Sueño con el pasado que añoro Allen muestra su amor por la Ciudad Luz y unas criaturas con las que siempre se sintió en deuda. Woody Allen siente amor, históricamente, por historias como ésta: el protagonista anda como perdido por la vida y zonas aledañas, y encuentra en el amor un camino de posible salida, si lo que escribió es en tono de comedia, o de plausible redención, si es drama. En Medianoche en París vuelve a mostrarse efusivo con una ciudad, como en su bienamada Manhattan . Afecto por una urbe y sus seres, aquí son criaturas que Woody ama (y amó ya desde su juventud) desde lo intelectual. Porque convengamos que ese prólogo de imágenes de la Ciudad Luz con que abre en el presente tiene mucho de mirada turística, naif, que no sabemos si es la idealización de Gil, el protagonista, o cómo en verdad Woody, ya sus 75 años, ve o sueña a París. Gil (Owen Wilson) es un guionista de California que está de paseo por París con su prometida, Inez (Rachel McAdams). Que las cosas no marchan como deberían el espectador menos atento lo advierte una noche, cuando ella en vez de acompañar a su pareja, se marcha con otros amigos y lo deja deambulando las callecitas parisinas. Suenan las 12 y Owen es invitado a subir a un Ford de los años ‘20 e ingresa mágicamente a un mundo que lo fascina y con el que siempre soñó. Y del que despierta cada mañana, suponemos, muy a pesar suyo. Es que allí puede hablar sobre su frustración como escritor con Ernest Hemingway o F. Scott Fitzgerald, codearse con Salvador Dalí, Luis Buñuel o T. S. Eliot. El punto en común con La rosa púrpura del Cairo (1985) es claro, aunque aquí no enjuicia la época específica en que transcurre la acción (era la Depresión). La identificación de Allen con la mirada melancólica hacia esas figuras del pasado es el toque autobiográfico de Medianoche en París , ya que Allen no es un escritor en problemas. Porque esos encuentros con Hemingway y Scott Fitzgerald son como la corporización de sus sueños más vívidos. Porque eso es la película: una divertidísima receta que incluye realismo mágico, viaje en el tiempo, comedia romántica y algunas neurosis allenescas. Si Owen Wilson interpreta el papel que, por edad, ya no puede encarnar el director como en su época de Manhattan , a Michael Sheen le toca los que componía a veces Tony Roberts en los primeros Allen, el del intelectual arrogante. Es el amigo de Inez que tiene “la” escena con Carla Bruni, gancho de marketing como la guía de museo. MacAdams juega a lo Diane Keaton, con quien trabajó en Un despertar glorioso , pero se ve que algunos consejitos no los atendió. Pero para quien Allen tiene reservado el rol que a Gil lo dará vuelta como a un guante es a Marion Cotillard, bien francesa ella, quien en los ‘20 sueña... con estar en la Belle Epoque. Es en ese advertir que otro sueña con otra época distinta a la que él tanto atesora lo que le da a Gil un sentido aleccionador: si no es que más vale pájaro en mano que cien volando, es bueno tener a mano la honda adecuada para no errarle al pajarito. Por que sí Podrá criticársele que sumar más y más artistas en cada “viaje” del protagonista al París de los años ‘20 agota el recurso, pero es el filme de Allen más original en años.
Desde ahora y para siempre Un romance otoñal, con un giro a mitad del trayecto. El amor puede llegar a una edad en la que los familiares crean que quienes están en la tercera edad deberían preocuparse por otras cosas. Pero no. Robert conoce a Mary, y surge, a primera vista, una atracción. Las chispas de ese amor, que lo hace despertar a la noche al protagonista, y no por un problema de próstata, y las cosas que Robert le dice a su amada, hablan de un entendimiento puro, sensible, mágico. Mary se presenta como una nueva vecina de Robert, quien trabaja en un supermercado, y que pide tips para enfrentar esa nueva relación a la que parece no haber vivido nunca tan intensamente. El manager del lugar (Adam Scott) trata de ayudarlo. Está por llegar la Navidad y el sentimiento de este hombre, que vive en soledad, parece renovarse, florecer en pleno invierno. Los temores y la vergüenza de la primera cita, y el encontrarse con alguien con quien comparte vaya uno a saber cuántas cosas hacen que Robert actúe casi como un niño. Tanto el manager como la hija de Mary (Elizabeth Banks) aprueban esta relación. ¿Por qué no habrían de hacerlo…? Nicholas Fackler, quien debutó en la dirección con esta película a los 24 años, muestra una madurez poco habitual a esa edad, acorde con el relato que ha encarado. Martin Landau, que había cumplido los 80 cuando actuó en este filme de 2008, ofrece una entrega total con su personaje. Lo acompaña Ellen Burstyn, acostumbrada a estas alturas a componer mujeres mayores con el corazón abierto y la dignidad a flor de piel. Hay algo de Capra en el aire de El amor de Robert , tan cierto como que el giro en la historia después de la mitad de la proyección pueda enojar y/o entusiasmar más al espectador. Queda en usted.
