LA DECADENCIA El castillo en Italia es el último bien material que posee esta familia aristocrática en franco deterioro y pérdida de status social. Sus tres integrantes son la fiel representación de una clase pudiente a la que el dinero no le alcanzó para lograr la felicidad. Un padre muerto, un hijo enfermo de sida, una hija aún sin niños y poco cristiana, y una madre que aún parece vivir en aquel tiempo donde reinaba la abundancia. Rodeados de bienes materiales de alta gama, es la ostentación del lujo la que no pudo (ni podrá) con sus destinos, porque en el final de toda historia, el dinero ya no tiene valor. Desde un punto de vista tragicómico, Un castillo en Italia, viene a contar una historia de pérdidas. A lo largo del filme cada uno de los personajes deberá adolecer de algún sueño anhelado, pero de lo único que se desprenden no es sólo de sus aspiraciones, sino también de sus posesiones. Aquellas que supieron ubicarlos en lo más alto de la escala social. Con secuencias completas en las que “lo trágico” se convierte en comedia, y por qué no en absurdo. El filme busca la complicidad del espectador cuando decide ubicarse en la posición de observador. Allá desde una “mirada neutral”, la película incurre en la lógica de los sueños, y así rozando lo surrealista, empiezan a desfilar una seguidilla de escenas que representan la decadencia en varios niveles. Por un lado, el deterioro institucional de una iglesia católica que necesita vender crucifijos a la fuerza y enseñar a rezar a las personas. Y por el otro, la realidad diluida de otras instituciones como la familia, la salud, o las relaciones interpersonales mismas. A la hija le pesa el mandato social y corre a contra reloj para quedar embarazada, el hijo lucha contra su enfermedad terminal, y la madre se refugia entre obras de arte y su piano vertical mientras el mundo sucumbe. Por eso, es esencial poder ver Un castillo en Italia no como una tragedia pero tampoco como una comedia, sino desde su punto intermedio que en varias oportunidades encontrará a algún espectador riéndose de la muerte o llorando por el amor correspondido. Tal es la ambigüedad de la propuesta estilística que invita a la reflexión a través de las emociones y alguna referencia a la propia vida. La moraleja, si es que se me permite la utilización de dicho concepto, es la que se plantea al mostrar un micro universo que se cae a pedazos, y en donde el dinero perdió su valor de uso. El lujo se opacó por la angustia, pero eso no quita, de ningún modo, la posibilidad de seguir sonriendo. Las estaciones siguen transcurriendo, la vida continúa. Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
La patota (Argentina / Francia / Brasil – 2015) Dirección: Santiago Mitre / Guión: Mariano Llinás y Santiago Mitre, basado en el original de Eduardo Borrás / Fotografía: Gustavo Biazzi / Música: Nicolás Varchauski / Edición: Delfina Castagnino, Leandro Aste y Joana Collier / Dirección de arte: Micaela Saiegh / Intérpretes: Dolores Fonzi, Oscar Martínez, Esteban Lamothe y Verónica Llinás / Duración: 102 minutos. ECOS DE PROVOCACIÓN Ya en 1960 La patota llegó para revolucionar un cine nacional que venía acostumbrado a la fórmula repetida de un star system importado y tardío; en 2015, Santiago Mitre retoma la película para redoblar la apuesta, y en una remake recordar aquel gesto provocativo de su antecesora. Salvando las distancias estilísticas, procedimentales y temporales (obviamente), ambas irrumpen en la escena como piedras en el zapato, y como llamado de atención social a una masa de humanidad que debe salir de su zona de confort al enfrentarse a una problemática muy actual: la violencia injustificada hacía las mujeres y la corrupción. En el comienzo fue Mirtha Legrand, hoy es Dolores Fonzi quien se pone en la piel de Paulina, una joven abogada de clase media alta que decide dejar su carrera en la justicia para dedicarse a vivenciar la experiencia de la necesidad, la pobreza estructural y la humildad en un pueblo alejado de Posadas, Misiones. Los dos polos sociales antagónicos se unen por un hilo imaginario a través de esta muchacha con agallas cuya única motivación es la de provocar un verdadero cambio en la sociedad. Con la frente en alto y una decisión firme como estandarte, Paulina deja la ciudad para internarse en las profundidades de la tierra colorada