Fiebre bursátil Hagamos memoria. El agente Jack Ryan, aquel personaje creado en los ‘80 por el escritor Tom Clancy, tuvo cuatro filmes y disímiles caracterizaciones. Bien por Alec Baldwin (La caza del octubre rojo) y Harrison Ford (Peligro inminente y Juego de patriotas), no tan convincente lo de Ben Affleck (La suma de todos los miedos). En este filme, el estelar cae en manos de un tibio Chris Pine (el joven Capitán Kirk de Star Trek: en la oscuridad) donde se recurre al viejo truco de dar a luz el origen de una saga. Ryan, luego de ver por TV el ataque a las Torres Gemelas, decide alistarse como marine y luchar por su país en Afganistán. Su lealtad le cuesta cara: sufre un accidente en helicóptero que casi lo envía a mejor vida. Luego de una dolorosa recuperación, es reclutado por la CIA -bajo la tutoría del implacable Thomas Harper (Kevin Costner)- que lo infiltrará en Wall Street como corredor de bolsa. Lo financiero no es un dato menor, en Código sombra: Jack Ryan no hay sedes diplomáticas ni jefes de gobierno en peligro. No, el atentado tendrá destino bursátil y fuertes gravitaciones accionarias. No por nada el comienzo del filme muestra imágenes reales del World Trade Center a punto de colapsar. En esta película, los “malos” llegan desde Rusia (¿original, no?) con el gran Kenneth Branagh, quien asume acertadamente el doble comando de director del filme y villano de turno. El encarna a Viktor Cherevin, quien con su simpática estética soviética (mirada penetrante, acento duro y debilidad por el vodka y las mujeres) junto a los gélidos paisajes de Moscú le da credibilidad al filme. La antítesis es Ryan, quien en piloto automático se levanta a su enfermera Cathy (Keira Knightley), quien luego jugará un rol de pareja celosa y, a veces, algo ingenua. Código sombra: Jack Ryan posee un ágil ritmo narrativo, aunque por momentos cuesta seguirle el hilo al argumento. Eso sí, jamás será un caos, por más que las trepidantes escenas de acción sean el punto fuerte de este thriller con vertiginosas filmaciones urbanas donde la pericia del manejo recuerda los mejores momentos de La supremacía Bourne. La incongruencia del filme asoma con los recursos para obtener información (¡ojo con los carteristas!), la fragilidad en la seguridad de un edificio inteligente y también por el exacerbado patriotismo que destila, como es el caso del decidido (y criminal) hijo de Viktor, llamado Alexander en clara referencia al histórico zar ruso. La melodramática referencia pictórica de La batalla de Waterloo, que cuelga de la oficina de Cherevin, metaforiza la caída de un imperio. Tanto del napoleónico como el de este temible ruso.
Rebelión en la granja Si a Estados Unidos le faltó difundir, mediante el cine, alguna otra celebración de su larga historia en exclusiva, llega Dos pavos en apuros, que se encarga del Día de Acción de Gracias. En clave animada, el director Jimmy Hayward situó a dos plumíferos para viajar al pasado y liberar a sus colegas de ser condenados a ser servidos en la mesa familiar como festejo. El protagonista es Reggie, un pavo incomprendido, inteligente y con agallas. “El granjero no es tu amigo”, les advierte a sus colegas, mientras son engordados para su cruel destino. De forma inesperada, Reggie queda indultado para ser comido, siguiendo la costumbre instaurada por George Bush (padre) en 1989, donde un ave es salvada del degüello e invitada a Camp David para vivir como un verdadero monarca. En este caso, el protagonista se la pasa a puro delivery de pizza. Por el doblaje, se pierde la chance de escuchar a Owen Wilson (Reggie) y Woody Harrelson (Jake), en la voz de un ave que lidera el Frente de Liberación de Pavos y que secuestra a Reggie para llevarlo hacia el pasado y evitar una masacre aviar. La profundidad del 3D tiene una escasa presencia. El humor es otro tema polémico del filme, ya que difícilmente los niños capten el mensaje de la mayoría de las bromas. ¿Entonces a quien apunta esta realización? A los adultos, ya que es una película demasiado hablada, con un argumento que se torna complejo desde la segunda mitad en adelante y en donde la acción y morisquetas de sus protagonistas serán el único lazo de gracia con los más pequeños. Todo un desafío, ninguna pavada.
