Para entrar en la quietud que propone esta película hay que ingresar en el universo Trapero. Es casi una condición sine quanon. Claro que no es lo mismo el Trapero de "El bonaerense" comparado con el de "Elefante blanco" y mucho menos el de "Leonera" con "El clan". Bien, aquí el realizador apeló a hacer un rompecabezas de sí mismo, que se termina convirtiendo en una trama forzada y demasiado retorcida. La historia hace foco en la relación de dos hermanas: Mía (Martina Gusmán) y Euge (Bérénice Bejo), cuya seducción mutua en principio asoma como poco creíble, pero a los efectos del guión sirve para narrar un drama con giros eróticos donde, como en casi la mayoría de las películas de Trapero, el director parece que disfruta poner la cámara en los atributos físicos de su mujer en planos lo más hot posibles. El hallazgo de la película pasa por la mamá de estas hermanas, interpretada por una Graciela Borges que expone su perfil más logrado para convertirse en un ser tan detestable como querible. El deseo anda volando en la tensa calma de La Quietud, que es el nombre de la estancia donde hay tantos secretos como traiciones y tantos placeres como miserias. Lo más forzado es la necesidad del director de incluir el tema de los desaparecidos y los vejámenes de la dictadura militar en el contexto de esta familia aburguesada y atípica. El cierre, con tinte romántico, desorienta más todavía.
Una puerta de salida también puede ser la entrada al mismísimo infierno. Quizá Reynaldo no lo sabía, pero se metió en el barro sin saber que la mugre era mucho más peligrosa. "La educación del Rey" utiliza la abreviatura del nombre del personaje para colocarlo en el lugar de un rey sin corona, un pibe de 17 años que ve la posibilidad de salvarse participando de un robo y se mezcla con un submundo del hampa con complicidades policiales y del poder. Filmada en Mendoza, la ópera prima de Santiago Esteves hace foco en la cotidianidad de un pueblo del interior, desde la lógica conocida de "pueblo chico, infierno grande", pero sin caer en subrayados innecesarios. El motor emocional de la película se sostiene en Carlos, con un Germán De Silva sin fisuras, quien conocerá a Reynaldo (Matías Encinas) en plena huida de la policía y luego de que el joven rompa el vivero de su casa tras caerse de la terraza. Primero el vínculo será de patrón-esclavo, ya que lo obligará a rehacer ese vivero si quiere volver a su casa, y después asumirá un rol paternal, tanto que hasta su mujer lo tratará como un hijo más. Todo se complica cuando viene mal concebido y es aquí donde el director le da un tono de thriller y western a la historia, en la que a veces acierta y otras no tanto. Por lo pronto, el filme invita a ver cómo un desconocido puede transmitir valores y afectos a un adolescente con carencias y generar una conexión mucho más fuerte que un lazo familiar.
Robert McCall vuelve a la carga, sin la calva de la primera película, pero también sin un pelo de zonzo como para resolver de un puñetazo cualquier injusticia que se le presente al paso. Mientras que en el primer filme McCall (Washington, en un papel a su medida) se inmiscuía en la mafia rusa para salvar a una joven prostituta, aquí Antoine Fuqua toma algo de esa idea pero va un poco más allá. Es que este ex agente de la CIA devenido en taxista no puede evitar ponerse el traje de superhéroe, pese a que elude la capa y la máscara. Primero logrará recuperar de las malas amistades a un joven vecino y hará un desparramo quebrando dedos, brazos y cuellos en pocos segundos. Y después vendrá la apuesta más arriesgada. Su amiga Susan Plummer (Melissa Leo), ex agente de la CIA y la primera en estar al pie del cañón para acompañarlo en el duelo tras la muerte de su esposa, es asesinada en medio de una misión en Bruselas. Aquí McCall utilizará todo su potencial y su furia y hurgará hasta lo más profundo para encontrar a los culpables. Lo grave es que descubrirá que el jefe de esa brigada asesina no es otro que un ex compañero del servicio de inteligencia del Estado. Fuqua vuelve a apostar al thriller, pero lo hará con una trama atractiva y sensible, que lleva de las narices al espectador hasta un final que no da respiro. Denzel Washington se pone la película al hombro y hace lo suficiente para que nadie salga defraudado del cine.
El racismo vuelve al centro de la escena. La película de Warwick Thornton apunta a mostrar la crueldad de los blancos sobre los negros en este western inspirado en un hecho real ocurrido en Australia en 1929. Sam Kelly es un aborigen de mediana edad, que trabaja para el predicador Fred Smith en un rancho del norte de Australia. Cuando el desagradable Harry March, ex veterano de la Primera Guerra Mundial, se instala en un rancho vecino, el predicador envía a Sam para que ayude a Harry en las tareas del rancho. La relación entre ellos se deteriora a diario hasta que Sam mata a Harry en defensa propia. Un asesinato es grave pero en este contexto despiadado lo es mucho más si lo hace un hombre de color. Sam huirá con su esposa, que fue violada por Harry y no lo confesó, y sabe que el peso de la ley lo destruirá. Thornton equivocó el modo de contar la historia. Porque lo hizo con un relato demasiado cansino, quizá para ponerse a tono con el desolador y árido paisaje, pero logró que el interés decaiga con el correr de los extensos 113 minutos del filme. Encima intentó ser creativo al incluir imágenes del futuro de la trama, a modo de insert, y lo tornó más confuso. Por el afán de correrse del cine comercial quedó muy lejos del cine de autor y demasiado cerca de otra película más sobre racismo.
