El ocaso de los vampiros. El vampiro protagonista se llama Edward, no chupa sangre humana, y viene de una película del 2009. Hasta ahí son los parecidos con la saga de chupasangres light de Crepúsculo. Daybreakers es un buen refresco para este (sub)género del cine fantástico. Claro, esto si uno no vió la genial Criatura de la noche. Lo más interesante de la película es como intenta matizar distintos géneros (desde el terror hasta la ciencia ficción). Es también, lamentablemente, lo que le resta varios puntos a la película. En el año 2019 los humanos están en exitinción. Una rabia, enfermedad o lo que fuere (se sugiere pero nunca se explica) convirtió a casi todos en vampiros. Después de tantos años, los parientes de Drácula tuvieron que suministrar la sangre de alguna manera. Para eso, el negocio del empresario malvado de turno (Sam Neill, de los dinosaurios de Jurassic Park a los murciélagos de esta película) es cosechar centenares de humanos. El problema es que cada vez hay menos alimento disponible. Y sin alimentos, los dueños de la noche empiezan a mutar en algo así como un murciélago con forma humana. Hay hambre en la calle, el capitalista es el malo, y no es un docuemtal de los Estados Unidos. El protagonista es Ethan Hawke (Gattaca), quien se apiada de los humanos y prefiere beber café con (poquita) sangre. Su cansancio lo llevará de algún modo a encontrarse con unos humanos que esconden un secreto: una posible cura al vampirismo. Claro está que hay intereses de por medio (el capitalista prefiere encontrar un substituto a la sangre, para poder segui vendiendo esta un poco más cara) y, claro, el propio hermano del protagonista, que no se lleva bien con sus antepasados. No sólo el subtexto político es interesante, sino también uno más filosófico (y que recorre la película): qué lleva a estos seres a preferir (o no) la inmortalidad. Y qué los diferencia de terminar siendo unas bestias. Como todos los otros géneros con los que coquetea el film, lo hace a medias. Hay preguntas, sí, sobre la vida, la muerte, etc. Pero apenas hay respuestas. Hay acción, también, pero poca, como para contentar al espectador casual que va a ver una de género. Uno supone que en el tercer acto abundarían los disparos, las corridas y el caos, pero de nuevo, la película se vuelca al thriller científico y termina siendo un híbrido, como sus propios protagonistas. A favor, se puede decir que la mayoría de los rubros técnicos están más que bien. Desde los impresionantes "deformes" (que arriman la película al terror) hasta la fotografía metalizada que le quita vida, pero la aproxima a la ciencia ficción moderna. Sin ser una obra maestra, Vampiros del día es una buena propuesta sobre vampiros. Se agradece, que en los tiempos que corren, la película ofrezca inteligencia, una cámara que no sufre de terremotos constantes, un montaje que deja entender lo que está pasando, y una visión estilizada (basta con chequear los sets).
El nuevo héroe de acción. La cámara de Kathryn Bigelow no deja de moverse. No es que la directora de Punto límite no sepa que así nunca puede construir suspenso o empatía con los personajes. Como la buena escuela de Paul Greengrass, el movimiento pseudo-documental agota físicamente (sí, leyeron bien) al espectador. Y sabe cuando parar, aminorar el ritmo y crear suspenso. Es algo elemental si estamos hablando de una película dividida en secuencias de acción que involucran (en su mayoría) a un grupo que desactiva bombas en Irak. Lejos de abordar la guerra en Irak desde una visión más política, Katrhyn Bigelow ofrece una excelente película de acción antes que un panfleto pro o anti-guerra. Eso no quiere decir que de diversas interpretaciones (como la que aquí se puede leer) refuten cualquier especulación política o ideológica (¡¿que sería si no tuviera carga ideológica?!). El protagonista es William James (atención a este nombre: Jeremy Renner) un marine que desactiva alguna de las más complicadas bombas en Irak. Es un sujeto temerario. Es la afirmación de la frase con que inicia la película "La guerra es una droga", del periodista norteamericano (corresponsal de guerra) que también es el guionista, Mark Boal. Will ve una bomba, y encuentra un desafío. Cada vez que debe desactivar una, se juega la vida. Y la de sus compañeros. Pero poco parece importarle. Que el hombre es eficaz, no hay dudas (desactivó casi 300). Su ingenio, su hábilidad para pensar como su enemigo lo hace un soldado ejemplar. Sin dudas, con más tipos como este, EEUU ganaría la guerra. El problema es, desde luego, que la adicción a la adrenalina lo hace un peligro para sus propios compañeros. Es por lejos, uno de los personajes más interesantes, duros y complejos (hay un flashback en la película, que agrega todavía más matices) que haya visto el cine bélico. Es también uno de los más originales. A Will no lo motiva la venganza, el honor a su patria, o la defensa de su familia y nación. Sólo le interesa encontrar un nuevo y letal desafío. No puede estar quieto. Guarda una caja con distintos detonadores. Son las cosas que pudieron haberlo matado. Entre ellos está su anillo de bodas. Will es humano. Establece relaciones con otros (un chico iraquí llamado Beckham, por ejemplo), pero su actitud es tan extrema, que sólo consigue choques con el sargento Sanborn (una espectacular interpretación de Anthony Mackie, que merecía una nominación al Oscar). Este es un buen tipo, con intenciones nobles. Pero no soporta a William, y tampoco, sospechamos, soporta la guerra. Aún siendo un tipo duro, sabemos que preferiría estar en cualquier otro lugar menos ahí, en Bagdad, protegiendo a un psicópata que pone en riesgo su vida. Howard Hawks decía que una buena película tiene 3 o 4 escenas buenas y ninguna mala. Con Vivir al límite cuento más de 3 o 4. Una involucra una de las explosiones más memorables del cine. Otra, el lazo de vida y muerte que une a Sanborn/James (y una de las más tensas de la película). El traje de protección que parece salido de un viaje a la luna (de hecho, la primer secuencia sugiere que estos muchachos no están en la Tierra). Podría seguir (la secuencia donde no se puede quitar la "suciedad" bajo la ducha) pero no quiero adelantar muchas cosas. La cámara de Bigelow es una de las más virtuosas que se puede ver en cine desde Vuelo 93 o El ultimatúm Bourne, con el agregado que acá, la directora de K-19 aminora los ritmos cuando es debido para que nos compenetremos con los personajes. Así mismo, los puntos de vista no sólo significan estados de ánimo de los protagonistas, sino también la ubicación de los enemigos. Y ese es otro acierto: