Para Herzog, el 3D es más que un efecto Así como el cinerama sirvió para grandes fantasías y para documentales que nos hacían viajar casi literalmente por el mundo, ahora la nueva etapa del 3D nos descubre la posibilidad de otro viaje, con parecida sensación de realismo y sugestivas reflexiones que nos hacen pensar y también fantasear. Quien ha dado ese paso es el veterano Werner Herzog, que a lo largo de su vida combinó documentales y ficciones con igual grado de extrañeza y de lúcida angustia existencial, recorrió desiertos que se tragan el asfalto, terribles hielos polares, montañas de paredes casi verticales, selvas agotadoras donde el hombre enloquece, bosques de animales salvajes, «oficinas» de torturadores iraquíes, planicies australianas «donde sueñan las hormigas verdes». Y ahora se mete en la Chauvet de Pont lArc. ¿Cómo lo hizo? Ese lugar está prohibido al público. Una puerta de acero con sistema de alarma y guardias armados lo custodian. Ahí solo entra un puñado de científicos por año, y sólo unos pocos días al año. Adentro está la más antigua, variada, y numerosa serie de pinturas rupestres de nuestra civilización. Unas 400, todas hechas con particular nivel estético hace decenas de miles de años, ocultas luego por un alud, y descubiertas en diciembre de 1994 por tres espeleólogos de pueblo: Jean-Marie Chauvet, su vecina Eliette Brunel, y Christian Hillaire. A medida que penetraban en la cueva, entre estalactitas y estalagmitas, iban apareciendo más tesoros, y también huesos y huellas dactilares. Los pintores, posiblemente, dejaban su «firma». Enseguida el Ministerio de Cultura de Francia se hizo cargo. Debía impedir la depredación y hasta el aliento humano, que todo contamina. Por eso tantas precauciones. Tras las fotos de registro, ni un solo equipo de cine pudo penetrar en ese museo de la prehistoria. Pero Herzog no es un cineasta común. Es casi un filósofo, un tipo de gran cultura que convivió con civilizaciones muy distintas, sabe preguntar a los que saben, y reflexiona de un modo muy particular sobre la especie humana. El Ministerio lo contrató, acordó un equipo mínimo, él recorrió todo, charló con conocedores y también con locos sueltos, registró el modo en que los primeros artistas supieron usar las salientes de las rocas para dar relieve a sus pinturas (de ahí la necesidad del 3D), estudió y probó cómo ellos habrán visto esas paredes a la luz tintineante del fuego, y nos entrega ahora este viaje en el tiempo, fascinante, hipnótico, ilustrativo, y a veces también divertido. El espectador puede admirarse del paseo, de las pinturas, del trabajo de los especialistas, de la envidiable y rápida labor de los organismos oficiales (véase «grotte chauvet pont darc» en www.culture.gouv.fr.) y, en particular, puede admirarse de nuestro cicerone, un tipo fuera de serie. En resumen: una excepcional visita guiada, otra aplicación para los anteojitos, y mucho para apreciar.
Género tradicional, mirada esquemática El conflicto que presenta esta película puede ambientarse, sin mayores cambios, en casi cualquier punto del planeta. Un joven escritor vuelve a la tierra de sus padres, donde él nació y ellos fueron muertos. Cerca de ahí vive ahora el asesino. Por esas cosas de la vida, su hija se engancha con el joven escritor. Y ahora éste tiene tres formas posibles de ejercer su venganza: la literaria, la tradicional por mano propia, y la cizaña. Para la tradicional, parece que le falta carácter. En cambio, cualquiera de las otras puede ser terrible, sobre todo la última, que causaría la separación fatal de padre e hija. No hay problema: la cosa está expuesta de tal modo que el público entenderá dicha separación (y la unión con el joven) como algo totalmente lógico y conveniente. Claro que no será fácil, ya que el susodicho padre, comisario retirado, también tiene sus tácticas, larga experiencia, viejos contactos, y está del tomate. Por ahí viene la mano. Daba para folletín televisivo, para drama isabelino, y en viejos tiempos también hubiera sido indicada para radionovela campera. En los tiempos actuales, y éste es el caso, sirve para enésima denuncia contra los represores de los 70 y la apropiación de niños. No está mal, pero lamentablemente el asunto se ve afectado por personajes acartonados, planteos esquemáticos, diálogos duros, elenco desparejo y la caracterización improbable de un comisario del Proceso con melena a lo Richard Gere. En compensación, la obra incluye hermosos paisajes, lindos interiores de estancias, buena música, unos cuantos tiros (los decisivos vienen de donde menos se espera), y un simpático y casi seráfico estanciero inglés vecino a los protagonistas. Su intérprete es Raúl Techaren, y el personaje fue bautizado Bob Roberts, igual que el norteamericano que vivió entre nosotros e hizo la fotografía de «La guerra gaucha». Esto bien puede entenderse como un guiño del director Víctor Jorge Ruiz, que en viejos tiempos fue también director de fotografía, y como tal se lució acá y en Colombia («Tiempo de morir», la novela decimonónica «María», etc.). Ahora en ese rol se luce Juan Carlos Lenardi, junto al director de arte Abel Facello, y Katja Alemann, como la buena vecina que de paso toca el piano y canturrea un tango. Proyecto ganador del 1º Concurso del Bicentenario del Incaa, rodaje en 2008 en Sierra de la Ventana, Parque Nacional Tornquist, Dique Las Piedras, las estancias Los Nogales, La Luisina y otras, copyright 2010.