El gran simulador “Los niños primero”, parece ser el lema de El juego de Ender, donde desde temprana edad un grupo de privilegiados púberes es entrenado en una academia espacial. Pero estos muchachitos/as no buscarán alunizar o colonizar planetas lejanos. No, se defenderán de los formics, una hostil raza de insectos robóticos que amenaza La Tierra en un postapocalíptico 2070. Este filme de Gavin Hood (X-Men Orígenes: Wolverine y Mi nombre es Tsotsi) es un unipersonal a cargo de “Ender” Wiggin (Asa Butterfield), quien conjuga la violencia-dulzura de sus hermanos para formar parte de la Flota Internacional. Una vez en la nave, comienza el ascenso militar de Ender bajo la tutela del coronel Graff (Harrison Ford), quien además guiará a un grupo de chicos. Ellos parecen máquinas asexuadas, cuyo vínculo tendrá una frialdad pasmosa. La rebeldía ante la autoridad de turno, junto a su cerebral (y eficaz) comportamiento, son el arma del protagonista, a quien se le encargará comandar la lucha contra los bravos alienígenas. Esta adaptación cinematográfica de la novela de ciencia ficción de Orson Scott Card es un filme chiquito, dominado por la presión psicológica de llegar a ser líder y asumir esa responsabilidad. Todo se centra en la meteórica carrera de Ender y los trabajos de simulacro y estrategia intergaláctica, donde el espacio virtual de batalla es el único ámbito que busca dar forma a una guerra que parece existir a millones de kilómetros. Los efectos especiales de El juego de Ender parecen sacados de una película de antaño, con acciones que se observan a la lejanía, como si fuese un videojuego, lo que aparta al espectador, dejándolo vacío, gravitando, como los mini astronautas que la protagonizan. La correcta actuación de Asa Butterfield (Hugo, de la La invención de Hugo Cabret) es lo único rescatable de un filme repleto de histéricos y excesivos cambios de plano, a tal velocidad, que diluyen la acción. Y ese frenesí eyecta a todos, haciendo imposible compenetrarse a fondo con la historia.
El honor ante todo 47 Ronin: La leyenda del Samurai es un filme de desafíos. Uno: debía recrear fielmente, y con el aura irreal (y muchas veces innecesaria) de Hollywood, a un clásico de la historia japonesa del 1700. Dos: el inexpresivo Keanu Reeves nuevamente al frente de un papel de acción (lo último, El día que la Tierra se detuvo) despegándolo del filme Constantine y Neo (Matrix). Tres: lo más arriesgado, depositar más de 200 millones de dólares de presupuesto en manos de un novel director como Carl Rinsch. ¿Qué sucedió? Uno, la historia. Kai (Reeves), es un mestizo que se suma a las fuerzas de Oishi (Hiroyuki Sanada), jefe de los 47 Ronin, la legión de samurais cuyo viejo líder es condenado a muerte y el resto del grupo obligado al destierro por parte del malvado Lord Kira (Thadanobu Asano). Con ellos, Rinsch creó un híbrido. Por un lado está la solemnidad de la leyenda, donde el aspecto visual y sonoro de Ronin 47... jamás es maltratado. Logradas panorámicas del Japón feudal del siglo XVII y un clima hipnótico en cuanto a la liturgia nipona (sobre todo el seppuku, el ritual de suicidio) se adhieren a exageradas performances de lucha con sables de filo infinito donde se huelen cositas de 300, y del Gladiador de Ridley Scott. ¿O no encaja el samurai gigante con el enmascarado Tigris de Gaul? Mezclar brujas y demonios en CGI no le hizo cosquillas a Rinsch. La seductora, e irreconocible, Rinko Kikuchi le da el toque fantástico a este filme donde honor y venganza se imponen ante todo. Dos, los actores. Reeves parece camuflado en la historia, su gesto siempre adusto es un ingrediente a la camada de personajes secundarios que por momentos se lo devoran al astro canadiense. Y por esto.... Tres, a Rinsch le costó caro: fue expulsado por la compañía productora durante la edición del filme ante el supuesto escaso protagonismo de Keanu. Y esto, paradójicamente, es lo más ponderable de un filme donde Sanada guía la película, Asano desafía, Kikuchi hechiza y Reeves... es Reeves.