nunca hay un enemigo presente y claro en la película. Sí, sospechan de varias personas. Y la cámara revela posibles escondites, donde quizás, se esconda el arquitecto de las bombas. Pero nunca sabemos con certeza. Es una paranoia constante. La cámara se mueve. Parece un documental, pero no lo es. Nos agota, y cuando estalla una bomba, lejos de sacudirse aún más, se inmoviliza y un super slow-mo muestra todo el poder devastador de la explosión. La fotografía, a cargo de Barry Ackroyd, es una de las más grandes justificaciones contra la piratería. Como debe ser. No sólo porque la mayoría de los encuadres (principalmente cuando la cámara está quieta) son poderosos (Will levantando las bombas escondidas) sino porque tiene una alta definición impresionante. El detalle del polvo que se levanta por las ondas expansivas es algo digno de ver en la pantalla grande (ni hablar del sonido). Además, pone en escena a otro protagonista. Uno que ya pasó por varios clásicos (Lawrence de Arabia, El bueno, el malo y el feo) y convierte a los hombres en Hombres. En leyendas. Es el calor, claro. Ya sea en el desierto de Arabia o en el de México (o en el de Irak, como es el caso), el calor toma un lugar importante en la historia. De nuevo, cito esa secuencia fundamental contra los francotiradores. Allí, en medio de la nada se forja el compañerismo. Pensar que la justificación principal de Avatar es ir al cine porque en televisión pierde mucha potencia, y ver (y escuchar, sentir) cada momento de Vivir al límite (en cine, potenciado), una película independiente del 2008 no hace más que coronarla como la mejor candidata para el Oscar. Una película arriesgada, inteligente, técnicamente impecable (atención a la metatextualidad de la soberbia banda sonora que evoca una de las mejores películas del 2007). Un triunfo para el cine.
Desastre del desastre. Borges, sobre Borges para millones: era una sarta de disparates. Me llevaron a un estudio, me hicieron sentar en un sillón y me anunciaron: "Ahora usted va a ver pasar sus fantasmas". Yo no tengo fantasmas, les dije. "Sí, sí —me insistieron— esos fantasmas que recurren en su obra". Y entonces me dijeron que había un señor disfrazado de bucanero, otro disfrazado de vikingo, otro disfrazado de compadrito y una mujer disfrazada de odalisca, que representaba el libro de Las Mil y Una Noches. Y esos... no sé... giraban... y yo tenía que mirarlos. "No ponga cara de asombro" me dijeron. "Sí —dije yo— estoy efectivamente asombrado y me retiro inmediatamente. Qué tengo yo que ver con esta murga". Me levanté y me fui. Citar a Borges para la crítica de esta bazofia "oscarizable" parace ser demasiado. Pero la verdad es que mientras veía Nine, una película basada en la obra homónima de Broadway ganadora del premio Tony que a su vez se basa en el clásico de Fellini, 8 1/2, no podía dejar de recordar al célebre escritor. Todo lo que tenía de sutil la película de Fellini está exagerado aquí. O mejor dicho, banalizado. Desde el bloqueo creativo de Guido Contini (Daniel Day-Lewis, que para hacer su papel sólo tuvo que pensar en qué estaba trabajando), un director italiano cuya relación con las mujeres siempre fue significativa para su obra y su vida. En el enfoque del musical de Broadway/Marshall cada relación con una mujer adquiere aires solemnes insoportables. En 8 1/2 hay una secuencia (memorable, como toda la película) donde Guido, en un sauna, "doma" a sus mujeres. Es cómica e ingeniosa. La música es importante (cómo olvidar los compaces de Saraghina en medio de la rebeldía...) es más: 8 1/2 es musical. Nine, en cambio, arranca con Kidman, Cruz, Hudson, Fergie, Dench, Cotillard y Sofia Loren mirando con cara de pavas (pero ojo, una mirada con reproche incluído) a Guido. La falta de imaginación a pleno. Es más, pareciera que la revolución estética del film de Fellini sólo incluye un par de anteojos y sacos (que, por las dudas, se encarga de repetir infinidad de veces una canción) y los sets a medio terminar. ¿Los sets? En Nine utilizan siempre el mismo pero con distinta iluminación. Ok. La película está basada en la obra de Broadway más que en 8 1/2. No veo, entonces, por qué no puede tener canciones memorables. Para más datos: La canción más "pegadiza" es un injerto innecesario de los guionistas (entre ellos, el fallecido Anthony Minghella) sobre una periodista de Vogue (bueno, la película tiene tanta trascendencia como una tapa de revista de modas) que, claro, seduce a Guido, y repite "Cinema italiano" hasta que nos entre por los poros. Ah, y más vale que se acostumbren a la gracia de esta película (y a la sutileza), porque, como "il cavaliere" italiano, parece que si uno es italiano (y no tiene bigotes y no es Mario Bros) es un latin lover. Y sino, queda claro con la canción "Be italian" (otra de las "mejores": ¡qué nivel!) que se encarga de repetirlo, también, infinidad de veces. Hay, claro, panderetas. Y chicas que gritan "hey". Todo tan italiano como Aldo Raine hablando con Hans Landa en Bastardos sin gloria. Y si hablamos de acentos, el efecto "teléfono" del tema "A call from the Vatican" que introduce el personaje de Carla (o Penélope Cruz) suena terriblemente a auto-tune. Y ya que está, Claudia Cardinalle era 100% más sexy que Penélope Cruz haciendo acento italiano en inglés. Ah, en Nine son todos ganadores del Oscar (o nominados). Y la dirige Rob Marshall (director del musical que le ganó el Oscar a El pianista y Las dos torres, Chicago). Mientras que por el lado de los actores Marion Cotillard lleva la delantera, no sólo porque es hermosa, sino porque la cámara asesina de Marshall (se viene un milagro) captura su belleza y la vuelve el único personaje más o menos real. El resto está para ser un adorno más. Adornos que a decir verdad, uno no puede apreciar mucho. El montaje es rápido. Quiere seguir el ritmo de la música. Y así termina por: (1) agotar al espectador y (2) mutilar cualquier escenario/coreografía/detalle que se encuentre en pantalla. No importa dónde está la cámara. Importa que se mueve. Así como tampoco importa qué hacen los actores en pantalla. Importa que están. Así tenemos a una inexplicable Sofia Loren que parece moverse sólo con ayuda de otra persona delante (así lo demuestra cada vez que extiende los brazos como imitando a la criatura del Dr. Frankenstein). Nine no tiene mucho cerebro. Aunque a fin de cuentas, tampoco le importe demasiado a su(s) realizador(es). Ahí lo que prima es la estética. Lástima que para apreciar la estética, también tiene que haber algo de contenido que nos haga querer ver toda la película. Es el travesti del 2009 en el cine.
