a la esclavitud con la moraleja sobre el intervencionismo americano. Pero lo más interesante de la película de Jordan Vogt-Roberts no está en la fábula sino en el entretenimiento que produce cada secuencia de acción, construidas por el director con una pericia sorprendente, y en la facilidad con la que unas y otras se encastran en la narración. Una variopinta expedición llega a la remota Isla Calavera donde el enorme simio espera rodeado de una batería de bichos prehistóricos mucho más peligrosos. El grupo se dispersa tras la irrupción de Kong y enseguida los civiles y militares que lo componen confrontan y aparece el debate sobre quién es el verdadero monstruo en la isla. Más allá del parecido físico de este primate con el monstruo original de los 30, Kong: La isla Calavera parece menos una secuela o reversión del filme de Peter Jackson que una adaptación de Jurassic Park trasladada al universo de Apocalypse Now: Vogt-Roberts combina la preocupación de Coppola por el sonido, los colores y la construcción del espacio con la obsesión por la paternidad recurrente en Spielberg. Las dos películas parecen delimitar el enfrentamiento constante entre ciencia y milicia. Al frente del ejército aparece la intensidad habitual de Samuel L. Jackson, que lleva la película a un terreno demasiado oscuro y declamatorio. Como contraparte, aparece el eterno candor y la liviandad de John C. Reilly, como un soldado perdido que lleva treinta años conviviendo en armonía con los nativos de la isla. Tras ese enfrentamiento, el mensaje sucumbe ante el humor para alegría de un espectador que, de cualquier forma, no pensará más que en Godzilla vs Kong, glorioso duelo de los más grandes monstruos nacidos en el cine que llegará en unos años.
Mi marciano favorito El sentimentalismo es la única herramienta en busca del corazón del público adolescente En un futuro cercano dos jóvenes se enamoran chateando, pero un problema los separa. Ella va al colegio en Colorado y él vive en Marte. Esa es la premisa básica del dramático romance adolescente El espacio entre nosotros, que hace sentir una eternidad esa hora de película que pasa hasta que el chico viaja y se encuentra con su virtual pareja en la Tierra. Hasta entonces el director Peter Chelsom se había tomado su tiempo para explicar cómo el joven se crió rodeado de investigadores y robots en el planeta rojo porque su madre astronauta, que murió pariendo al marcianito, se había subido a un cohete sin saber que estaba embarazada. Una vez consumado el encuentro interplanetario entre los jóvenes, la película oscila entre el costado sensible en plan Starman o El chico de la burbuja de plástico y los disparatados problemas de adaptación terrestre como en Hay un marciano en mi vida. Ese vaivén narrativo vuelve El espacio entre nosotros una especie de Frankenstein, referencia pertinente que también tiene su propio guiño en esta película sobre un “hijo de la ciencia”. En esa cuestión de filiación aparece la influencia máxima de El espacio entre nosotros: como si fuera una película de Steven Spielberg, el joven marciano está obsesionado con conocer a su padre y sale en su búsqueda, junto a su nueva novia, por las atractivas rutas del oeste norteamericano. Como en E.T., la salud del extraterrestre comienza a deteriorarse con el tiempo, y por eso persiguen al marciano una astronauta que lo educó como si fuera su madre y el millonario CEO a cargo de las misiones a Marte, una mezcla entre Elon Musk y Richard Branson interpretado por un impecable Gary Oldman. El encarna la tensión de los límites entre los sueños y la ciencia, el tema central y tal vez el más atractivo de una película con algún problema para despegar.
