Cien años adelantado. Hace algunos meses, en este sitio, Jose Luis de Lorenzo se preguntó sobre la capacidad de reconocimiento autoral –auteurismo– del trabajo efectuado por un guionista. Tarea harto difícil de descifrar, debido en parte a la tendencia (¿Actual?) de sopesar toda acción colectiva sobre la mera individualización de una persona, y en parte, a la indefectible incapacidad de ver el todo más que como la simple suma de compartimentos separados; al fin y al cabo: componentes dispersos. Entonces, ¿es un error considerar toda una empresa en función de la voluntad de un único individuo? El auteurismo (la teoría insípida) siempre deja espacios para este cuestionamiento. Lo que no deja ningún tipo de duda es que el autor (el ente creador) siempre aparecerá en función de ese sistema que habita. El autor es tal en cuanto pueda comulgar un ideario único en un ambiente compuesto por diversidades. Bueno, más allá de este inevitable exordio, llego a ver Yanka y el espíritu del volcán como parte de la obra de un autor, su guionista Fernando Regueira. Hay un ánimo muy particular en sus obras. Allí siempre somos testigos de una construcción en desarrollo; una leyenda ninguneada y restringida al ámbito de lo popular (la leyenda de Saigo en Samurai, o la propia leyenda mapuche en Yanka) se transforma en la constitución final de estos mundos. De tal forma, para certificar la unión de un territorio como Nación (en Samurai, dentro del marco de la Conquista del Desierto), es necesario comprender que la tradición ahondante particular (el honor, la concepción del guerrero y de la familia) debe ser actualizada como universal, y así -en la última y mejor escena de dicho film- que el sable icónico pase de un samurai a un soldado; ahora, de un guerrero a un guerrero. El despliegue de Samurai se repite en Yanka. Observamos, nuevamente, a ese protagonista enraizado en lo familiar (aquí Yanka mantiene su nombre mapuche pese a ser criada fuera de su comunidad primigenia) que sale en busca de su madre perdida. En ambos films el personaje persiste en encontrar a su progenitor material (el padre de Takeo en Samurai, la madre mapuche de Yanka) tanto como al progenitor simbólico, mítico (Saigo en Samurai/Pillán en Yanka), con un elemento icónico de su tradición que deberá revalorizarse en el pasar de la aventura (el collar ritual vuelto adorno/chuchería para trascenderse finalmente como piedra sacrificial, similar al sable de Takeo que pasa de ser un artilugio museístico para transformarse en un legado raigal) y un compañero contrastante (el bufón Chucao en Yanka, o el disminuido Poncho Negro en Samurai). Ello desemboca en un final de síntesis donde es menester hacer un repaso, un toma y deja de lo que se expuso en el film. Es en este punto final donde mejor se desenvuelven las obras de Regueira, donde mejor se efectúa ese gusto agridulce que sus haceres tienen, ese “dorar la píldora amarga” que une de consuno la tragedia del sacrifico crepuscular con la esperanza en un proceder legendario. Es la virtud de saber que ha de conservarse. Y eso es estar verdaderamente adelantado.
Quiere caerle bien a todos En 1977 se estrenaba Sorcerer, un film con una una particularidad. Esta película de William Friedkin fue diseñada para caerle mal a todo el mundo. Aquí se le tiraban palos de igual manera a la militancia y el terrorismo palestinos, a la Iglesia Católica, a la industria petrolera, al Mundo Antiguo (Jerusalén e Israel), al Viejo Mundo (Europa) y al Nuevo Mundo (América, sur y norte). Friedkin buscó ilustrar el infierno en la tierra, presentado de antemano por una variación del demonio pazuzu (El exorcista) en sus créditos iniciales. Para sorpresa de nadie, Sorcerer fue un fracaso de taquilla. Pese a ser una de las mayores películas de los últimos cuarenta años, sucumbió a sus marcas de origen: la angustia, la desolación y, principalmente, su necesidad de repartir golpes a diestra y siniestra. El Ángel es todo lo contrario al film de Friedkin, quiere caerle bien a todos. Quiere ser verídica, al mismo tiempo que ahonda en la exageración; intenta una remilgada conciencia social a la vez que se entretiene con los dislates más intrascendentes; desea enaltecer los códigos del protagonista para traicionarlos frente a cualquier eventualidad; busca un planteo visual límpido y cuidado a la vez que se extrema en la mayor desprolijidad. El Ángel es una película sumamente complaciente; no pretende otra cosa que ser querida ¿Qué problemas surgen de esto? Muchos. Uno de ellos: el punto de vista sobre los personajes vive rotando de un lado a otro. Si bien El Ángel parece seguir exclusivamente a Puch, la percepción de los personajes siempre cae en la dispersión. Cuando es necesario, Puch es feroz y temerario; mientras que otras veces resulta enamoradizo y soñador, otras profesional y calculador, otras desprolijo e ineficiente. Esta variación no esta sustentada por una multidimensionalidad en la confección del personaje (la famosa exclamación: “¡Que personaje profundo!”) sino por su afán de cautivar ¿La consecuencia (e indicio) de esto? Cuando vemos a Puch nos encontramos con cuatro o cinco personajes distintos y equidistantes entre sí, presentándose cuando lo decida la eventualidad específica. Es una verdadera lastima, ya que semejante personaje merecía un desarrollo diferente. El Ángel parece justificar a su protagonista con la etiqueta de loco cool, un especie de rockstar setentero con su largo pelo al viento. Se abandona cualquier tipo de lógica o tramado que ayude a apreciar el trazado de sus acciones y crímenes. El dictamen de Polonio “En su locura hay método” no aplica aquí, como -creemos- aplica al Puch verídico. Una oportunidad perdida. El gran problema de El Ángel es que no tiene ningún tipo de método, no tiene un camino donde poder desplegar cine. La variación, la eventualidad y lo adivinatorio es la norma. El mismo proceso rige las influencias del film; de Tarantino se toma la presentación de los créditos y de Scorsese (a lo Goodfellas) se extrae únicamente el ideario musical. Es una lastima (repetimos el lamento) que de Scorsese no se haya reinterpretado uno de los puntos capitales de su obra, que a su vez se ajusta perfectamente al Puch verídico: el personaje que, luego de adentrarse en un sistema de valores pragmáticos (el boxeo, el taxi y su periferia o la mafia) sucumbe por los propios medios que lo elevaron, en una redención pasada por la lupa del dolor. A diferencia de Sorcerer, El Ángel es una película que complace mucho, pero desarrolla poco. No hay ninguna duda de que su departamento ejecutivo y publicitario ha hecho una gran tarea. Para sorpresa de nadie, la película será un éxito.