El amor indescifrable, el amor del compañerismo, el de la pasión, el del aburrimiento. Todos atraviesan “El amor menos pensado”. Marcos y Ana llevan 25 años de pareja, se gustan, se coquetean, se acompañan, pero también se chocan con el hastío. Ese hastío se hace carne cuando su hijo decide irse de casa para salir de viaje sin rumbo fijo y sin fecha de regreso. Ese autodescubrimiento se mimetiza con el sentimiento de la pareja. Porque ambos deciden hacer su propio viaje, pero solos. Todo comienza cuando él le pregunta “¿Qué sentís por mí?” Y esa inquietud lleva implícita una trampa. El objetivo era saber si ella estaba enamorada de él, para de paso decir en voz alta si él todavía estaba enamorado. Ella y él no son otros que Mercedes Morán y Ricardo Darín, dos personajes hechos a la medida de Juan Vera, un director que llega a una ópera prima después de décadas de trabajar en la producción y guiones de decenas de películas argentinas. Y lo bien que hizo en ponerse detrás de cámara, porque los textos que escribió pintan los claroscuros de una pareja que lucha contra el paso del tiempo. Sin bajar línea, el realizador hace foco en que no es necesario atravesar una crisis para emprender otro camino. Su amplitud para tocar el tema del amor lo lleva a hacer un muestreo de otras parejas, como lo son la de sus principales amigos (interpretados magistralmente por Luis Rubio y Claudia Fontán), y también por las relaciones que cada uno tendrá durante la separación. No sólo los protagonistas se lucen, también el elenco de estrellas donde sobresale Andrea Politti. El humor tendrá una importancia clave, no sólo en el tono de la película para desdramatizar las situaciones críticas, sino también porque queda flotando la idea de que sin humor no hay amor.
Si algo tiene de bueno la secuela de "Mamma Mía!" es que le hace honor a la primera película. Porque el recuerdo que había dejado latente diez años atrás era luminoso. Y Ol Parker fue el indicado para delinear una historia en la que conviven el pasado y el presente y, lo más importante, mantiene encendida la llama de todos sus personajes. Pese a la lógica estructura basada en el musical y la comedia, este filme se sustenta mucho en lo nostálgico. Es que Donna (Meryl Streep) ya murió y Sophie (Amanda Seyfried) y Sam (Pierce Brosnan) la extrañan mucho en el hotel que alguna vez imaginó aquella mujer soñadora. La trama se traslada al año 1979 para repasar cómo era Donna en su juventud (impecable Lily James) y en qué circunstancias conoció a los tres padres de Sophie: Harry (Colin Firth), Bill (Stellan Skarsgard) y el ya citado Sam. El cuento va y viene en el tiempo y los musicales seducen por sus logradas coreografías y porque los textos de las canciones de Abba empalman a la perfección con la historia de amor, que a la vez es un canto a la amistad y a la vigencia de los vínculos afectivos genuinos. Con la perlita de las presencias breves pero brillantes de Cher y Meryl Streep, la película cierra con un nacimiento que abre la puerta para que en la isla griega se pueda gestar la tercera parte de este musical inolvidable.
Hay momentos en que los límites se corren, y todo va tan para adelante que puede ser peligroso. O muy liberador. Eso le pasa a Pilar, el personaje encarnado por Natalia Oreiro, que un buen día, cansada de que le vaya pésimo con su pareja, con su mejor amiga, con su hermana, con su ex novio y también en el trabajo decide provocar un quiebre en su vida para hacer y decir lo que le sale de las tripas. El plus que tiene esta película, comparada con la original chilena “Sin filtro” (de la cual se adaptó la idea original) y de la reciente versión española encabezada por Maribel Verdú, es que aquí el lenguaje y las expresiones son un tanto más subidos de tono, y por lo tanto generan una empatía directa con el espectador. Para que no queden dudas, en “Re loca” el público se divierte en el cine mientras que con las películas anteriores era muy difícil arrancar una carcajada. Es que aquí, esta joven de casi 40 años que se le vuela la peluca con su marido artista y un jefe incompetente le cae como anillo al dedo a la interpretación de Oreiro, quien no teme putear con todas las letras cuando un camionero le dice “bombón” o trepársele encima a un taxista que la destrata porque le chocó el auto. En plena era de reivindicaciones de género, el filme también sirve para espejar cómo se naturalizan ciertas situaciones de violencia, no sólo de entrecasa y en el marco de una relación de pareja, sino también con el vecino que pone la música a todo volumen a la madrugada o quien insulta en la calle cuando el tránsito está congestionado. Más allá de la voz en alto de una mujer atropellada, el filme de Zaidelis invita a pensar más allá del sexo de la protagonista. Y propone cuánto hay de sanador en decir lo que se siente, pero también cómo hay que ser equilibrado para no lastimar a los seres queridos.
