La primera parte de la última entrega de la franquicia no escapa a las mismas falencias y virtudes que sus antecesoras, dejando varias aristas sin resolver que quizá encuentren mejor suerte en la que será la última película sobre el mago, quien en esta ocasión transitará en su fase de oscuridad más temible con la premisa del sacrificio delante, un futuro cargado de responsabilidades y dolor, pero también con una fuerte carga emocional a cuestas (es justo reconocer un mejor desempeño actoral del protagonista) y la incertidumbre de un final abierto y tal vez nada feliz…
¿Qué hicimos para merecer esto? Resulta un verdadero desafío para unos pocos atravesar los 95 minutos de Un buen día sin indignarse, violentarse, avergonzarse y en el menor de los casos reírse. Cuando un compendio de frases cursis que atrasan 45 años -por lo menos- viene acompañado de pretenciosas reflexiones sobre temas serios como la vida, la muerte, el tiempo, la fugacidad y el amor, la falta de respeto al espectador y a la metafísica abre el interrogante que obliga a redefinir conceptos tales como mediocridad, chatura intelectual y sensibilidad. Decir que la película de Nicolás Del Boca es mala o mediocre no sería justo para filmes malos y mediocres que por lo menos no le toman el pelo a la gente y se contentan con cumplir con la mínima cuota de entretenimiento. Tampoco apelar al salvoconducto de film televisivo alcanzaría para justificar lo injustificable dado que por fortuna la calidad de las telenovelas argentinas y las series es 10 veces superior a cualquier plano o escena de este mamarracho sobreactuado hasta decir basta por Aníbal Silveyra y Lucila Solá, que lamentablemente se apoya en la misma estructura narrativa empleada por Richard Linklater en su díptico Antes del amanecer y Antes del atardecer, dos obras maestras que humildemente recomiendo a Nicolás Del Boca y equipo alquilar un buen día de estos para aprender algo de cine y de diálogos (eso va para Enrique Torres) que no suenen a aforismo de sobrecito de azúcar. Parafraseando el dicho popular: la culpa no es de los actores sino de quienes los dirigen haciendo extensivo claro está el sayo a quien escribe esas ridículas frases que buscan un tono emotivo o guiño afectivo con el público sin olvidar por supuesto todos los lugares comunes sobre el ser argentino y la catarata de rasgos que lo hacen único e irrepetible -por no mencionar ese ridiculo viraje fantástico injustificable y arbitrario por demás- ese dejo de melancolía tanguera berreta y poco creíble hoy en el 2010. En lugar de contar la historia, si es que puede concederse que detrás de Un buen día había una historia que valga la pena contar, sobra con aclarar al lector y futuro espectador que cuando una película con aires de superioridad como esta trasluce en cada frase altisonante de sus personajes la idea de ‘ya sé lo que me vas a decir’ el resultado está a la vista y no hay nada que pueda redimirla o valorarla porque no sólo enfatiza sus limitaciones narrativas de antemano sino que prejuzga al que está del otro lado con un arrogante sentido didactista que lleva a preguntarse ¿qué hicimos para merecer esto?.
