Anexo de crítica: Por tratarse de una comedia atp, El Guardián del Zoológico resulta demasiado extensa para lo poco que entrega y demuestra que Kevin James rinde mucho mejor cuando comparte cartel con gente talentosa a pesar de los enormes esfuerzos realizados en este mediocre producto para levantar la puntería de un guión impresentable. No pasa de simpático un argumento elemental donde la excusa de los animales que ayudan y hablan simplemente es una anécdota que quitará una que otra sonrisa a los más pequeños. Los padres sufrirán la decadencia de la comedia liviana en carne propia.
Anexo de crítica: El realizador alemán Marcus Nispel realiza un trabajo prolijo y su pulso narrativo no decae como tampoco su pericia a la hora de planificar escenas de acción y coreografías donde el entrecruzamiento de espadas, cuerpos y sangre hacen un festín para aquellos adeptos de este tipo de productos. Conan, el bárbaro arranca con la sangre en primer plano y termina en la sangre derramada a lo largo de casi 100 minutos en los que se aplican con corrección pero sin creatividad alguna los capítulos de cualquier historia de iniciación y venganza.
Sin épica, sin emoción Con motivo de su presentación en Cannes, el cineasta francés Bertrand Tavernier apostó por el género de capa y espada con su film La princesa de Montpensier, basado en la novela La Princesa de Cléves (1678), de Madame de Lafayette (1662) pero readaptando la historia de amor al contexto de la guerra de religión entre católicos y hugonotes. El resultado final deja bastante que desear teniendo en cuenta anteriores trabajos del director de La carnada al tratarse de una historia de romance, despecho y celos en el marco de un triángulo amoroso, sin poder sortear los convencionalismos habituales de este tipo de propuestas, cuyos atractivos recaen por lo general en la reconstrucción de época, la épica y las intrigas palaciegas. El aspecto más destacable en la película lo constituye el elenco que reúne a las figuras más relevantes del cine francés del momento, mezclando actores experimentados con las jóvenes promesas como Mélanie Thierry en el papel de la princesa homónima, junto a Lambert Wilson como el Conde de Chabannes, secundado Gaspard Ulliel en la piel del Duque de Guise, Raphaël Personnaz interpretando al Duque d''Anjou y Grégoire Leprince-Ringuet como el príncipe de Montpensier. La acción transcurre en Francia, más precisamente en el año 1562, con los estragos de la guerra religiosa durante el reinado de Carlos IX. El conde de Chabannes atraviesa un conflicto de fe y se convierte en desertor al abandonar el campo de batalla luego de haber ajusticiado a una campesina embarazada, que poco podía tener que ver con los protestantes y mucho menos con los pormenores del conflicto entre los bandos. Por otra parte, Marie de Mèzières es una dama de la nobleza y heredera de una de las fortunas más grandes del reino, cuyo amor por el duque de Guise va en contra de los intereses de su padre, quien planea casarla con el príncipe de Montpensier para que adquiera el estatus de princesa. Sin embargo, su futuro esposo es convocado por el rey para liderar el frente de batalla contra los protestantes, motivo por el cual obliga a la princesa a instalarse en la Campiña, aislada de las tentaciones; del acecho del Duque y al cuidado del Conde, quien le enseñará poesía, entre otras artes. Pero los avatares de la guerra acomodan las cosas para que surja un nuevo enfrentamiento entre el Duque y el Príncipe, quienes se disputarán el amor de la joven hasta el último instante bajo la protección del fiel ladero Chabannes que también siente un atractivo particular por la bella Marie. Si bien se trataba de una de las películas más esperadas y candidata a llevarse la Palma de oro, La princesa de Montpensier nunca despega ni toma vuelo a pesar de las grandes actuaciones, la riqueza de sus diálogos filosos y la prolija dirección -aunque a veces peque de academicismo- de Bertrand Tavernier. Ese estancamiento probablemente se deba a la pobre y lineal historia que se tenía entre manos o sencillamente a recaer en lo anecdótico con un intento de insufrarle épica y emoción que en este caso se queda a medio camino.