Desventajas de vivir en la tierra. Amor sin escalas tiene muchas razones para convertirse en un futuro clásico. Es una comedia dramática que, por momentos, parece evocar la maestría de Billy Wilder. Es el trabajo más personal de Reitman (aunque tanta sofisticación, lamentablemente, le juegue en contra) y le da a George Clooney un papel para que se luzca como un cínico querible (y si antes nombraba a Billy Wilder, no estaría mal hacer el símil ahora con Cary Grant). Incluso, la película basada en la novela de Walter Kim explota distintos recursos para ser una bisagra de su época: Desde la (nueva) depresión económica hasta la falta de comunicación de la generación 2.0 (aunque esta generación ya tenga unos cuantos años encima). Y casi nunca se aleja del humor. Ryan Bingham es un viajero. Más que eso. Es un tipo que se la pasa viajando en avión porque su trabajo consiste en decirle a distintos empleados que ya no lo son más. Eso es, despedirlos en la cara. Él hombre es muy bueno en su trabajo. Es un tipo sin escrúpulos cuyo único objetivo es juntar millas áreas para que American Airlines le otorgue una credencial a la que sólo accedieron 6 personas en todo el mundo. Todo un objetivo. Pero claro, Ryan no es un pibe y eso lo (re)siente con la llegada de Natalie Keener (un muy buen trabajo de Anne Kedrick), una ambiciosa jovencita cuyas ideas pondrán en riesgo el método de trabajo (y el trabajo en sí) del viejo lobo de mar (o debería decir, de aire). La modernización tecnológica contra el anticuado (pero eficaz y... ¡humano!) trabajo de Ryan. Una suerte de aventura quijotesca entre ambos. Ella no sólo irá aprendiendo del frío, calculador y rápido despacho de Ryan, sino también de su modo de vida. El tipo se la pasa dando conferencias sobre cómo las relaciones afectan la vida que uno lleva (o que él lleva) y nos hacen más lentos, en definitiva, mantando la esencia de lo que él supone, es el ser humano. El diálogo sobre las mochilas y el "peso" que lleva cada uno en su vida, debería ser recordado como uno de los más memorables de esta década. Tal es la sintonía de Clooney con su personaje, que no importa si el diálogo es original o no. La convicción con la que el actor lo dice, va más allá: estamos frente a uno de esos discursos, que, con el paso de los años, será citado muchas veces. No sólo porque la película abarca tantos temas "centrales" de este nuevo milenio (la crisis económica, la desconexión interpersonal en la era de las conexiones) sino también porque, como decía al princpio, mantiene en alto el estatus de George Clooney (un tipo que debería ser odioso, y acá lo es, pero también genera simpatía) y Jason Reitman. El director de La joven vida de Juno y Gracias por fumar, ya empieza a dar signos de autor. No por el montaje rápido de pequeños detallles (recuerden qué bien dibujaba a la clase alta cuando la veíamos por primera vez en La joven vida...) que más bien serían marca registrada de Edgar Wright, sino por como trata los temas que abarca. Vayamos más allá de la banda sonora tan propia, ahora, de Reitman. O de los planos y la puesta en escena. Reitman es un gran, gran guionista. Principalmente, porque pocas veces nos damos cuenta del guión. Nos sentimos guiados por sus personajes (algunos dirán que son manipulaciones) y atrapados en sus historias. Los diálogos son punzantes y certeros. Estoy hablando de uno de los mejores escritores de diálogos moderos, junto con otro maestro como Quentin Tarantino. Amor sin escalas tiene tantos momentos memorables. Y ahora no me refiero sobre temas que uno podría relacionar a una época determinada. Me refiero a momentos que involucran una cosmovisión optimista (optimista no es lo mismo que es incrédula). Nunca se siente una película que "habla sobre cosas importantes" y lo subraya, sino que intenta ser ligera, y, como su protagonista, simpática. Decía al principio que Amor sin escalas nunca abandona la comedia. Es cierto, pero es un error pensar que es una comedia. Hay drama, más, quizás, que comedia. Hay que ser bastante duro para no conmoverse en una historia donde los personajes principales se ganan la vida despidiendo a otros (apariciones de J.K. Simmons y Zach Galifianakis, de ¿Qué pasó ayer?). Es interesante notar como se cuela en Hollywood hoy en día el mensaje de estar en casa, y no andar dando vueltas por ahí. Otra genialidad del año 2009 así lo demostraba (hablo de una historia de una casa atada a globos). Acá hay un momento increíble, que dice mucho más Ryan que cualquiera de sus tantos diálogos. Lo vemos a él, sólo, mirando un mapa de una pareja que "viajó" por el resto del mundo. Es bastante chocante el título que le pusieron en nuestro país (el marketing importa más que la esencia de la obra de arte) porque se trata más que de una simple comedia romántica. Es la película de la década de Jason Reitman, y una de las que más gente debería ir a ver. Es el regreso, triunfal, a las clásicas comedias dramáticas de Hollywood. Inteligentes, sofisticadas y provocadoras.