En una escena de La flor, un equipo de filmación presidido por Walter Jakob recala en un destartalado motel de la provincia, donde una siniestra empleada se dispone a entregarles un cuarto. A continuación vemos cómo la mano de la mujer pasa por las llaves de las habitaciones 3, 2 y 1. Este plano es idéntico al que alguna vez hiciera Alfred Hitchcock en Psicosis, con la diferencia fundamental de que en la película de Llinás dicho proceder se encuentra, en su totalidad, vaciado de sentido. Mientras que en la obra maestra de Hitchcock esas llaves resultaban una clave del proceder simbólico del film (1) dada la ambivalencia que esa numerología implica, en La flor no existe ninguna relación que vaya más allá del efecto o la referencia vacua. Dicho plano, al ser ejecutado en la forma más esquemática imaginable, no hace más que recalar en el más puro kistch (2), en el más craso Kinderspliel. El gran tema a desarrollar en La vendedora de fósforos es el kistch, no solo por las referencias a otras obras que este film posee, sino también por la cuestión de qué proceder simbólico las une. El kistch, como lo definiera Broch, resulta de la transposición perversa de un elemento perteneciente a una configuración particular dentro de un lugar o espacio ajeno, por fuera del estrato del que es originario; es decir: poner algo en otro lugar, sin saber lo que este significa -o saber no mostrar que se sabe, lo cual es lo mismo. El film presenta el montaje de una opera contemporánea sobre La vendedora de fósforos, el cuento de Andersen; aquí, la configuración kistch entre la opera de Lachenmann (donde no hay personajes ni historia) y el relato iniciático-tradicional en que esta basada (el cuento) es pasada por la luz del camp, donde se logra una sana ironía que cura el vaciamiento propio del kistch. Se nos introduce al dueto de cómicos personajes (unos integrantes de la orquesta del Colón) que comentan al estilo corifeo el devenir de la opera (donde el volcán Mongibello, por ejemplo, podría ser una parte de la obra, un personaje secundario o una burda alegoría). Incluso la figura del propio Lachenmann resulta decisiva en este sentido; más aún, él es el eje del aparato kistch del relato, en su proceder sería lo mismo escribir un concierto para violín que elaborar una ópera. El film describe la obra de Lachenmann como una construcción perpetua (inconclusa e imposible de concluir), donde se pasean voces en off con acentos inventados, onomatopeyas incomprensibles y un diseño musical inexistente. Aquí se encuentra la clave del hacer lúdico de Moguillansky, su film es menos una risible sucesión de hechos destartalados que en un rimbombante tapiz, donde cada travesura es una respuesta a un hacer caótico y des-centrado. Resulta vital recordar el final del film, cuando Jakob y Villar buscan a Cleo mientras alrededor presenciamos una parafernalia intrascendente, nimia y accesoria, o cuando Lachenmann confiesa su devoción por Ennio Morricone. De todas formas, Moguillansky falla cuando persiste en imponer un tono solemne a su narración. El conflicto gremial queda como un comentario parcial confinado al fuera de cuadro, el parlamento de Villar sobre la izquierda resulta vetusto y colgado, tanto como la carta destinada a Margarita Fernández, que sufre de un destino similar. Si bien La vendedora de fósforos logra representar el kistch desde la sana mirada del camp, ciertos pasajes del film rozan con extremo peligro esa forma del vaciamiento estético. Dan cuenta de ello el fragmento de Erase una vez en el Oeste durante la escena en el bar o la agotadora (y agotada) referencia a Au Hasard Balthazar con la que insiste Moguillansky. Se sobreentiende que hay un fondo común entre las jugarretas de Jakob, Villar y Cleo y las pantomimas de Bresson; pero llegar al dislate de copiar ese film, plano a plano, en una abstracción personificada propia de la opera de Lachenmann, no es más que un kinderspiel de lo que puede hacer Moguillansky, que es mucho.