El terror sale de las casas Resultó evidente que otro capítulo de Actividad paranormal no soportó el formato repetido de eventos nocturnos dentro de una vivienda. En la parte cuatro predominaron los sustos diurnos y en este nuevo filme muchas acciones sobrenaturales se trasladaron al exterior o viajaron hacia otras casas para desdibujar (¿o dar un respiro?) a la esencia de la saga. En este filme predomina la cultura mexicana. Tanto el castellano como el inglés se funden en un argumento donde Jesse (Andrew Jacobs) y Ali (Moly Ephraim) buscan desentrañar extraños sucesos alrededor de sus amistades. Película entre voyeurista y curiosa, algo chusma, donde hay que agacharse para espiar a perturbadoras vecinas (como meter una cámara remota a través de una ventilación), descubrir insignias diabólicas y un extraño legado. Todo, entre la sangre, los símbolos en libros ocultistas y las curvas femeninas: agotadora fórmula que busca dejar su marca. En esta realización predomina la cámara en mano y ya nos olvidamos de las grabaciones fijas y cenitales. No más cámaras de seguridad en viviendas, todo es dinámico como el ritmo agitado de filmación y las costumbres adolescentes de sus protagonistas, donde algunos desarrollan poderes sobrenaturales y se comunican con espíritus no a través de la copa o la tabla ouija, sino del minijuego de memoria Simon. Verde es “sí”, rojo es “no”. A destacar, el continuo tributo a otros filmes de género (con El proyecto Blair Witch a la cabeza) que se metaforiza con un paneo hacia estantes repletos de películas en dvd. Y la alevosía en el constante foco de la cámara, que jamás pierde su eje y siempre queda apuntando hacia la acción, por más que un auto te choque de costado a toda velocidad. Se viene un 2014 con cambios.
La sangre con letra entra Suspenso, sordidez y fanatismo en una historia muy subrayada. “Nadie salvo Dios”. La justificación divina encadena las acciones más importantes de Ritual sangriento, filme sobre una familia que parece ajena al tiempo. Ellos son los Parker: viven atados a su fervor religioso en las afueras de un pueblo. Y esconden una perturbadora tradición que se camufla bajo los designios del Señor. La intempestiva muerte de Emma Parker (en esta película el plano detalle del sufrimiento no es ajeno) abre una crisis adentro del clan, literalmente, dominado por Frank (Bill Sage) quien con puño de hierro cría a sus hijas adolescentes: Iris (Ambyr Childers), quien se tiene que hacer cargo del pequeño Rory (Jack Gore) ante el fallecimiento de su madre, y Rose (Julia Garner), con una mirada penetrante, gesto exageradamente adusto y una actitud muy adulta que no condicen con sus 14 años. En este filme todo se remarca, subraya doble, para evitar malos entendidos Si se ve la imagen de un cordero muerto, no será casual, se estará ante eventuales víctimas. Físicas y psicológicas, componentes que van de la mano durante todo un metraje regido bajo la palabra de Dios. Como si desde el más allá el destino familiar está digitado y deba cumplirse a cualquier precio. La película, basada en Somos lo que hay (una producción mexicana del 2010 del director Jorge Michel Grau), tiene una esencia de thriller que se monta al suspenso del comienzo, donde habrá que entender el porqué del temprano final de la señora Parker debido a unos espeluznantes temblores, con sangrado incluido. Ritual sangriento muta hacia lo policial y posee escamas aventureras. Así, este filme pasea por los rincones (y mazmorras) de una tenebrosa vivienda y el raid por descubrir el origen de una serie de desapariciones. Y en esa división de géneros, pierde fuerza el argumento y las imágenes nocturnas -inquietantes en un principio- luego se licuarán dentro de una inapropiada banda de sonido (música country, un tedioso piano), lo que desdibujará la tensión de un filme que busca salvarse con una misteriosa enfermedad que tiene una repugnante causa. Para disfrutar del filme hay que enfocarse en las niñas y las peculiares costumbres alimenticias de los Parker. Ellas son como fantasmas, que acatan y casi nunca se opondrán a su padre. En ese “casi”, está la diferencia. El germen de la violencia. Y raíces de sus hábitos.