Más estilo que cerebro. La elección de Guy Ritchie para dirigir el regreso del inmortal detective, conocido mundialmente, de Arthur Conan Doyle, no podía ser más extraña. No es que Guy Ritchie sea un mal director: sino que sus películas no daban la imagen para el detective (esas historias de gángsters y diálogos que parecen emular a Tarantino, bah: la verdad es que Ritchie siempre fue "la fotocopia" de Quentin). Todo parecía peor cuando, en medio del rodaje tuvieron que hacer un alto: los productores vieron algunas secuencias y no las pudieron entender. Eran un disparate. Lo atribuyeron al estado emocional del (por entonces) marido de Madonna. Lo cierto es que el resultado final está bien: una película pasatista de la que surgirán (vaya uno a saber cuantas) secuelas. La trama involucra a Lord Blackwood, un miembro real que es atrapado por el dúo de detectives justo cuando practicaba magia negra. Es la secuencia de introducción, y ciertamente allí está la gracia que luego se repetirá (con poca justificación, a decir verdad) el resto de la película. Desde la lograda atmósfera de Londres en el siglo XIX (que no termina de ser "real" pero tampoco "fantástica") en plena construcción. La estridente (que como siempre, termina agobiando) música de Hans Zimmer, el lujoso vestuario (seguro se lleva la nominación al Oscar) y hasta los actores principales. Robert Downey Jr. mezcla un poco del rockero roñoso que era Jack Sparrow, con matices de nerd insoportable y antihéroe postmoderno (sí, ese antihéroe que se guarda al público en el bolsillo) y uno compra la nueva versión de Ritchie sobre el detective. Watson también está bastante logrado por Jude Law, que sabe cuando tirarle un guiño a la platea (miren sino, como sonríe después de la trompada que le encaja a Sherlock por arruinar su cita), Mark Strong como el estoico villano que juega con lo sobrenatural (y da pié a la batalla entre lo racional y lo irracional, cuando un testigo lo ve caminando luego de ser ahorcado) y Eddie Marsan (otro de los hallazgos de La felicidad trae suerte) que, como Jude Law, tiene química con el sabueso inglés. El problema está, no solo en que las buenas ideas se repiten sin gracia (el ralenti, o super slow-mo que nos mete en la cabeza de Sherlock sólo a la hora de la lucha) y el guión. Pareciera que Ritchie le imprimió a la película un ritmo más acelerado que el normal (esto no parece, es un hecho) porque sabía que, las deducciones y acertijos que rememoran a El código Da Vinci, no sólo carecen de la inteligencia de los mejores libros del autor de Estudio en escarlata, sino que también son tramposos (sí, como el megabodrio antes nombrado) y no terminan causando gracia. Digo, uno espera que en el tercer acto, la mayoría de los enigmas se resuelvan con pistas del film. Pero las pistas están muy tiradas de los pelos, y es imposible que cualquiera deduzca algo. No digo que el final tiene que ser previsible, sino que se nota demasiado como el guión intenta hacer que todo tenga sentido. Peor: el "guión" se nota demasiado. Hay frases cliché que "explican" la historia detrás de ciertos personajes (cuando Watson dice "Estás enamorado porque es la mujer que te superó dos veces en ingenio" en referencia a Irene Adler, dista de ser un diálogo real para la historia en sí, y se nota que está dirigido al público) o intentan ocultar otros baches de la trama. Ni hablar del personaje, justamente Irene Adler, de la bonita Rachel McAdams (Los rompebodas) que es más una imposición de los productores que una necesidad natural del libreto. La chica tiene poco tiempo en pantalla y no parece ser muy funcional más que para estar en el afiche de cine. Incluso, por la química de Law y Downey Jr. se entiende un subtexto gay en la relación del detective y su fiel compañero. Está bien, quizás soy muy rebuscado, pero ¿como se entienden los intentos reiterados de Holmes por frustrar la boda de su amigo? En sintesís, toda la película parece más un producto a ser un tanque de taquilla como Piratas del Caribe (el tono de la película obedece más a esa saga que al original de la pluma inglesa de Sir Arthur). Se establecen a los personajes, y, sin arruinar la sopresa, se deja un puente que promete más que la película en sí presentando a un clásico villano de la literatura policial. Habrá que ver que depara el futuro.
Fórmula probada (y más que aprobada). A las mejores épocas de animación de Disney se las suele dividir en: La primera etapa de oro (empezando por el clásico Blancanieves, siguiendo con Pinocho, y otras menores, como La cenicienta) y la segunda etapa de oro (el resurgimiento con colores vivos, fuertes, y canciones simpáticas y alegres). Parte de la responsabilidad de ese electroshock al estudio la tuvieron Ron Clements y John Musker, directores de La sirenita y Aladín. Son también los responsables de este (¿segundo?) resurgimiento. Buscando recuperar ese lugarcito perdido en esta década a manos de la animación computarizada, La princesa y el sapo trata de revivir ese sentimiento de bienstar y entretenimiento que significaron las películas antes mencionadas (y hay que aclarar, llegaron a su máxima expresión con la excelente La bella y la bestia). Más allá de algunos altibajos, el estudio olvidó los musicales y se empeñó en historias de aventuras como La leyenda del tesoro perdido y Atlantis. Disney terminó entonces por lanzarse (por cuenta propia) al mundo de la animación 3D. El resultado fue un pollo que veía marcianos. Ah, y la película es mala. Con La princesa y el sapo se nota ese esfuerzo por volver a esa segunda etapa. Es más, lejos de arriesgarse (el único "riesgo" es la técnica de animación) se afianza en las viejas fórmulas. Sí uno ya conoce el molde de esas películas (princesa más protagonista que el príncipe; bichos, elementos sobrenaturales que hacen el número músical de turno; algún animalito/ote, que es el comic-relief (y también canta); un villano hechicero y codicioso; etc. ya sabe lo que le espera. Las referencias a Pinocho, El rey León, y otras, se terminan cuando uno