La telefonía celular ya tiene su película Como una pompa de jabón, el misterio de Paranoia (¿no tenían otro nombre mejor?) explota en segundos. Y el resto, defrauda. El director australiano Robert Luketic (21: Blackjack, Una rubia muy legal) mostró las cartas rápido y reveló con qué nos encontraremos: un talentoso desarrollador de tecnología -para teléfonos móviles- que es despedido de una compañía, junto a su equipo de trabajo. La firma es Wyatt, quien luego lo recluta a escondidas de su team para que se infiltre en la competencia y le informe de todos sus proyectos futuros. ¿Por qué? El despechado Adam Cassidy (Liam Hemsworth, cara de Los juegos del hambre) se gastó 16.000 dólares con su troupe en una noche de juerga “financiado” con créditos de la empresa que lo había echado. Entonces, a pagar, haciendo de topo. Un recurso tan ingenuo e infantil como el resto del filme. Liam -es imposible creerle algo, con su porte de carilindo y la soberbia de la juventud- conquista a Emma Jennings (Amber Heard), una chica que vive del otro lado del puente. Una noche de sexo en Nueva York y el chico se enamora. Pero ella lo miró a él, lo buscó. Así se dan las cosas en Paranoia, todo llega hacia Liam, para ello deberá cruzar ese puente que metaforiza la separación del éxito y el fracaso. Cassidy residía con su padre Frank (gran caracterización de Richard Dreyfuss) quien vive conectado a un tanque de oxígeno y, del otro lado, se establece en un lujoso departamento desde donde sus ex empleadores lo vigilan. Los papeles secundarios rescatan del desastre a este filme. Nicolas Wyatt (Gary Oldman), desde su rostro imperturbable y frialdad, se complementa con el de su ex socio, Jock Goddard (Harrison Ford), quien con gesto algo paternalista recluta a Cassidy y lo seduce con infinidad de placeres. Superficiales, claro, como lo es la estructura de este filme, que al igual que las carcasas de la telefonía (que desarrollan y promocionan) pueden cambiarse, pero el contenido no varía. En este caso es algo vacío, por más tecnología móvil que haya de por medio. Paranoia es lo más parecido a Wall Street, pero con telefonía celular de última generación, con las traiciones a flor de labios, pero sin el talento de aquel memorable cast dirigido por Oliver Stone en 1987. Con sólo un par de gestos, Oldman y Ford devoran a Hems- worth, a quien el protagónico le queda grande. A nivel números, en los EE.UU., Paranoia es el peor estreno en la carrera de Harrison Ford. Su trayectoria, y la de Gary, no se lo merecían. En llamas.
Un justiciero bien afilado Machete vuelve con todo su rigor para cumplir una misión presidencial: atrapar a un millonario contrabandista de armas. Esa sociedad Rodriguez-Trejo de once películas juntos y aquel inolvidable Navajas de Danny, cuya afilada puntería en La balada del pistolero (1995) lo puso como “el malo a seguir”, marcó en Machete (2010) el primer papel estelar del estadounidense más mexicano de todos, que se reforzó (y mejoró), con esta segunda parte. El realizador de Sin City: La ciudad del pecado y El mariachi, entre otros éxitos, acertó en la secuela con un producto que se alejó del gore de la primera parte aunque no perdió el carácter brutal y su humor tan particular. En esta secuela, el ex agente federal también corta cabezas y brazos a mansalva, pero parece civilizado y dispuesto al diálogo, por más que su tono seco y monosilábico no olvide la graciosa tercera persona: “Machete no twittea”, dice recio. En esta versión matadora, Robert Rodriguez lava un poco el tributo al cine exploitation de los ‘70 y se mete de lleno en el mundo del espionaje, como si Trejo mutara al mejor James Bond chicano. Vale recordar que el que se toma en serio