En la primera escena del film, Delphine está terminando de firmar ejemplares de su primera novela, un rotundo éxito de ventas. Mientras se prepara para irse aparece Elle. Justine es la primera novela de una saga más amplia, El Cuarteto de Alejandría. La trama de la novela consiste en la descripción que el protagonista y narrador de la historia hace de su vida en Alejandría: la ciudad, sus amigos y, por sobre todo, su amante Justine. La novela, sin embargo, no se centra en la veracidad de las afirmaciones presentadas por el narrador sino que pone el acento en lo erróneo y deficiente de su punto de vista. Cada novela, en cada pliegue del relato, establece nuevos aspectos de los mismos personajes, nuevas situaciones pasadas por alto y, ante todo, una siempre cambiante Justine. Mientras Delphine se encuentra firmando aquellos ejemplares, una anónima admiradora le pide que dedique el libro a una tercera persona. El libro, dice la admiradora, es para una tal Justine. El uso y desuso de la voluntad creadora fue un tema que siempre interesó a Roman Polanski. Desde el anonimato –El escritor oculto-, a lo fáctico –La piel de Venus-, llegando a su manifestación favorita, la voluntad como influencia de un origen perverso –El bebe de Rosemary, El inquilino, Chinatown -. Si el centro de Justine residía en la cortedad de una influencia manifiesta en una creación autónoma, el cine de Polanski deviene una exacerbación de voluntades caóticas, dominantes. La cita a la novela mencionada resulta ambigua: ¿Es una corrección a lo expuesto en Justine o es acaso una rendición por parte del director a su propia zafiedad? Por lo pronto, continuamos. Basada en Hechos Reales desiste de la norma instaurada por el par de films anteriores de Polanski. Abandona -creemos que sabiamente- el atolondrado teatro filmado de Un dios salvaje y La piel de Venus. La presente película nos trae a Delphine, exitosa escritora que acaba de publicar su gran best seller. Todo cambia en su vida cuando conoce a Elle, una misteriosa y solitaria fanática. Progresivamente, el film se torna un juego de influencias, una suerte de quien usa a quien desarrollada dentro de una situación especial, la creación de una nueva novela. Elle usa a Delphine para convertirse en ella, y la propia Delphine usa a Elle como motor e inspiración para salir de su bloque creativo. A las relaciones de influencia perversa -que son, como señalábamos, vitales en el cine de Polanski- se suma otro elemento: la ciudad como forma aislante. Los personajes de Polanski están siempre perdidos en la ciudad. Trelkovsky de El inquilino se encuentra doblemente encerrado en una París ajena y en un cuarto rentado (y finalmente en un caparazón de yeso); Rosemary permanece confinada en una Nueva York hostil y críptica, incluso su departamento implica un encierro en sí mismo; Gittes de Chinatown descubre un entramado cuyo escenario es una Los Ángeles oscura, que alberga el submundo del barrio chino (de ahí el sentido ulterior de la frase con la que concluye el film). Incluso las películas de Polanski menos canónicas contienen este elemento fundante (los ghettos y ciudades destruidas de El pianista, la enajenada Londres de Oliver Twist, etc). La ciudad que confina al exiguo anonimato, para luego desembocar en una sucesión de encierros simétricos y consecuentes, supone la piedra angular de los films de Polanski. Basada en Hechos Reales sin duda retoma lo descrito, pero resulta una obra desatinada y un tanto dispersa. Los relatos de Polanski son eficaces únicamente cuando saben autolimitarse, sin giros narrativos perpetuos o pesadillas surrealistas pretenciosas. Vale decir que aquí encontramos bastante de ambos componentes. Ejemplo: existe inicialmente un fuerte misterio sobre el origen y la historia del primer libro de Delphine. Progresivamente, a través de rastros de conversaciones, restos de utilería e imágenes sueltas nos vamos enterando de que existe una relación con su madre y algún confinamiento en un hospital (aparentemente fruto de una adicción). Esta idea es retomada posteriormente cuando Elle remarca: “Solo puedes escribir sobre hechos reales”. De todas formas, este correlato no es desarrollado in extenso a lo largo de la historia; peor aún, se abandona. Otros interesantes pliegues del relato también sufren el mismo destino: la relación de Delphine con sus hijos, las cartas amenazantes que recibe, el bloqueo creativo que sufre. No hay resoluciones argumentales, tan solo giros y giros. Los personajes van de un lado a otro (de una fiesta a un departamento, de un cumpleaños a convivir conjuntamente o de un accidente a una villa solitaria), y si bien eventualmente surge una explicación última que busca cerrar las cuestiones descritas anteriormente, la cosa no cierra. Tal vez Polanski intentó reproducir el hacer de Justine; creemos que buscó basarse en esa sensación de estar llegando tarde que impregna toda la novela. Probablemente quiso imitar la influencia creadora, siempre a medias, del protagonista de esa historia. Pese a hacer uso del confinamiento, una recurrencia en la filmografía del director, Basada en Hechos Reales sufre por aquello que más la caracteriza: su imperiosa necesidad por sorprender.