No por mucho cantar se llega a Cherburgo Esta es la historia de Ismael, Julie, Alice (a dúo o los tres juntos, lo que «es incómodo para dormir», según dice una de las chicas), y también la historia íntima de Ismael y Erwann. Estos dos tienen a cargo la única escena de sexo que vemos en toda la obra, lo demás es solo hablado o canturreado. Entre medio, una de las chicas muere repentinamente, lo que hunde al protagonista en inmensa tristeza, de la cual saldrá, por supuesto, gracias a un nuevo amor. Mientras, el autor «saludará» a sus propios amores: la imagen de los jóvenes de clase media que cultivó la Nouvelle Vague, medio pedantes, frívolos, sin exigencias laborales ni siquiera en sus lugares de trabajo, el Paris invernal ajeno a los turistas y lugares turísticos, y algunos tesoros de la mencionada Nouvelle. Uno de ellos, el personaje de Antoine Doinel creado por Francois Truffaut para Jean-Pierre Leaud. Hay cierto parecido entre esa criatura y el Ismael que hizo Christophe Honoré para Louis Garrel, solo que aquel pícaro causaba cierta simpatía, y éste parece un gandul inmaduro y egocéntrico con cara de vampiro suplente de «Crepúsculo». Otro tesoro fácil de advertir es el clásico de Jacques Demy «Los paraguas de Cherburgo» (claro, inspirarse en algo no necesariamente significa alcanzarlo, ni acompañarlo). «Canciones de amor» se divide en tres capítulos: «La partida», «La ausencia», «El regreso», precisamente los mismos títulos que dividían a «Los paraguas...», usados con otro sentido. En cada capítulo, nuestros personajes dialogan a través de canciones, un recurso novedoso y llevado al extremo en la primera, y solo circunstancial en la que vemos (se entiende, una cosa era el compositor Michel Legrand en su mejor etapa, y otra es hoy Alex Beaupain aunque esté en su mejor etapa). Hay también una escena en común, el momento de la confesión a la madre. Pero que causa una gracia enternecedora en «Los paraguas...», cuando la nena de 15 confiesa su embarazo, y una gracia corrosiva en «Canciones...» cuando la joven de 28 detalla sus nuevos hábitos sexuales y la vieja, pasado el susto, sabe percibir el drama de la pareja detrás de la pose. Por supuesto, la obra es mucho más que esos guiños y andaduras, y el modo en que Honoré hace más compleja y «actualizada» su historia de amor francés lo coloca entre los nuevos artistas venerados de diversos círculos, muchos de ellos concéntricos a los «Cahiers du Cinemá» de donde él surgió hace ya un tiempo. Fuera de eso hay que decir también, con todas las letras, el nombre de otro inspirador que nadie menciona y «Cahiers...» maldice: el viejo romántico Claude Lelouch, evidente modelo para la escena de la muerte inesperada, que es una de las mejores de toda la película. «Delta Charlie Delta» se llama el tema de esa parte. Del resto, vale mencionar los que en solitario entonan Chiara Mastroianni («Au parc», ella es la cuñada voluntariosa e inoportuna) y Ludivine Segnier («Si tard», hacia el final, como un fantasma), «Je naime que toi», a cargo del trío de amantes por las calles de Paris, y una estrofa de «La Bastilla» interpretada por el veterano Jean-Marie Winting con un ritmo entusiasta propio de otra película. Beaupain, autor/a de todos los temas, aparece tipo cameo haciendo la canción «Brooklyn Bridge». No parece mala.