siente que hay demasiadas. Y empieza a pensar que, como El libro de la selva, acá directamente cambiaron las canciones, pero la historia y los personajes siguen siendo lo mismo. ¿Pero, entonces, de qué trata la historia? Tiana es una camarera, que, desde chiquita fue educada para trabajar duro y así cumplir sus sueños. En Nueva Orleáns, lugar donde se desarrolla la historia, Tiana sueña con abrir su propio restaurante. La llegada del engreído y vago príncipe Naveen mueve la ciudad. Charlotte (disculpen, pero es el personaje cómico de la película) la rubia tonta (pero buena, claro) quiere casarse con el príncipe durante el festival de Mardi Gras. Por allí también anda el Doctor Facilier, un brujo que, mediante engaños (promesas de felicidad = promesas de dólares) terminará conviertiendo al príncipe en un sapo. Sí, el dinero es más fuerte que los sueños. Tiana también terminará eventualmente como una rana, y bueno, juntos deberán abrirse camino por la geografía de Nueva Orleáns (pantanos, cementerios, festivales, etc.). Ahí viene la catarata de moralinas (trabajar duro, darle importancia a lo que uno ama y no a lo material, etc.). Es interesante notar como estas películas animadas se amoldan (¿o las amoldan?) al tiempo histórico en el que se estrenaron. Lo más fácil resultaría decir que, con la llegada de Obama a la presidencia, ahora viene una película donde los dos protagonistas son negros (un poco invento del marketing, la mitad de la película son verdes). Y no sólo eso: La motivación del villano son las deudas, el príncipe está quebrado, y para no seguir nombrando vamos a redondear: el primer motivo de todos los personajes es el dinero. Y la sensación después de cada canción es que, si, los sueños se cumplen, pero igual hay que trabajar duro para cumplirlos. No sea cosa que los chiquitos salgan perezosos ahora que se viene la crisis. Más allá de todo discurso político, social, o moral, de la película, y más allá de toda pobre intención de darle originalidad a la historia, hay que destacar que, aún con canciones que no son totalmente memorables, la película es entretenida. Los directores de La sirenita tiene el toque intacto, y hacen que la narración fluya constantemente. No tanto por las aventuras de los animalitos, sino más bien por los números musicales. Combinan jazz, gospel, blues y claro, ragtime, en divertidas coreografías (que van desde el maléfico mundo vudú, lleno de colores alucinantes con "Friends on the other side", hasta el dorado explosivo del bayou). El tema principal de la película es "Almost there", que también es el leit-motiv de Tiana. Pero si alguno tiene chances de trascender y tener vida más allá de la película (no es que los otros no, pero creo, tienen su gracia acompañados por las imágenes) es la canción de la bruja ciega Mama Odie (en inglés, el tema tan pegadizo es "Digg a little deeper"). Toda una rareza, que, sabiendo que las reglas para Mejor canción original para el premio Oscar, son más estrictas (deben tener un promedio de 8,5 para quedar nominadas) hayan enviado a competir a 5 temas, incluyendo "Ma belle Evangeline" que no está mal, pero no va a ser la mitad de recordado que el tema que antes nombré. De más está decir que el doblaje castellano no permite disfrutarlas en un ciento por ciento (la impresionante voz de Keith David se pierde, por ejemplo). En épocas donde Hollywood parece empezar a apostar a lo seguro y no innovar, se exige, como siempre, tener enfrente a un entretenimiento digno. Y eso es La princesa y el sapo. Haya uno o no visto todas sus versiones anteriores. A ver con qué trivialidad me salís... - El título original era "The frog princess" pero lo cambiaron porque en Francia el título resultaba ofensivo. Y eso no es nada: Hubo críticas a Disney porque el príncipe Naveen no era afroamericano, sino que tenía acento francés. Y bueno, polémicas nunca le faltan al estudio de los mensajes subliminales
¿El rey del universo? James Cameron hundió el Titanic, inmortalizó a la teniete Ripley, convirtió a una máquina en un ser (bueno, casi) humano, levantó el escote de Jamie Lee Curtis y mostró una criatura CGI como un alienígena de las profundides. Se llevó varios Oscar, y actualmente (sin ajustar la inflación) se da el lujo de tener a su (ante)última película como la más taquillera de la historia. Bien. Haciendo una revisión de su trabajo pasado, no caben dudas de su maestría para entretener. Se podrá criticar, por ejemplo, la historia romántica entre el pobre y la rica de Titanic, pero el despliegue visual y la energía que pone el director en pantalla, la convierten en un gran entretenimiento. Con esto quiero sintetizar: el acierto del director es disponer de tecnología avanzada y crear una montaña rusa totalmente divertida. No es poca cosa: hay que saber filmar la acción, y hay que saber manejar presupuestos desorbitantes. Es así, que en épocas donde el 3D resucita para combatir la crisis financiera (y una crisis que viene afectando al cine desde hace rato: la piratería) pero dista de ser algo esencial para la película en sí (es un artilugio más de marketing que otra cosa, salvo películas que lo utilicen de manera sútil e inteligente, como Up) Cameron decide probarse una vez más y demostrar que es el rey del mundo en tres dimensiones. Como diría Roger Ebert, las películas ya tienen 3 dimensiones, sin necesidad de anteojitos. James Cameron se pasó 15 años elaborando la historia que, según él, iba a ser la revolución del cine moderno. La que iba a marcar un antes y un después. Después de haber visto la película, no tengo dudas que Avatar es toda una proeza técnica: los efectos visuales son maravillosos, y se llevarán el (los) Oscar. Pero en cuanto a la originalidad de la historia... La cosa es así: Jake Sully (Sam Worthington, Terminator: La salvación) es un marine discapacitado, que llega a Pandora, un planeta extraterrestre, de abundante y letal vegetación para el hombre. Digamos que el ecosistema de Pandora, además de ser una maravilla visual, con animales enormes y diminutos, es