y todo su folclore. Lejos de tomar una posición distante Paulina establece conexiones fraternales con el entorno, sin olvidar, por supuesto, su rol de comunicadora y docente. Pero su voluntad de intentar igualar lo que la sociedad ha separado, repentinamente la ubican en el lugar de la víctima. En el camino de vuelta desde la casa de su amiga, un grupo de jóvenes la interceptan y en los alrededores de un viejo elefante blanco, es abusada sexualmente. ¿Dónde quedará ahora su vocación social? ¿Cómo seguir después del ultraje? Es curioso, pero lo que justamente resalta La patota, es la vía por la cuál su protagonista experimenta su estado de resiliencia. Mitre dijo que una de las ideas principales de tomar el desafío de realizar remakes es la de generar un efecto potenciador con respecto a la versión original. Además de propenderle un estilo propio, lo que más entusiasma es la posibilidad de poder retomar una historia y re ubicarla en la contemporaneidad, crear una nueva interpretación. Porque el núcleo dramático se conoce, sin embargo la innovación viene de la mano de un conjunto de decisiones estéticas que se amalgaman a la estructura narrativa cuando Mitre propone un interesante juego visual que muestra las dos caras de un mismo hecho. Por un lado el grupo de jóvenes, y el acercamiento hacía la intención de querer indagar (si se pudiera) los motivos de la violación; y por el otro, la mirada de Paulina, que si bien, es la víctima pronto adquiere un rol sorprendente que es, definitivamente, el tópico central de esta nueva realización de La patota. La reflexión versa, entonces, en la singularidad de cada versión y su nivel de transgresión adecuado a la coyuntura social, cultural y política de cada época. Por eso, lo interesante es poder descubrir la seña particular de cada una y tomarse el tiempo de parar y pensar cosas como por ejemplo, qué se estará haciendo mal si aún en 2015 hay que seguir educando a la sociedad en lo que a materia de derechos humanos se refiere, incluyendo los derechos de las mujeres. Resulta engorroso, pero lo cierto es que la modernidad del siglo XXI parece sólo haber alcanzado a la tecnología pero no a la mentalidad. Se agradece que el cine, desde el arte, pueda disparar el motor del pensamiento y dar cuenta que alcanzar cambios es ejercicio de todos los días. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
ETERNO RETORNO DEL DUELO Con una secuencia inicial que eriza la piel, Mil veces buenas noches viene a contar una historia de tensión entre el deber y la pasión. Una historia que muestra los recovecos íntimos de un mundo en el que no todos sus habitantes tienen el privilegio de vivir a salvo. Y es ahí, en estos lugares olvidados por Dios, en donde la cámara de Erik Poppe se ubica para ofrecer un punto de vista singular que marca, todo el tiempo, el peso de la dicotomía que se presenta en la piel de Rebecca (Juliette Binoche), una reportera gráfica de zonas en conflicto, quién luego de un grave accidente debe decidir entre continuar con su trabajo o quedarse en casa con su familia. Tras presenciar la ceremonia ritual en la que una mujer afgana es preparada para inmolarse, Rebecca decide ir un paso más allá, y acompañar el periplo de la mujer-bomba hasta el último minuto posible. Su fervor por documentar una historia impresionante la enceguece, y dominada por la pasión, comienza a sentir miedo. Pero ya es tarde, y ahora habrá que poner el cuerpo hasta el final. La bomba explota, y ¿Rebecca? En el plano narrativo, sobrevive, mientras que metafóricamente muere: en la explosión se salvó su cuerpo pero no su mente. Mil veces buenas noches juega con las oposiciones que se manifiestan en dos sentidos, por un lado, le otorgan ritmo al filme, pero por el otro, logran que el espectador no tenga sólo un punto de vista, sino múltiples. Las oposiciones también se plantean en torno al tema de la película y obligan a la audiencia a ponerse en la piel de Rebecca y pensar qué harían en su lugar. Porque Rebecca conservó su cuerpo y volvió a su hogar, pero lo que debería haber sido una cálida bienvenida se transformó en una lista de cuestionamientos. Su marido y dos hijas ya no pueden volver a tolerar otro viaje más en el que nadie sabe si regresará a salvo. Entonces, ¿cómo mantener una distancia profesional ante la crudeza de un contexto en el que la muerte