Entre historia de amor y metáfora política Pocas películas nacionales de género fantástico se han relacionado con los años de plomo de nuestra ya no tan reciente historia argentina. De ellas, pocas se relacionaron con inteligencia, superando el facilismo de las caricaturas y los efectos truculentos. Mencionemos apenas «El agujero en la pared», paráfrasis del «Fausto» (David J. Kohon, pleno 1982), el corto «Ford Falcon, buen estado» (González Asturias, 1984), con un auto que revive por sí mismo las rutinas criminales de su anterior chofer, el corto romántico «Líneas de teléfonos» (Marcelo Brigante, 1997), donde un joven se comunica milagrosamente con la chica que vivió allí 20 años atrás, y «El visitante» (Javier Olivera, 1999), con un posible fantasma, o una mala conciencia, en la figura de un soldado de Malvinas. Fredy Torres, guionista de «Líneas de teléfonos», quiere acercarse a esos niveles, y en buena parte lo consigue. Su historia empieza en el puerto de pescadores de Mar del Plata, primeros meses del 82, y, habla de silencios, negaciones, sobreentendidos, ignorancias y demoras. Pero antes que metáfora política, elige ser valorada como historia de amor. La película plantea situaciones propias de aquel momento (la intriga por los desaparecidos, la posición ante la guerra), pero ante todo plantea un asunto privado de interés amoroso: el protagonista se hace cargo de la tentadora hija adolescente de un amigo, la chica tiene sus expectativas y anhela que se cumplan, el tutor o encargado tiene un conflicto moral de difícil resolución. Ahí talla, pero no tañe, la campana. Un lugar mítico, un cuento de pescadores, mar adentro, donde el tiempo se detiene. Quien por descuido entre allí con su barca, corre el peligro de quedarse más de lo que piensa. Puede ser una trampa, un refugio, una mentira. Guiño literario, la barca del pescador se llama «El Morel». Película interesante, bien hecha, de elenco variado con Lito Cruz en participación especial, y equipo mayormente marplatense, lo que agrega méritos, fotografía de atractiva riqueza de Federico Gómez (y hay que apreciar el trabajo de rodaje en aguas abiertas), ambientación del maestro Aldo Guglielmone, recientemente fallecido, y una duración breve que elude el riesgo del estancamiento. Sólo cabe una objeción: ante la noticia de la guerra de Malvinas, los pescadores reaccionan como si ya supieran el resultado. La tristeza general vino después, entonces ganó la euforia.
Buen documental para el pueblo cinéfilo Si en la comedia mexicana «Cinco días sin Nora» causaba gracia ver a un joven indígena convertido en rabino celoso de las tradiciones judías, en este documental filmado en hogares, calles y sinagogas de Argentina e Israel ya los conversos de distintas razas, incluso las llamadas originarias, no causan gracia, sino admiración y perplejidad. ¿Por qué alguien quiere entrar a donde nadie lo llama y pocos lo aceptan? ¿Por qué alejarse de los suyos, y arriesgarse a la burla y el desprecio? ¿Por qué empeñarse en aprender un idioma trabajoso, cambiar radicalmente la forma de vida, memorizar los 613 preceptos de la Torah (si ni siquiera recordamos las Veinte Verdades Peronistas), y cumplir fielmente diversos rituales cotidianos, tratando de hacer santas las cosas comunes? ¿Por qué además soportar, si es varón, cierta exigencia ineludible, por más que le digan que no duele? Simplemente, porque quien hace todo esto siente que encontró su paz espiritual y su fe definitiva. Si busca, quizá también pueda hallarlas en otra religión, pero, bueno, le atrajo ésta, le fascinó, quiso merecerla, y aquí vemos su empeño y su alegría. Matilde Michanié, buena documentalista, se dirige a dos públicos: el goim que ignora estos asuntos y sigue cada escena con creciente intriga, y el judío nato que desconoce la sincera devoción de esa gente, desconfía de ella, y a veces la desprecia. Al respecto, no está mal recordar, y la película lo hace, que en Argentina los matrimonios mixtos sufrieron la terminante prohibición rabínica desde 1920 hasta que el memorable Marshall Meyer impuso algo de sentido común en los 60 (y no estaría mal hacer, alguna vez, un documental sobre Meyer acá y en los EE.UU.). Por eso la película expone el sentimiento de varias personas, y también el pensamiento de rabinos ortodoxos, conservadores, y reformistas, que casi nunca estarán de acuerdo. «Nunca entendí esto de dos judíos, tres ideas», comenta con optimismo de recién converso un beatífico rabino que empezó siendo hermano salesiano, luego se hizo cura benedictino en Entre Ríos, y allí, en vez de fabricar licores o jalea real como los demás benedictinos de la Abadía de Victoria, se metió en la biblioteca, se puso a leer, y se fue hasta Jerusalen a seguir leyendo. Para mayor claridad, la exposición está organizada en capítulos temáticos, cada uno con un epígrafe del Viejo Testamento. Y para mayor facilidad, los 613 mitzvot son reducidos a uno por un buen reformista que delante de la cámara dice, simplemente, «Lo que no quieras para ti, no se lo hagas a otro. Esa es toda la Torah. El resto son comentarios». Hace añares, otro de Galilea redujo a dos los Diez Mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios por sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo». Facilísimo. Pero tampoco le hicieron demasiado caso.