Los hermanos karaoke es una de esas películas que dependen mucho del lugar desde donde las miremos. Si entramos por la puerta del escepticismo crónico y tajante veremos una serie de cosas. Pero si ingresamos con potentes dosis de inocencia azucarada nos encontraremos con otras muy diferentes. Esbocemos un punto medio: Mía y Simón viajan por la Patagonia presentando en hoteles y restaurantes su show de covers “Los Hermanos Karaoke”. Mientras preparan un nuevo show, son forzados a acampar en un lejano bosque, donde conocerán al enigmático Alan. La narración transcurre casi exclusivamente en la espesura patagónica, centrándose en la influencia mística que Alan ejerce sobre Mía, Simón y su show musical. La película parece estar siempre a medio camino; como el auto de los protagonistas, que siempre parece quedarse sin nafta o batería. Alan es al mismo tiempo una especie de pastor caribeño y un gerente de marketing. Mía y Simón a veces son pareja y otras hermanos, a veces amigos y otras enemigos. Las influencias también se encuentran divididas. Por momentos se imita el formalismo desmedido de Wes Anderson con el humor histriónico de Piroyansky o Pichot, entre el largometraje y la serie web. El confinamiento casi exclusivo al bosque como escenario resulta un arma de doble filo. Si bien proporciona un lugar fijo para el desarrollo de la acción, el proceder -lease: puesta en escena– deviene escueto. Cada acto es parte de una sucesión episódica constante -típico del formato serie web- donde cada chiste se orienta en un único sentido. A saber, mostrar las rarezas de Alan. Un poco de mambo místico, otro poco de Carlos Castañeda y hasta un importante porcentaje de realismo mágico. Semejante cóctel, que parece altamente nocivo para el disfrute del film, acaba conformando -ante nuestra perplejidad- una gran virtud. El misticismo no aparece relegado de la magia, incluso cuando el chamanismo superficial se mezcla con el marketing empresarial: Alan siempre está descalzo para “ser uno con la naturaleza” mientras que viste saco y camisa para “mantener las apariencias”, y con ello logra sacarnos una sonrisa. La película, en definitiva, desborda de personalidad. El menjunje señalado se enlaza con un diseño sonoro y musical más que correcto. Los personajes, si bien reiterativos en su accionar, amontonan detalles y detalles que los hacen verdaderamente tangibles. Incluso,siendo un poco más permisivo, la propia performance de “Los Hermanos Karaoke” no puede no tomarse con simpatía. De todas formas, Los Hermanos Karaoke peca por su discontinuidad e influencias. El cierre de la trama en unos pocos personajes que casi siempre viven el mismo tipo de situaciones, junto a la (mal llamada) estética Wes Anderson, hace que la narración se termine estancando en los lagos patagónicos.
Lejos de las tergiversaciones de Michael Moore, fuera de las reconstrucciones milimétricas de Errol Morris o de los grandilocuentes escenarios y personajes de Werner Herzog; Venían a buscarme -de Álvaro de la Barra- parte de un distanciamiento indeciso que falla en esclarecer nexos entre una familia particular y los eventos correspondientes al régimen militar de Pinochet. De lo singular a lo general, de la historia del protagonista a la historia de Chile. El documental retrata la historia de Pablo de la Barra, hijo de desaparecidos (militantes del MIR), en la búsqueda que emprende para recuperar su identidad. De esta forma, visitará a varios parientes y amigos, los cuales, en el transcurso de la película, le irán aportando información sobre sus padres y sobre sí mismo. La premisa recién mencionada nos retrotrae a esa película rareza llamada Vals con Bashir. Parte documental, parte animación pre-filmada, el film de Ari Folman se desarrolla a partir de la búsqueda del propio Folman para descubrir qué fue lo que ocurrió durante su participación en la guerra del Líbano. A fines de llevar a cabo su empresa, recurre a diversos testimonios de familiares y amigos, como también hace Pablo de la Barra en este documental. Una película como Venían a buscarme, donde la narración se basa enteramente en los testimonios compartidos, necesita que dichas entrevistas sean gratificantes en dos puntos fundamentales. Primero, que dichos encuentros sirvan para hacer avanzar la narración; en este caso, ir conociendo más sobre Pablo y su historia. Segundo, que cada testimonio sea interesante de por sí y tenga esas particularidades que lo hagan resaltar; en fin, que nos resulte memorable. Durante la primera media hora de película, Venían a buscarme pone en escena testimonios conmovedores: el reencuentro entre Pablo y la tía que lo albergó durante su exilio en París, siendo él apenas un bebe; la visita a otra tía y el descubrimiento de fotos desconocidas de sus padres; la historia sobre la azafata que lo hizo viajar de incógnito durante un vuelo de línea; el momento en que Pablo encuentra el diario intimo de su madre; el caluroso relato del tío de Pablo sobre su convivencia en Venezuela junto a varios exiliados chilenos. Esta media hora inicial pone en escena de manera excelsa los testimonios descriptos. El problema es que a continuación, progresivamente, la película comienza a dedicarse de lleno a la historia política del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). La enorme -e interesante- familia de Pablo es dejada de lado para poner foco en los padres, únicamente desde su militancia. De esta forma, los testimonios se tornan circunstanciales y desplegados solamente a partir de los compañeros militantes de los padres de Pablo. Este recurso se extiende hasta el cierre del documental. Aquí vemos a Pablo caminando por Santiago de Chile en la actualidad mientras su voz en off remata: “Mis padres lucharon por una sociedad igualitaria (…) El Chile de hoy está lejos de los ideales por los que dieron sus vidas”. La cachetada/alegoría final niega los momentos cuidadosamente elaborados en el inicio de la película. Una lástima, porque estaban logrados de modo genuino. Para terminar, este documental/retrato, en su forma y despliegue, me hizo acordar al mítico fotógrafo Richard Avedon y su particular obra como retratista. Se dice que entre el retratista y el retratado existe una puja, una lucha de imposición. El retratado tiene una imagen de sí que quiere propagar, mientras que el retratista tiene a su vez una idea del otro que busca poner en imágenes. De esta puja siempre presente, Avedon se las ingeniaba para salir victorioso. No podría decir lo mismo respecto de Álvaro de la Barra y su Venían a buscarme.