Belleza americana Una pareja sufre la pérdida de un hijo en este filme inusual. Ya en los primeros minutos, uno advierte que algo no está bien. Becca y Howie “actúan” en el hogar como si desearan que lo que están “actuando” fuese, digamos, normal. Pero no lo es. No faltará mucho metraje para que nos enteremos de lo que la pareja está sufriendo. Hay desavenencias, sí, pero vienen por una pérdida: hace seis meses su hijito de 4 años salió corriendo a la calle y murió atropellado por un automóvil. Difícil convivir con ello. Y difícil le resulta a la pareja no autodestruirse. De ahí que Becca y Howie (o Nicole Kidman y Aaron Eckhart, en dos de sus mejores interpretaciones en las carreras de ambos) traten, intenten escapar de ese falsa naturalidad e ir a lo que el común de la gente llamaría “normal”. Necesitan enterrar el dolor para poder seguir adelante. La cuestión pasa por preguntarse cuánto más están dispuestos a sufrir. El laberinto toma tópicos del mejor melodrama y les asesta un golpe de efecto. La película ofrece momentos extraños, en los que el humor parece campear por sobre el drama, creando una curiosa parábola sobre el dolor. El director John Cameron Mitchell, el de Hedwig and the Angry Inch y Shortbus , suele dar giros inesperados en sus relatos, y aquí Kidman, que también oficia como productora, le ha dado rienda libre. Pero donde mejor hace pie la historia, basada en la pieza teatral Rabbit Hole , ganadora del Pulitzer, es en los contrapuntos entre los protagonistas, o cada uno de ellos con otros secundarios. Si Becca no ve con buenos ojos las terapias de grupo de autoayuda, y así se lo hace saber a Howie, éste encontrará allí, medio perdido, el afecto y algo más en otra alma perdida (Sandra Oh, de Entre copas ). Y como hay un antecedente en la familia, ya que la madre de Becca (Dianne Wiest) ha perdido también a un hijo mayor, en otras circunstancias, esa relación de Becca como hija pero también como madre dispara, arroja señales de conflictos y colisiones más o menos ocultos que la tragedia lleva a la superficie. Es en ese círculo de la tristeza donde se debate la trama, con sus ramificaciones. Porque ¿cuál es la verdadera razón por la que Becca desea entablar comunicación con el adolescente que atropelló a su hijito? ¿La mueve la venganza, el remordimiento, la culpa, o qué? ¿Por qué le interesa charlar con él de ciencia ficción? El director ya se las había visto con historias en las que el deseo -latente o explícito- demostraba estar encarnado en los personajes, aunque no pareciera conveniente. Aquí la mano viene algo distinta, ya que se sugiere que reprimir (algún) sentimiento no estaría del todo mal visto. En síntesis, un drama como pocas veces se ve en la pantalla, con algunos clisés que pudieron evitarse, pero que en la mayoría de las situaciones que proyecta está lejos de lo políticamente correcto.