esta saga, pierde. La trama es descabellada por donde se mire. ¿Alguien vio que el disparador de un misil atómico esté encastrado al corazón de su dueño (Marco Méndez, por Demián Bichir)? Bueno, de ese calibre es el detonante de las aventuras que Machete debe superar. Contratado por el presidente de los Estados Unidos -un mujeriego interpretado acertadamente por Charlie Sheen-, el mercenario deberá impedir que se desate una tormenta nuclear en manos de Luther Voz (Mel Gibson), un loco millonario contrabandista de armamento. El rostro de Trejo, tallado a pura sangre, acero y balas, dirá que “La venganza nunca muere”, parodiará los efectos 3D y pondrá a prueba su virilidad inoxidable (¡tiene 69 años!) ante Luz (Michelle Rodríguez), parche en el ojo y más brava que nunca. Entre las malvadas aparece Desdémona, la madama (a cargo de la bella colombiana Sofía Vergara) quien, en la cumbre de lo dantesco, muestra un brassiere armado con un par de metrallas que usa sin piedad. Y otra estrella pop se mete en el séptimo arte (ver crítica de Este es el fin), es el caso de Lady Gaga quien, fiel a su estilo camaleónico -y aquí peligroso- aparece por debajo de una máscara luego de un trasvestismo total. Por más que los diálogos no sean sustanciosos, Machete Kills es el vivo ejemplo de la imagen por sobre la palabra. Y así lo será en el supuesto cierre de la trilogía -anunciada al comienzo y al final del filme- donde se lo ve a Danny Trejo haciendo de las suyas ¡en el espacio! Machete puede.
La revolución del recuerdo Coproducción con Brasil, sobre un grupo de ex guerrilleros con nostalgia colectiva. Todo tiempo pasado no fue mejor, podría ser la síntesis de Memorias cruzadas, donde se refleja un choque de dos generaciones desde la perspectiva revolucionaria. “Ustedes ya hicieron todo”, es el reclamo sarcástico de un hijo a su madre. Ella es Irene (Irene Ravache), la cineasta que filma la vida de Ana (Simona Spoladore), una ex guerrillera, cuya historia se basa en Vera Silvia Magalhaes, quien en 1969 participó en el secuestro del embajador de los EE.UU. La directora brasileña Lucía Murat fue militante política, pasó a la clandestinidad y fue detenida y torturada entre 1971 y 1974. Ella parece retrotraerse en Memorias cruzadas hacia su opera prima Que bom te ver viva, donde documenta -con algunas escenas de ficción- el testimonio de ocho mujeres (ex guerrilleras) que estuvieron en prisión durante la dictadura militar brasileña (1964-1985). Su flamante filme ubica a un grupo de viejos amigos -todos ex miembros de la resistencia radicalizada- que recuerdan a su líder mientras ella atraviesa sus últimos días internada en un hospital, con planos detalle de su sufrimiento. Los integrantes del grupo (entre los cuales se destaca Paolo, un ex militante italiano, encarnado por el renombrado actor Franco Nero) parecen almas en pena que viven reflejados en los objetos, miran sin ver hacia un pasado de repetidas anécdotas revolucionarias. Los flashbacks hacia la joven Ana son fuertes desde lo fotográfico, la mayoría del filme sucede durante la noche (metáfora de una época oscura) y Murat hace un buen uso de la cámara lenta, sobre todo a nivel submarino. Las imágenes de archivo en blanco y negro (las reales, no las ficticias) le dan un marco histórico al filme, donde Murat debería haber escarbado más y no dividir el guión en múltiples relatos. Así, el argumento empatizaría más con un espectador sometido a las habladurías de los ex militantes. Por momentos, el filme hace foco en discusiones tibias (algunas acaloradas) que rescatan al azar la figura de la ex guerrillera moribunda. Y los diálogos se construyen más desde el ego personal que desde la nostalgia colectiva.