¡Doble o nada! Nota: Debido a la falta de entendimiento -ya acostumbrada- en el momento de traducir los títulos cinematográficos, usaremos únicamente el original Winchester. El agregado “La maldición de la casa” niega las dicotomías enfermedad/maldición y cura/veneno (la segunda, evidente en la bala y el laudano de Price). Más aún, el uso de “Winchester” (a secas) refleja la polémica doble y fantástica del film. Winchester es la casa, la familia y el instrumento mecánico creado por esta (véase a tal respecto Frankenstein, de Mary Shelley). Luego de una sólida muestra de terror fantástico clase B, los Spierig volcaron su cine directamente al thriller. Estos directores, de ascendencia germano-australiana, produjeron films como la intrincada Predestination, la fallida Jigsaw: El Juego Continúa (Jigsaw) y la presente Winchester, en este caso regresando al fantástico. Vale decir: un poco más sabios. Los films de estos hermanos se comprimen en anécdotas mínimas, desplegándose taxativamente en persecuciones totales -tanto como locales- donde siempre hay un uno que busca a otro (un agente que persigue a un terrorista, un detective forense que persigue a un asesino serial, una presencia que persigue a los Winchester). Los Spierig se colocan dentro de la más irreductible persecución para así configurar films laberínticos. Que resultan, a su vez, espejados por los marcos diegéticos del film: la casa/laberinto Winchester, el juego sin salida de Jigsaw, el devenir caótico de Predestination. De todas maneras, instaurar lo laberíntico en la trama solo supone un recurso útil si les permite variar -o incluso invertir- el tempo de sus relatos. Parece ser usual que, llegada la conclusión, la trama se encuentre en perpetua reconfiguración. Los roles cambian y, en un momento genuinamente hitchcockiano, el perseguidor termina siendo perseguido por aquel que originariamente perseguía. Aquí se revela el componente máximo de estos films. Los Spierig, fieles a su tradición germana, retoman constantemente el personaje doble. Personajes que presentan facetas diametralmente opuestas, tejidas por el mismo hilo, y que participan de la misma persecución. El choque entre los dobles siempre conlleva un resultado trágico, sin escapatoria. Un fino uróboros que masculla incansablemente su propia cola (no se nos escapa la ironía de que los directores, hermanos gemelos idénticos, retomen el personaje doble). Entre los dobles hay un tercero, casi siempre fuera de campo. Un personaje que puede ver el laberinto desde arriba. Actúa como marcapasos del relato, permaneciendo suspendido de la persecución central del film. Robertson en Predestination o el propio Jigsaw en Jigsaw, ellos funcionan dualmente. Primero dan comienzo al relato -encargan o predisponen la persecución- para luego ocultarse en el rol de ringmaster. Aquel que canta las cartas. La apuesta de Winchester retoma otro fundamento de los Spierig, proveniente de su lado australiano: el personaje excéntrico. La narración se desarrolla sobre una anécdota sencilla: el psiquiatra Eric Price es enviado a la casa Winchester para refutar la supuesta demencia de Sarah Winchester. De probarse su locura, ella perderá su parte de la empresa Winchester (la que fabrica los famosos rifles del mismo nombre). El diseño de la película pone especial atención a las posibilidades dobles que trae consigo el nombre Winchester. Winchester como empresa yanqui (aquella que armó a las tropas de La Unión durante la guerra civil) permanece fuera de campo. Pero a su vez, la influencia manifiesta de esta empresa estará presente en cuadro, devenida fantástica con la presencia de los espiritus que hondan la casa Winchester. Como en La Niebla (The Fog) el regreso de este mal -siniestro o doble- corresponde con la expiación de un crimen originario. Fundador. La puja entre el juicio empirista psiquiátrico de Price y el espiritismo excéntrico de Sarah Winchester resulta la piedra angular en la simbología del film, llegando al momento cúspide en que Price dispara su bala polémica (aquella que mata y da vida) contra la invisible presencia siniestra de la mano anónima yanqui/winchester. Proyectil que contiene la inscripción “unidos por siempre”. La bala se arroja (se dispara) para destruir al enemigo diabólico, en pos de unir un pasado tormentoso y una familia deshecha. Y mientras que los protagonistas sufren una crisis metafísica/espiritual (y sumamente corporal), un proletario -que construye la inacabable casa- exclama contento, en un momento brillantemente trágico: “¡Lo bueno es que tenemos trabajo durante todo el año!”