Acción y reacción Caos y catarsis son las dos coordenadas que atraviesan el universo conceptual de Vaquero, opera prima del actor Juan Minujín que inaugurara el pasado Bafici y que ahora encuentra su estreno comercial luego de un recorrido por festivales internacionales como el de Toronto. Minujin, también protagonista, había tomado contacto con el cine detrás de las cámaras a partir de su corto Huacho y en este debut en el largometraje intenta hablar de un mundo que conoce al dedillo como el de los actores, sus hipocresías, egos, vanidades y escisiones de la realidad, que marcan un poco el rumbo de un relato tragicómico que hace del fluir de la consciencia del personaje su arma de destrucción masiva para derribar -a fuerza de verborragia y en gran parte resentimiento- un mundo de impostura, falsedad y salvaje competencia por conseguir un papel que los introduzca de una vez y por siempre en el sistema. Ese es el anhelo de Julián Lamar (Juan Minujín), actor teatral de 33 años, que está harto de ser alternativo y de recibir elogios de un séquito minúsculo, al tiempo de sentirse bajo la sombra de su compañero de obra (Guillermo Arengo) que se lleva todos los aplausos en cada presentación. Sin embargo, Julián sabe que para entrar a las grandes ligas y transformarse en lo mismo que desprecia se debe pagar un derecho de piso -que roza la humillación- en papeles insignificantes y funcionales para lucimiento de los protagonistas ya consagrados en el ambiente como es el caso de su antagonista Alonso (Leonardo Sbaraglia) o de la protagonista femenina de un policial ambientado en los 50 (Esmeralda Mitre), con quienes comparte largas horas de su gris existencia recibiendo cachetazos; permaneciendo recostado sobre el charco de sangre falso o muriendo cada vez que un director dice acción. Acción y reacción -a veces revursión- son reflejos innatos que en el caso del protagonista operan como elementos de disociación entre el exterior, que parece funcionar en un orden de jerarquías y el interior donde reina la anarquía del pensamiento y el monólogo interior que avanza y destruye todo lo que se interpone para dar lugar a la gradual alienación. Algo parecido le ocurría al protagonista de Taxi driver (muchas escenas suceden en el interior de un auto en paseos nocturnos), film que seguramente haya influido en el director de cierta manera más allá del lugar común de ser uno de los iconos favoritos a nivel actuación de muchos colegas. No obstante, lo que prevalece en Vaquero es por sobre todas las cosas la subjetividad, dado que lo que vemos y oímos (la cámara vive prácticamente muy pegada al personaje en un claro intento de atosigarlo) es aquello que piensa y observa Julián, en constante contradicción, a quien la chance de participar en un western que se filmará en Argentina y será dirigido por un director norteamericano de renombre le abre las puertas para reconectarse con sus propios deseos, fantasmas, paranoias, perversiones y miedos en estado de latencia, los cuales pugnan por manifestarse y perturban su mirada de las cosas y su contacto con el entorno, incluso con esa vestuarista (Pilar Gamboa) que desnuda su sensibilidad frente a la mirada sesgada de alguien que no sabe lo que quiere. Debe reconocerse en Vaquero una propuesta valiente en cuanto a lo que se refiere a términos de historia, donde el recurso de la voz en off se pierde a partir del cúmulo de un texto complicado, mucho más efectivo si se pudiese leer. Pero eso no anula los méritos en la puesta en escena; en el montaje rabioso y no prolijo que transmite una sensación más próxima y directa con la historia, sin dejar de mencionar la apuesta de Juan Minujín a la intuición y a la verdad de su relato, así como a la plena confianza en sus actores secundarios, donde el papel de Daniel Fanego en el rol de un padre poco afectuoso y despreciativo merece elogios proporcionales a la gran actuación de Juan Minujín, quien puede sentirse satisfecho en su tránsito por la silla de director.
