Fantasmas que juegan a las escondidas Representar no es otra cosa que renovar la mirada. Es reconstruir con lo que se tiene y con lo que no se tiene un espacio diferente, que visto desde una cámara (en este caso dos: una que registra lo que la otra filma) siempre resulta distinto pese a estar poblado por objetos inmóviles que no son otra cosa que la huella de algo que ya no está. Objetos que evocan presencias; que evocan fantasmas que se niegan a ser recordados. Pero es la memoria, la de los recuerdos pasados, aquella que se empecina en atraparlos y de esa forma revivirlos aunque más no sea en esa instancia efímera que puede durar un parpadeo o un abrir y cerrar de ojos. Elegía de abril es el nombre de un libro de un poeta, Salvador Merlino –abuelo de Gustavo Fontán- que durmió durante casi 50 años en un estante y por ese capricho de la memoria recupera identidad a partir de este nuevo opus del mismo nombre, un desafío cinematográfico que nos propone el realizador de El paisaje invisible. Como se decía anteriormente y siguiendo una línea conceptual, que ya aparecía tanto en El árbol y en La madre, la idea de la representación cinematográfica expone aquí sus dobleces en un relato de búsqueda en donde la poética del director suma elementos, como por ejemplo el de exponer el artificio del cine en un improvisado set de rodaje en la casa familiar donde vivió por más de 20 años, con actores reconocibles de la talla y prestigio de Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg, que vienen a ocupar los roles que los verdaderos protagonistas, la madre del director y su tío, rechazan en medio del rodaje. No obstante, lejos de quedarse con la mímesis de los actores, lo que se convoca verdaderamente en este film es el disparador de los propios recuerdos y fantasmas a partir de un espacio donde la realidad se diluye; y la casa, atestada de objetos, deviene espacio lúdico en el que la cámara y sus presas se trenzan en la lucha entre lo oculto y lo revelado y el propio Fontán reflexiona a partir de las imágenes (meritorio trabajo de Diego Poleri en la fotografía) y fragmentos sobre los propios límites del registro y la enunciación de lo que ocurre. No importa tanto el nombre de Salvador Merlino o la casa familiar del barrio de Banfield más que como anécdota o pretexto narrativo. Lo verdaderamente trascendente en Elegía de abril –quizás el cierre de la que podría denominarse trilogía de Banfield si el director lo permite- es la voz de un poeta y la presencia de un gato negro de ojos inquisidores que nos mira como aquel de La orilla que se abisma en ese viaje mágico por el rio para confrontarnos con otro poeta como Juan L. Ortiz. La de Merlino es la voz de un poeta que nadie escucha pero que vive en el silencio de los objetos que la evocan como un busto sin ojos que le ganó la batalla al tiempo y a la muerte.
Lejos del paraíso Lejos del melodrama serio pero sin caer en una liviandad estúpida, Amrrika, de la directora Cherien Dabis expone a partir del punto de vista de los inmigrantes la problemática y la estigmatización de la comunidad árabe en el supuesto país donde la tolerancia y la democracia forman parte de la cultura: Los Estados Unidos de Norteamérica. Esa tierra de oportunidades donde reina el capitalismo más salvaje es vista desde cualquier parte del mundo como un paraíso, aún en estos tiempos tan distantes de aquellos años en que se hablaba del american way of life. Sin embargo, para Muna (Nisreen Faour) y su hijo Fadi (Melkar Muallem), cansados de la prepotencia israelí en la frontera con Cisjordania y en el caso de Muna del fracaso matrimonial, Estados Unidos significa una chance para vivir mejor y tranquilos. No obstante, llegados a la tierra del tío Sam para vivir de prestado en la casa de su hermana Raghda (Hiam Abbass)-ya radicada con esposo médico y dos hijas completamente americanizadas- ambos comienzan a experimentar el racismo a cuentagotas desde los ámbitos más comunes como la escuela o un trabajo temporario, el único que la protagonista podrá conseguir. En ese lugar de la cotidianidad; del día a día de un inmigrante árabe que debe vivir con la contradicción del desarraigo y la necesidad de conservar su identidad, se nutre el guión de este film de tono liviano, que en su afán de no dramatizar demasiado la situación bucea por diferentes tópicos desde lo anecdótico, sin caer en un manifiesto contra la xenofobia o una lección moral de cómo se debe integrar a una persona de otra cultura.