Un chiste envejecido Espectáculos 0 Compartir Enviar Imprimir Un chiste envejecido 19.12.2013 Por Pablo Raimondi “¿Cuál es el secreto de la comedia? El ritmo cómico”. Ese consejo, de abuelo a nieto, del octogenario Irving Zisman (caracterizado por Johnny Knoxville) a Billy (Jackson Nicoll) choca de frente con Jackass: El abuelo sinvergüenza. Lo que debería haber quedado como un personaje más de la vieja serie de MTV, devenida en filmes (con resultados desiguales), pasó al grado de película unipersonal que agota, con sólo ver 20 minutos de rodaje, casi todos sus recursos humorísticos. A saber: flatulencias, escatología, genitales (o hablarle a su pene y decirle “somos libres” al enterarse que enviudó) o endulzarle el oído a cuanta mujer se le cruce y causar, por más que sea a propósito, un estado de vergüenza ajena que tiene un carácter más fantástico que comedístico. Knoxville, co creador de los disfuncionales Jackass, parece que tiene cierta fijación por los clubes nocturnos y sus personajes o predecir lugares comunes de una comedia negra, como que un cadáver se caiga de su ataúd, en plena ceremonia religiosa, o, bien, una anciana muerta como protagonista de una road movie desde el interior de un baúl. Si se puede rescatar algo de este filme es el papel del pequeño Jackson Nicoll, con rostro imperturbable ante las ridículas charlas que tiene con los adultos. Y una sangre fría total para afrontar situaciones ante los incrédulos ojos de sus eventuales (y dudosos) testigos de correrías junto a su abuelo. En este filme, Jeff Tremaine (la otra pata de Jackass y director de las incursiones de los muchachotes en cine) se empecinó en arruinar las pocas buenas ideas con las que contó el filme, como el caso del concurso de belleza de niñas. Cuando Nicoll revea, años más adelante, esas imágenes, quizás se arrepienta de lo que hizo. A pesar del humor infantil de sus dementes colegas, en este filme se extrañan las apariciones grupales y desafíos de todo tipo como ocurrió en la aceptable Jackass 3D donde la brutalidad tenía ingenio y ritmo, algo que escasea en esta cuarta parte. El tono comedia con ribetes pseudodramáticos (un padre alcohólico que no acepta a su hijo) no encaja en la esencia de Knoxville y cía. Olvidable.
El precio de la mentira La tierra roja de la provincia de Misiones se mezcla con la sangre de negocios turbios. Ramón Antúnez, un peón de aserradero, es despedido de su trabajo y busca changas por todo el pueblo. De repente, una imagen de un cuerpo inerte flota en las aguas del río Paraná. Una ruptura. Así delimita el director Fernando Pacheco, el precio del trabajo y la vía “alternativa” del éxito. Los problemas de dinero acechan a Ramón quien es tentado por El polaco (Julián Stefan), su cuñado. El es un pescador que hace de sus silencios un idioma, actúa sin decir palabra, y se mete en terreno espeso: trabaja para el narcotraficante Leiva (Juan Palomino) transportando cargamento, en bote, desde la costa paraguaya hacia terreno misionero. Hacia esa jungla “arrastra” a Antúnez para ganar plata fácil y asumir riesgos. A la deriva tiene la particularidad de mostrar a las mujeres (las hermanas Lidia y María) como si fuesen fantasmas, que acatan, agachan la cabeza y jamás se rebelan a sus maridos. Ellos se mueven con total impunidad, entre bellas imágenes del paisaje litoraleño. Con la noche como refugio, los compadres irán con las mercancías de una costa a la otra, pero uno de ellos se quedará con una parte, mentirá a su patrón y pagará. A la deriva es un filme que queda corto de metraje y debería haber ahondado más en sus protagonistas y disímiles destinos.