Apuros, neurosis, amor Poco relevante resulta que esta nueva comedia romántica con Jennifer Aniston en piloto automático se haya inspirado en un cuento de Jeffrey Eugenides (responsable de Las vírgenes suicidas) más que haberle encontrado un partenaire ideal como Jason Bateman para jugar los roles de padres modernos e irresponsables. Producto de los tiempos que corren Papá por accidente (lamentable titulo local para The switch) empieza como una comedia ácida que pone en primer plano los conflictos de un neurótico de Nueva York –que no es Woody Allen- llamado Wally (Jason Bateman) que se verán agravados cuando su amiga solterona Kassie (Aniston) le pida ayuda para encontrar un donante de semen, dado que su cuarto de hora para la maternidad está pasando y prefiere embarazarse artificialmente para luego buscar un padre en el futuro. Podría decirse entonces que la premisa de las decisiones apresuradas que conducen a situaciones problemáticas se dispara en el momento en que por una circunstancia azarosa Wally reemplaza el esperma del donante por el suyo, en otro acto de desesperada irresponsabilidad. Hasta este punto la comedia dirigida por la dupla Will Speck y Josh Gordon (Deslizándose a la gloria) transita por los carriles convencionales, aportando una serie de secundarios graciosos entre quienes se destaca Jeff Goldblum como el amigo experimentado de Wally. Sin embargo, lejos de agotarse en la anécdota de la madre soltera y el neurótico pesimista, tras una elipsis de 7 años el relato introduce el conflicto de la crianza de un niño bastante particular (poco sociable e hipocondriaco) sin una figura paternal sólida y prácticamente sin familia. Así las cosas, la figura de Wally pasa a ocupar el centro -junto al niño- al transformar su neurosis en los prolegómenos de la paternidad a distancia, primero como el consabido amigo que cuida a la criatura cuando mamá sale con su novio y luego como sostén afectivo ya que no puede contarle a kassie la verdadera historia y mucho menos a partir de la irrupción de un tercero (Patrick Wilson), antiguo donante que se enamora de ella pero que no logra conectarse con su supuesto hijo. La química faltante entre Bateman y Aniston se compensa con creces cuando entra en escena el pequeño Thomas Robinson, mimetizándose con los comportamientos y actitudes de su verdadero padre y entregando el costado dramático y emotivo para coronar una ajustada comedia romántica (no solo es el amor de pareja sino el de padre e hijo), con aires de moralina políticamente correcta, que sin embargo puede disfrutarse.
Conozco la canción La mezcla de géneros cinematográficos siempre supone un riesgo pero también es un recurso atractivo para experimentar con determinados tonos a la hora de contar una historia simple. Algo de suspenso, bastante de comedia costumbrista y un tanto de romanticismo gira en torno al universo de Boca de fresa, segundo largometraje de Jorge Zima (Noches en la terraza) que cuenta con los protagónicos de Rodrigo de la Serna y Érica Rivas, acompañados por Roberto Carnaghi, María Florentino y el debut actoral del compositor Juan Vattuone, filmada en locaciones de las sierras cordobesas. Como el trasfondo del film es básicamente una historia de amor –más precisamente un triángulo amoroso- la elección de la pareja resulta inmejorable porque hay que recordar que de la Serna y Rivas lo son en la vida real, aspecto que aporta pura química entre ambos y contribuye sobremanera al ritmo cambiante de una trama que, en un primer tramo, adopta el camino de la road movie y luego se debate entre la parodia al thriller con buenas dosis de comicidad. El mundo de la música, desde los compositores de canciones olvidadas y los productores de poca monta, funciona como pretexto para abrir paso a la aventura en la que se embarca el productor musical Oscar (Rodrigo de la Serna) junto a su novia Natalia (Erica Rivas), una peluquera sencilla que sueña con un viaje a Miami y debe contentarse con el aire de las sierras cordobesas al caer en los engaños del ambicioso productor en busca de un músico ignoto, cuyo último paradero data de las sierras cordobesas. El tal Fredy, otrora autor de un tema en los 70 que en el presente ocupa los rankings de Europa tras ser remixado por un grupo noruego, es la pieza clave para que Oscar pueda cobrar los derechos de autor de aquella canción perdida en el tiempo. Sin embargo, su tío (Roberto Carnaghi), también productor musical, intenta convencerlo de que desista sobre la descabellada búsqueda, dado que aquel disco de los 70 fue un rotundo fracaso en ventas. Pero la perseverancia de Oscar es más fuerte que la razón y así comienza a ejecutar un meticuloso plan para seducir a un amigo del misterioso Fredy (Juan Vattuone) y así saber la verdadera historia sobre su repentina desaparición (lo dan por muerto) con el afán de armar un documental y crear una suerte de mito de la música no reconocido. No obstante, en pleno operativo de seducción del enigmático ermitaño apelando a los atributos de Natalia, Oscar habilita la chance de que su mujer experimente cierto atractivo por la figura de un hombre solitario al punto de enamorarse y abandonarlo. Sin perder el ritmo y apoyándose exclusivamente en las buenas actuaciones de la pareja de actores, el director Jorge Zima (también compositor de la banda sonora) logra conjugar una serie de elementos narrativos que se conectan por un lado con la idea de las segundas oportunidades y por otro con una progresiva transformación de los personajes que en un principio exponen sus capas más superficiales -casi al borde del estereotipo de productor grasa y novia tontona-, pero que con el correr del metraje van incorporando aristas de personalidad, ingenuidad y lo que es más importante honestidad. Un film disfrutable, sin demasiadas pretensiones, que puede convocar a un público heterogéneo sin riesgo al fracaso.