La vieja guardia contraataca Desde los créditos iniciales, el nombre de tantas estrellas hollywoodenses resultaba más que atractivo y sin lugar a dudas convocante de un gran número de espectadores. Y no por nada lo primero que hay que decir es que Red –basada en la novela gráfica de culto de DC Comics, escrita por Warren Ellis- es una comedia de acción efectiva gracias al elenco que la encabeza y no por mérito de la historia que los reúne como pretexto. Por lo tanto, el saldo final pierde cierta sustancia ya que realmente la trama es apenas entretenida y sin demasiadas ideas para que sus personajes se luzcan. Si bien el juego de la brecha generacional entre agentes jóvenes y agentes ya retirados cae simpático en un comienzo, así como la tibia historia de amor entra Frank y Sarah, el trasfondo que significaba la idea del retiro por la vejez, sumado al tema de la soledad se desarrollan de manera lineal, esquemática y tampoco encuentran su costado cómico en cuanto a los achaques de la edad, el deterioro físico, las postergaciones por afrontar una vida sin vínculos afectivos, etc, salvo en el personaje interpretado por Morgan Freeman, a quien le toca la peor parte en este juego de supervivencia y astucia. No obstante, dejando de lado estos escollos el film, protagonizado por Bruce Willis, Mary-Louise Parker, John Malkovich, Helen Mirren y Richard Dreyfuss, entre otros, no pierde jamás el ritmo y dosifica eficazmente tanto las escenas de acción (buenas coreografías y efectos visuales) con las de comedia bajo la dirección del alemán Robert Schewentke (aquel de Te amaré por siempre y Plan de vuelo). La premisa es sencilla: la CIA debe eliminar una lista de efectivos que participaron en un operativo secreto en el año 81 en Guatemala, pues de revelarse la trama oculta detrás de aquel incidente quedarían manchadas ciertas personas que por motivos obvios no se revelarán en esta crítica. Así las cosas, los blancos móviles son los denominados R.E.D, que en la traducción al castellano significaría algo así como: retirados extremadamente peligrosos. Frank Moses (Bruce Willis) es el principal ex agente a eliminar del mapa. Se le suman a la aventura Marvin Boggs (John Malkovich), quien tras su retiro involuntario permanece escondido bajo tierra, fuera del sistema y acompañado de una gran paranoia. Y en un menor orden aparecerá un ex agente de la KGB (Brian Cox), una francotiradora del MI6 (Hellen Mirren) junto a la coprotagonista Sarah Ross (Mary Louise Parker), una civil que se enamora del hombre equivocado en el lugar equivocado, aunque con la necesidad de vivir alguna aventura para salir de la rutina de oficina. La misma falta de acción que los ex agentes necesitan para volver a sentirse vivos tras el irremediable paso del tiempo. El resto de la historia no presentará mayores sorpresas, salvo el lucimiento de Malkovich que sin lugar a dudas es lo mejorcito de este amigable pasatiempo donde la vieja guardia ataca de nuevo.
