Me arrepiento de todo En esta comedia dramática, Ben Stiller se ve como un cincuentón en crisis que revisa todas sus decisiones pasadas. "Tenés los problemas de un hombre blanco privilegiado", le responde una estudiante de Harvard a Brad en un bar, después de escuchar incansable cómo el cincuentón en crisis que interpreta Ben Stiller expresa sin cesar sus frustraciones. La joven no hace más que poner en palabras que, para buena parte del planeta, Brad tiene una vida soñada, pero eso no es consuelo alguno que pueda sacarlo de la depresión que atraviesa. Y encima esa condición se profundiza al acompañar a su hijo Troy (Austin Abrams) a Boston para ayudarlo a elegir una universidad, punto de partida de Un papá singular. Al seguir los primeros pasos del adolescente en el mundo académico, Brad se reencuentra con los fantasmas del pasado y lo invade el arrepentimiento por cada una de las decisiones que tomó en esa etapa de su vida. Brad tiene una esposa amorosa (Jenna Fisher), un hijo soñado y dedicó su vida a una ONG, pero nada de eso lo satisface y el fracaso que lo atormenta apareció en la competencia con sus tres excompañeros universitarios: uno tiene poder, otro es multimillonario y el tercero vendió todo lo que tenía para entregarse al placer. Brad idealiza las vidas de sus excompañeros y sus fantasías sobre ellos ubican a Un papá singular en las antípodas de La increíble vida de Walter Mitty, que había dirigido el propio Ben Stiller. El cineasta, guionista y actor Mike White vuelve abrumador el incesante monólogo interno del personaje de Stiller. Esa voz en off juega siempre al límite con el espectador, como si la película coqueteara con ese fastidio que la estudiante le demuestra a Brad en el bar. White es un especialista a la hora de escribir sátiras y jugar con los vaivenes de un tono que jamás necesita inclinarse del todo por el drama o la comedia. Esa furia contenida que Ben Stiller sabe explotar como nadie, y es uno de los grandes rasgos distintivos de toda su carrera, calza a la perfección con ese ambiente creado por el cineasta. El rostro de Stiller no necesita monólogo alguno para reflejar la trabajosa evolución de Brad, que empieza con la búsqueda de vivir a través de su hijo bien lejos de sus propias frustraciones, pasa por sentir al joven como un competidor más y se termina adaptando a su privilegiado lugar en el mundo. Un papá singular es una película descarnada sobre esa pequeña gran diferencia entre aceptación y resignación.
La premisa de Línea mortal, ya sea en su versión original como en esta remake, sigue siendo tan candorosa como irresistible: un grupo de estudiantes de medicina se obsesiona con qué sucede más allá de la muerte, al punto de intentar expermientarlo en carne propia. Los jóvenes se turnan en buscar paros cardíacos cortos y lo suficientemente controlados como para que sea posible devolverles la vida. En esta nueva versión la resurrección es eufórica y se la llega a comparar con una droga de diseño, pero el nuevo estado perceptivo que experimentan los chicos viene acompañado, como siempre, de paranoia y alucinaciones relacionadas con el pasado. La película de 1990 dirigida por Joel Schumacher y esta reversión a cargo del danés Niels Arden Oplev (director la versión original sueca de La chica del dragón tatuado) tienen en común la línea argumental y buena parte de las resoluciones, pero la mayor diferencia entre una y otra película aparece con el elenco, adaptado a los tiempos que corren en cuestiones de raza y género. Diego Luna es el único del quinteto de pasantes de hoy día que está a la altura de aquel juvenil all-star de antaño integrado por Kiefer Sutherland (que vuelve ahora en un pequeño papel como tutor de los pasantes), Julia Roberts, Kevin Bacon, Oliver Platt y William Baldwyn. Oplev decide explotar un poco menos el costado científico y ético que tenía la película de Schumacher y se apoya más más en los aspectos espirituales y morales, que incluyen una inesperada muerte. Esa sorpresiva secuencia tiene la bienvenida ambigüedad momentánea sobre qué les está pasando realmente a los pasantes y es, junto a los breves clips de festejos por la vuelta a la vida, lo más atractivo de la película. Línea mortal parece querer colgarse del éxito de It, otra remake de una película de terror de 1990 que utiliza los traumas para alimentar el motor del miedo, pero termina pareciendo más un motivacional video de autoayuda sobre arreglar los errores del pasado que una película de género.