Viñetas que no entusiasman Como ha trascendido, el conflicto de esta película parte de una inquietud básica: «Estás en la calle, te pasa algo, te sentís mal, viene una ambulancia y el médico te pregunta a quien llamar, ¿a quién llamarías?». La respuesta es bastante simple (un pariente con sentido común, el abogado, la agencia de seguros, etc.), y una persona previsora ya la lleva anotada en un bolsillo, por las dudas. El asunto es cuando tiene otra clase de dudas. Un hombre hace esta pregunta. Determinadas personas se sienten molestas, en especial si están o estuvieron unidas con él por algún compromiso afectivo. Quizás advierten que la pregunta real detrás de «¿a quién llamarías?» puede ser la molesta e incómoda «¿me llamarías antes que a nadie?». Ese hombre es el personaje protagónico, de mediana contextura, mediana edad, medianos logros amorosos, y logrado fracaso marital. Sonríe con aire comprensivo, se banca al cuñado, al dolor de muelas, y, cariñosamente, a un padre antipático y soberbio, quiere a su hermana, su madre y su hijo, no parece mal tipo, ayuda al prójimo, pero sólo cosecha mujeres rencorosas o cortantes. Las busca mal, quién sabe. Una serie de viñetas va hilvanando la historia, sin mayor progresión dramática. Nadie será puesto a prueba. Queda flotando la pregunta, como la ballena que el hijo cree ver, o acaso ve, un día de playa. Y el padre no lo desilusiona, ni tampoco se entusiasma. Algo parecido sucede con esta película. Tiene situaciones que pueden llegar fácilmente al espectador, diálogos creíbles, personajes reconocibles para cualquier persona que observe su propio ambiente familiar o su círculo de amistades, no es larga ni se hace larga, el elenco es bastante bueno, está bien hecha, dentro del mencionado esquema de viñetas, que varias veces quedan deliberadamente interrumpidas, pero (quizá por esto último) no entusiasma. Protagonista, con la presencia y las mañas que le permiten soportar el peso casi absoluto, Roberto Birindelli, actor uruguayo instalado en Porto Alegre, donde tiene escuela, y Rio de Janeiro, donde participa en telenovelas de buen suceso. Autor, Martín Viaggio, figura del cine publicitario con sello propio, Bufo Films, y larga actividad en los mercados argentino y sudamericano, que con esta obra debuta en el largometraje. También el reparto tiene varias figuras conocidas de la publicidad, y/o del teatro, que acá debutan en la pantalla grande, y conviene atender.