Animales sueltos Esta apuesta de un pequeño Estudio de Granada a la animación digital española se encuentra a la altura de los estándares de calidad y nivel aceptables -sin mayores méritos- que por supuesto la posicionan por debajo de cualquier producto Pixar o Dreamworks. Aunque, a diferencia de estos gigantes norteamericanos, presenta interrogantes a la hora de elegir un público al cual dirigirse. El lince perdido, debut en la dirección del animador Raúl García y Manuel Sicilia, es tan sólo una animación digital en 3D exclusivamente para chicos, sin guiño alguno o atractivo especial para adolescentes y mucho menos para adultos. Digno de los relatos con mensaje, el guión elaborado por ambos directores junto a José E. Machuca pretende generar conciencia ecológica en pos de la defensa de las especies en extinción, entre ellas: el lince Félix en la voz de David Robles, héroe de esta aventura, y un grupo de animales compuesto por un camaleón paranoico, una cabra, un halcón hembra y un topo a los que se sumará una lince hembra llamada Lincesa (Beatriz Berciano). El villano de turno es un cazador furtivo, contratado por un multimillonario llamado Noel, quien para salvar a las especies pretende poner en práctica una idea un tanto extremista. Con un buen ritmo en las escenas de acción y un aceptable trabajo de guión en la construcción de los personajes, -destacándose por lejos el camaleón- las aventuras de este felino valiente, apadrinado por Antonio Banderas, suman peripecias y algún que otro espacio para el gag, a pesar de varios intentos por cobrar vuelo propio que no llegan a buen puerto dado el esquemático relato. Sin embargo, la platea infantil no quedará defraudada.
Tras el tropezón que significara El curioso caso de Benjamín Button, el realizador David Fincher recupera el nivel alcanzado en Zodíaco con esta tragedia moderna y humana en el contexto de un mundo absolutamente virtual como el de internet con su mayor expresión, que sin lugar a dudas, se representa cabalmente en la red social más importante del planeta. La inteligencia de estructurar el relato en dos tiempos alternados permite desde el ajustado guión de Aaron Sorkin mostrar sin dobleces el mundo del capitalismo salvaje, anclado en la burbuja económica de los sitios web pero también desnudar las miserias humanas cuando se trata de intereses y más aún cuando los involucrados pertenecen a una elite como en este caso estudiantes de la prestigiosa universidad de Harvard. Sin caer en el convencionalismo de la biopic, apelando al humor con ánimo critico y al ritmo para no terminar en un film declamativo y sobredialogado, el director de Alien 3 consigue un film profundo e inteligente acerca de la impostura de la comunicación virtual y la soledad que genera la abundancia...
Ben Affleck se afianza como director en este nuevo policial duro con fuerte presencia de melodrama intimista. El equilibrio narrativo en una trama que se vale de los códigos de películas sobre atracos imperfectos para el desarrollo de sus personajes es el principal mérito, así como las sólidas actuaciones y la pericia del director a la hora de desarrollar escenas de acción con eficacia dramática y prolijidad…
Que no se entere Mamá La realizadora cordobesa Liliana Paolinelli había debutado con la interesante Por sus propios ojos, film que giraba en torno a la temática carcelaria desde un enfoque original y periférico como el de la mirada de una estudiante de cine completamente ajena a los códigos y a la realidad que se vive detrás de las rejas. En esa misma línea del extrañamiento o la ajenidad se encolumna la mirada de Lengua materna, su segundo film, en el que prevalece el punto de vista de Estela (Claudia Lapacó), una viuda de 60 y pico que por insistencia y azarosamente termina enterándose de que su hija Ruth (Virginia Innocenti) es lesbiana hace mucho tiempo y que además ella convive con Nora (Claudia Cantero), amiga de toda la vida. En un drástico intento por asimilar de golpe semejante noticia, sumado a la novedad de los abortos que se ha efectuado su otra hija (Ana Katz), la actitud de Estela por conocer a su hija Ruth y el entorno-tras resignarse de la condena divina cuando consulta con un cura amigo acerca de la pecaminosa conducta de Ruth- provoca rechazo y poca aceptación por parte de ella y su pareja, con quien transitan una etapa de crisis al haber aparecido en escena una tercera en discordia (Mara Santucho), su secretaria heterosexual por quien Nora siente atracción. Liliana Paolinelli aborda el tema de la elección sexual despojándose de todo prejuicio pero sin un carácter reivindicatorio o militante, valiéndose de situaciones cotidianas entre madre e hijas, donde a veces deja un resquicio al humor aunque no lo consigue en todas las escenas planteadas. El guión procura no saturar con diálogos exclamativos haciendo hincapié en la naturalidad de las conversaciones y peleas, lo cual aporta a una trama sencilla cierta consistencia en el abordaje. También ocurre lo mismo en la elección del elenco, mayoritariamente compuesto por actrices, entre las que sin dudas se destaca Claudia Lapacó que se roba la mayoría de los planos con gran soltura ante una contenida Virginia Innocenti, en lo que podría definirse como: una película de profundas raíces femeninas sin ser del todo feminista, a pesar de que la presencia de los hombres no sea más que un elemento decorativo en el relato.