acecha y la vida no tiene valor? ¿Debe el fotógrafo intervenir?, o ¿Sólo debe documentar desde la neutralidad? ¿Y si su vida corre peligro? Muchas son las preguntas y pocas las respuestas, porque la discusión es harto extensa y la solución imprecisa. La ética roza los límites de los derechos humanos y mientras la adrenalina advierte la inminencia del desastre, la mano firme nunca deberá soltar el aparato fotográfico, ese dispositivo que media entre la razón y la pasión, entre la realidad y la ficción construida desde la parcialidad de otro ser humano que también está sufriendo las consecuencias de no saber si ese instante será la última imagen de su vida. Binoche se roba la película, y en sus “apariciones” escénicas, su presencia parece recodar un vagabundeo fantasmal. Está pero no está, y su habitar es efímero, silencioso y agazapado. Ubicada en la oscuridad del plano, merodea por los sitios que alguna vez la recibieron pero que ahora la rechazan. Puede parecer que la expulsión provenga por fuera de sí, pero lo cierto es que la no presencia es producto de su estado mental. ¿Cómo olvidar aquellos niños volando por el aire? Tal vez la comparación suene pretenciosa, pero para ilustrar el concepto que expongo acerca del vagabundo de Rebecca, no estaría mal establecer una relación con el personaje que la misma actriz realizó en Bleu (Krzysztof Kie?lowski, 1993) en donde una mujer sobrevive a la muerte de su marido e hija en un accidente automovilístico. Tanto Rebecca como Julie son cuerpos invisibles que “des habitan” la escena en búsqueda de recuperar algo de paz. Poppe seguro pensó en esta conexión cuando decidió poner en escena un móvil (colgante generalmente artesanal que se ubica en puertas o ventanas como “llamadores”). Quienes recuerden Bleu podrán establecer la misma relación, con seguridad, porque en ambos filmes este elemento es central para la comprensión simbólica y el goce estético. En Bleu funciona como recuerdo y huella del dolor, en Mil veces buenas noches, como advertencia de lo que pudo haber sido. Mil veces buenas noches es la puerta de entrada a un mundo para la mayoría vedado y lejano, pero lo que oculta en el fondo es la guerra no sólo como conflicto territorial sino también como drama interior de una madre que cada vez que saluda a sus hijas antes de dormir activa el crudo proceso de un supuesto duelo, que en un abrir y cerrar de ojos puede transformarse de simulacro a realidad. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
RETRATO DE LA INTIMIDAD Como una postal generacional, Juan Schnitman, presenta El incendio, una película que habla sobre la vida íntima de una pareja treintañera que está a punto de comprar su primera propiedad. Pero ante el abismo de concretar ese gran paso, ambos sienten que tal vez no sea el mejor momento de la relación para llevarlo a cabo. Marcelo y Lucía están a punto de firmar el contrato, pero el dueño del departamento no llega y se debe posponer el encuentro. Cargados con los fajos de dólares deben regresar a su antigua casa y esperar hasta el próximo día. A partir de aquí comienzan las 24 horas más tensas de su relación cuando, por diferentes motivos, cada uno considera la posibilidad de separarse. Se aman, eso es lo que profesan, pero la tensión puede más que el amor y los hace tambalear. Filmada íntegramente con cámara en mano y avocada a los primeros planos, El incendio propone un nuevo tipo de narración en la que una historia sencilla le abre paso al profundo desarrollo de cada uno de sus dos protagonistas. Intimista y compleja, la película retrata de forma casi antropológica, situaciones de la vida cotidiana de una pareja que está atravesando una crisis. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