Buena excusa para ver lindos paisajes Para quien tenga dólares a mano y todavía no sepa dónde ir de vacaciones, esta película le muestra un lugar ideal: la reserva de Banco Chinchorro, Yucatán, un cinturón de arrecifes sobre el mar Caribe a 30 kms. de Quintana Roo, pura tranquilidad, cielo azul, arena blanca, peces a la vista en el agua limpia y tibia, todo un poco primitivo, es cierto, sin internet ni comodidades, pero otra que Cabo Polonio. Y para quien no tenga dólares y pase el verano acá nomás, con mayor razón puede disfrutar la película. La historia que nos cuenta es muy sencilla, y apenitas la cuenta, porque es una obra más bien contemplativa. Una profesional italiana se ha vuelto a su tierra, un hombre joven sigue en la suya, en una choza rústica tipo palafito, y el pequeño hijo de ambos debe estar un tiempo con cada uno. En este caso, el niño está con el padre, aprendiendo a gozar de la naturaleza y la ternura y enseñanzas que le dan los mayores, como nadar bajo el agua, andar en lancha, acercarse a una garza, vivir al día, irse a jugar a otro lado cuando el cocodrilo está cerca, bueno, ese tipo de cosas que aprende y disfruta un niño junto a su padre y su abuelo en cualquier pueblito de pescadores. Eso es todo, pero se disfruta a gusto, y antes que uno empiece a aburrirse ya se termina, porque es una película cortita, como las vacaciones. El lugar exacto es Cayo Centro, una pequeña isla de la reserva. El protagonista es, en la vida real, un joven ornitólogo que trabaja ahí mismo como naturalista y guía turístico. El niño es su hijo. Y la mujer es su mujer, sólo que acá, para hacer un poquito de tensión dramática, dicen que están separados, pero en la vida real ella ni loca piensa volverse a Italia. Autor, guionista, productor, cámara, montajista, Pedro González-Rubio, que dedica esta obra a la memoria de su abuelo el veracruzano Servando González, que también fue director de cine. La primera del abuelo, «Yanco», 1961, es sobre un viejo músico y un niño que quiere aprender el violín, y por ahí todavía se consigue. Son obras muy diferentes, pero ambas valen la pena.
Se esperaba más del gato de Banderas Aclaración inicial: Charles Perrault, pobre hombre que se murió hace como tres siglos, acá figura en los créditos pero de su cuento no queda una palabra, y de su «chat botté», buen servidor de su dueño, no queda ni un pelo del bigote. Lo que acá vemos es otro totalmente distinto, el Gato Andaluz con Botas, versión Hollywood. Más en detalle, el Gato Andaluz con Botas versión Antonio Banderas al gusto de Hollywood. Y lo hace bien. Las modulaciones de voz que le pone a su criatura (altiva, seductora y dolida, en la tradición del recitado flamenco) son lo más gracioso y mejor elaborado de toda la película. Buena ayuda, el equipo asignado para dibujar el gato, que se luce sobre todo cuando toma su leche o cuando es un minino chiquito en un orfanato y pone los ojitos como ya sabemos. En esto, el dibujo es muy superior a los viejos Pity Kitty, de Gig, que lo inspiraron. En comparación, los demás intérpretes se limitan a pasar letra, y los demás dibujantes «a pasar el plumín», por decirlo mal y pronto. No lo hacen mal, simplemente no lo hacen de forma inolvidable. Tampoco el libreto es cosa de otro mundo. Lo firman cuatro escribas, algunos de ellos provenientes de la factoría «Shrek», igual que el director, y su mayor originalidad es la relación materno-filial con la encargada del orfanato. Lo otro es un largo conflicto entre dos hermanos de crianza (el pícaro noble y confiado, y el pícaro hipócrita, rencoroso y aprovechador, con una socia poco fiable), todo desarrollado como un western-paella de capa y espada y sancochado con otros cuentos populares de diverso origen, como el de las habichuelas mágicas, la gansa de los huevos de oro, parienta de nuestra gallina, y Humpty Dumpty, que aquí, en sus propias palabras, confiesa ser un auténtico huevo podrido. Nada que ver con Pepín Cascarón. El resultado es entretenido, sin ser gran cosa. Se pasa el rato, se tolera música variada, con ocasionales dejos ibéricos a la americana, se disfruta un buen Banderas (en este caso la edición en español resulta más ventajosa que la original), y no mucho más. Esperemos que las próximas aventuras de este gato sean mejores.