Se sienta en la butaca, se apagan las luces y comienzan los trucos ¿Qué es esto? Un show de magia ¿Qué es también esto? La Forma del Agua. En la oscuridad vemos trucos de fotografía, color, maquillaje, sonido, vestuario, algún truquito de guión y mucho de música. Solo nos falta ver un conejo salir de la galera, pero eso no ocurre. Al menos no literalmente… Los trucos son actos sueltos, subordinados al efecto inmediato que producen. Un efecto lindo tal vez, pero momentaneo al fin. Cada plano trucado de la película nos es lo que a Elisa, la protagonista, le es la masturbación. Lo que se interpone en encontrar algo mejor. Inicialmente, La Forma del Agua prometía. Rápidamente nos coloca en un mundo de cuento de hadas, a través de una proeza tan técnica como fotográfica. Pero ese candor inicial naufraga en un abrir y cerrar de ojos. Y ya, casi sin darnos cuenta, los restos se hunden en la corriente. Personajes tan chatos como correctitos. Una muda huérfana, un viejo desempleado y homosexual, una mujer de color en un matrimonio perdido, un ruso idealista y un supuesto Dios anfibio. Este ultimo, el más chato de todos. La Forma del Agua falla en perpetuar lo imposible. Quiere ser universal al mismo tiempo que busca glorificar a las minorías anónimas. Pero el retrato que hace de estas es banal y superfluo; el problema de Giles es que no encuentra pareja (olvidándose de su carrera profesional), Zelda termina por ser nada más que una amiga chismosa y Elisa resulta ser solo una incomprendida virginal que se emociona con huevos duros y anfibios humanoides. Del Toro muestra ser un simple escapista, se esconde momificando lo precedente y fantaseando sobre números musicales desfasados y glorias pasadas. Como le dice Giles al anfibio: “No somos más que reliquias”. A su vez, la película condena el futuro, cualquier acción que guié un devenir histórico/legendario y que saque a la película de la fabula mínima e individualista. El enfrentamiento entre los soviéticos y estadounidenses es un comentario al pasar, un intento de perpetuar un marco diegético limitado y superfluo. Elementos propicios para un desarrollo polémico y trágico son tachados de lado por simplificaciones. Lo familiar -la de Zelda, la familia de Strickland y la ausente de Elisa- es reducido a un cartón publicitario. La amistad -existe si, pero solo dentro de lo funcional- es una escusa para las peripecias del guión y comentarios editoriales, la otredad, el ser fantástico, por fuera de este mundo, que replantea todo lo supuesto. El hombre anfibio resulta más una minoría social que un ser doble o fantástico. Presentar una otredad es presentar un problema, Del Toro se lava las manos del problema convocado inundando la pantalla (literalmente, con agua) de efectos y dilemas inexistentes. Con respecto a esto ultimo, ampliamos. Elisa, con un prendedor en la forma de una mariposa, descubre en el agua una nueva condición. Moriría su forma anterior para renacer en alguien nuevo. Su muerte y resurrección es interesante, pero no hay ningún tipo de dilema que la sustente. Elisa no deja nada detrás en su mutación, ya que la película dinamitó cualquier atisbo de valores a conservar. Rose DeWitt, en Titanic, dejaba detrás los valores maternos para unirse simbólicamente con aquellos que aprendió de Jack, ella es ahora Rose Dawson. El rotundo cambio de Rose es trágico en su naturaleza, de esta forma, para afrontar lo nuevo (recuérdese que ella se encontraba arribando a América) es menester lograr una síntesis de aquello que deseamos guardar, conservar. En La Forma del Agua, cualquier forma que valla más allá de la minoría es ridiculizada. Y cuando la película busca sublimar, no hace nada más que hundirse sobre su propio peso. Ese final al estilo de: “Vivieron felices para siempre” no presenta un entendimiento superior de la situación, nada más allá de esa cripta donde se encuentra; aquí la familia es lo mismo que la CIA, la KGB o el mesero intolerante. Es un mundo donde todo esta dicho y hecho, y lo único que nos queda es escapar a sueños musicales o ha cuentos de hadas irrealizables. La película esta en un enamoramiento hipnótico con sus personajes. Incluso cuando hay elementos interesantes para un desarrollo ambiguo, Del Toro presenta nada más que simplezas subordinadas a sus correctas minorías. La voz, el quedarse sin voz o perderla es, en si mismo, un tema interesante para desplegar. Ahora bien, Zelda le dice a su marido: “No hablas, no escuchas”, Giles traduce las palabras de amor de Elisa, ya que esta no puede expresarlas y, por ultimo, Strickland es degollado al interponerse entre los enamorados. Estos ejemplos muestran lo cerrado que es el mundo de La Forma del Agua. Cerrado en su diégesis alejada -en su configuración de lugar cincuentona- y en su desarrollo total. Asistimos al matrimonio de Zelda como algo ya condenado, carente de cualquier matiz complementario. La mudez de Elisa no es nada más que una rarificación social carente de vuelo, además, este proceder es exclusivamente utilizado para confinarla a un rol de marginal/minoría. Comparemos a Elisa con Carrie, si bien ambas sufren de impedimentos sociales, encontramos vastísimas diferencias en sus respectivas ejecuciones. Por ultimo, Strickland en su accionar brutal y despiadado, de tintes caricaturescos, venía mostrando ser un villano interesante. La escena en que este hostiga sexualmente a Elisa resulta fundamental en el diseño paródico de un malvado ejemplar. Ya que este corrompería (parodiaría) el amor (devenido sexual) que Elisa tiene para con el hombre anfibio. De esta forma, Strickland (como cualquier villano ejemplar) debería mostrar el lado oscuro de aquello que los héroes han de proteger y propagar. Lo malo es que este designio queda en la nada, más aún, se invierte. En la conclusión de la película, Strickland debe enfrentarse a Elisa obligatoriamente, porque de no hacerlo, este perderá su familia, su trabajo y su vida. Su superior, el comandante Hoyt, que, como nos dicen antes, “puede hacer lo que quiere”, amenaza a Strickland con “desaparecerlo del universo”. A continuación pensamos “Claro, al tipo lo obliga el militar”, Este proceder, así como lo vemos, justifica el accionar del villano de la película. El mal en La Forma del Agua, que nos resultaba interesante hasta este punto, cambia de una conciencia paródica a una reducción primaria, y hasta empática. Muchas veces se dice romanticamente: “El personaje debe tomar vida propia”. Pero para lograr semejante proeza es menester darles al menos un atisbo de libertad. La maldad de Strickland habría de desarrollarse a través de su libre albedrío (potenciado por la puesta en escena), no por alegorías sociales y bíblicas de una bajeza paupérrima. De todas formas, lo más desilusionante de La Forma del Agua resulte ser su cinefilia crónica (despertándonos recuerdos de La La Land) y mortuoria. Del Toro se queda con los pasitos de baile, los números musicales innecesarios y con un monstruo de plastilina. De manera simétrica, la película es una gran pecera, pero no en el sentido territorial (véase Coppola). En cambio, es un sumun de elementos simbólicos dispersos (el huevo del mundo, el capullo de la mariposa o la muerte y resurrección), referencias teológicas y metafísicas inconcluyentes (el cine Orfeo, la gata Pandora, el Antiguo Testamento o el Dios anfibio) tanto como sueños húmedos con el cine clásico de Hollywood (principalmente en su vertiente “B“) En la pecera de La Forma del Agua no hay nada más que peces muertos, flotando en la inmundicia. Flotando en trucos fotográficos y musicales. Muchos espectadores probablemente señalen “Lo bueno de las actuaciones”, “Lo lindo de las melodías” o “Lo bien que esta el color verde”. Pero estos trucos dispersos no so más que partes de un diseño desarmado. Tal vez los trucos de este show de magia cautiven. Pero les recordamos que los trucos fueron creados para apartar la vista de lo que verdaderamente esta pasando. Al fin y al cabo: Para engañarnos.