ESCENAS DE UN CINE FÍSICO El tópico de la venganza no es un tema original para la vasta trayectoria de la historia de la cinematografía. Muchos son los filmes que logran hacer de este repertorio temático el eje no sólo de su narración sino también de su estética, como si el tema “venganza” fuera una especie de código genérico. Entonces, es ahí donde, en general, las películas que tratan este tópico pierden el atractivo de la innovación. En Cenizas del pasado (Blue Ruin) esto no sucede; y así, el filme cobra autenticidad, dinamismo y profundidad. Dwight (Macon Blair), un hombre que vive en forma indigente, se entera que el asesino de sus padres pronto quedará en libertad. Tras conocer la noticia comienza a realizar (con ingenuidad y desconocimiento) un plan que tiene como objetivo vengar la sangre de su familia. Para ello deberá conseguir armas y con coraje aprender a manipularlas, pues, él nunca antes las ha usado. Embarcado en una road movie poética, Dwight ira visitando aquellos personajes con los que alguna vez tuvo algún tipo de relación en la búsqueda de advertirlos, pero también con la necesidad de afecto, una charla amena y una taza de té. Es importante el té, porque el protagonista de Cenizas del pasado es un asesino amateur, entonces según las reglas del genero, debería tomar cerveza o whisky (la rudeza de muchos de los roles de asesinos se ve materializada a través de la ingesta de dichas bebidas) pero Dwight toma té. Este detalle es esencial para la construcción de un personaje que manifiesta su pathos por dos vías: una es aquella por la que la narración avanza: hay una venganza que llevar a cabo, pero la otra es la estilística y cinematográfica propiamente dicha, cuando a través de la imagen se presentan los caracteres de un personaje que sufre una transformación personal. El periplo errático del protagonista es la característica más destacable de la película porque pone en evidencia las dos vías antes mencionadas: la necesidad técnica del relato y la muestra de humanidad de Dwight, un personaje cuyo plan de venganza sucede también en su cuerpo. Cada vez que da un paso, es decir, cada vez que se encuentra más cerca del objetivo, a cambio recibe una herida más profunda en su cuerpo. Y en este constante desmembramiento físico es que se mueve la evolución de esta narración que prima lo estético, para contar una historia de venganza nueva, esas que se recuerdan por su originalidad y su frescura. De fotografía impecable y con diálogos medidos (y justos), el filme construye un mundo solitario e introspectivo, donde cada elemento de la puesta en escena significa. Como por ejemplo, al comienzo de la película, cuando Dwight sube a su auto y, mientras que va tras el camino de su objetivo, éste dobla desviándose, pero Dwight continúa por la ruta donde un cartel de señalización advierte: “One Way”, único camino. Presagio intencional, el destino del protagonista está marcado, porque no sólo planea dar muerte, sino que ya cometió el error que signará su suerte. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
RELACIONES EN CAJAS CHINAS Con un comienzo dudoso en términos de empatía hacia el espectador y algunos problemas en la construcción del verosímil, Sin hijos, la última de Winograd, retoma el viejo tema de la relación padre/hijos en tono de comedia romántica, aquel género predilecto de los americanos del norte. Peretti es Gabo Cabou un cuarentón divorciado que en vías (eternas) de obtener su título de arquitecto maneja la tienda de música que su abandónico padre (Fontova) le legó involuntariamente. Gabo tiene una hija de nueve años, Sofi (Guadalupe Manet), una niña con una astucia poco frecuente en niños de su edad. La relación de ambos es de puro amor y hasta un poco obsesiva por parte del padre, dato primordial en la trama de este filme que habla no sólo de relaciones humanas sino de la capacidad que tenemos los seres humanos de enojarnos con la misma facilidad que nos reconciliamos. Viejas heridas deberán sanar para que en la vida de Gabo aparezca nuevamente el amor de una mujer. Y es allí donde aparece Vicky (Maribel Verdu), espléndida y cosmopolita, pero con un lema impreso en la solapa de su mejor vestuario: “No kids”. Casi como una secta de principios milenarios, la española dice odiar a los niños y éstos a ella. Una especie de rechazo reciproco y sin mucho fundamento. ¿Podrá Gabo iniciar una vida junto a la mujer que lo volvió a enamorar pero que odia a los chicos? Esta es la pregunta disparadora de Sin hijos, que entre actores de primera línea y un texto que los acompaña muy bien, logra momentos de gran comicidad sin recurrir a los lugares comunes. La estructura narrativa se presenta en forma de cajas chinas, en donde cada hilo de la historia remite a un perfecto ensamble en el que deben encajarse y re organizarse varias relaciones parentales, a raíz de la llegada del amor de Gabo. A su vez, y por presentarse de esta forma particular, la historia es