Un lindo regalo de Navidad para chicos Agradable cuento de Navidad, y, más aún, agradable cuento de una empresa familiar dedicada a los regalos de Navidad, esta nueva aventura de la factoría británica Aardman Animations, la de «Wallace & Gromitt» y «Pollitos en fuga», se juega ahora su primera experiencia de un largo en 3D, el debut cinematográfico de una directora de series televisivas, y la asociación con otra empresa norteamericana. Por suerte esta gente tiene la vaca atada. Tras la experiencia con Dreamworks para «Lo que el agua se llevó», los de Aardman se prueban ahora con Sony Pictures Animation, que figura a la cabeza de algunos créditos, pero tiene menos cabeza para hacer cosas lindas. En cambio, maneja el mercado y los fondos suficientes como para que un equipo enorme dibuje los fondos, y otro equipo enorme desarrolle los relieves que van adelante, y todos lleguen contentos a fin de mes con un solo trabajo. Quienes también llegan contentos a fin de mes en esta película, y más aún a fin de año, son los Noel. Abuelo retirado, padre a punto de retirarse, esposa dedicada al hogar, hijo mayor eficientista y engrupido, hijo menor ineficiente y animoso, empleados militarizados enteramente dedicados a la empresa (les llaman elfos, aunque también les caben otros calificativos), y renos, que ya estarían disfrutando merecidamente su retiro, si no fuera porque el deber los llama nuevamente a la acción, como en los viejos tiempos. Algunos caerán en acción, pero no hay que llorarlos demasiado. Tampoco hay que llorar por la niñita que espera su regalo olvidado, ni por alguna pequeña caída en el relato, algunas guarangadas inhabituales en el viejo cine navideño (el coguionista es Peter Bayham), o la inexperiencia de la directora Sarah Smith, que pasó de la pantalla chica a la 3D más grande sin escalas, pero asesorada por Barry Cook, hombre formado en el departamento de efectos visuales de la Disney. Otro artista de peso para apuntalarla es el ruso Eugeni Tomov, mano derecha de «Despereaux» y «El ilusionista», que acá dirigió el diseño de producción. Y por encima de todos, como productor ejecutivo, el number two de la Aardman, el petiso Peter Lord. Con semejantes tipos, dirigir es un regalo. Y la película también es un lindo regalo, aunque haya que pagar la entrada.
Fiel boceto del Tata Cedrón No a todos les gusta la música, ni menos la entonación de Juan Carlos Cedrón, alias Tata, pero se hace querer. Transmite entusiasmo, simpatía, amor al barrio, que en su caso es el Saavedra de la infancia, que ya no existe, y la Boca de la juventud, que también ha cambiado. Así lo registra este documental de Fernando Pérez, que sigue sus pasos por Amsterdam, Paris y Buenos Aires, entre otros lugares, porque el hombre ha caminado bastante. «Este tipo que canta milongas con inflexiones de como chiflaba un tango mi viejo mientras hacía su trabajo de marroquinería», lo retrata y da en el clavo el violinista Miguel Praino, alias El Profesor. Praino es cofundador del Cuarteto Cedrón, y todavía lo acompaña. Se fueron en 1974 escapando de la Triple A, se hicieron un nombre, ahora tienen nietos franceses, en el 2004 se instalaron de nuevo como si fuera ayer. Como si repitieran el Nocturno del gordo Troilo: «dicen que me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando». Sólo que en vez de repetir el Nocturno, Cedrón crea felicidades diurnas, vitalidades propias, inspirado en versos de escritores como Raúl González Tuñón (el de Juancito Caminador, por supuesto). E inspirado también en sus propias andanzas por bares y calles. La película suma diversos momentos, andenes, bambalinas, sobremesas, caminatas, recitales en la vereda de La Verdulería de Villa del Parque, para los vecinos, o al pie del Obelisco, para más vecinos. Junto a Paquillo, visita la tumba de su hermano Jorge, en Paris. Junto a nosotros, señala el Puente Negro, donde se despidieron de su hermano Alberto. Cuenta anécdotas, bromea, evoca el café concert Gotán de Talcahuano casi Corrientes que supo hacer historia en los 60, discute con dos viejos xeneixes apoyándose en unas líneas del «Arrabal salvaje» de Celedonio Flores («la resaca social de cien naciones, la miseria y la mugre vegetando. Es este mi arrabal, así lo veo, así lo quiero ver cuando me muera...»). Cada tanto, Praíno, Paco Ibáñez, que los introdujo en España, viejos y nuevos miembros del Cuarteto, un alumno que hoy vive en Paris, Eduardo Makaroff, y un par de cantaores andaluces, dicen lo suyo. Pero es su voz la que se impone, y su voluminosa figura de hombre satisfecho de su obra. Retrato inconcluso, abocetado, feliz, el documental se hace agradable, si bien, por la misma falta de hilación, se alarga un poco, y pareciera que bien pudo terminar de un modo u otro. Igual, todo no iba a entrar, y como dice el propio Juancito Caminador, «terminada la función -canción, paloma y baraja- todo cabe en una caja. Todo, menos la canción».