Amar, temer, partir... A lo largo de la vida, nuestros padres, tutores o encargados nos enseñan a amar y también a temer porque son aquellos que nos introducen en el camino incierto de la existencia finita en un universo infinito. Pero nada se nos enseña sobre partir; nadie está preparado para partir de este tránsito efímero que se compone de instantes, recuerdos, deseos, frustraciones, envidias, dolores, búsquedas espirituales y de preguntas mal formuladas que no encuentran respuestas. ¿Cómo se puede entender lo sublime cuando uno forma parte de lo sublime? Ese es el principal punto de partida de El árbol de la vida, el opus más ambicioso en la filmografía de Terrence Malick, prestigioso artista del cine que ya nos malacostumbró con otras películas a reflexionar sobre tópicos filosóficos como el tiempo, la trascendencia, la finitud, el arte y la muerte, valiéndose de los recursos del cine en sus aspectos plásticos y narrativos para construir un puente entre espectador y obra que por momentos se vuelve intransitable pero que no deja de ser tan gratificante para el alma como problemático para la razón. Es que no se trata de entender hacia dónde va una película que renuncia a la linealidad y a la cronología para nutrirse de sensaciones e impresiones bajo el pretexto de un melodrama familiar clásico atravesado por la muerte de uno de los tres hijos, la cual llega tan temprana al seno familiar y genera en los personajes una sensación de extravío que encuentra su mayor representación en un monólogo interior compartido de puntos de vista. Este cruce de preguntas se siembra desde el guión para intentar comprender el sentido de la vida a partir de la muerte. Esa pequeña y delgada línea narrativa se sumerge en un plano de abstracción donde el valor de la alegoría y la metáfora cinematográfica estallan en la riqueza poética de las imágenes, destacándose la dirección y el manejo soberbio de la cámara por parte del director y equipo. La idea conceptual y estética que parece trazar el curso de este ensayo filosófico en imágenes tiene por objeto indagar sobre los orígenes de la vida desde sus comienzos hasta especular acerca de lo que supuestamente ocurriría después de la vida en un espacio donde lo onírico se yuxtapone con los recuerdos y con la reconstrucción de momentos de la relación entre padres (Brad Pitt y Jessica Chastain) e hijos (Hunter McCracken para el Jack en edad adolescente y Sean Penn para el Jack adulto) en el seno de una familia de los años 50 de un pueblo de Texas. Fiel a los preceptos de la psicología más básica y quizás esa pueda ser una vertiente cuestionable para el desarrollo del film de Terrence Malick, quien a veces peca de un tono explicativo en vistas a volver su producto más accesible a un público masivo, al film le juega en contra el subrayado frente a la contundencia de las imágenes que hablan por sí solas para representar simbólicamente la construcción de la ley desde la figura paterna; la enseñanza de los actos bondadosos a partir del temor de un castigo desmedido y el inefable complejo de Edipo por el que transita todo niño en su desarrollo madurativo como en el caso del protagonista Jack, quien ya en su adultez y con una vida consagrada a la arquitectura se sumerge en un viaje introspectivo que tendrá un anclaje con determinados episodios trascendentes de su existencia junto a sus dos hermanos menores; a la restrictiva y rígida educación paternal y al incondicional amor maternal. No debe repararse en elogios a los rubros técnicos que sin lugar a dudas son el fuerte de esta majestuosa pieza cinematográfica -algunos dicen autobiográfica- como la excelente banda sonora compuesta por Alexandre Desplat y una partitura absolutamente sensible y complementaria con la belleza de las imágenes producto del incondicional aporte de la fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki; sumado el ritmo del montaje y la edición a cargo de Hank Corwin, Jay Rabinowitz, Daniel Rezende, Billy Weber y Mark Yoshikawa que permite un fluir constante de planos, movimientos armónicos y angulaciones imposibles. El árbol de la vida es un film reflexivo, sensible y humano que permite al espectador una variedad de lecturas y provoca sensaciones encontradas que para muchos devendrán en tedio y para otros simplemente en un regocijo para los sentidos y el corazón.