La huida interior La identidad se define por fragmentos; pedazos o momentos que nos determinan y construyen lo que somos. Por eso cuando el desconsuelo de lo que somos es mayor a lo que proyectamos, el único remedio es el mecanismo del olvido. Y olvidar no es otra cosa que reinventar la realidad, crearle huecos o fisuras para empezar de nuevo; para, incluso, dudar de aquello que nos causa placer o alegría aunque esa sensación se torne fugaz. Pero cuando uno está dispuesto a destruir progresivamente las ataduras con el pasado y con el presente, en ese instante de absoluto extrañamiento vive el aquí y ahora como si fuese una eternidad y la mirada del entorno renace y con ella entonces los colores de la vida monótona recuperan brillo, se vuelven más vivos. Por este proceso de aniquilación de la identidad transita el personaje de Villa Amalia, Ann Hidden (Isabelle Huppert), pianista exquisita que so pretexto de la infidelidad de su pareja Thomas (Xavier Beauvois) –lleva con él quince años- toma la decisión de dar un vuelco al rumbo de su vida cortando con todo lazo que la une a su rutina: profesión, afectos, bienes materiales, cuentas bancarias, en un acto de pleno despojo para el que se propone no dejar rastro ni huella en cada paso que da. Todo lo quema, avanza en medio de la confusión y la excitación de lo nuevo, que se puede encontrar a la vuelta de la esquina en el reencuentro con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade) o quizá en un remoto pueblo de Italia a orillas del mar. Esa entrega a la fuga hacia adelante o, mejor dicho, una huida interior, acompañada adecuadamente por una banda sonora de Bruno Coulais integrada al relato y a su cambio constante de ritmo, es la única coordenada narrativa que marca el horizonte de esta historia, del realizador francés Benoît Jacquot, basada en la novela homónima de Pascal Quignard, conocido por su libro "Todas las mañanas del mundo". La trama se sumerge, junto al punto de vista de la protagonista, en un viaje tanto hacia adentro como afuera en el que los espacios interiores y exteriores juegan un rol trascendente en sintonía directa con la psicología y emociones del personaje, por quien prácticamente pasa toda la película sin que la cámara abandone su carácter de testigo de sus acciones –alternando la distancia permanentemente- y sus contemplaciones. Resulta inmejorable la elección de Huppert para dar vida a Ann; para realzar su misterio y espiritualidad con una economía de gestos asombrosa, pero por sobre todas las cosas con una paulatina transformación que se deja ver y sentir del otro lado de la pantalla y también musicalmente hablando dado que la melodía disonante y cortante de los comienzos del film se va a ir reemplazando por otro tipo de música clásica más acorde al ánimo del personaje y al tono del relato. No por casualidad el apellido ficticio que Ann se inventa Hidden traducido del inglés significaría algo así como oculto porque de eso se trata su plan de desaparición: ocultarse de todos en el anonimato de una pequeña casa en las montañas cerca del mar, que con su infinita calma y soledad invita a la reflexión tanto de la protagonista como del espectador ansioso por saber qué pasará cuando llegue el crepúsculo; con la mirada renovada y las ganas de estar allí por casi toda la eternidad.
Con prácticamente 40 minutos donde no pasa nada, salvo alguna que otra información que relaciona a esta secuela con la anterior, el plato fuerte de Actividad paranormal 2 se sirve tarde como esos menúes que prometen delicias y son apenas una muestra en plato chico, que generan solamente más apetito y dejan un sabor amargo en la boca. Se pierde la sorpresa desde el minuto cero al utilizar el mismo recurso de las filmaciones caseras con visos de realismo en la puesta en escena en tramos que realmente son una pérdida de tiempo para un espectador habituado a este tipo de propuestas. Decepción y operación de marketing vergonzosa...