Adiós a un mutante, con mensaje político Hugh Jackman interpreta por última vez al protagonista, en un filme repleto de violencia. Los tiempos cambiaron para todos en los Estados Unidos, incluso para los superhéroes de Marvel. Pocos sobrevivieron en el futuro cercano que plantea Logan, tercera y última aventura en solitario de Hugh Jackman como Wolverine, tras X-Men Orígenes y Wolverine: Inmortal, y la décima aparición en pantalla del mutante más importante de los X-Men. La cercanía de la muerte sitúa al filme en un terreno oscuro y desesperanzador: Wolverine es aquí un veterano borrachín con problemas a la hora de mostrar las garras o autocurarse. Y él está mucho mejor que el Profesor X, que sufre una enfermedad cerebral degenerativa y pasa sus días -al cuidado del patilludo- aislado en la frontera de México. La saga X-Men siempre ahondó en metáforas políticas y aquellos derechos civiles de la comunidad gay referidos en las primeras películas hoy le hacen lugar a los inmigrantes ilegales, tema ineludible para Hollywood en tiempos del muro de Trump. Las referencias a Terminator 2, Mad Max o Niños del hombre le quedan servidas al tono apocalíptico apelado por James Magnold. El director le escapa al pesimismo de su protagonista recurriendo al viejo truco de ponerlo a cuidar a una nenita que, ¡oh, casualidad!, tiene sus mismos poderes y escapa del gobierno que pretende usarla como arma. Ella conseguirá que el más salvaje y primitivo de los mutantes reflote algunos valores de la vida ahogados en la desesperanza. El cineasta insinuaba que iba a centrarse en ese costado más humano de su protagonista ya desde el título. El problema de Logan está en las dos horas y pico de duración, que transmiten un ritmo cansino como la marcha de su ya veterano protagonista. Y encima Magnold tiene el tic de repetir los guiños al cómic y al western, como para fijar conceptos hasta en este Charles Xavier con demencia senil. Las tradicionales patillas de Wolverine se despidieron de la pantalla en una película adulta llena de tristeza, pero el desconsuelo se compensa con cierto optimismo por una nueva generación con garras retráctiles.
Ya nadie atenderá el teléfono Samara vuelve, pero la modernización superficial del video viral no agrega susto alguno. A casi veinte años de la primera aventura japonesa de la fantasmagórica Samara (y a doce de la última incursión norteamericana en la franquicia), La llamada 3 encuentra en vías de extinción el peligro de morirse a la semana de que suene un teléfono de línea tras haber visto un VHS. Es cierto que el formato suena demodé, pero cómo no reconocerle a la saga haber sido pionera en la pasión tecnológica y, sobre todo, en la premonitoria viralización de contenidos como método para esquivar la muerte. La llamada 3 es una secuela, sí, pero también puede ser una derivación de la saga original o un relanzamiento del primer filme. La historia es parecida, aunque está “digitalizada” para adaptarla al tiempo que corre, y no hay una continuidad causal con lo sucedido en las dos películas con Naomi Watts. Esta vez una chica viaja hasta la universidad de su novio, de quien no tiene noticias desde que la plantó por Skype, tras recibir un misterioso mensaje de otra chica. Allá los encontrará enredados con un atrevido profesor que los acercó a las imágenes mortales. La metáfora sexual que acompañó a la franquicia parece demasiado forzada, pero no tanto como pedirles a las jóvenes víctimas que ya vieron el video, en tiempos que sus vidas parecen dominadas por la mensajería instantánea, que esperen pacientes siete días ese destino final.
Un buen baño de sangre A los 52 años, Keanu Reeves pasa por su mejor momento como héroe de acción. John Wick no tiene paz. Por más que él se esfuerza en buscarla, el destino le niega a este asesino a sueldo una jubilación anticipada. Si en la primera parte la vuelta al trabajo de John fue para liquidar un centenar de mafiosos rusos en venganza por el asesinato de su perrito, en esta superadora segunda parte lo devuelve al yugo diario el reclamo de una vieja deuda de sangre. Por suerte, las cuestiones emocionales quedaron en el pasado para esta secuela: a este perfecto asesino le alcanza como motivación el malhumor que le provocó haber sido levantado a la fuerza de su siesta. Y, una vez que despertaron al demonio que lleva adentro, parece imposible volver a dormirlo. Keanu Reeves demostró hace más de un cuarto de siglo en Punto límite que podía ser una gran estrella de acción, mucho antes de convertirse en una de las más grandes de Hollywood gracias al éxito de Matrix. Más allá del guiño de Keanu hoy a aquella trilogía frente a los ojos de Lawrence Fishburne, la relación de John Wick 2 con la saga de las hermanas Wachowski es directa gracias a Chad Stahelski, aquí director y en aquel entonces apenas el doble de riesgo de Neo. John Wick 2 roza la perfección gracias a las coreografías orquestadas por el cineasta. La película potencia la sensación de estar jugando a la play que tenía la primera entrega y combina una deslumbrante persecución en auto, un sinfín de piñas y, el plato fuerte, tiroteos infinitos de John Wick contra el resto del mundo. Estos combates armados estimulan la jugabilidad gracias al cambio de escenarios cual niveles y a que el protagonista, mientras se pasea liquidando enemigos sin detenerse ni al recibir algún disparo, va recogiendo nuevas armas y recargándolas a medida que las vacía. Pocas escenas de acción son tan hermosas en el cine actual como el clímax en un salón de espejos, que enseguida traen a la memoria al Orson Welles de La dama de Shanghai y, sobre todo, al Bruce Lee de Enter the Dragon. La única limitación de John Wick 2 está en la necesidad de dejar bien claro, hasta volverlo redundante, que no habrá dos sin una tercera parte. Lo mejor de esta secuela tiene que ver con desentenderse de la réplica del original para expandir ese universo en cada secuencia de acción. Tal vez sea gracias a eso que aquí no sea necesario sufrir el asesinato de un cachorro inocente para poder relajarse y disfrutar un buen baño de sangre.