No deja títere con cabeza Gibson entrega una de sus mejores interpretaciones. Esta película tiene múltiples entradas, sentados desde la butaca. Alguna tiene que ver con su protagonista, Mel Gibson, cuya vida fuera de la pantalla está llena de exabruptos y que podrían condicionar la visión de La doble vida de Walter por un motivo claro: el personaje del título cae en el alcohol, como su intérprete. Pero al ver el filme es evidente que el actor de Arma mortal y Corazón valiente entrega una de sus mejores interpretaciones. Y no parece que sea porque el arte imita a la realidad. Por otro lado, la tercera película con Jodie Foster detrás de la cámara se emparenta, y mucho, con sus anteriores realizaciones, Mentes que brillan y Feriados en familia . A la actriz de El silencio de los inocentes le interesan como directora los relatos familiares. Ahondar allí donde los cineastas de Hollywood prefieren panear rápido la cámara, es lo que Foster mejor sabe hacer. Walter es un hombre sumido en una depresión aguda. En ella arrastra a toda su familia (Foster es su esposa), sus dos hijos -uno adolescente que pareciera odiarlo, y el menor, que lo ama sin vueltas- y también a su empresa. Pues bien, sin saber cómo comunicarse con los suyos y el mundo exterior, y tras un fallido intento de suicidio, Walter encuentra un títere de mano, un castor (de allí el título original, The Beaver ) con el que le hablará al mundo… y primero, a sí mismo. El primer diálogo es revelador. “Dejame solo”, es la respuesta de Walter a su mano izquierda. “Eso no es lo que querés, no querés estar solo”, le dice el castor. La doble vida... habla de la necesidad de tener contacto con los otros, de la soledad de un personaje, pero también de la de cada miembro de su familia, y de encontrar una salida a una depresión que puede terminar con un núcleo familiar... y con una vida. Foster, cuando presentó su película fuera de concurso en Cannes, dio una explicación a por qué entiende que sus compatriotas no comprendieron La doble vida de Walter . “Es el mix de comedia y drama”, se encogía de hombros, dando a entender que los estadounidenses son, cómo decirlo, un tanto cuadrados. Y es precisamente esa conjunción la que hace que el filme se eleve de la medianía de los productos hollywoodenses estandar, ya que si resulta surrealista que un personaje falsee la voz y se ordene la vida -y que muchos le sigan la corriente-, el costado sobrecogedor no tarda en ganar espacio en la aguda mirada de la directora. Ese humor negro es el que, tal vez, haya descolocado al público. Es el mismo de sus dos películas anteriores. En el plano actoral, es clave que Foster eche mano a sus conocimientos –es actriz desde los 3 años- para que el desenvolvimiento de los chicos gane naturalidad. Las incomprensiones en la pareja de Meredith y Walter tampoco resultarían creíbles sin la química de Foster y Gibson, dos almas en pena que atraviesan un relato lleno de ironías.
Cuando el agua bendita no alcanza Cura del futuro Ataca vampiros, para salvar a su sobrina. Priest apela a una combinación que, hoy, parece exitosa en términos de cine comercial: acción, terror, 3D. En un mundo tal vez no postapocalíptico, pero sí postvampirístico , en el que un grupo de curas (priests, en inglés) pelearon una guerra desigual contra los chupasangres y los confinaron en “reservas”, la llama vuelve a encenderse. Uno de los clérigos se ha convertido en vampiro y desea atacar la ciudad Catedral, aquélla amurallada donde los emblemas se repiten: Fe, trabajo, seguridad, y la gente camina cabizbaja. Es que en la afueras, el hermano, la cuñada y la sobrina del próximo héroe son atacados por estos seres nocturnales, llevándose a Lucy (una neurona por ahí: podrían habérselas ingeniado un poco más y no poner el nombre del personaje de Drácula ), por lo que el tío Paul Bettany sale al desierto a rescatarla. No irá solo. En otra moto (con nitrógeno) irá Hicks (Cam Gigandet), el novio de la chica, quien sabe que el Priest, si se entera que la sobrina fue infectada, la pasa a mejor (peor) vida. Y allí van, rumbo a lo (des)conocido, porque Priest apelará a cada clisé del género, el de los vampiros, y también al del western. Otra neurona por allá: la metáfora de los indios/vampiros confinados en las reservas, de obvia, le resta interés. El director Scott Charles Stewart, quien ya había dirigido a Bettany como otro personaje angelical en Legión de ángeles , se basa en un cómic coreano, mete mucho acero, humo y polvo en esta simbiosis de filme de Far West con terror. Y el cóctel, que incluye monstruosidades saltando al primer plano por lo del 3D mostrando sus pocos dientes afilados, no puede decirse que esté bien servido. Inclusive el final parece cosido a los apurones (¿el corte original habrá sido más extenso que los 87 minutos que dura éste?). De no ser por la presencia de Paul Bettany, que ya fue religioso en El Código Da Vinci (era el asesino albino), y Maggie Q (la estrella de Nikita , ver contratapa), Priest caería más pronto que tarde en el olvido. Ella encorsetada en un traje negro, es la sobreviviente de aquel grupo de masacravampiros que ha caído, vaya uno a saber por qué tenebrosa razón, en la oscuridad de la denigración. Christopher Plummer es Monseñor Orelas, el capo de tutti li capi en la escala de la Iglesia y, como casi siempre aparece sentado, no tiene que disimular que se aburre.