la que sirve como esqueleto de todo el filme, que sin abandonar la suspicacia del texto se anima a la experimentación estética dotando a la película de un color y ambiente exacto, justo ese que bien sabe combinar la elegancia con la ternura. De notable fotografía y con un guión que toma vuelo a partir de la mitad del metraje, el filme luego de un giro cómico inesperado, se motoriza a nivel dramático y narrativo al imprimir sobre la historia un ambiente especial para el juego de gags. Así la comedia se corporiza de forma natural y adoptando, no los viejos estereotipos típicos del género, sino aquellos que se pueden construir desde el color local, es decir, de impronta argentina. Un aplauso para Guadalupe Manet y al responsable de que la joven actriz pueda desplegar en la pantalla grande ese ángel carismático que ojalá nunca pierda. Con un gran finale y la presencia medida de la emoción, Sin hijos apunta a la distensión, pero también a la reflexión acerca del paso del tiempo y las inesperadas vueltas del destino. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
SUTILEZA CERO El drama romántico de Benoit Jacquot involucra la vida de dos hermanas que por fuerza del azar terminarán por compartir el mismo hombre. Densa y soporífera se presenta esta película titulada Tres Corazones. Como si el nombre nos lo pudiera advertir, el filme se encierra sobre sí en una historia que ya se contó mil veces. En los alrededores de París dos hermanas conocen, por casualidad, al mismo hombre, en diferencia de días. Interpretados los roles por grandes actrices como Chiara Mastroianni (Silvye) y Charlotte Gainsbourg (Sophie), la película muestra cómo la vida sentimental de cada una puede arruinar la edificante relación fraternal. Lejos de las sutilezas, parece que el único remedio a la soledad fuera ese hombre misterioso del cual sólo sabemos que ama a todas las mujeres y que sufre una afección cardíaca. Si, justo lo que le duele es el corazón. Catherine Deneuve casi no habla, y cuando aparece en escena lo hace como espía de una situación que en cualquier momento puede estallar: Sophie (que si bien su nombre indica sabiduría) no sabe que aquel hombre que apareció en la vida de su hermana, por azar, es el mismo con el que ella acaba de contraer matrimonio. Con un relato cinematográfico casi ausente que quiere salvar su estatus quo al introducir una voz off vana, la película de Jacquot no aporta nada al repertorio melodramático de cualquier programación de domingo por la tarde. Y, si además se agrega un tema musical intrigante que aparece cada vez que la imagen confirma lo que nadie sospechaba, ni siquiera se puede hablar de lei motiv. La narración tampoco presenta algún tipo de juego con su audiencia que permita desafiar lo dado y arriesgarse a elegir un punto de vista y participar, de alguna forma, de este trío con aires de incesto. Si al menos alguna de las elipsis las hubiera utilizado con otro fin más sofisticado y no sólo para marcar el paso del tiempo, tal vez el filme hubiera adquirido otro tono. Uno más favorable a la profundización del tema que se trata y a la disponibilidad del lenguaje audiovisual. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
EL ESTILO DEL AFECTO La fascinación por la observación de detalles es una de las prácticas frecuentes del realizador canadiense Xavier Dolan. Posar la mirada y detenerse a contemplar ciertos recovecos ocultos a la vista de la mayoría de los mortales es, tal vez, el secreto que devela su particular forma de hacer cine. Intenso observador de gestos, tics y mañas, sabe recrear en la ficción, escenas típicas de la cotidianeidad (mayormente urbana) que rescata del incesante fluir de tiempo cronológico, para darle vida a sus historias de personajes sensibles que sufren. Aquellos que vieron sus cuatro largometrajes anteriores (Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios, Laurence Anyways y Tom at the farm) no se sorprenden cuando, por ejemplo, de manera inesperada, el tiempo se suspende en una sensual caminata acompasada por la música de Dalida, o cuando la cámara se ubica en ángulos distintos al punto de vista habitual, para detenerse a fotografiar la confesión de un secreto, o las huellas faciales de una nueva decepción amorosa. Tampoco lo hacen si la película se toma su tiempo para mostrar escenas nocturnas de fiestas privadas