una maravilla creativa. Los efectos de las hojas, cercanas a la cámara, en 3D, no distraen: al contrario, uno se siente aún más inmerso en esa selva. Se nota que hay una gran elaboración detrás de todo este mundo (incluso, los nativos, los na'vi, tienen un lenguaje propio). Algo así como un Tolkien menor, se deberá sentir Cameron. Menor, porque si bien los animales, por ejemplo, son notables, al rato ya se repiten y son el deus ex-machina para el climax de turno. Ok, sigo con la historia: El marine tiene la oportunidad de controlar un avatar, un na'vi artificial. Un grupo de científicos y guerreros buenos (la heroína del cine de acción, Sigourney Weaver, y la chica ruda, simpática, linda y varonil de turno, Michelle Rodriguez, entre otros) quieren que Jake se infiltre entre los na'vi para, claro, investigar sobre su vida. Pero la realidad es que los financistas del proyecto son inescrupulosos humanos que quieren un metal (o algo así) precioso porque, claro, vale millones. En el cine de Cameron no es díficil encontrar esta dicotomía entre los científicos buenos y los corporativos malos (¿se acuerdan de Paul Reiser en Aliens?). Hay un milico fascita como en Sector 9, aunque acá es mucho más carismático (es el Coronel Quaritch/Stephen Lang). Lo que sigue en Avatar es un poco del problema climático que atraviesa esta década (algo que ya preocupó a Al Gore y WALL-E), diálogos y situaciones dignas de Pocahontas o Danza con lobos (los na'vi son los indios, y los humanos, o la "gente del cielo" los conquistadores europeos). Si bien Cameron tiene un excelso pulso narrativo, uno no puede dejar de preguntarse si esto no hubiese sido una obra maestra con un poquito más de sutileza en ciertas ocasiones. No lo digo porque Avatar sea totalmente predecible, sino porque ya me molesta ver situaciones donde, para demostrar la desigualdad de la batalla, se pone en imágenes (¡y hasta en diálogos!) a los na'vi tirando flechas contra las naves ultra-tecnológicas y blindadas de los humanos. Gracias a Dios, esto no se vuelve insoportable (sí risible, por momentos), y los baches quedan más o menos tapados por las impresionantes secuencias de acción. Hay, también, claros homanjes a películas esenciales como El retorno del rey (los planos de ejércitos masivos), Apocalipsis Now (el voice-over del soldado) y claro, la trama y la intelectualidad (reciclada) de la película de Kevin Costner, Danza con lobos. A pesar del avance tecnológico que supone Avatar, todavía no estoy seguro del 3D. Sigo creyendo que es una atracción momentánea, y que la verdadera revolución, podría darse, cuando el espectador elija qué y cómo ver, desde qué ángulo prefiere, y posición. Sí: ya desde el principio, donde los marines descanzan, las tres dimensiones abundan en espectacularidad (uno casi siente que está ahí), pero no mucho más. Eso es porque Cameron es, sin dudas, un gran director y lo que logra es que la película no se sostenga en el 3D, sino que sea un efecto más. A ver: cuando alguien mira El mago de Oz, a pesar de vivir en una época en la que la mayoría de las películas son a color, no deja de sorprenderse y maravillarse por el cambio del blanco y negro al furioso multicolor de la tierra de Oz. Hay documentales donde se habla de la fascinación que causó en la época ver a Dorothy abrir la puerta a ese maravilloso mundo colorido. Las intenciones de Cameron son más o menos parecidas (incluso Quaritch arenga a sus tropas: "Ya no están más en Kansas" en obvia alusión a la frase inmortal de Dorothy). Pero con todo, sigo siendo escéptico. Sin dudas, Avatar tiene un despliegue técnico enorme, fascinante (incluso James Horner se da el lujo de componer una de sus mejores bandas sonoras), que nos hace olvidar la historia pobretona. La perspicacia del "rey del mundo" Cameron para hacer llevadera cualquier película la convierte, incluso, en un producto que se deja ver, aunque perderá mucho, en un futuro, en cualquier pantalla chica, con sonido apenas aceptable y sin 3D. Incluso antes mencioné a Sector 9. Avatar está emparentada con esa película (y no sólo por el hecho de que romperá récords) sino porque se llena de alegorías (en este caso, sobre el cuidado al medio ambiente) para llegar al tercer actor y llenarlo de acción, con tiros y explosiones. En ambas hay extraterrestres, y en ambas, parecen más humanos que seres de otra galaxia o planeta. Sí, están muy lejos de la sutileza (¡y eso que también tenía rasgos humanos) del E.T. de Spielberg. Aunque parezca, a este punto que la crítica no coincide con el puntaje, hay que repetir que las dos horas y media del largometraje no se hacen pesadas. La animación de los na'vi (ah, faltó aclarar que Avatar es más una película animada que una "real") es tan buena, que uno se olvida que son personajes animados. El secreto de sus ojos es, claro. Pero eso ya habìa quedado claro con Gollum y algún personaje con tos de George Lucas. Igualmente, vale la pena ver que bien combinan los efectos visuales. Creo que si hay que hablar de "revolución" como a Cameron le gusta decir, es en ese aspecto. Vuelvo a mencionar que el 3D no es el que "arroja objetos" (aunque hay un par de momentos) sino que le da a la película una mayor profundidad de campo. Uno se sorprende, a mitad de película, totalmente inmerso en Pandora, y olvidando que la cámara del director parece que estuviera ahí: en el medio de la jungla. Rótulo incómodo, pero que Avatar, superproducción de casi 300 millones de dólares, parece validar: el cine mainstream de Hollywood es pobre a nivel de ideas, pero rico en cuanto a técnicas visuales y sonoras. Hay que aprovechar, ir al cine (y aceptar las intenciones, por esta vez, del 3D) y disfrutar Avatar. Quien escribe pudo contemplar el poderío visual y sonoro de la película en Imax 3D. Si tienen dudas, acá se acaban: tienen que verla ahí (o en un cine 3D). No cambiará la manera de aproximarse al cine, pero por lo menos, uno se va a ir contento, de ver una más que entretenida película. ¿Si es de lo mejor del año? La película deja con ganas de secuela.