Como una charla espiritual La directora parece más interesada en vociferar sus pensamientos que en la narración de este filme con Florencia Raggi. Pasó una década desde el estreno de Muerte en un funeral, tal vez la última película exitosa centrada en un velorio, hasta la llegada de Adiós querido Pep, que funciona como una especie de reverso de la anterior. La oposición no pasa por la calidad ni tampoco significa que esta opera prima de la uruguaya Karina Zarfino vaya a ser un melodrama para llorar a moco tendido. Si en la película de Frank Oz todo era liviandad y desenfado, Adiós querido Pep se toma el asunto bien en serio y, aunque intenta no hacerse muchos dramas, busca ir hasta el fondo hablando de la vida y la muerte. Además el experimentado cineasta, a diferencia de la debutante, había conseguido que la restricción espacial del velorio no termine hundiendo la película en terreno teatral. Acá tres amigas se reencuentran en Buenos Aires por el funeral del marido de una de ellas y, más allá de recordar los buenos viejos tiempos que vivieron juntas en Barcelona, buscan una reconexión en el velorio sin hacerse demasiado cargo del tirano paso del tiempo. Los secretos y fantasmas del pasado no tardan en aflorar entre las tres mujeres que enseguida consiguen poner el recuerdo del difunto en un segundo plano. Florencia Raggi es Isabel, que atraviesa una crisis matrimonial al sentirse sometida por el insensible y caricaturesco Mauro (Facundo Arana). Encuentra refugio volviendo al alcohol y a los brazos de su antiguo amante (Juan Palomino) y también hace de consejera espiritual: una amiga le cuenta que tiene cáncer y le recomienda una terapia alternativa para curarse. El duelo no es más que un vehículo para pregonar la mirada de la cineasta sobre grandes temas y, con el correr de los minutos, Adiós querido Pep se aleja cada vez más del cine para enterrarse en una charla espiritual sobre la canalización energética.
Efectiva, pero efímera La saga comienza a repetirse, pero todavía consigue ser efectiva y divertida. En tiempos en que prácticamente cualquier cosa puede convertirse en una película de Hollywood, el popular juguete de encastre vuelve al cine con su tercera incursión después de la nostálgica La gran aventura Lego y la paródica Lego Batman: la película. Esta vez la acción transcurre en un universo asiático, con influencias mezcladas entre las culturas china y japonesa. Un grupo de ninjas adolescentes debe detener al malvado Lord Garmadon. El villano no es otro que el papá de Lloyd, el muñeco protagonista que sufre el rechazo de todo Ninjago aunque salve la ciudad noche tras noche en secreto al convertirse en el Ninja Verde, y la moraleja está muy encastrada en el universo de la identidad, tan afín a la paternidad como al imaginario ninja. En una de esas frecuentes peleas contra su padre, Lloyd decide utilizar “el arma máxima”, que no resulta ser más que un inofensivo puntero láser. Pero “el arma máxima” termina provocando la irrupción en la ciudad animada de un “monstruo suavecito con dedos y lengua áspera”, que no es más que un simpático gatito real al que llaman “Miauthra” y termina derribando edificios y todo lo que se cruce en su camino mientras persigue incansable la luz del puntero. Por consejo del Maestro Wu, para que todo vuelva a la apacible normalidad, los chicos salen en busca del “arma máxima máxima” y de transformarse en verdaderos ninjas en el camino, acompañados por el propio Lord Garmadon con quien Lloyd deberá recomponer su relación padre-hijo como parte del proceso. Muchos gags ingeniosos, demasiados chistes obvios (aunque no por eso menos graciosos) y varios números musicales se apilan a lo largo de una narración que busca alejarse un poco del clasicismo, con breves clips que arremeten con la pirotecnia audiovisual acostumbrada por buena parte de las series animadas contemporáneas. Lego Ninjago: la película es tan efectiva y efímera como sus predecesoras y, como un juguete en tiempos digitales, entretiene un rato a cualquiera con ganas de divertirse antes de pasar a otra cosa más interesante.