No se puede vivir de buenas intenciones. Habiendo perdido un paciente en una operación, el exitoso cardiólogo Steven Murphy (Colin Farrell) deberá decidir a qué integrante de su familia sacrificar. De no hacerlo, todos morirán lenta y horrorosamente. Lanthimos, en una suerte de La Decisión de Sophie protagonizada por un Abraham irlandés, retorna a su referencia fundamental, Tarkovski. Solo basta, por ejemplo, con ver los planos largos y los lentos zoom in para advertir este punto. En el caso que nos ocupa se agrega otra influencia claramente manifiesta, la de Stanley Kubrick. Del cineasta neoyorquino toma dos procedimientos emblemáticos: los planos (exageradamente) generales y el uso constante de pasillos cerrados. Partiendo de la referencia a Ojos Bien Cerrados (los protagonistas de ambas películas son doctores casados con Nicole Kidman), Lanthimos abandona la fabula alucinatoria de Kubrick en su búsqueda de construir un relato asfixiantemente solemne. Se evidencia, además, una fascinación por crear mundos alternos (alter mundus) basados en una premisa total y abarcativa. Sea para superponerlos (The Lobster), como para centrarse en uno cerrado e irreconocible (El Sacrificio del Siervo Sagrado). Si bien Lanthimos roza lo alegórico y la bajada de linea panfletaria, no llega a los extremos de un Aranofsky o de los muchos imitadores de Tarkovksi y de Kubrick. Sus intentos por lograr un despliegue trascendente o hermético son bien intencionados, aunque pecan por su falta de imaginación y de efectividad. Repasemos la utilización del color rojo a lo largo del film: en la forma de un corazón, en la sangre, en la salsa de los fideos, en el kétchup. El valor del rojo (la pasión, la furia y también lo bautismal) actúa como apoyo, o embriague dramático, de lo que acontece con los personajes. No obstante, a menudo la utilización simbólica del rojo -particularmente en las escenas gastronómicas- se vuelve opaca, como si tales objetos estuvieran insertados desde afuera. De tal modo, el recurso mismo recibe más atención que su puesta operativa. En un intento por definir la obra de Lanthimos, quizá podríamos subrayar un par de elementos constitutivos. Por un lado, la capacidad para crear mundos bis o dobles, cerrados y claustrofóbicos; por el otro, la insistencia en desplegar su humor agrio. Un humor que se desarrolla mediante el encuentro entre lo pesadamente solemne, devenido en situaciones rarificadas sin ninguna justificación, y su repelente gusto por lo grosero. Como cuando Steven arroja a Bob de la silla de ruedas para ver si está fingiendo discapacidad (les adelantamos, no finge). O cuando Martin le dice a Steven que su mama tiene “un gran cuerpo”. Este humor solemne/grosero, acaso un arma de doble filo, abarca todo el film. Si bien por momentos resulta impactante, ensucia la mayor virtud de Lanthimos, que reside en el primer elemento mencionado. Tal vez dicha habilidad -notable, por cierto- podría aprovecharse más si el propio Lanthimos tomase influencias más afines a sus premisas fantásticas. Referencias a un Carpenter o a un Tourneur lo ayudarían a lograr un desarrollo más afín a sus temas y colores, en detrimento de las influencias actuales. Veremos.