Frases contra el flechazo Una road movie de autocompasión al estilo de Woody Allen. “El amor es una bruma que se evapora con las primeras luces de la realidad”. La frase la dice a cámara Charles Bukowski, el célebre escritor y poeta estadounidense con quien, a modo de prólogo, el realizador Frédéric Beigbeder abre su opera prima. Contundente. Marc Marronnier (Gaspard Proust), es crítico literario de día y cronista nocturno donde las mieles del exceso lo persiguen. Luego de atravesar por el filo judicial del divorcio (“pueden odiarse el resto de sus vidas”, les dice el juez a la ex pareja), al muchacho no le queda otra opción que hacer su luto a través de las letras. Y tiene una hipótesis: que el amor disminuye con el tiempo y no dura más que tres años. Manos a la obra. El director Beigbeder, muta al protagonista bajo el seudónimo de Feodor Belvedere, quien será el enigmático autor del best seller (des)amoroso. Pero poco antes que la fama toque a su puerta, los planes del novelista estallarán al conocer a Alice (la sensual Louise Bourgoin), esposa de su primo. Empezarán a frecuentarse, hacer un tour sexual (delicadamente filmado entre escenarios europeos que “no” visitan) y vivir la etapa “rosa” del amor. Que combate. Entre histerias (e historias) varias. “Los esposos cenan, los amantes almuerzan”, encastra Frédéric a la fuerza en el guión para ilustrar la situación de Marc, quien protagoniza una road movie de autocompasión woodyallenesca y frases hechas para sentirse identificado: “la felicidad no existe”, “el amor es imposible”, etc. O nadar dentro del desencanto: “todo hombre que sigue vivo después de los 30 es un imbécil”, piensa Marc, quien decide suicidarse. Obvio, él falla. Esta película siempre hace equilibrio al borde del ridículo y la vergüenza ajena, con serias probabilidades de repetirse y coquetear con los clisés de estas comedias románticas: “chica-con-vestido-rojo corriendo-taxi-en-búsqueda-de-su-amado” u “hombre-abandonado-que-ruega-clemencia-bajo-la-lluvia”. El filme, por tramos, peca de cursi, pero sale a flote por sus actores secundarios: el depredador Jean-Georges (el rapero Joey Starr) y el libertino Pierre (Jonathan Lambert), quienes -tarde o temprano- pasarán al otro bando. El de los casados, claro.
El efecto Dragon Ball no siempre funciona La tentación era grande. Luego del éxito en taquilla de Dragon Ball Z: La batalla de los dioses, la animación nipona debía pisar fuerte nuevamente en la pantalla grande local. En esta ocasión la apuesta corrió hacia el lado del fútbol con Inazuma Eleven, la adaptación fílmica del videojuego homónimo que emergió en Japón en el 2008. Este filme, que también fue manga y anime, tendría algo de original de no ser por la inigualable tira creada 27 años atrás por Yoichi Takahash: Super campeones, que combinó fútbol con animación y también pasó por la pantalla chica local. El Inazuma Eleven (o Super Once), creado por Ten´ya Yabuno, es una fantasiosa copia de las aventuras del delantero ochentoso Oliver Atom y el arquero Benji Price. Este último podría ser la musa inspiradora de Endou Mamoru, el guardameta del equipo de fútbol del Instituto Raimon, cuyos jugadores son un rejunte de nerds que no se animan a salir a la cancha. A excepción de su perseverante y exagerado arquero, que siempre los motiva para seguir adelante. La película tiene un argumento básico: el desafío de un equipo que busca reunir a los jugadores suficientes para sobrevivir como equipo de escuela. Pero para ello deberán enfrentar a rivales superiores a los que -increíblemente- le ganan, pero por las virtudes de ¡un solo jugador que estaba retirado del deporte! Y cuando sepan por qué... Mejor no hablemos. Piruetas futbolísticas imposibles, campos de juego infinitos e inexpresivos rivales es un chiste que ya vimos. Además, la animación de este filme parece rescatada en el tiempo, los dibujos podrían ser de cualquier historietista novato, y el guión, es lo más severo, como el mensaje de odio hacia el deporte más popular del mundo, que proviene desde otro lado de la galaxia. Y jamás sabremos por qué. Mención aparte a los trucos futbolísticos: el tiro del ave fénix o el del tigre (Steve Hyuga en Super Campeones tenía uno igual), ejecuciones de a dos o tres jugadores. Repetimos, todo esto ya lo vimos. Son llamativos los cortes entre secuencias (dignas de tanda publicitaria) lo que presagia un destino televisivo. Atención a ver cuando un pedazo de estadio cae en la cancha como boicot del juego, o que un equipo de colegio enfrente a ¡los mejores del mundo! En fin, la lógica escasea y los recursos se repiten, como “la mano fantasma” que parece ser la única herramienta de Endou para evitar goles. La tentación tiene sus riesgos.