Aunque es imposible no recordar a la pasada Mejor solo que mal acompañado con el entrañable John Candy hacia finales de los 80, Todo un parto se relaciona directa e indirectamente con aquella película pero también lo hace con ¿Qué pasó ayer? al poner en práctica la teoría del caos y el show de la incorrección política como dos de sus mayores logros. El otro atractivo, sin dudas, lo constituye la pareja protagónica que se saca chispas, explotando la veta cómica de Robert Downey Jr. en todo su esplendor y el contrapunto adecuado con el sorprendente Zach Galifianakis para completar una comedia ácida, con numerosos gags logrados -y otros pifiados- con los cuales es casi imposible no soltar alguna carcajada...
Las piedras de la ignorancia Con cuatro películas muy diferentes entre sí; pasando en su ópera prima Tesis por el thriller psicológico para terminar en el melodrama de corte realista desde Mar adentro, Alejandro Amenábar es de esos directores inquietos que siempre buscan el riesgo y redoblan los desafíos en cada proyecto, sin olvidarse nunca del espectador, pero tampoco de que el cine en definitiva también es un gran negocio. Y en ese triángulo, cuyos vértices jamás se tocan, compuesto por el cine comercial, el de autor y el híbrido a veces queda la sensación de atadura a la hora de no poder amalgamar elementos. Ágora, su último y más ambicioso film que viene levantando polémicas entre defensores y detractores, es un fiel reflejo de falta de criterio y buenas intenciones a la vez, porque sus irregularidades manifiestas desde un guión que hace del maniqueísmo un uso poco inteligente se ven subsanadas por una puesta en escena a tono con el desafío planteado por el director de Los otros. También aquí puede vislumbrarse la dialéctica del trío o la coexistencia de tres elementos que se repiten a lo largo de una trama, que se ocupa -de forma elemental- de exponer las aristas oscuras de la religión cuando deviene en fundamentalismo que se repite por los siglos de los siglos llevándose la peor parte el cristianismo, en un segundo nivel el judaísmo y con mucho menos responsabilidad el paganismo tal como queda manifestado en este relato. El otro terceto lo constituye un pseudo y tibio triángulo amoroso entre la protagonista Hipatia (Rachel Weisz), una filósofa y astrónoma que en la Alejandría del siglo IV d.c. intenta enseñar a los paganos principios de astronomía preguntándose por el movimiento de los planetas al poner en práctica las teorías de Ptolomeo y de Aristarco. Sus pretendientes, alumnos ellos, son el esclavo Davo, quien duda de las bondades del paganismo y coquetea con las ofertas del cristianismo, que por ese entonces se convertiría en la religión mayoritaria y amparada por el poder del Emperador Flavio. Su rival es nada menos que el libre pensador Orestes (Oscar Isaac), quien en el futuro se convertiría en prefecto y su actitud políticamente correcta con los cristianos terminarían por condenarlo en un claro ejemplo de cobardía. No obstante, teniendo en cuenta lo que representa cada personaje, podría pensarse que Ágora es una alegoría de la lucha entre el conocimiento y el oscurantismo; la luz de la sabiduría contra la espesa negrura de los dogmatismos -que no son otra cosa que la expresión palpable de la ignorancia- siendo Hipatia el símbolo de la filosofía y el centro inmóvil (igual que el sol) por el que giran la religión y el libre albedrio, cuya ilusión de movimiento en apariencia marcaría un constante cambio ante los ojos de los hombres, cada vez más alejados los unos de los otros. Ahora bien, la torpeza de Amenábar radica en el subrayado constante y la letra gruesa detrás de las intenciones para su nueva crítica contra la religión y, en menor nivel, ciertos manierismos que terminan cansando como el abuso de los planos cenitales para dejar en claro la mirada celestial sobre las atrocidades de lo terrenal y las miserias humanas. El otro problema que arrastra desde el comienzo es la falta de ritmo de transición entre secuencias donde es justo reconocer una excelente reconstrucción histórica y una esmerada dirección en las escenas de despliegue visual, como la quema de la biblioteca de Alejandría por parte de los cristianos y esa suerte de contrapeso o justicia poética a partir de la lapidación de los mismos cristianos por parte de los judíos. Por todo ello, es justo decir que el nuevo opus de Alejandro Amenábar termina decepcionando a aquellos que estaban acostumbrados a un cine menos complaciente y menos concesivo con el gran público.