El pequeño sigue pequeño. Vez tras vez hemos visto la historia del pequeño hombre común que, por razones incontrolables, se embarca en una travesía de magnitudes mayores a las que puede manejar. Barrefondo ensaya ser parte de este linaje narrativo. Tavo es un piletero que trabaja mayoritariamente en barrios privados para gente particularmente acaudalada. Debe mantener a su mujer embarazada a la vez que debe lidiar con su suegro, que busca hacerse cargo de su joven familia. El meollo del relato acontece cuando Pejerrey, jefe de una banda de delincuentes, presiona al protagonista, buscando información sobre las casas donde Tavo trabaja para poder asaltarlas. Si bien parte de una premisa interesante, Barrefondo falla en construir una progresión dramática que sustente la transformación de Tavo de simple empleado a miembro de una banda criminal. Podría recordarse la reciente Barry Seal: sólo en América (American Made, Doug Liman) historia que, salvando las diferencias de presupuesto, forma parte del mismo linaje de historias que Barrefondo; con la diferencia de que la película de Liman logra un exitoso desarrollo de su trama tanto como de su protagonista. En este tipo de relato (emblema de directores como Capra o Sturges) resulta menester el rotundo cambio del hombre común frente a las enormes situaciones que debe afrontar (en el caso de Barry Seal, este punto se evidencia con creces). Tal concepción de historia con un diseño coherente y un personaje polifacético que se embarra cada vez más permanece inédita en Barrefondo. Aquí, Tavo es simplemente llevado de un lado a otro sin ningún destino claro. Barrefondo se afirma en espacios fácilmente identificables, siendo estos los barrios privados por un lado, y los lugares bajos que frecuentan Tavo y Pejerrey por el otro. Un problema que el film no puede evadir es el del uso de lugares comunes (estereotipos e irresolutos clisés), basta con observar a los empleadores de Tavo (una pendevieja, un solterón, unos rugbiers, una madre tacaña, etc.). Estos son, mutatis mutandis, el mismo tipo de personaje. Utilizar un tipo marcadamente particular de personaje en una narración no está mal, pero el uso desmedido (y su acumulación) estanca el desarrollo de cualquier historia, por el simple hecho de que, personaje a personaje, el protagonista no se relaciona con nada que evolucione o cambie; es decir, no entra ninguna nueva fuerza en juego. Es recién sobre el final de la película, cuando aparece el Detective, que la historia atisba a cambiar de dirección y de lo directamente anodino. Véase Barry Seal, o mejor aún, The Swimmer, film que comparte con Barrefondo un elemento constitutivo, el constante empleo de piletas. Ned, el protagonista de The Swimmer, nada por las piletas del barrio en su largo camino a casa. A través de la sucesión de piletas se irán conociendo personajes distintos que revelarán diferentes facetas de Ned, a la vez que aportarán (en cada pileta) situaciones nuevas e irreversibles llegando a la conclusión del film. Es fundamental para el diseño de The Swimmer la cuestión de cómo personajes muy diversos (pese a pertenecer a la misma clase social) interactúan con su protagonista en el devenir de los hechos. En Barrefondo nos encontramos mayoritariamente con una gran bolsa de personajes iguales e intercambiables que evitan el desarrollo de la historia tanto como el del propio Tavo. Una breve excepción a esta norma podría encontrarse en el binomio conformado por Tavo y su suegro, donde una lucha territorial por su mujer (y el bebé en camino) aporta un pequeño descanso de la insípida trama. Podría hacerse el ejercicio de imaginar, por ejemplo, qué hubiese ocurrido si el dúo Vito/Michael, de la saga El Padrino, se enfrentara únicamente con personajes del tipo de Don Fanucci. En la variedad (y algunas cosas más) reside la grandeza. El desarrollo indeciso de Barrefondo también se traslada a la relación de Pejerrey con Tavo, y a la nueva carrera de este como delincuente. Si bien la doble vida de Tavo como piletero y criminal resulta una premisa interesante, Tavo empieza a operar recién a la mitad de la película. Además, el desarrollo de esta peligrosa empresa no presenta ningún tipo de peripecia para él, ya que lo único que hace es dibujar los planos de las casas; luego entrega esos papeles y se desentiende del problema. No hay ningún tipo de iniciación delictiva y cualquier sufrimiento emocional para con el asunto es inexistente; incluso el hostigamiento que emprende Pejerrey resulta tibio para la magnitud de su emprendimiento y de lo que este podría perder de no contar con Tavo. Todos los robos ocurren fuera de campo mientras Tavo (y el espectador) se encuentran en otro lado esperando que los allanamientos de morada se materialicen frente a sus ojos. En resumen: Una película sobre robos, sin robos. Por último, la conclusión de las historias de hombre común frente a grandes adversidades necesita de un final decisivo donde las limitaciones propias de los personajes se pongan a prueba, un movimiento profundamente trágico; a tal respecto puede considerarse el binomio flimico conformado por El Secreto de Vivir (Mr. Deeds Goes to Town) y Caballero sin Espada (Mr. Smith Goes to Washington) como firme evidencia. La acción concluyente de Barrefondo parecería desarrollarse conforme a esto último. Debido al accionar de Tavo, varios personajes se encuentran en inminentes vías de colisión; solo que este enfrentamiento/clímax (nuevamente fuera de cuadro) no culmina con el esfuerzo final del protagonista para cambiar la situación o para criticar una forma estancada de ver el mundo, como sí ocurre particularmente en los films citados (el sistema judicial en Deeds y el congreso en Smith). Aquí, en cambio, el propio Tavo llega tarde al final de su propia película. El dominar los fundamentos (intencionados o no) que conforman una historia se torna necesario para su desarrollo coherente. Si no hay conciencia de tales elementos, que indudablemente aparecen una y otra vez, estos se volverán decididamente en contra. Además, luego de todas las historias de este tipo que muchas veces hemos disfrutado, resulta fundamental llegar a las últimas consecuencias. En Intriga Internacional (North by Northwest) el hombre común es arrojado a una imparable sucesión de peripecias suspendidas sobre el vació mismo (George Kaplan). ¿Que hacer luego de semejante obra? Por lo pronto, saber que existe y obrar en consecuencia.