Trampa y velocidad Thriller con violencia, sexo y un elenco plagado de estrellas. Un guepardo persiguiendo a una liebre. La sagacidad felina, la velocidad, el instinto. Un singular comienzo para El abogado del crimen, lo nuevo de Ridley Scott, quien prometía dejar al espectador bajo sus garras con una historia que conjuga sexo, tráfico (de todo tipo), violencia y mucha sangre entre las ciudades limítrofes de El Paso (Texas, Estados Unidos) y Ciudad Juárez (México). Si a esto se le suma un envidiable quinteto actoral (Michael Fassbender/Penélope Cruz/Camerón Díaz/Brad Pitt/Javier Bardem), el éxito parece asegurado. Pero no. El realizador de Gladiador, Alien: El octavo pasajero, Hannibal, entre otras joyas del séptimo arte, se confió en El abogado del crimen con una historia simple de mejicaneadas varias, diamantes, drogas, cadáveres y un ¿forzado? giro hacia los consumidores de películas snuff , supuestas grabaciones, sin efectos especiales de por medio, de asesinatos, violaciones, torturas y otros crímenes. Scott y el célebre escritor Cormac McCarthy (en su debut como guionista) pusieron todas las fichas en los atributos de la dupla femenina de Vanilla Sky, a quienes parece no afectarles el paso de los años sobre sus cuerpos. Cameron es Malkina, quien conjuga velocidad, sensualidad y aura de muerte: el núcleo del filme. Los tatuajes leopardinos de su espalda aúnan su espíritu depredador. Ella no duda, actúa, y no vacilará en enviar a cortar cabezas (literalmente, si no vean la escena de la ruta) a quien se le interponga en sus maquiavélicos planes. Penélope es Laura, la enamorada esposa de El abogado (Fassbender) del que jamás sabremos su nombre: dato no menor. El se deja llevar por la tentación por más que su vida sea plena junto a su mujer. La vida les sonríe a ambos, pero el dinero (fácil) siempre tira más. El abogado del crimen tiene cierto espíritu retro, con una estética ‘50-’60, muebles art deco y personajes antagónicos como Reiner (Javier Bardem), el ostentoso amante de Malkina, quien maneja los hilos de un misterioso botín. Su antítesis es Westray (Brad Pitt), un intermediario con cierto toque bohemio, desprejuiciado y quien piensa que el riesgo ni siquiera lo rozará. Atrapa desde lo simple y así seduce a El Abogado para atravesar un sinfín de traiciones y esquivar balas. “El problema no es caer, sino lo que arrastrás contigo”, le dice Pitt a Fassbender. ¿Un presagio sobre esta obra de Scott con su troupe estelar? Quizás.