Las partidas La historia de cualquier familia tiene un denominador común que afecta a cada uno de sus miembros pero que sirve para contar un proceso por donde pasa la existencia, sin previo aviso. Ese concepto que unifica a los grupos familiares, sea la época que sea, el estrato social al que pertenezcan, se resume en la idea de las partidas: tanto las materiales como las partidas de nacimiento y de defunción; y las otras no tangibles como aquellas de la separación o las partidas de los hijos del seno de los padres cuando el abandono del nido y la necesidad de autodeterminación golpean la puerta generando conflictos, odios, dolores, reproches y diferencias generacionales, muchas veces irreconciliables. De esa trama compleja de afectos rotos y recompuestos; de deseos y deberes que llevan a la postergación de los sueños o metas se compone el guión de Amor de familia, del director Rémi Bezancon, nominado a varios premios César en el 2009, incluidos los rubros de dirección y actuación que sin dudas son los dos fuertes de la película. La estructura narrativa también resulta desde el punto de vista cinematográfico dinámica y no sumaria como a veces ocurre en películas que giran en torno al microcosmos de una familia durante varios años. El relato avanza tomando como punto de partida viñetas o capítulos significativos que tienen como protagonista a alguno de los personajes, en lo que podría definirse como film coral, por quienes transcurrirán distintas etapas comprendidas entre 1988 y 2000, todas ellas determinantes en el rumbo de la familia Duvall. Historia familiar que, si bien toma los carriles del melodrama intimista, incorpora inteligentemente personajes secundarios y pequeñas dosis de humor sin notarse el artificio del cambio de registro. Los conflictos que atraviesan a esta familia de clase media francesa con un padre taxista (Jacques Gamblin), su esposa (Zabou Breitman) y sus tres hijos jóvenes trascienden la geografía para volverse completamente identificables y universales. Esa línea argumental abre las puertas a las emociones más genuinas para el desarrollo de cada personaje, construido meticulosamente desde un guión sólido, también escrito por Rémi Bezancon. Mención aparte merecen, por un lado, una excelente banda sonora que en cada segmento elige coronar la atmósfera con una selección de clásicos del rock -muy pertinente a la hora de marcar las brechas generacionales-, y por otro las ajustadas actuaciones de Jacques Gamblin como el padre y Zabou Breitman en el rol de madre, sin por ello dejar de mencionar a Déborah Francois, Marc-André Grondin, Pio Marmai en los respectivos papeles de hijos. Todos ellos transmiten la sensación de verosimilitud que los hace creíbles, gracias a la eficaz dirección de Bezancon. Películas sobre familias hay tantas en el cine... pero pocas consiguen emocionar sin golpes bajos como la de los Duvall; por eso vale la pena conocerla.