La hora del espanto “Es la vida que tenemos. Es el espanto”. Con esta expresión, David Goldberg (Vando Villamil), un implacable agente del Mosad, resume su oficio y por lo que viajó al país: un alerta de ataque terrorista en la Argentina. Lo peor se desató aquel 18 de julio de 1994 cuando una explosión frente a la AMIA se llevó la vida de 85 personas. El comienzo de Esclavo de Dios va al nervio: imágenes de atentados en todo el mundo. El director venezolano Joel Novoa Schneider mete al espectador (algo forzadamente), en un tema difícil, sensible y al que se le debía tomar el pulso con valentía: el terrorismo. Líbano, 1975, un pequeño Ahmed Al Hassama ve cómo su padre es asesinado. Luego es reclutado por la guerrilla, será un experto en explosivos y deberá refugiarse en Caracas. Es 1990 y el libanés rehace su vida en Venezuela como médico cirujano bajo la identidad de Javier Hattar. Forma una familia y reza, a escondidas, en dirección a La Meca, ocultando su origen islámico a los suyos. Desde Buenos Aires es llamado para alistarse al llamado de Alá e inmolarse en su nombre. Abandona a su familia y se reúne con una célula terrorista en Villa Luro. Esclavo de Dios explora en la teoría del tercer atentado -incluyendo el de la Embajada de Israel (17/3/1992)- donde Ahmed debía detonarse, junto a una van repleta de explosivos, frente a una imponente sinagoga. Pero algo fallará. El director venezolano enfoca a su filme desde los opuestos, el israelí David y el palestino Ahmed (Mohammed Al Khaldi), a los que aunará desde sus ritos religiosos. También los unirá el temor, el del extremista al saber que se acerca su momento suicida (atención a la grabación del juramento), el del agente, de que su gente sea víctima de otro ataque. En este filme, cada amanecer parece atravesado por la tragedia, el estremecimiento es inminente. Para evitarlo se muestra un logrado paso a paso en los trabajos de inteligencia. La acción está en la psiquis de cada personaje, la procesión va por dentro. Y por más que la escena del tiroteo final deje mucho que desear (por su precaria actuación y dinámica), la pulsión del miedo devora en esta película al guión más temido: el de la realidad.
Humor y redención con nombre propio Una propuesta original donde seis muchachos se refugian en una mansión ante un clima apocalíptico. Y cada actor hace de sí mismo. En un 2013 donde muchas parodias y comedias fueron para el olvido, Este es el fin es una brisa de aire fresco que demuestra cómo hacer reír sin caer en lo grotesco. Mezclando tópicos tan disimiles como apocalipsis, excesos y redención, esta película goza de una peculiaridad. Bienvenidos los actores que hacen de ellos mismos y juegan irónicamente con la vida personal, como así también dan guiños hacia sus filmes. No se ponen al hombro papeles estúpidos. Seth Rogen (sí, el director) junto a Jay Baruchel van a la inauguración de la mansión de James Franco (más civilizado que en Spring Breakers: viviendo al límite) donde -positivamente- no reina el descontrol típico de estas reuniones sino más bien un espíritu lounge . Se acaba la bebida y la dupla va por más al mercado y allí... comienza la verdadera película con una explosión que quiebra la tranquilidad y se desarrollan una serie de abducciones hacia el cielo. Este es el fin, cuya gran parte del elenco formó parte de Piña Express (2008), es una película de interiores, donde la vivienda -que al principio parece ajena a todo colapso y causa una simpática sensación- es presa del pánico: un pozo gigante devora a varios actores en el jardín del lugar (entre ellos a la popular Rihanna) y Los Angeles es consumida bajo el fuego. El entorno apocalíptico que reina en el exterior se contrasta con la impericia, cobardía (vean cómo Emma Watson domina al grupo sólo con un hacha) de seis muchachotes refugiados en la casa. Pero, a pesar de todo, buscan pasarla bien. Frases como “rechacé acostarme con Lindsay Lohan”, de un Franco avergonzado, hacen que el espectador se sienta parte de esa reunión íntima cuando sus actores revelan curiosidades. El egoísta y carismático Danny McBride es la oveja negra del grupo. El reúne todos los pecados capitales en esa mansión que ventilará las miserias de cada uno. Y hasta hay un videoconfesionario al mejor estilo Gran hermano. Satirizar viejos clásicos del cine (como El exorcista) es algo demasiado visto, pero en Esto es el fin calza justo con la guturalidad y posesión de Jonah Hill (el que más se destaca) de la mano de logradas figuras diabólicas a gran escala. El argumento tiene un timing correcto con sus gags, justo a tiempo, sin caer en la desmesura y el desgaste del guión. Excepto cuando un tópico se repite como el uso y abuso del consumo de marihuana (que tiene una alta presencia en el filme) y la exasperante discusión sobre las eyaculaciones. Las pocas sobras de un filme con un alto vuelo humorístico.