Mucho humor, poca frescura Una secuela graciosa, entretenida, pero poco original. Las secuelas, sean de filmes de animación o con personajes de carne y hueso, tienen sus pros y sus desventajas. A favor suele jugar que, para el que vio la película original, los personajes ya son conocidos, están presentados y hay que ahorrarse minutos de introducción. Para el que no la vio, no. Y lo que puede jugar en contra es el hecho de que lo que fue original una vez, pierde ese sentimiento de frescura.Con Kung Fu Panda 2 pasa un poco de todo eso. Po, el oso panda que se convertía, de un momento para otro y tras ganarle a mucho más entrenados y avezados competidores, en guerrero dragón, ahora tiene dos asuntos con los que lidiar. Uno, la aparición de un pavo real (voz de Gary Oldman en la versión subtitulada) que planea destruir el kung fu y apoderarse de todo. Y por el otro, el asunto ni siquiera esbozado en la película de hace tres años de cómo podía ser que su padre fuera un ganso, dicho esto sin el menor ánimo de ofender a su progenitor.Todo esto sumado al hecho de que el trasfondo o mensaje que la producción de DreamWoks quiere insertar en la historia es la de la búsqueda de la paz interior, que nos confiere fuerzas de donde no creíamos tener para sobrellevar, enfrentar y vencer todo tipo de problemas.No se puede decir que los temas de Kung Fu Panda 2 sean menores, pero tampoco que hayan sido tratados con profundidad: de hecho, la película está pensada, planteada y concebida como un entretenimiento familiar, y si las peleas de artes marciales abundan y hasta marean en su frenético corte de edición, vayan a preguntarle a un chico dónde quedó la paz interior...Ahora rodada en 3D (también se proyecta en pantallas convencionales), no han ganado mucho ni la historia ni el desarrollo de los personajes. El oso Po sigue siendo un gordinflón bueno, a quien acompañan sus amigos para vencer el mal, y que cuenta con su maestro Shifu para que le baje línea. Hay momentos en los que la película funciona -los humorísticos- y otros en los que, ya fue dicho, las peleas y combates ganan la pantalla y parece que la película fuera de alguno de los hermanos Ridley o Tony Scott.Divertida para los que le tomamos cariño a Po en la primera película, con un gran elenco de voces (Jack Black, Angelina Jolie, Dustin Hoffman, Jackie Chan, Seth Rogen, Lucy Lui), a esto que promete ser otra saga le empieza a faltar sorpresa. La animación es bárbara, los movimientos de cámara, los fondos, el colorido, todo está correcto. Atención: no levantarse rápido de las butacas para no perderse lo que ya preanuncia por dónde irá la tercera parte...
Ensayo sobre la culpa y cómo no sentirla Filme noruego que permite reflexiones más allá de su trama. Es un riacho, no muy profundo, allí donde ocurre el hecho. Jan es acusado de haber asesinado a un niño, por lo que, cuando sale de purgar su condena, tendrá una despedida acorde de parte de los otros presos: cabeza sumergida en agua, una buena golpiza y mano derecha casi fracturada, ya que un organista le consigue trabajo en una iglesia para tocar el órgano. A esas aguas del comienzo hace referencia el título de esta impactante película noruega, en el que el sentimiento de culpa atraviesa a cada uno de los personajes. Porque si Jan siempre adujo su inocencia, la madre del niño fallecido, a Agnes, cuando lo reconozca sentado detrás de los teclados, se le revolverá el estómago. No sólo porque lo ve libre, sino porque había sido ella quien dejo al pequeño en su cochecito en la puerta de una chocolatería, cuando entro al baño a limpiarse la ropa y alsalir, ya no lo vio. Enter el ascetismo de Erik Poppe y las actuaciones de Pal Hagen Valheim Sverre y Trine Dyrholm, más Ellen Dorrit Petersen, como la pastora con hijito de la que Jan se enamora, pero le oculta su pasado, son de los mejores atributos de este filme inclasificable. Porque tiene suspenso, pero también es un drama, todo con una intensidad asombrosa. Jan y Agnes intentan, cada uno por su lado, reconvertir sus vidas luego de aquel hecho -uno reinsertándose en la sociedad; la otra, con dos niñas adoptadas-, siendo ambos personajes culpógenos crónicos, buscando revancha en la vida, o tal vez una venganza terrible. Lo que podría caer en convenciones múltiples -alguna al director se le escapa- deriva en una narración fluida en la que se conjugan distintos tiempos de la historia (la reconstrucción del pasado, y el presente, a la vez contado por separado entre lo que viven Jan y Agnes). Como todo gran filme, permite reflexiones que trascienden la trama. Qué estamos dispuestos a perdonar, a otros y a nosotros mismos, está en el centro, es el nudo a desatar de este atrapante relato.