en las que los personajes tienen sus cinco minutos de libertad, o si la composición de los planos descubre una organización planificada de colores que combinan el vestuario con la escenografía. Con estos rasgos estilísticos, y una batería de otros tantos (la sonorización de los movimientos de cámara, los encuadres con aire sobre la cabeza de los personajes de espalda a cámara, la escenificación surrealista de los sueños, etc) se crea una atmosfera de fantasía cinematográfica que sólo puede remitir a una cosa: la representación audiovisual de una mirada personal acerca del mundo. Fashionista, arrogante y superficial son algunos de los motes con los que algunos críticos prefieren describirlo. Otros, menos ortodoxos, escogen descubrir en el cine de Dolan un nuevo concepto, que al estar en pleno desarrollo productivo, muta y se resignifica con cada nuevo filme. Como cineasta en formación la obra del canadiense no ha dejado de entregar pequeñas piezas de un arte que prometía, y no defraudó. Mommy, su quinta película como realizador, llega como continuación de su saga retórica, pero también como expresión de un proceso de evolución narrativa centrada en el drama afectivo de tres personajes que necesitan afecto y contacto vincular. Como ya es costumbre, no es casual que la nómina de actores sea tripartita. Son los triángulos la forma geométrica que simbolizan la perfección, la Santa Trinidad y la manera de Dolan de contar historias, quien ubica a sus personajes en cada extremo de la figura triangular de manera que todos puedan vincularse y repelerse con la misma tensión (e intención). En esta oportunidad, el melodrama como género se corporiza en la historia de Diane “Die” Deprés (Anne Dorval), una viuda que debe mantener a Steve (Antoine-Olivier Pilon), su hijo adolescente que posee síndrome de hiperactividad y falta de atención. El núcleo es muy sencillo y es justo ahí, en esta simpleza argumentativa, que radica la belleza de la narración cinematográfica, la cual se dedica a contar en imágenes y sonidos, el derrotero circular de una mujer que lucha para sobrevivir. Por reiterada conducta inapropiada y por haber quemado el rostro de un compañero, Steve es expulsado del centro de internación donde reside. Entonces, Die es citada para resolver la situación, teniendo en cuenta que en el Quebec de Mommy, existe una ley que habilita a los padres de chicos incontrolables, a dejarlos a disposición del Estado para su rehabilitación. ¿Podrá Die abandonar a su único hijo? Tal vez, Die, no sea la madre perfecta, pero acaso, ¿Quién lo es? Con el interrogante latente, Steve regresa a la casa familiar. Mientras tanto, del otro lado de la vereda, vive Kyla (Suzanne Clément), una mujer introvertida que en su tartamudeo expresa más de lo que le cuesta poder pronunciar una frase completa con claridad. De esta forma, las tres piezas del triángulo están expuestas. Ahora sólo falta que la magia suceda y sus caminos comiencen a entrelazarse. Algunos aspectos formales Propulsados por la lucha como motor de acción (y reacción), los personajes parecen expulsar todas sus miserias, unos a los otros, a modo de exorcismo. Evento que los encuentra cada vez más unidos y liberados que nunca. Las distancias entre ellos se acortan, la felicidad no debe estar muy alejada de esta situación de aparente bienestar. Sus interiores florecen, ellos respiran, laten, viven. Pero, saben que esta realidad es una ilusión, y que sus rutinas volverán a apresarlos en la soledad y la desesperación. Sin embargo, antes que la burbuja idílica se quiebre, hay un momento de plena convergencia de estas tres fuerzas-personajes: en la cocina de Die, justo antes de cenar, ella prepara la comida mientras fuma. Le convida a Kyla, quien acepta. Y justo ahí, en ese instante es cuando aparece Steve desde el fuera de campo, al mismo tiempo que comienza a sonar On ne change pas (No cambiamos) de Céline Dion. Por un lado, el título del tema reclama una realidad oculta (luego del éxtasis volverá la lucha), y por el otro, obliga a que Die explique el motivo de esa música en su cocina: el difunto padre de Steve les dejó un CD con un compilado de temas, del que éste forma parte. Entonces, ellos tres bailan, cantan, y se amalgaman en un ritual liberador que los aleja del presente, en una escena que regala sincronismo técnico (el montaje