En transición Laura (Martina Gusman) y Juan (Alan Pauls) conviven en la aplastante y aletargante vida pueblerina en una geografía de espacios abiertos, campo y un rio que separa dos orillas: la de la vida rutinaria (pueblo adentro) y aquella que representa la posibilidad de fuga hacia nuevos horizontes. Ella enseña piano y él es un parco veterinario que en una noche de insomnio -y de peleas en el silencio- es testigo de la brutal golpiza que sufre el joven César, atacado por sus propios amigos, entre ellos Nicolás, en represalia por haberle estropeado a propósito la camioneta con una bolsa cargada de piedras. La trifulca despareja termina con una herida de arma blanca por parte de Nicolás y la llegada de César al hospital para entrar en un coma profundo, mientras el único que sabe la verdad de los acontecimientos es Juan, quien luego de llevarlo al hospital debe falsear su testimonio por presiones de Martínez, el hombre fuerte e influyente de la comunidad, padre del victimario. En medio del dilema ético de Juan, Laura anuncia que está embarazada pero que no sabe si realmente quiere ser madre cuando Beneti (Germán Palacios), tío de la victima que pudo escapar a tiempo para continuar con su carrera de músico de rock, regresa al pueblo a buscarla bajo pretexto de haber vuelto para acompañar a la familia en un momento difícil. La monotonía y la abulia resuenan en cada segundo como aquel preludio de Bach en do mayor (forma parte de la banda sonora del film) que Laura enseña a Sol (Ailín Salas) para que pueda dar el concierto que le permita conseguir una beca de estudio en Buenos Aires y es precisamente el puente dramático que atraviesa la atmósfera perturbadora de La vida nueva, último opus de Santiago Palavecino producido por Pablo Trapero, que abraza rasgos de film noir y melodrama intimista. La sutileza y el cuidado minucioso de los diálogos, ricos en austeridad, da lugar a los silencios que operan como intervalos en complemento con las elipsis abruptas para darle un ritmo sincopado al relato que toma como uno de sus conflictos -entre un conjunto de subtramas bien desarrolladas - las coordenadas de un triángulo amoroso donde el tercero en discordia es el recién llegado Beneti, quien con su sola presencia moviliza emociones, deseos, resentimientos y anhelos en Laura que se traducen en encuentros secretos a las afueras del lugar o visitas inesperadas. Esa melodía repetitiva –por eso la elección del preludio- que abarca prácticamente la totalidad del film, interrumpida constantemente por los cortes, guarda estrecha correspondencia con el ruido mental de los personajes y la perturbadora presencia de un extraño que revive viejos fantasmas del pasado de Laura cuando se encuentra en la transición de su destino y debe elegir entre dos hombres que encarnizan exteriormente dos formas de vida: la vieja y asfixiante junto a una pareja que no la completa o la incierta, aliviadora y sugestiva nueva chance. La vida nueva asume desde el punto de vista cinematográfico la tarea de mantenerse en una posición neutral frente al derrotero de sus personajes y se para con pies firmes y sin temores en un espacio incómodo para cualquier propuesta de estas características porque confía ciegamente en los intervalos y en los tiempos muertos más que en su propia dinámica, que muchas veces se ve contaminada por un cambio brusco de registro cuando transita de la melancolía pueblerina al relato crudo y seco con ciertas irregularidades en el desempeño de un elenco donde las rotundas diferencias entre actores y no actores quedan reflejadas en cada escena.
Anexo de crítica: La impronta de la mirada políticamente incorrecta mezclada con sentimentalismo de Judd Apatow dice presente en esta comedia hardcore Damas en guerra (Bridesmaids) de Paul Feig, director más relacionado con el ámbito televisivo en series como Nurse Jackie, The office, entre otras. Sin embargo, a pesar de este dato alentador el resultado final de un producto que se excede tanto en la acumulación de escatología, chistes viejos y metraje termina jugándole en contra a una buena idea. Puede verse en el concepto de Damas en guerra la misma fórmula aplicada a Qué pasó ayer pero con roles invertidos, dado que aquí las mujeres se comportan como varones y practican los mismos rituales sin mucho más que agregar ni decir. Quien vaya a ver esta comedia anti romántica seguramente se reirá con una serie de gags que funcionan y lamentará una duración y estiramiento innecesario de una trama que podría sintetizarse en 90 minutos y que no pasa el estatus de anécdota.