Una de acción que vale la pena En la senda de La gran estafa, el director regresa a una fórmula efectiva. Y lo encuentra en su mejor forma. Ni siquiera cinco años pasaron desde que el multifacético Steven Soderbergh anunció que, después de veinticinco años de carrera, se retiraba del cine porque estaba cansado y había perdido la pasión. Sodebergh se dedicó a la atractiva serie The Knick sobre un hospital a principios del siglo pasado en Nueva York y, después de un par de temporadas, el cineasta está de vuelta en Hollywood con La estafa de los Logan, una de las mejores películas de su carrera y de este año en la cartelera. Dos hermanos tratan de salir de las malas robando un autódromo durante una carrera de Nascar en el sur de los Estados Unidos. Pero las cosas no son tan fáciles para los hermanos interpretados por Channing Tatum y Adam Driver. Ellos llevan en el cuerpo el peso de una supuesta maldición familiar: el mayor quedó rengo por una lesión que lo alejó de un futuro profesional deportivo y hasta le costó su trabajo como obrero, el menor perdió un brazo en Vietnam y trabaja en la barra de un bar. La pistera hermana de ellos, que no lleva signos de maldición alguna, también se suma al plan. El equipo se completa con el especialista en explosiones y cajas fuertes Joe Bang (Daniel Craig), que está en la cárcel y necesita escaparse para el robo y volver a prisión sin que nadie se entere. El plan es disparatado, pero el ex deportista lo cuenta con tal pasión que todo aquel que lo escucha siente que tiene posibilidades. Lo único más atractivo en la película que esa idea alocada, que se complica cada vez más cuando empiezan a sumarse imprevistos, es el nivel de las actuaciones de un nuevo elenco multiestelar a las órdenes de Soderbergh. Todos parecen pasarla bárbaro al disfrazarse jugando con el acento sureño y sus códigos culturales, y esa sensación de felicidad traspasa la pantalla sin filtros a medida que los Logan y sus secuaces van sorteando complicaciones. Soderbergh no abandona jamás la liviandad y el registro de la comedia, pero eso no implica que el cineasta no se tome en serio el suspenso que genera el asalto ni que se desentienda de hacer comentarios sobre las divisiones y desigualdades de la sociedad americana. La estafa de los Logan se parece a una mezcla entre Un romance peligroso y la trilogía de La gran estafa- El parate le sentó bien a Soderbergh, que no sólo parece haber recuperado la pasión por el cine que ya no transmitían sus últimos filmes, sino que de yapa encontró el método, según reconoció él mismo, para tener el control absoluto y hacer la película a su manera, sin ceder ante la interferencia de ningún estudio.
Comedia de opuestos Entre sus fallas, la comedia con Imanol Arias y Darío Grandinetti tiene demasiados desvíos narrativos en chatos personajes secundarios. Un hombre pregunta por una dirección en el centro porteño y recibe, por parte de un ejecutivo español de una multinacional, una indicación equivocada. Ese pequeño incidente dispara una venganza desmedida y el comienzo de una guerra ridícula entre ellos. El ejecutivo está interpretado por Imanol Arias, y Darío Grandinetti se pone en la piel del hombre que le reclama una indemnización al español que lo mandó a cualquier parte por haber llegado tarde a una entrevista laboral. La dinámica de los dos comienza como el juego del gato y el ratón, pero una vez que el español detecte, tal vez demasiado tarde, que todo lo que valora de su vida está en crisis, los personajes antagónicos descubren que tienen mucho en común. El argentino radicado en España Lucas Figueroa consigue los puntos más altos de Retiro voluntario con el filoso intercambio de diálogos entre Grandinetti y Arias, más allá de una notoria propensión hacia las más porteñas puteadas. El director falla al encasillar en un tedioso imaginario de argentinidad a los personajes más desaforados, como el encargado de seguridad, interpretado por Luis Luque, que se vuelve el lugarteniente del español en su pequeña guerra privada. En sus mejores momentos, Retiro voluntario demuestra que la comedia puede ser un gran vehículo para describir un contexto represivo, jugar con la inseguridad o hablar sin tapujos de los despidos masivos de las corporaciones en tiempos de crisis. En una película con demasiados desvíos narrativos en chatos personajes secundarios, el principal problema aparece con el excesivo peso que Figueroa le otorga a una candorosa vuelta de tuerca para resolver el conflicto. El cineasta renuncia demasiado pronto a ese entretenido ida y vuelta entre los personajes opuestos de Imanol Arias y Darío Grandinetti.