Cuando la muerte sigue tus pasos “Llamo para decirte que en cinco días vas a morir”. En chiste o en serio, esa frase perturba, cambia el eje, eriza la piel, hiela la sangre. Una amenaza telefónica irrumpe en la vida de María Teresa (la ibérica Ariadna Gil), jefa de personal de una empresa, y quien -aunque parezca algo insensible y distante- debe convivir con el sufrimiento. Su memoria intenta esconder un pasado turbio: un accidente automovilístico que marcó su vida. Pero no como víctima, sino como victimaria. Atropelló a una mujer embarazada, estando alcoholizada, y escapó. Selló su destino y disparó una persecución mortal. Sola contigo atrapa desde el comienzo. Por más que desarrolle una idea ya explotada (el acoso telefónico), el argumento abre laberintos misteriosos donde se despliegan personajes singulares. Está Alberto (Antonio Birabent), el pedante jefe de Teresa y antiguo pretendiente, que parece obsesionado por ella. También Ezequiel (el chileno Gonzalo Valenzuela), un playboy que seduce mujeres solas en los bares para luego estafarlas. Y también Flor (Sabrina Garciarena), la incondicional secretaria de María, fiel, aunque metida. Todos están en la mira. La actriz española es lo mejor de la película, ella carga con toda la tensión y emoción, si ella fracasa, el filme también. Su rostro perturbado y manejo de los tiempos es creíble y sostenido a pesar de lo predecible del argumento. La película, desde la segunda mitad, se torna repetitiva, se sabrá cuándo sonará el teléfono, quien hablará y qué dirá. La distorsionada voz en off intimida desde su timbre gutural y marca los tiempos de un filme que, cuando parece bajar por un tobogán, aparece Esteban Fuster (Leo Sbaraglia, el otro protagonista). El asume un jugoso doble rol: justiciero-acosador quien investiga a María y la sigue (a una distancia polémica) para dar con esa voz telefónica que sofoca a la mujer y lleva hacia un interesante plano de redención. En este filme de Alberto Lecchi (director de las series de TV Nueve lunas y Mujeres asesinas) los actores secundarios están encorsetados al guión, rígidos al diálogo de un argumento que atrapa al comienzo y sorprende, y puede confundir, sobre el final.
La denuncia ejemplar La deforestación, la desertificación de los suelos, el avance de la soja sobre la agricultura, el polémico monocultivo y, sobre todo, el uso de agroquímicos son los temas que plantea Desierto verde. Este documental de Ulises de la Orden (Río Arriba, 2004) es un brillante trabajo periodístico que acopia una multiplicidad de fuentes de varios puntos del globo. Pero el desafío de encarar un tema con tantas aristas se resuelve con una coherencia (y cohesión) narrativa acompañada por un trabajo de archivo notable y una cuidada presentación de los entrevistados. El documental toca varias campanas, no emite juicio de valor alguno y deja que la contundente información hable por sí sola. Así escucharemos la palabra de empresarios agropecuarios como Gustavo Grobocopatel y los testimonios de bioquímicos, médicos, ingenieros agrónomos como así también la explicación del negocio de la soja desde potencias importadoras como China e India. Desde este último país asoma la doctora Vandana Shiva quien, en forma clara y precisa, detalla las ventajas de la agroecología y confronta al negocio de la soja y sus usos. Lo fuerte de Desierto verde es el seguimiento del juicio hecho a dos productores rurales y un aerofumigador de agroquímicos en Ituzaingó, provincia de Córdoba. Algunos de sus habitantes sufrieron secuelas graves (y hasta mortales) por el supuesto abuso de fertilizantes y sus consecuencias: cáncer, tumores cerebrales, deformaciones y casos de leucemia. En este documental hay que prestar mucha atención a cada declaración y dato que se vierte. Es grave, es serio. Y emociona. Como el testimonio de Walter, que logró hacer enmudecer a la sala del tribunal con su duro presente. Una denuncia que sirve de ejemplo.