coincide con el ritmo del tema musical) y argumentativo (es el único momento que los tres personajes juntos entran completos en un mismo plano representando su momentánea conexión espiritual). Una forma de recordar sin flashback. Dolan, recupera este intrincado sentimiento humano que mezcla la angustia con el bienestar espontáneo (pero efímero), y lo convierte en cinematográfico cuando decide realizar Mommy en un formato que le pertenece a la fotografía: el encuadre del retrato, aquel primitivo género fotográfico que Nadar inauguró en el S.XIX. Inspirado por el ratio 1:1 (aspect ratio), el formato del filme habla de la decisión de contar una historia únicamente sostenida por las herramientas que brinda el lenguaje audiovisual, que transforma cada plano de la película en un instante pictórico. Entonces, al momento de presentar a los personajes y, luego, de mostrarlos en acción, cada uno de ellos quedará encuadrado de forma plástica centrando la tensión visual en sus rostros. Apresados entre dos grandes barras negras verticales, los personajes claustrofóbicos respiran un aire viciado y agobiante, pero que lejos de ser vetusto, se presenta con la clásica paleta “amarillo Dolan” que el realizador sabe imprimir en sus películas. Estéticos y diseñados al detalle, realizan su peripecia en el espacio que el formato les permite. Así como una de las decisiones técnicas más importantes fue la elección del ratio, también lo fue la banda sonora y soundtrack. Con una selección que responde no sólo a necesidades estéticas, la música de Mommy además de hablar de la historia y sus personajes, ejerce una función puramente técnica: la música no proviene de la película sino que está en la película. De la misma manera en que el formato es intervenido en dos oportunidades por los personajes del filme (Steve anda en patineta y con sus dos manos abre las barras verticales de 1:1 a 16:9, y cuando comienza el viaje en auto, antes de que Die comience a imaginarse el futuro en un excelente flashforward), la música se presenta también como diegética cuando se analiza que los temas están en posesión del mundo propio de la película. Es decir, tanto el formato como la música forman parte del universo único de Mommy. Sin nunca descuidar el aspecto estético que caracteriza la tupida filmografía de Xavier Dolan, el cineasta se observa en un punto de maduración artística la cual venía demostrando a partir de su tercer filme, Tom at the farm. Ya casi sin la necesidad de tener que realizar cameos, a modo de huella estilística, el desarrollo de su obra se encamina hacia la profundización del drama como género accesible para dotarlo de su marca personal. Con el don de poder expresar la cotidianeidad, pero a través del ojo del cine, cada imagen de su puesta en escena habla de un trabajo intelectual que combina sensibilidad con talento. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
ESTRATEGIAS PARA LA TRAMPA Vóley es la segunda película como director del actor y realizador argentino Martin Piroyansky. Es una comedia juvenil donde abunda el uso de todo tipo de drogas recreativas, así como también la experiencia del sexo (aparentemente) libre y sin amor. Simpática y con algunas búsquedas en torno a la puesta en escena, el filme logra cierta dosis de humor que la ubican en las lista de “películas para ver con amigos”. Dedicada a un target de audiencia al que la producción nacional no suele dirigirse, muestra las situaciones típicas que transita un grupo de amigos que decide pasar Año Nuevo en una isla de Tigre. Con Piroyansky a la cabeza los demás integrantes del elenco se reparten entre las actuaciones de Vera Spinetta, Chino Darín, Inés Efron, Justina Bustos y la gran Violeta Urtizberea que le da a la película un toque de frescura necesario, lo cual se agradece. Sin la presencia de grandes figuras, son los jóvenes del off quienes aportan un clima descontracturado a un filme que busca la empatía con sus pares. Es en una casa isleña donde ellos pasarán la última noche del año viejo y los primeros días del nuevo, casi como una excusa perfecta para la vivencia de experiencias extrasensoriales y la libertad de la vida sin prejuicios. Pero no todo es tan sencillo, porque surgen los roces de la convivencia, y la emergencia de un amor prohibido. Problemas que gracias a la flexibilidad del género permiten explorar