Volver al universo jurásico resulta tedioso y remanido, a menos que al director se le ocurra una vuelta de tuerca. Y esto pasa en "Jurassic World 2", también conocida como "El Reino Caído". Bayona, el realizador español conocido por su labor en "El orfanato", "Lo imposible" y "Un monstruo vino a verme", no hace aquí una obra maestra, no. Pero sin embargo utiliza herramientas suficientes para que la historia pegue de entrada, entretenga al promediar la trama y explote al final. Esta es otra pelea más de villanos contra héroes, leit motiv eterno de Hollywood. Aquí los villanos son los que quieren capturar a los dinosaurios para primero lucrar con estas criaturas y luego utilizarlas para un experimento tecnológico; y los conservacionistas, con la parejita de Owen (Pratt) y Claire (Dallas Hollard) a la cabeza, intentarán resistir poniendo en riesgo sus vidas para salvaguardar el futuro de los dinosaurios. A ellos se les suma Maicy (Isabella Sermon), una pequeña vinculada a los malos de la película, quien es víctima de su familia y carga con un secreto revelado sobre el final. Maicy podría ser la futura estrella de la próxima entrega de esta saga, que promete mucha más acción y protagonismo de los dinosaurios en cuestión. La película cerró con aplausos en la función de estreno, por lo que se estima que los fans siguen con el pulgar arriba. Eso sí, para saber cómo sigue la historia habrá que esperar hasta el 11 de junio de 2021, fecha del estreno mundial de "Jurassic World 3".
Hay películas que se convierten en moda, estallan en cierto sector cinéfilo, rebota en gente que dice “está buena la peli” porque la vio en Netflix y los productores compran los derechos y la hacen en un país, y en otro, y en otro más. Eso pasó con “Sin filtro”, así, sin s, que se convirtió en la segunda película más vista en Chile, y luego mutó en “Una mujer sin filtro”, en México; en julio será “Re loca” en Argentina, con Natalia Oreiro; y ahora se estrenó “Sin rodeos” en España, que aquí se conoció como “Sin filtros”. Desde ya que la original, lejos de ser una maravilla del séptimo arte, es entretenida y alguna que otra sonrisa arranca. Pero esta película dirigida por Santiago Segura se queda a mitad de camino, porque ni llega a explotar el humor bizarro que el actor supo desplegar en la saga de Torrente, ni hay gags divertidos que al menos le hagan honor a la original. Esta es la historia de Paz, una mujer que está al borde de los 40 y parece que se le cayó un edificio encima. Su marido es un artista que siempre está esperando las musas para pintar su mejor obra y mientras tanto nunca va al supermercado, ni repara que su hijo está filmando una porno en la pieza de al lado, y mucho menos que su mujer está al borde de un ataque de pánico. Como si fuera poco, Paz tiene un vecino insoportable que no la deja dormir, una amiga que nunca la escucha, una hermana que sólo le importa cuidar a su gato y hasta un ex novio que la coquetea pero se va a casar con otra. Encima en la agencia de publicidad donde trabaja llega una joven que maneja al dedillo las últimas tendencias de las redes sociales y le quitará el puesto de un plumazo. Un gurú aparecerá en su camino y Paz comenzará a decir todo lo que siente, sin filtro. A Maribel Verdú le falta oficio para hacer reír y eso le pone filtro al humor y no libera la carcajada. Un detalle clave para que la película nunca levante vuelo.
El desamparo hace foco en "Joel". Desde el pulso siempre sensible de Carlos Sorín, se desanda una historia tan cruda y a la vez tan cercana que obliga a que el espectador se interpele todo el tiempo. Cecilia (Vicky Almeida, sorprendente) y Diego (Diego Gentile, siempre eficiente) es una pareja de treintañeros que viven en Tolhuin, un pueblo de Tierra del Fuego donde la nieve parece más cálida que algunos de sus habitantes. Un día los llaman para hacer una guardia preadoptiva de un niño de 9 años, y parece que las cosas empiezan a acomodarse. Pero no tanto. La aparición de Joel (Joel Noguera, inmejorable) en sus vidas exigirá a la pareja encauzar un nuevo rumbo, no sólo para la intimidad, sino también para el afuera. La película muestra, sin juzgar, cómo es el tejido social de un pueblo del interior, y cómo los prejuicios juegan sus cartas. Pero hay algo que va más allá. Sorín invita permanentemente a ponerse en el lugar del otro. Es allí donde en medio de un paisaje nevado y despojado del sur, se ve la frialdad y la hipocresía del sistema educativo argentino, la falsa calidez de algunos docentes y cómo los padres suelen ponerse en lugares no tan agradables para defender lo que más aman: sus hijos. Pero claro, Sorín también muestra los lazos afectivos en una familia que empieza a tomar forma, la solidaridad y un retrato muy argento de cómo se trata al que es diferente. Para verla, disfrutar y reflexionar.