Cuando la comida amenazó al mundo La búsqueda del reconocimiento (tanto profesional como paternal) dispara otra vez las aventuras de Flint Lockwood, el joven inventor quien enLluvia de hamburguesas creaba una máquina que transformaba agua en comida. Y la situación, se le iba de las manos. En esta ocasión su misión es distinta. Luego del ínfimo repaso que se hace sobre el filme anterior, la mirada se posa sobre The Live Corp Company, la firma del carismático Chester V -otro científico y musa inspiradora de Flint- quien parece siempre sereno y tiene un perturbador aire mesiánico. El reclutará (y engañará) a Lockwood. La máquina de Flint, perdida en una parte de la galaxia, es recuperada pero no se le dará el fin bonachón de antaño sino que le dará vida a los alimentos ya creados, el mundo de las “zoosobras”. Y así asoma lo mejor del filme: la imaginación en la creación de criaturas. Veremos la temible hamburgaraña, las sushiovejas, una tierna frutilla con ojos y a la meteoróloga Sam Chispas más intrépida que nunca. Ella, que eclipsa a Flint, lo acompañará para superar decenas de peripecias en Isla Bocado como atravesar un pantano de jarabe. La paleta de colores que deslluvia de Hamburguesas 2: la venganza de las sobras animación computarizadaEE. UU., 2013. 95’, atpdecody cameron, kris pearnsalashoyts abasto, Village caballito Muy buena GGGG crítica pliega el filme es muy llamativa, su estética tiene más de dibujito animado clásico que de un trabajo computarizado -como fue la primera parte-, la acción de 2009 era más intensa y el desarrollo de los personajes acorde a un público preadolescente. En esta secuela es al revés, los más chiquitos estarán a gusto, mientras que los mayores difícilmente se entretengan. En medio de la acción, donde predomina el trabajo en equipo, Lluvia de hamburguesas 2deja un mensaje moral, antibullying, que destaca la importancia de los amigos y la familia por sobre el éxito y fomentación del ego. La soledad. Al igual que en la primera, es recomendable quedarse a ver los créditos finales y transportarse a un universo más bidimensional con los personajes haciendo de las suyas. ¿Se viene la tercera?
El grito que esconde dolor La cruda historia de Florencia, una de las tantas víctimas de la trata de personas. Con Lorenzo Quinteros y Marilú Marini. “Lo lindo se termina rápido por acá”. Esa frase de Bárbara, una especie de madama que regentea un prostíbulo en un lugar perdido de la Argentina, es una herida abierta en La guayaba, la película del director Maximiliano González, quien abordó con mucha seriedad el tema de la trata de personas. El filme parte en Puerto Iguazú, Misiones, donde la tierra roja y el potente caudal de las cataratas enmarcan la vida de Florencia (Nadia Ayelén Giménez), una chica de 17 años que viaja engañada a una casa de familia. Su tranquila rutina adolescente, acompañada junto a su hermano, con quien contempla las estrellas o sumerge en aguas turbias, se ve truncada ante el sórdido grito de la prostitución y sus siniestros personajes. En ese bar, el tiempo no corre, o al menos así lo refleja González, todo es un eterno y dramático loop donde asoman las miserias y necesidades de los personajes secundarios. El Oso (Lorenzo Quinteros), el abatido barman del lugar, quien con la mirada siempre baja gatilla cada noche su arma hacia la oscuridad. Raúl (Raúl Calandra), el amenazante dueño del boliche que viola a Florencia (“un cliente, un plato de comida, si tenés hambre los hacés salir más rápido”) y controla todo. Y Bárbara (Bárbara Peters), cuyo bálsamo a su rostro pétreo y ojos llenos de dolor son las eternas rondas de whisky. Verán al cliente abusivo que se encierra en una fantasía unilateral, el dialoguista, el callado: una paleta de hombres a los que Flor se ve sometida diariamente. Y ella lo refleja con gestos de ausencia. Luego de los primeros 40 minutos, La guayaba se estanca, cada noche es igual, el filme pierde su foco de denuncia y se repliega sobre el dolor de Florencia. La dramática puesta en escena, repleta de opacidad y con cierta impronta televisiva, no ayuda en el guión. La tensión deja lugar a la depresión, melancolía y las pulsaciones del filme bajan. Muy lentamente. El electroshock llega con Marilú (Marilú Marini), un travestido y logrado personaje que le otorga una vuelta de rosca al filme. Ella se camufla como cliente exclusivo de Florencia, siempre paga doble, toma ginebra y tiene una misión crucial: liberar a la chica. Pero la película navegará en la medianía hasta desembocar en un final algo espectral, cíclico e innecesariamente sangriento. Lo cruel, será la realidad: “según el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, desde 2008, en Argentina se rescataron más de 3.500 víctimas de trata de personas”.