algunos rincones oscuros de las mentes de estos jóvenes. Si bien, el eje central de la historia es el relato íntimo del protagonista (Nico – Piroyansky) que se enamora de la novia de su mejor amigo, lo valioso de la narración aparece cuando en los diálogos se comienza a sospechar la presencia de un autor que dirige la atención del espectador no sólo a la recreación sino a una reflexión acerca de la amistad. Tal vez la palabra reflexión no sea la correcta para describir un filme que busca la complicidad en la carcajada y la identificación con sus personajes: un grupo de jóvenes porteños con las hormonas a flor de piel. Sin embargo, Vóley, no es un filme “de jóvenes drogados teniendo sexo”, sino que es una fotografía generacional de una clase media que vive las mieles de una buena economía. Pero, ¿por qué Vóley si en casi toda la película nada remite a aquel juego de pelota? La respuesta está en el paralelismo entre el juego y la vida que Piroyansky propone en la venta de su película cuando en el cartel promocional reza “Voley, todos hacemos trampa”. Por un lado, no deja ser una buena idea, pero por el otro, una vez visto el resultado, lo cierto es que aquella ocurrencia podría haberse desarrollado con mayor eficacia a lo largo del metraje y no sólo en su epílogo. Más allá de esta apreciación personal, es destacable, si bien el recurso no está del todo explotado, como el director logra en estas secuencias uno de los momentos más estéticos de la película. Por Paula Caffaro @paula_caffaro
ESCUELA DE EROTISMO El título del último filme del realizador francés François Ozon parece ser la respuesta al dilema que ésta plantea. Lejos de explicaciones morales y cerca de un tratamiento que muestra sencillez y personajes open-mind, Joven y bella, cuenta la historia de una adolescente que se siente poderosamente atraída por el sexo. Entonces el tema es tabú, pero en manos de Ozon todo cobra una nueva significación. Y como si hubiera un lenguaje propio que lo describa en este filme la sexualidad es sutileza. Para Isabelle (Marine Vacth) la adolescencia no sólo es un momento de la vida que deberá transitar, sino más bien una escuela de erotismo. Familiarizada con el uso de las redes sociales y todos los “trucos” tecnológicos para poder llevar adelante su “exploración”, pronto su celular paralelo comienza a sonar, el cual responderá bajo el seudónimo de Lea. Protegida por el anonimato la bella joven desfilará por habitaciones de hotel en los que descubrirá secretos carnales que aún no conocía. Primero fue la curiosidad, y luego, sabiéndose portadora de un cuerpo ideal, pasa a la acción. Así es como sus encuentros con señores le devuelven, a cambio, no sólo dinero sino también experiencia. En el universo de Ozon las mujeres son un templo casi sagrado en el que sus cuerpos semi desnudos se pasean en escena mostrando sus fortalezas pero también sus debilidades. Sin importar edades, tamaños o aspecto, las mujeres de Ozon se vinculan con el agua, y es que en piscinas, mares o bajo la lluvia (y casi siempre aludiendo al verano), ellas representan la forma que este realizador elige para ofrecer su mirada del mundo. Una mirada sutil acerca del cosmos de la feminidad la cual representa a través de imágenes simbólicas como por ejemplo los grandes labios rojos pintados en el mural del subte que Isabelle-Lea toma para llegar a la zona de los encuentros. Hay algo que callar, y la boca cerrada lo anuncia, pero ésta es roja carmín, como la pasión que Lea experimenta dejando de lado la culpa o la vergüenza. Joven y bella tiene mucho de esto, y otro tanto de esas composiciones pictóricas pensadas para enriquecer una narrativa que todo el tiempo está al borde de colapsar. ¿Cuánto tiempo podrá Lea continuar con su actividad sin que sus padres y/o amigos lo sepan? ¿Es esto un problema? Lo cierto es que Ozon prefiere entrar al centro de su historia de una forma descontracturada en la que parece no importarle cuál será su final. Seducido y seduciendo, ofrece un filme libre en el que la adolescencia se cuenta desde un punto de vista interesante, que viene a mostrar la vida de una teen francesa de clase media alta, cuya máxima preocupación es el goce. Lo importante es que su madre, junto a su pareja, lejos de los reclamos, sólo intenta comprender qué es lo que Isabelle desea. Por Paula Caffaro @paula_caffaro