Junto con La caída, podría decirse que Anónima: una mujer en Berlín (2008) representa el discurso de un cine alemán valiente que nos habla desde la derrota, mostrando la otra cara de la moneda a partir de los fracasos en la Segunda Guerra Mundial que sumieron al pueblo alemán en un período de humillaciones y miseria por vincularse de alguna forma con el bando del vencido. Pero muy poco se sabía de la suerte de las esposas o novias de los soldados alemanes durante la guerra y a partir de la llegada del ejército rojo a la ciudad de Berlín, a no ser por el testimonio de un diario íntimo de una periodista alemana (su nombre permaneció en el anonimato hasta después de su muerte en el 2001) que describió con lujo de detalles la convivencia de los ciudadanos berlineses con los soldados enemigos, meses previos a la capitulación total de Alemania que diera por finalizada la Segunda Guerra Mundial. En aquellas páginas no sólo quedó plasmado el documento de una época sino también el descubrimiento de las prácticas vejatorias que los soldados rusos realizaron durante varios días como parte del escarmiento contra los alemanes, especialmente las mujeres sin distinción de edad o estatus social. Esas crónicas de violaciones –de las cuales la autora también fue víctima- además reflejaban por parte de la escritora la idea del deshonor de las mujeres alemanas, quienes para sobrevivir entablaban relaciones con los rusos, llegando algunas incluso a enamorarse como es el caso de la escritora anónima, quien tras la publicación del libro en 1959 pidió expresamente que no se editara el best seller homónimo hasta después de su muerte (recién en el 2003 se volvió a publicar y se supo su verdadero nombre). Max Farberbock, el prestigioso realizador alemán, no conocía la historia hasta tomar contacto con la novela y así elaboró junto a Catharina Schuchmann el guión del film para el cual decidió ofrecerle a la actriz Nina Hoss el papel protagónico, encarnando a la periodista anónima en la que podría considerarse una gran actuación. La estructura elegida toma con fidelidad las crónicas desde el 20 de abril hasta el 22 de junio de 1945 en las que la periodista da cuenta del escenario de la guerra como testigo privilegiado y víctima del abuso de los soldados rusos para quienes Berlín era un motín de lujo y sus mujeres un objeto más dentro del saqueo. Sin embargo, también lo que se desprende de ese relato cotidiano en primera persona (por suerte no hay abuso de la voz en off) es una historia de amor que comienza luego de conocer a un alto mando del ejército rojo, el coronel Andreij (Yevgeni Sidikhin), que se diferencia de sus subordinados por no compartir las ideas de arrasar con todo lo que se interponga y mucho menos con el maltrato hacia las mujeres. El resto de los personajes variopintos que integran la trama lo constituyen un grupo representativo de alemanes que se refugian en unos departamentos abandonados en los que inmediatamente se instalan los rusos, de cuyos soldados se destaca el teniente Anatol (Roman Gribkov), quien también pretende ganarse el amor de Anónima (Nina Hoss). Sin apelar al golpe bajo a la hora de exhibir los vejámenes y la humillación, Max Farberbock consigue elaborar una trama lo suficientemente sólida para reflejar los estragos de la guerra en sus víctimas y victimarios; exhibiendo los costados más oscuros de los hombres pero compensándolo con altas dosis de naturaleza humana, despojándose de toda estigmatización. La guerra cambia a los hombres parece ser la frase que dibuja este retrato, pintado con la lucidez de un artista y con los colores vivos y opacos de los vencidos en un juego de matices que encuentran su vinculo estrecho con los matices morales, sin importar de qué lado se haya estado.
La apuesta a la tecnología 3D es apenas un aliciente para aportar algo novedoso a esta franquicia que desde las últimas entregas ya acusaba cierto desgaste, más allá del ingenio a la hora de poner en práctica las puestas en escenas del sadismo mainstream. Con un guión que no abusa del flashback explicativo como en los anteriores episodios pero que tampoco brilla por su originalidad, El juego del miedo 3D: El Capítulo Final no defraudará a los amantes de la saga y tampoco a quienes busquen sangre, cuerpos mutilados y la tensión generada a partir de la lucha por sobrevivir a las perversiones del implacable Jigsaw y sus secuaces de turno. Esperemos que ésta sí sea la última...