Deleite para los ojos (y para los oídos). El extraño mundo de Jack, es un clásico de la animación stop-motion. Esa técnica donde cada pequeño movimiento requiere de una fotografía, totalmente cuidada y calculada. Y si tenemos en cuenta que el cine es 24 fotogramas por segundo (o 24 "fotografías") eso no es poca cosa. Si gustan, es el epítome de la animación "artesanal". Si a eso le sumamos la melancolía y siempre feliz imaginación de Tim Burton, la precisión narrativa de Henry Selick, y la mejor música de Danny Elfman, tenemos un clásico, y no sólo por la técnica. La historia es así: Jack Skellington es el rey de la tierra de Halloween. Allí, hogar de monstruos y brujas, que no son necesariamente malos, viven todo el año preparándose para la fiesta de Halloween. Sí, algo monótono, que tiene a Jack bastante cansado. Con el peso de ser la máxima representación de esa cultura, se lamenta no poder abandonar esa fiesta. Hasta que llega, por accidente, a la ciudad de Navidad. La experiencia de ese lugar increíble y raro, cambiará la cosmovisión lúgubre y tétrica del esqueleto. Lo más llamativo es cuanta pasión, pone el protagonista, que se siente algo incomprendido. Y los artesanos de la película, cuanta sensibilidad inyectan a todo el relato. Mucho más interesante que el romance de la película (que gracias a la "vida" de sus personajes, es agradable) es el final (¿conformismo o aprendizaje?). En el básico set-up, la película junta esa tristeza perenne de los films de Burton (hasta en la más "feliz" como El gran pez o Charlie y la fábrica de chocolate, se esconde algo tenebroso o inquietante) y los enormes números musicales (la mayoría en notas menores) de Danny Elfman (un habitué del director de El joven manos de tijera, que en su curriculm tiene el honor de haber compuesto la de Ed Wood, Batman, Spider-man, Milk, y casi todas las de Burton). Desde la popular "This is Halloween" a la maravillosa "What's this?" se dejan escuchar (y ver) en esta introducción. Por suerte el relato no decae cuando los números musicales acaban, aunque si bien la película es un continúo deleite visual, y los personajes están bien caracterizados, el resto de la historia no tiene el mismo peso y energía. No es que aburra: pero uno no hace más que desear a la próxima secuencia "cantada". La mezcla estética de Beetlejuice con Batman no deja de sorprender. Y como si fuera poco, está llena de homenajes al cine de terror clásico, como Frankenstein, El hombre lobo, La criatura de la Laguna Negra (la mayoría de los clásicos de Universal) y a figuras geométricas retorcidas y puntiagudas del expresionismo alemán (El gabinete del Doctor Caligari, Nosferatu). Esta es una de esas películas donde lo que prima esa la forma, si bien el contenido no está mal. Como esta crítica se da en la ocasión del (re)estreno de la versión en 3D, vale aclarar que todos los pequeños detalles difíciles de apreciar en DVD, acá se vuelve más que datos triviales (¡la nariz de Zero es una calabaza!). Ni hablar del vigor de los colores (es impresionante la secuencia á la mafioso de Las Vegas, de Oogie Boogie) en la pantalla digital. Vale la pena volver a ver la película en el cine, sea o no 3D. La película es corta (76 minutos) pero tiene muchas secuencias difíciles de olvidar. Esa combinación de estética gótica, humor negro y lirismo simple es una combinación perfecta para uno de los mejores musicales animados de Disney (bah: una de las mejores películas animadas del cine y punto). Para no dejar de disfrutar.
Entre el horror y el frío, un romance eterno. El panorama, si se quiere, más extraño para una película de vampiros: un clima frío, helado, purísimo como la nieve, en Estocolmo. Edificios que parecen apagados, sin vida. Pero aún así, todos los escenarios sobre los que desarrolla la acción de la película, despliegan un inquietante encanto. Es como si en ellos, hubiera cierta oscuridad, cierta violencia, que es mejor no conocer. Algo así como los protagonistas de este nuevo clásico (quizás, la mejor traslación de vampiros al cine desde Nosferatu) del cine de terror. La historia que transcurre en este gélido lugar tiene como protagonista a Oskar, un chiquito pálido, rubio, que es constantemente abusado en la escuela por sus compañeros mantoncitos. La falta de calor humano de esta ciudad de Estocolmo se deja ver en la soledad de Oskar, y en los continuos maltratos a los que lo someten. En tanto una aproximación (no estudio) sobre la violencia, y el medio ambiente, la película nos recuerda a otro gran thriller, Sin lugar para los débiles (e incluso, si se quiere, otro de los Cohen donde el clima es un personaje más: Fargo). El chiquito de 12 años, vive con su madre en una especie de monoblocks. Fascinado por los asesinatos que ocurren en Suecia, se descarga contra un árbol en medio de la noche, apuñalándolo como si fuera alguno de sus agresores. En medio de la noche, conoce a Eli. Una chiquita morocha, con muy poca ropa en medio de la nieve. Lo interesante son los pequeños informantes que sugieren la naturaleza sobrenatural de la muchacha: "Yo tengo doce años, ¿vos?" le preguntará Oskar, a lo que Eli responderá "Doce, durante mucho tiempo". Esta criatura nocturna nos lleva a reflexionar mucho sobre el personaje. Es decir, a partir de los indicios que se nos ofrecen, reconstruimos su pasado, y a partir de ello, surge parte de lo espeluznante. Sabemos que debajo de esa apariencia tranquila y bonita, se esconde un ser terrible, que seguramente vivió por siglos, y cuyo único contacto humano, es un asesino (viejo) que se encarga de proveerle los hectolitros de sangre correspondientes a cada día. Y también comprendemos mejor la tragedia del vampiro: un ser inmortal que priva de la vida a los demás, que la consume, y eso queda claro en la estructura circular de la narración. Para esto quizás es necesaria una explicación más profunda, y el párrafo que viene es, claro un Spoiler: Mientras el primer tercio se desarrollar descubrimos que Håkan (el asesino que la acompaña) está enamorado de la joven. Podemos intuir que es un pedófilo, pero él es muy consciente de que la chiquita es un ser demoníaco. Hacia el final de la película, el mismo Oskar, ahora horrorizado (y purificado) de la violencia, decide ser el nuevo compañero de viaje, de Eli. Ir juntos, escapar del pueblo, hacia vaya uno a saber donde. No es casual, entonces, imaginar que la historia se vuelve a repetir. La vida de Oskar, quizás sea más placentera al lado del ser que ama. Pero es difícil no imaginar un futuro como el de Håkan