Tenían que ser franceses En clave de comedia romántica, un joven es contratado para enamorar a la hija de un millonario e impedir que se case. Los franceses a la hora de inventar historias para sus comedias son mandados a hacer. A la manera del cine de Francis Veber, Rompecorazones parte de una premisa traída de los pelos, pero que en su desarrollo, porque uno se olvidó de lo inverosímil o porque los gags y las situaciones fluyen con naturalidad, terminan dibujando, al menos, una sonrisa. En su debut como director en cine, tras pasar por la televisión, Pascal Chaumeil sabe imprimirle ritmo a un tejido de equívocos. Alex (Romain Duris, de El latido de mi corazón ) se encarga con su hermana y cuñado de destrozar parejas. Esto es: usted quiere que su hija no salga con ese zapallo que es su novio, Alex despliega sus encantos (y su tecnología) para enamorar a la susodicha y lograr que la pareja en cuestión -que suelen ser abusadores, malos tipos- sea cosa del pasado. Alex hace que las mujeres se den cuenta de que están por arruinar su futuro, y son ellas mismas las que terminan con la relación. Creer o reventar. Un millonario padre lo contrata para que su hija Juliette (Vanessa Paradis, la mujer de Johnny Depp en la vida real) no se case con otro joven rico, mucho más lindo que Alex y, un dato no menor, del que Juliette está enamorada. Tiene diez días para lograrlo. Si se sigue tirando de aquel hilo de lo inverosímil se descubrirá que Alex será el chofer y hasta guardaespaldas de de Juliette, y prefabricará situaciones para que ella lo vea como el héroe que no es. Pero si es una comedia romántica, obviamente uno debe imperiosamente enamorarse “en serio” del otro, y probablemente le suceda lo mismo a este otro, por lo que... Lo dicho: sin ser un tratado de originalidades pero tampoco un desperdicio de clisés, algunos momentos humorísticos funcionan como deben, los papeles de reparto hacen lo que deben hacer, soportar a aquellos protagónicos y todo redunda en un pasatiempo liviano, divertido y llevadero. Paradis cuando no abre la boca y muestra sus paletas separadas, es realmente una belleza. No es que como actriz no cumpla, pero Duris, literalmente, le gana por robo.