Es mi cuerpo y hago lo que quiero Sofía Gala tiene un protagonismo excluyente en esta película, como una prostituta con un hijo. Como casi toda película que comparte nombre con su personaje principal, Alanis, la prostituta a la que Sofía Gala le pone el cuerpo, es el centro de Alanis, esta quinta película de Anahí Berneri. Uno puede asumir el protagonismo excluyente de Sofía Gala, sobre todo cuando la película empieza con ella completamente desnuda limpiando un baño antes de darse una ducha. Pero el pequeño Dante, hijo de la actriz y nieto de Moria Casán, irrumpe apenas ella termina de vestirse y se prende a la teta de su mamá con una ternura que pocas veces registró una cámara de cine. Alanis es una prostituta que vive y trabaja en un privado, donde a los cinco minutos de película irrumpe la policía y la chica termina junto a su bebé en la calle. La película se centra en esos primeros días de la joven y su hijo después del desalojo, en los que terminan durmiendo en el pequeño local de ropa en Once donde también vive y trabaja su tía con la pareja. Alanis comparte la tensión constante de las cuatro películas anteriores de Berneri y por momentos parece condensar a ese atractivo póquer de filmes: tiene el refugio en lo sexual de Un año sin amor; al igual que en Encarnación, una joven toma a una mujer mayor como mentora; la protagonista es cuestionada en su rol de madre, eje central de Por tu culpa; y una crisis habitacional dispara el conflicto como en Aire libre. El cine de Berneri siempre está marcado por la mirada de género de la directora, pero esta vez incorpora, con más fuerza que nunca, una cuestión de clase. El eufemismo que mejor le calza a la joven paria Alanis es trabajadora sexual porque el enfoque del filme está puesto en la precarización laboral marcada a fuego por el oficio elegido, y en esta cuestión reside una de las claves. Berneri esquiva a la trata de mujeres como tema central, más allá de que ése sea el conflicto que le causa los problemas legales a la joven y terminan con su desalojo y el encarcelamiento de su veterana colega. El interés de la directora por el cuerpo de Alanis nunca se circunscribe a lo sexual, por eso la escena de sexo con un cliente, además de ser de una incomodísima mecanización, está centrada en el rostro de Sofía Gala. La actriz pone el cuerpo más como madre que como puta y muestra al chiquilín carismático Dante Della Paolera, su propio hijo, como si fuera una extensión más de su ser (un rol que en la película, por momentos, también parece cumplir su celular). Hace una década que Sofía Gala demuestra su fotogenia en el cine, pero tenía roles menores o las películas no solían estar a la altura de sus personajes. Recién ahora gracias a Alanis, película y personaje por fin comparten esa calidad que debería ser consagratoria para la actriz.
Fábula moderna y política Ficarra y Picone hablan de compromiso con el cambio sin sustento político o cinematográfico. Con timing electoral, los comediantes sicilianos Ficarra y Picone debutan en la cartelera porteña tras más de una década protagonizando filmes que también escriben y dirigen, en la piel de los simpáticos Salvo y Valentino, compinches de personalidades contrastantes. El cine del dúo apela a un tono tragicómico para exponer cierta falta de civilidad regional del sur de Italia con una elevada dosis de sarcasmo y aprovechando siempre el temple opuesto de sus personajes. En La hora del cambio, Salvo y Valentino terminan enfrentados por una campaña política cuando un maestro, miembro de la familia, decide combatir la corrupción y postularse como alcalde de Petrammare, ficticio pueblito del sur de Italia, para terminar con el clientelismo oficialista. El candidato da el batacazo y se impone en las elecciones, pero ninguna grieta separa a Salvo y Valentino, ni a nadie más en el pueblito palermitano, una vez disparado el conflicto real: el nuevo alcalde comienza a cumplir sus promesas y todos, una vez que sintieron la mano en el bolsillo, quieren deshacerse del funcionario electo cuanto antes y como sea. La sátira de Ficarra y Picone no tiene nada que ver con Nanni Moretti, quien dedicó buena parte de su carrera a la comedia y la política. En La hora del cambio nadie grita consigna política alguna y ni siquiera se discuten las distintas visiones. Ficarra y Picone prefieren apoyarse en la inmediatez de los gags que exponen la vulgaridad del pueblito y buscan que el espectador se sienta reflejado y se vea a sí mismo en pantalla como parte del gatopardismo de una sociedad con más ganas de quejarse que de mejorar. La linealidad simbólica de Ficarra y Picone termina siendo paradójica en La hora del cambio, una fábula moderna sobre la necesidad de un cambio rotundo con todos los vicios enquistados de la comedia italiana más tradicional.