para Oskar, siendo el ciervo fiel, toda su vida, de la mujer vampiro. Fin del spoiler. Es notorio que la película funciona como un drama sobre el romance de dos almas separadas, solitarias. Y es ahí donde más miedo mete. Pensemos en la historia de Drácula, desvirtuada hoy en día a los vampiros light de Crepúsculo. En esencia, Drácula es una metáfora, una alegoría de la pérdida de la virginidad, el miedo a la consumación del acto sexual, y los deseos de pasión lujuriosa y desenfrenada con el conde. Lejos del castillo gótico de Lugosi, del virtuosismo de Oldman o de la sangre intensa de los films de Lee, Criatura de la noche es un terrorífico relato en tanto involucra a un chiquito, sumamente maltratado, que se enamora sinceramente, de Eli. Hay una breve secuencia donde el montaje intercala a la chiquita con el ser que verdaderamente ocupa el cuerpo, y claro, como debería ser, con todo el deterioro de los años encima. Es escalofriante. Hay un plano de pocos segundos donde, el tímido Oskar, espía a su amiguita mientras esta se está cambiando. Para nosotros, ese plano de pocos segundos supone fascinación e impresión. Los mismos sentimientos que habrá tenido Oskar en ese instante. Los personajes secundarios no son el fuerte de la película. Si bien no están mal, no son memorables como sus dos protagonistas. E incluso, se produce una rareza (¿error de recepción o error de emisión?) cuando conocemos al padre de Oskar. Creemos que es homosexual, pero en la trivia de IMDb figura que tanto el director como el guionista nunca quisieron comunicar eso. Y hablando del guionista: John Avjide basó el título de su libro (en inglés Let the right one in, mucho más interesante que nuestra traducción, que literalmente sería "Dejá entrar al indicado") en la canción de Morrisey, ex de The Smiths, cuyo título era "Let the right one slip in". Nunca mejor dicho: hay que saber a quien dejamos entrar a la cama. Oskar lo sabe, y para más detalles, Eli aclara que ella no es humana. Igual, él le pregunta si quiere ser su novia. Una sutileza estupenda. El uso de los silencios y el fuera de campo es importantísimo en esta pelícual, ya que cada detalle, cada ataque de Eli sobre los pueblerinos, no hace más que horrorizarnos. La composición de las imágenes, está tan cuidada, que es un acierto dejar planos tan abiertos y largos para poder apreciar la fotografía. Sí, que expresa que aún en los lugares más remotos e inesperados, la violencia y la oscuridad pueden brotar. Con todo, dentro de las situaciones más desesperantes y temibles, también puede existir el amor. Y si no queda más claro, vean la película, y admiren ese maravilloso final. Donde el contraste se hace notorio. A ver con qué trivilidad me salís... - La película no fue enviada a competir a los Oscar como Mejor película extranjera. En este caso, no es culpa de la Academia. Culpa de Suecia.
Con ganas de romper. Ese subgénero tan raro que es el cine catástrofe... lleva a multitudes al cine, se interesa más por los avances tecnológicos que narrativos (las historias, con el paso del tiempo, se hacen más pesadas, y lo que era novedad, no lo es más, como el clásico Infierno en la torre) y termina siendo, cuando menos, ridícula en muchos aspectos. Para este redactor, sólo hay una gran película de cine catástrofe y es quizás, una de las más incomprendidas (hablo, claro, de Titanic, de James Cameron). 2012 es la mejor película de Roland Emmerich. El director alemán de algunos de los blockbusters más insufribles, podríamos decir, es casi un auteur. La mayoría de sus películas involucran a gente común viviendo situaciones extraordinarias. Algo así como un Spielberg bastante mediocre. Basta recordar sino el megabodrio que era El día después de mañana o Godzilla para dar prueba de ello. En el medio de las historias, hay siempre constantes: pasión por destruir rascacielos y edificios históricos, personajes que deben superar las pruebas para superar distintas dificultades personales. Ya sea reunir a la familia, volver con su antigua pareja, etc. El problema de los films pasados de Roland Emmerich, es que, en primer lugar, los guiones son pésimos. Ok, no digamos guiones. Los diálogos y las resoluciones, son lamentables. Incluso, como si la impronta de su cine no fuera suficiente, abunda un claro amor por la nación norteamericana. Está bien, el hombre destruye al país entero. Pero si alguien tiene dudas, basta la frase de 2012, donde al enterarse que el presidente de los EEUU se queda en su país a soportar la catástrofe, un científico agrega "El capitán se hunde con su nave". La nave, no son los EEUU, sino el mundo entero. Que quede claro: El presidente de EEUU, es el presidente del mundo. Ahora, Roland cambió de libretista (rareza: el mismo criminal de 10.000 a.C) y las cosas están un poco (o mucho) mejor. No sólo porque los diálogos no son (tan) malos, sino porque además, el pastiche CGI termina por transformar a la película en un pulp, si se quiere, disfrutable. Es una de esas películas malas que uno más o menos disfruta. Por ejemplo, ahora en el protagónico está John Cusack, alguien que, por fin, tiene carisma. Ok, Danny Glover es un plomazo, pero veamos el lado bueno. El disparate de personajes de esta película, hace que pareza un cómic barato. Y eso también pasa con algunas secuencias de la película, por primera vez, el director hace algo con nervio. Parece, casi, un jueguito que nos invita a ser parte de él, y (sin intención, tal vez) se vuelca por el absurdo. Porque digamos, que se arme un volcán gigante en medio del parque del oso Yogi, y que escapen en una casa rodante mientras Woody Harrelson (por su personaje, no deberían quedar dudas de que la película se toma a sí misma para la comedia) vocifera por radio (ah sí, porque el mundo se acaba, pero las líneas de teléfono, radio y TV, siguen como si nada) sobre el fin del mundo. El delirio es tan grande, que lo aceptamos, y bueno, lo disfrutamos. Hay incluso, un acierto estético: el color saturado de la fotografía de la película la hace parecer más, un nuevo clásico, tal como esos viejos seriales de los que, claro, se inspiró Spielberg. Aún con una buena factura técnica (más que nada los efectos visuales, que seguro cosecharán una nominación al Oscar), 2012 es muy larga. Emmerich comete el error de tratar de que esta sea una obra épica, memorable (y claro, ahora destruye el planeta) y termina por socabar las buenas intenciones con las que construyó el primer tercio de película. Salvo eso, la película, es, repito, uno de esos (¿sanos?) placeres culpables.