Mutantes con sangre nueva El origen de Magneto y el Profesor X. Si James Cameron hizo creer a media humanidad que el Titanic se hundió porque quien debía vigilar los témpanos se entretuvo mirando a Jack y Rose en la cubierta del transatlántico, es enteramente razonable que nos quieran vender que los mutantes de X-Men fueron quienes evitaron otra catástrofe, la crisis de los misiles en Cuba en 1962. Lo que cuesta tragar, al menos de este lado del hemisferio, y encima en nuestro país, es que Villa Gesell, OK, queda en la Argentina, pero que tiene montañas y un hermos lago... Minucias, nomás, que plantea X-Men: Primera generación , algo así como la precuela para que nos enteremos cómo Charles Xavier (James McAvoy, gran actor) conoce a Erik Lehnsherr (Michael Fassbender), mucho antes de que se convirtieran en Profesor X y Magneto. E s decir: los líderes de estos mutantes que en un futuro algo lejano pelearán entre sí por mantenerese “al lado de” los humanos, en buena convivencia, o totalmente en contra. Toda la saga, que hasta el momento tenía tres películas y una bifurcación, con la floja aventura solista de Woverline , precisaba transfusión de sangre. Esta Primera generación arranca con una escena conocida: los padres de quien será Magneto son enviados a un campo de concentración. Lo que ahora averiguamos es que el niño Erik verá con sus ojitos cómo su madre es asesinada a sangre fría por el villano médico de turno (Kevin Bacon, que se refugiará en una Villa Gesell lacustre...). Toda precuela debe dejar en claro, esbozar o precisar cómo tal y cual personaje llegará a ser como es. Así, los preMagneto y preProfesor X irán buscando y descubriendo mutantes por todos lados, alguno se pasará al lado oscuro y se asociará con Shaw (Bacon); otros lo combatirán, mientras la tensión entre ambos líderes mutantes va acrecentándose y explicará varios puntos salientes (por qué Profesor X se moverá en silla de ruedas; a qué se debe que Mystique sea afín a Magneto). Pero el tema de la saga -y del cómic original- siempre fue la pelea entre los diferentes, la discriminación de fondo y cómo lograr superarla o, mejor, si la integración es posible. Con escenas de lucha entre espectaculares y rutinarias y un fondo como la Guerra Fría que habrá que ver si interesa a los jóvenes que hoy devoran pochoclo -lo mismo da-, X-Men: Primera generación tiene un público cautivo. Al otro, al que en su vida se cruzó en una pantalla con un mutante, tal vez todo le suene chino básico. Lo importante aquí es que se le insufló aires nuevos a una saga que parecía anémica. Tal vez -todo dependerá de lo que recaude- haya una secuela de esta precuela, con lo cual habrá tres tiempos distintos en los que se muevan los mutantes. Beast, Havoc, Banshee, Darwin y Angel, entre otros, hacen su bienvenida aparición. Sangre joven hacía falta.
Búsqueda frenética Dos gemelos deben hallar a un hermano y a un padre que creían muerto en un relato atrapante. Un filme que se base en una obra teatral y que a los monólogos les haya encontrado la punta desde la que crear situaciones en imágenes propias, no poéticas, ya es un acierto. Y que en la trama casi detectivesca en que quedó convertida Incendies se incluyan temas como la búsqueda de la identidad, el terrorismo, una guerra civil, la violación sistemática y el genocidio es un gran hallazgo de Denis Villeneuve, un hombre para tener en cuenta en el cine canadiense. Comienza mostrando a los gemelos Jeanne y Simon incrédulos ante el testamento que dejó su madre Nawal Marwan, y en veredas bien distintas ante lo que vendrá. A ella le dan un sobre cerrado, que deberá entregar a su padre (a quien creían muerto), y a Simon, uno a su hermano, del que no tenían noción de que existiera. Jeanne es la que emprende el vaje a Medio Oriente -no se aclara, pero se trataría de El Líbano, aunque en una vetana se lee Palestina...-. La película se estructura entre ese viaje de Jeanne (y el posterior de Simon, al descubrir su hermana un hecho terrible en la vida de su madre) y varios flashbacks contando distintos momentos en la vida de Nawal. Lo que obliga y permite ver a Lubna Azabal componer al mismo personaje, pero no sólo en distintas edades sino también en diferentes etapas de su vida. Podrá ser una enamorada, una activista, una presa que es violada, una madre en silencio. Azabal es el corazón de la historia, y las revelaciones cercanas al final del metraje -que pese a ser de 130 minutos jamás se resiente- hacen repensar una y otra vez las escenas y las circunstancias en las que la protagonista debe (sobre)vivir penurias y dolores. Villeneuve consigue con Azabal impresionar al espectador, trasladarlo en el tiempo y hacerlo sentir tanto el horror como la necesidad de reparación, de justicia, como de hallar las propias raíces. Si bien Incendies no es un filme estrictamente “de actuación”, son ellas las que llevan la historia a buen puerto. Aclamada y premiada en distintos festivales, Incendies puede seducir tanto al público masivo ocmo a aquél más cinéfilo. Abre debates, hace reflexionar, genera suficiente intriga, sabe dosificarla: es una película que se sigue con constante interés, que parece dialogar con el espectador, algo que no es muy frecuente en las carteleras de estos días, de material más del tipo consuma y olvide.