Terror gótico, a lo Frankenstein El deslumbrante talento visual del director Gore Verbinski se diluye en las dos horas y media que dura el filme. La premisa de La cura siniestra es tan atractiva como escalofriante: un joven ejecutivo viaja a los Alpes suizos para llevar de vuelta a Wall Street, cueste lo que cueste, al veterano CEO de una compañía que decidió ingresar en una especie de centro de rehabilitación para millonarios. Los habitantes del pueblito al pie de la montaña aseguran que nadie jamás fue dado de alta del lugar, pero el caprichoso ejecutivo igual se interna en el centro médico tras sufrir un accidente de tránsito. El protagonista enseguida construye un tirante ida y vuelta con el enigmático director de esta suerte de lujoso spa geriátrico, a la vez que busca a su jefe y entabla una relación con la única adolescente del lugar. El joven descubre algunos secretos oscuros del pasado de este despampanante castillo montañés y empieza a perder la noción del tiempo durante su internación, pero La cura siniestra parece volverse eterna al detenerse en cada uno de esos recovecos narrativos que Gore Verbinski explica una y otra vez. El creador de la saga Piratas del Caribe había logrado el reconocimiento en Hollywood hace quince años gracias a otra película de miedo, la remake americana La llamada (que justo hoy estrena su nueva versión), pero poco tenía que ver con el terror gótico a lo Frankenstein de La cura siniestra. El deslumbrante talento visual del cineasta brilla en cada secuencia, pero las inexplicables dos horas y media de película hacen sentir en carne propia los cuestionables tratamientos perpetuos a los pacientes del castillo.
Una joyita medieval La nueva película de animación del estudio Laika plantea una historia de superación, con clima de época. Allá por 2009, con el estreno de Coraline y la puerta secreta, el mundo de la animación recibía con los brazos abiertos el nacimiento de un nuevo estudio llamado Laika. La película sorprendió por el sobresaliente uso del la técnica stop motion, cuya maestría se le atribuyó por entonces al director Henry Selick, responsable también del clásico El extraño mundo de Jack. Unos años después de Coraline..., Laika lanzó ParaNorman y después Los Boxtrolls, sin relación alguna con Selick, pero manteniendo la pericia en la técnica. Ahora, con el estreno de la deslumbrante Kubo y la búsqueda del Samurái, el estudio creado por uno de los fundadores de Nike parece estar listo para hacerle frente a la hegemonía de Pixar. En el Japón medieval, Kubo vive escondido en una cueva con su mamá, quien está perdiendo la memoria y sobreprotege al chico desde que él perdió un ojo. Kubo baja todos los días a un pueblito de pescadores y, armado con un shamisen (una especie de guitarra japonesa) y un par de hojas de papel, cautiva a los vecinos con historias en origami sobre las batallas de su papá samurái. El director debutante y CEO de Laika, Travis Knight, aprovecha todo ese universo como una gran alegoría del estado actual de la animación y del lugar que ocupa su compañía en el mundo del cine. El cineasta mezcla el tono iniciático del universo de Harry Potter con el occidentalizado Akira Kurosawa que inspiró Star Wars para narrar la gran aventura de Kubo: el chico tiene que escapar de sus tías gemelas que, en nombre de su abuelo, quieren arrancarle al niño su otro ojo. Kubo sale entonces en busca del legado de su padre, una armadura mágica que puede protegerlo de su abuelo, y en el camino encuentra una impensada compañía en una mona con pocas pulgas (Charlize Theron) y un tarambana escarabajo samurái (Mathew McConaughey). La pelea que Laika puede darle a Pixar gracias a Kubo y la búsqueda del Samurái no tiene que ver con una historia universal a la manera de la saga Toy Story ni mucho menos. Por el contrario, sus virtudes son enaltecer la singularidad de una historia con un final abierto impensado en una película para chicos y la particularidad estética al conjugar la tradicional animación de objetos con el diseño más moderno de las imágenes generadas por computadora.
Publicada en la edición digital #264 de la revista.
Publicada en la edición digital #263 de la revista.