Adiós a las armas No por casualidad el apodo de George Clooney en este film europeo dirigido por el holandés Anton Corbijn (aquel de Control) sea señor mariposa. Podría decirse que Eduard o Jack o vaya a saber quién se encuentra en la etapa de crisálida antes de transformarse en mariposa porque hace un tiempo largo que sus alas están atadas a su rutina de asesino profesional y su progresiva infelicidad lo hace cada vez más vulnerable y contenido en su propia coraza de frialdad y pragmatismo. Sin embargo, todo se precipita cuando el último trabajo en Suecia no queda del todo terminado y deja algunos cabos sueltos que obligan a nuestro antihéroe a refugiarse en una constante huida que termina por estancarlo en Abruzzo, un pueblito de Italia donde pretende hacerse invisible o por lo menos despistar al entorno bajo la apariencia de un fotógrafo. Desconfiado hasta del vuelo de una mosca; celoso de las miradas locales y con los ojos bien abiertos a la espera de la llegada de un verdugo -pese a tener contacto telefónico con el hombre que le encarga los trabajos-, el señor mariposa comprende perfectamente que su situación de blanco móvil es prácticamente una condena de la que tarde o temprano deberá hacerse cargo. Mientras espera una resolución de su situación se mantendrá ocupado estudiando el terreno y tratará de hacer todo lo posible para retirarse sin una bala en el medio de la frente. Si bien desde el principio resulta bastante predecible el derrotero de esta trama sólida -y sobria al mismo tiempo- que descansa en la actuación de Clooney y acusa su origen literario desde el minuto cero, El ocaso de un asesino es un buen ejercicio de estilo más que una gran película como pudieran serlo las de los 70, referencia obvia al tomar en cuenta el tratamiento y ritmo elegidos por el director holandés. No obstante, el film se toma su tiempo en la construcción de los personajes y maneja con prolijidad el sembrado de la información para ir ordenando un relato lineal sin sorpresas pero bien narrado, haciendo abuso tanto de la belleza natural de los paisajes como del innegable carisma del actor norteamericano en un papel que en apariencia no le exigió mucho esfuerzo compositivo.
El punto ciego Punto ciego es aquel en el que una cámara no repara o no alcanza dada su acotada trayectoria; es ese lugar donde puede pasar todo y nada al mismo tiempo sin que nadie se entere. Y en consonancia con esta idea podríamos pensar que un amor no correspondido o no enunciado –que es casi lo mismo- es como un punto ciego: abierto a que todo pueda suceder o nada termine por ocurrir, sin perderse por ello la incerteza de la búsqueda o el vértigo de observar al otro, seguirlo a una distancia prudencial y no ser atrapado in fraganti en plena contemplación. A grandes rasgos, así se determinan las coordenadas por las que pasa el relato propuesto por el debutante Adrian Biniez, Gigante, que llega con bastante retraso a las salas porteñas y que ha cosechado numerosos premios en su trayectoria festivalera por Berlín o San Sebastián por citar sólo algunos, incluido su estreno en Buenos Aires en el marco de la apertura del Bafici 2009. Como las historias de amor asordinadas, los protagonistas son seres solitarios y sensibles que comparten más cosas en común de las que se imaginan pero que por el miedo al rechazo o al compromiso no se atreven a romper la inercia, que se traduce en una distancia corta aunque imperceptible. Esa distancia es la que resguarda a Jara (Horacio Camandule), seguridad nocturna de un supermercado que espía desde el control a Julia (Leonor Svarcas), también empleada pero en el personal de limpieza. De inmediato, el corpulento Jara siente curiosidad por conocer los hábitos y gustos de la misteriosa joven a quien comienza a seguir todos los días tras la salida del trabajo procurando que ella no advierta su presencia. Así de pequeños detalles, silencios, miradas y los necesarios diálogos de rigor -sin abuso de palabras como ocurriera en Whisky- la ópera prima de Biniez transita por los caminos de la soledad sin volverse obvia; no estigmatiza el lado de perdedor de su protagonista rodeándolo de situaciones cotidianas en las que no queda en ridículo, sino que se ajustan perfectamente con su temperamento y personalidad. El trabajo sobre Julia es mucho más sutil porque el director mantiene una interesante distancia entre los personajes en pos de un descubrimiento progresivo que va llegando a partir del punto de vista de Jara, que por fortuna carece de aspectos fantasiosos o alucinatorios como suele ocurrir en muchas propuestas de características parecidas para impregnarle torpemente algo de color o luminosidad a una realidad bastante monótona y gris como la de estas almas de supermercado. Gigante hace gala del minimalismo cinematográfico pero su apuesta trasciende la idea de lo anecdótico para volverse prácticamente existencial sin una bajada discursiva detrás y con un fuerte vínculo y respeto por sus personajes de carne y hueso, absolutamente identificables para cualquier espectador.