Dos historias de amor No es un dato menos significativo que la concepción global de Juan y Eva no parta de una premisa revisionista de la historia del peronismo. De hecho, su directora Paula de Luque deja bien aclarado en un epilogo sintético y sin medias tintas que el peronismo obedece a una identidad política abrazada por millones de personas. Que no aparezcan entonces fechas con intertítulos y que se haya recortado intencionalmente el período histórico que coincide con el romance entre el militar Juan Domingo Perón y la actriz de radioteatro Eva Duarte refuerza la toma de posición de este opus de la directora de El vestido como parte de la expresión de una mirada personal sobre una historia de amor y odio, vivida por dos amantes, quienes con el correr del tiempo se convertirían en mitos políticos y quizás más adelante en referentes sociales para millones, fenómeno que entre otras cosas se tradujo en lo que luego se denominó peronismo. El director argentino que pudo desde el cine asociar este movimiento nacional y popular con un sentimiento y con cierta mística -más allá de los iconos del cine militante de los 70- fue sin lugar a dudas Leonardo Favio. Por eso la dedicatoria del comienzo del film de Paula De Luque lleva su nombre. La realizadora, con astucia al contar con un presupuesto limitado y condicionante de grandes despliegues de extras o locaciones, valiéndose de un guión prolijo y meticuloso reconstruye la intimidad de la pareja no con una pretensión de rigor histórico (las licencias obedecen al fin ficcional y no a errores deliberados históricos como se intentará atribuirle) sino más bien con una intención estética, poética y narrativa que recoge sabiamente momentos claves que marcan los estadios de la relación apasionada entre el -en ese entonces- Coronel Perón y Eva, la joven y temperamental aspirante a actriz que lo enamoró desde el primer día en que se conocieron con motivo de un festival solidario para recaudar fondos y ayudar a las víctimas del terremoto de San Juan. Ese encuentro azaroso y posterior romance también provocó un terremoto en las altas esferas del ejército que repudiaron y coaccionaron a Perón para que abandone su relación en pos de una moral mojigata y retrógrada muy en boga para la época donde el rol de la mujer siempre debía subordinarse a las decisiones de los hombres. Las negativas y desafiantes actitudes del militar para con sus camaradas, sumada la cada vez más influyente personalidad de Eva en el entorno y su devoción por la figura de su amante confluyen con momentos de gran agitación política, donde se gesta desde los movimientos sindicales los orígenes de una expresión de identidad política a la que el film hace alusión desde la esfera emocional con escenas medidas pero impactantes, intercaladas con material de archivo en lo que determina un equilibrio entre la masa y su líder. No obstante, Paula De Luque organiza el relato con una fuerte presencia femenina no sólo en el rol estelar de Eva, interpretada con gran austeridad y solvencia (basta recordar la grandilocuencia de Esther Goris en su Eva Perón de Juan Carlos Desanso) por Julieta Díaz, sino de otras mujeres entre quienes se destaca la brillante performance de María Ucedo como Blanca Luz Brum, secretaria ministerial y rival –como todas aquellas mujeres que se acercaran a Perón- de la protagonista en lo que se refiere a la relación más intima con el coronel. El resto de los personajes secundarios no desentonan con la propuesta y acompañan sin estridencias a la figura emblemática y no caricaturizada de Perón en la piel de un Osmar Nuñez convincente y contenido. Juan y Eva se caracteriza por su virtuosismo en lo que respecta a la dirección y rubros técnicos, desde la música de Iván Wyszogrod y la fotografía de Willy Behnisch hasta la utilización de material de archivo y reconstrucción de época con fines narrativos y dramáticos excluyentemente, que funcionan adecuadamente como contexto histórico de una corta pero apasionada historia de amor: la de un hombre y una mujer y la de un pueblo y una idea.