Una mujer de armas llevar Loren Acuña protagoniza este policial devenido en comedia negra, que potencia en exceso su violencia. El policial suele recurrir a grandes premisas, como el hombre común envuelto en situaciones extraordinarias o la confusión de identidades. En Madraza, el debutante Hernán Aguilar decide apoyarse en estas cuestiones para subvertir el género. Y acá los cambios son mucho más profundos que el reemplazo de ese tipo común y corriente por una ama de casa: Aguilar transforma su policial en comedia negra con crítica social y le agrega una buena dosis de ese cine de superhéroes vernáculo donde, como en Kryptonita, marginales dispuestos a todo se convierten en héroes. Matilde, la madraza del título, enviuda durante un violento asalto y recurre a la justicia por mano propia. Al saber que mató a un asesino a sueldo, y acorralada por su situación económica, decide empuñar un arma para ocupar su lugar y descubre una llamativa pasión por su nuevo oficio. El detective asignado al caso de la muerte del esposo de Matilde además corteja a la mujer e investiga los violentos asesinatos en serie que ella comete. La transformación de Matilde es completa tanto desde el plano físico como desde el mental. Madraza estiliza al máximo la violencia y, como esto no se limita a los vistosos baños de sangre que provoca Matilde, hasta las agresiones verbales entre los personajes se exacerban. Esta excitación permanente termina perjudicando las actuaciones, que no parecen encontrar un equilibrio en el tono por más que se luzcan, cada uno a su manera, tanto la protagonista Loren Acuña como sus laderos Gustavo Garzón, Sofía Gala y Chunchuna Villafañe, e incluso el debutante Ricardo Canaletti, que le pone el cuerpo a una opereta periodística contra la heroína. El principal problema de Madraza aparece cuando Aguilar limita el interés de la película a la resolución del conflicto policial, y las vueltas del guión se vislumbran a la distancia cuando quedan en pie tan pocos personajes con desarrollo gracias a la efectividad de Matilde.
La nostalgia en clave circense En esta poco sutil comedia, la dupla de Dominique Abel y Fiona Gordon reivindica el más puro y simple humor físico. Si Damien Chazelle realizó La la land porque añoraba los años dorados de los musicales de Hollywood, el dúo especialista en burlesque Dominique Abel y Fiona Gordon aprovecha Perdidos en París para homenajear al más cándido humor físico. El matrimonio circense no se subió recién a la moda de la nostalgia: Abel y Gordon demostraron esta inclinación en Rumba, que había traído a la pareja al país antes del estreno en 2009. Ellos se dedican al arte escénico hace varias décadas, pero Perdidos en París recién es la cuarta película que los encuentra juntos detrás de cámara, y la primera vez sin la colaboración de Bruno Romy. Además de dirigir, Fiona y Dominique escribieron la película e interpretan a los protagonistas, que llevan sus mismos nombres. Fiona es una bibliotecaria canadiense que viaja a Francia por pedido de su tía, Martha, que se resiste a ser internada en un geriátrico a pesar de su incipiente demencia senil. La anciana desaparece apenas su sobrina pone un pie en París y Fiona termina tocando fondo (y esto es literal en las profundidades del Sena) tras perder todas sus pertenencias y quedar en la calle. El vagabundo Dom la asiste en busca de la anciana. Cuando se conocen, tal vez la mejor escena de la película, parece haber un flechazo inmediato y, tras un divertido homenaje al cine de Jacques Tati, terminan bailando un moderno tango. A pesar de eso, el romance entre Fiona y el chaplinesco Dom parece siempre improbable, y Perdidos en París se destaca por esas combinaciones inesperadas, como la mezcla del humor bien negro con el candor del slapstick de antaño. Otra melancólica unión sorpresiva tiene como protagonistas a Pierre Richard y Emmanuelle Riva, en este último papel de la estrella de Amour e Hiroshima mon amour antes de su muerte. La sutileza no es el fuerte de la película: no demuestra tanto interés por darle fluidez a la narración como por reivindicar a grandes figuras del pasado. El mayor ejemplo de esa nostalgia de Dom y Fiona tal vez se encuentre en permitirse la construcción de un mundo carente de villanos.