La bella periodista colombiana Virginia Vallejo escribió el libro “Amando a Pablo, odiando a Escobar”, en el cual relató la relación turbulenta que vivió como amante del narcotraficante más poderoso durante los años 80. Sobre esa historia se inspiró este filme cuyo título en inglés es “Loving Pablo” (Amando a Pablo), con la química de la pareja protagónica, que también lo son en la vida real, integrada por Javier Bardem (Pablo Escobar) y Penélope Cruz (Virginia Vallejo). Para muchos, la película puede ser otra más de narcos y algo de eso hay. Porque el clima de obsceno poder, de dólares que asoman del cierre de la valija y de políticos que financian campañas con dinero sucio es el mismo que se ven en todas las series sobre narcos. “La política y la democracia son cuestión de dinero. Y nosotros tenemos mucho dinero” dice Escobar, caracterizado por un Bardem que sorprende con una barriga enorme. El director se encargó de mostrar a la famosa periodista como una persona materialista, que se obnubila con el poder y las prebendas de su vínculo romántico, pero a la vez la enfocó en su desesperación por despegarse de él cuando Escobar es detenido. El filme toma al narcotraficante desde lo más alto del tobogán de poder y luego hace foco en su caída libre. En ese descenso está lo más encumbrado de la película.
“Todo el año es Navidad” es una película en blanco y negro de 1960, dirigida por Román Viñoly Barreto, inspirada en un programa televisivo de la época. Frenkel tomó como disparador las imágenes de ese filme, con un Papá Noel caracterizado por Raúl Rossi junto al recordado Miguel Ligero, para contrastarlo con el Papá Noel de esta época, el que sale a laburar, el buscavidas que piensa en llevar un mango a casa, pero también el que dice “me siento querido”. En todo ese arco incluye al místico, al inocente que busca la felicidad de los niños, al que especula con una carrera internacional y hasta el que raya con la locura. El realizador hizo un casting de 30 personas que trabajan con el uniforme rojo cuidando la barba blanca y seleccionó a 11 que aparecen en el filme. Hay imágenes de ese diálogo con el director y también otras con la intimidad de los personajes, donde se los ve vulnerables. Y que pueden trabajar tanto de Papá Noel como de luchador grecorromano o de estatua viviente con el disfraz de Don Quijote de la Mancha. El director también atraviesa el gen argentino, la trasculturalidad y el negocio del comerciante de turno. Y acierta al no juzgar. Sólo muestra la otra cara de la Navidad.
Toda relación amorosa conlleva un grado de dificultad o 360 grados en el peor de los casos. Pawel Pawlikowski, que venía de brillar con "Ida", llega a "Cold War" con una historia de amor que tiene un valor agregado. Porque se trata de un homenaje a la relación de sus padres. Tanto es así que los dos personajes protagónicos Wiktor y Zula tienen los mismos nombres que el papá y la mamá del realizador polaco. En el contexto de la Guerra Fría (traducción literal del título, que por una rareza cada vez más frecuente no aparece en castellano), Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig) se conocen en Polonia en 1949. El blanco y negro elegido por el director realza la puesta estética. El color es otro protagonista, porque expone de manera más visible los claroscuros de la represión, de las campañas políticas que no necesitan ser subliminales, de los informantes sin disfraz y también de las relaciones amorosas. Wiktor es un pianista y director de orquesta que trabaja para la corona. En medio de un casting de talentos se enamora de la irresistible Zula, cantante y bailarina. Ese vínculo será turbulento y extenso. El ida y vuelta del cruce pasional atravesará Varsovia en 1951, una excursión a París en 1954, Yugoslavia en 1955 y otra vez París en 1957. En el medio habrá traiciones, convivencia, reproches y el deseo, que siempre se mantiene como común denominador. "Cold War" podría verse como la antítesis de "Cuando Harry conoció a Sally", sobre todo porque la pareja protagónica se corre del lugar común del híbrido "chica gusta de chico, chico gusta de chica". Aquí el vínculo de pareja es atravesado por la búsqueda artística, los vaivenes de la guerra, las presiones políticas y la realización individual. Un amor real y colorido, aunque sea en blanco y negro.
Si algo tiene "Rojo" es que no es una película del montón, y eso la hace más atractiva. Tampoco es una de esas que les gusta a todos, y eso obliga a que el espectador afine los sentidos. Esta es una historia ambientada en 1975 en un pueblo pequeño de la Argentina. Eran los momentos previos de la peor dictadura militar que sufrió este país y aquí es cuando se realza más el trabajo del director Benjamín Naishtat. Porque no puso el foco en los desaparecidos o en cómo mataban los militares, ya visto en tantas películas necesarias sobre ese tema, sino que quiso mostrar cómo fue el caldo de cultivo en la sociedad civil, y cómo eran (y lo siguen siendo) los poderosos. Claudio (logrado personaje de Grandinetti) es un abogado todoterreno, cuya impunidad disfruta. Después de una discusión circunstancial con un hombre en un restaurante sucede un hecho por el que cualquier mortal purgaría una condena. Pero él todo lo puede. O así parece. Hasta que llega un detective famoso (correcta labor de Alfredo Castro) y le quita la careta. La resolución de esta historia tiene una escena que recuerda el final de "La Patagonia rebelde", aunque el director le confesó a este diario que ese guiño fue involuntario. En esa mirada a cámara el personaje pasa de victimario a víctima. Pero, como en el rol de Héctor Alterio en aquel filme, tampoco genera lástima. Para ver, reflexionar y ejercitar la memoria.