Anexo de crítica: Con momentos realmente inspirados y otros bastantes vergonzosos, el resultado irregular de Paul está a la vista desde la primera mitad hacia adelante cuando la novedad del extraterrestre parlanchín se acaba y comienza el manoteo de los guionistas para buscar gags que sostengan un relato bastante pobre en ideas. Todos los actores que se prestaron para esta aventura resultan muy poco convincentes y graciosos en sus papeles al lado del Alien verborrágico, y Gregg Mottola desde la dirección parece más preocupado por terminar la película que por lo que ocurre en su desarrollo...
Come de noche, duerme de día La hora del espanto es un clásico ochentero clase B que despierta la nostalgia de muchos cada vez que aparece en la memoria como esa película que supo mezclar terror y humor como pocas, pero que sinceramente resulta discutible si resistió al paso del tiempo. Claro que algunos dirán que el tema vampírico, ultra-archi utilizado y absolutamente bastardeado por la saga Crepúsculo (película que en esta remake será objeto de burla por parte del guionista Marti Noxon), no da para más. Sin embargo, series como True blood y la película existencialista Criatura de la noche (2008) pueden desmentirlo y siempre habrá algún título o producto que sorprenda a más de uno en un afán reivindicatorio de los chupa sangre. Ese es el caso de Noche de miedo, remake de la original del año 1985 creada por Tom Holland, que cuenta con la dirección de Craig Gillespie y los protagónicos del irlandés Colin Farrell en el rol de vampiro, acompañado por Anton Yelchin, Toni Collette, Christopher Mintz-Plasse, David Tennant, Imogen Poots en los papeles principales. El director de Lars y la chica real por un lado respeta la esencia del film de los ochenta mezclando altas dosis de humor con climas de terror clásicos, sin un exceso de truculencia gore pero aggiornándose a los tiempos modernos. El lado de la parodia está cubierto de antemano con la premisa: mi vecino de al lado es un vampiro, contextualizada en un barrio residencial de Las Vegas, ideal para resaltar la vida nocturna y crear las condiciones adecuadas para hacer verosimil al personaje. Así las cosas, una serie de desapariciones de estudiantes y lugareños despiertan las sospechas de Ed (Christopher Mintz-Plasse), quien intenta convencer a su amigo Charlie (Anton Yelchin) sobre la existencia de un vampiro en la zona cuando todo indica que se trata nada menos que de su vecino Jerry (Colin Farrell), solícito y seductor que ya ha ganado la confianza de la madre de Charlie (Toni Collette) y su novia Amy (Imogen Poots). Jerry espera, como todo vampiro, ser invitado a la casa. El descubrimiento no tarda en llegar y a partir de ese instante la trama toma el rumbo de la lucha entre el improvisado joven que deberá proteger a su familia y a su novia de las garras del monstruo de colmillos, quien adaptándose a la nueva era no duerme en ataúdes; no se espanta con el ajo y tampoco se debilita con invocaciones o crucifijos. No obstante, por más moderno que resulte ser este nuevo modelo de chupasangre sexy no es inmune a las estacas ni al contacto con la luz del sol. Sin grandes ideas ni innovaciones en la materia, la trama de Noche de miedo fluye y sabe dosificar tanto las escenas para los gags donde se lucen Christopher Mintz-Plasse y David Tennant interpretando a Vincent, un ridículo caza vampiros mediático bastante gracioso; los guiños cinéfilos de siempre así como aquellas escenas en las que el suspenso prevalece con una inteligente utilización de los recursos cinematográficos. Tampoco falla el director en la planificación de las secuencias de acción donde realmente se aprovechan los efectos visuales y un digno 3D que si bien resulta rústico y elemental en cuanto a sus prestaciones se ajusta perfecto a los parámetros exigidos por la película. Párrafo aparte merecen la fotografía del español Javier Aguirresarobe, utilizando de manera constante un tratamiento de imagen que apunta al contraste entre la luz y la oscuridad y la banda sonora incidental a cargo de Ramin Djawadi propicia para crear las atmósferas al servicio del suspenso y el terror.