El artista debe seguir su camino. Así lo sintió Paul Gauguin. Para pintar tenía que viajar, aunque eso le costara alejarse de su mujer y de sus hijos, y de su entorno de bohemios, locos y soñadores. "Gauguin, viaje a Tahití" atraviesa el derrotero de un hombre que soportó hambre, angustias y hasta desengaños amorosos antes de que el tiempo y su obra lo conviertan en una referencia ineludible en el arte universal. El realizador hizo foco en esa exploración, que a priori parece geográfica, ya que la Polinesia atrapa desde su paisajes exóticos, pero lo que se intenta reflejar es la búsqueda propia del que se desvía de la ruta de la manada. "Soy un niño, soy un salvaje, no saben nada sobre la naturaleza del artista" reza una voz en off luego de mostrar a Gauguin que se burla hasta de un ataque al corazón y de su diabetes crónica con tal de ir por ese trazo de color sobre el lienzo. "Lo peor de la pobreza es que te impide trabajar", dirá Gauguin en la piel de un insuperable Vincent Cassel. En esa búsqueda encontrará también a Tehura, una joven indígena que primero se verá seducida por ese hombre distinto e inquieto, pero después su deseo irá por otro cambio de piel. Esa historia también quedará registrada en su obra y, como regalo para el espectador, en los títulos finales hay un pantallazo de las pinturas reales de Gauguin. Como para volver a ratificar que las personas pasan, pero el arte queda.
Hay un momento en que todo cambia y nada es como era entonces. Esa sensación de estar en medio de una película, de la cual jamás se eligió ser protagonista y por la cual a nadie se le ocurriría pagar una entrada para verla. Eso es lo que le pasa a Marcela tras la muerte de su hermana Rina. Es el momento de reordenar su vida, de revisar el pasado de su hermana, de analizar qué hace con las plantas. Pero también es cuando todo está tan a flor de piel, que esa angustia le permite ir hasta lo más profundo de sus vínculos cotidianos. Ahí se topará con la inocencia y la ternura que le devuelven sus tres hijos adolescentes y veinteañeros, pero también con ese amor a cuentagotas y cada vez más deshilachado que tiene con el papá de los chicos. La película tiene un arma de doble filo. Porque no explica demasiado y eso está bien, pero a veces explica tan poco que deja algunas dudas. Hay secuencias en las que está separada y después resulta que no es así, tampoco queda claro el vínculo de seducción entre Marcela (otro papel sobresaliente de Mercedes Morán) con un joven amigo de su hijo (Esteban Bigliardi) y es algo poco creíble el espacio onírico de la protagonista con imágenes poco felices. El filme tiene un punto de contacto inevitable con "La ciénaga", que se podría explicar porque Alché es actriz y fue la protagonista de "La niña santa", ambas dirigidas por Lucrecia Martel. "Familia sumergida" tiene algo valorable, y es que permite seguir resignificándola mucho después de los títulos finales. Es posible que deje un sabor amargo en el mientras tanto, ya que está lejos de generar empatía con el espectador, sobre todo por la dinámica y cierto caos en el relato. Pero vale apostar una ficha a un cine que se corre de lo previsible, que interpela y te pone de cara a la angustia del vacío.
La vida después de la muerte es el tema que surge a primera vista en "Eterno paraíso". Pero hay más. Porque escarbando a fondo, o más acá en la superficie, se percibe la verdadera intención del director local Walter Becker: contar una historia de amor. Pablo y Esperanza (impecable interpretación de Matías Mayer y María Abadi) son la pareja ideal. Se desean, se acompañan, se cuidan, tienen sueños, un romance desde la infancia y esa ilusión de la casa propia en un lugar paradisíaco. Pero deviene la tragedia. Ella se va a otro plano y él quiere encontrarla en ese mundo paralelo, el mismo que le enseñaba su padre en esos experimentos que siempre fueron un enigma. En esa mutación, Pablo buscará al amor de su vida pero será la excusa necesaria para buscarse a sí mismo. Y hallar las respuestas a todas las preguntas inconclusas de su vida. En un salto cualitativo respecto con su debut en "A dos tintas", Becker hace foco en una historia bien contada y mejor filmada y, sin pretender mostrar algo novedoso en lo referido al tema del más allá, ofrece una ambigüedad saludable en un final inteligente. Porque la mejor manera de cerrar un historia es que el cuento abra e interpele. Y por allí espiar ese "Eterno paraíso".
Martina cruza la frontera desde Bolivia a Salta. Va con su novio, pero ellos son algo más que una pareja, son dos portadores de cuerpos tóxicos. Barbara Sarasola-Day, que tuvo un debut desparejo con "Deshora", llega con una propuesta más lograda. Sin llegar a tener el vuelo de "María , llena eres de gracia", película clave en explorar el derrotero de las "mulas" del narcotráfico, "Sangre blanca" apuesta a contar una historia que permite varias lecturas. Porque ni victimiza, ni coloca como una villana a la protagonista (acertado rol de Eva de Dominici), sólo la expone en un lugar de necesidad y fragilidad. A Martina el plan le sale mal. Porque su novio muere en una sucia pieza de hotel debido a que su cuerpo no resistió las cápsulas de cocaína que llevaba dentro. Desesperada, deberá cumplir con quienes la contrataron. Ellos quieren la droga o el dinero. Y plata es lo que le falta. Ahí aparece en escena el vínculo con su padre ausente. El momento del pedido de ayuda a su papá (Awada, impecable) es lo más alto de su actuación. Hay tensión, cierto clima de thriller y, lo único cuestionable, un desenlace no tan logrado. Sin embargo, el filme acierta en el tono. Es una invitación a hurgar en un mundo oscuro y poner el foco en ciertas miserias.
Hay caminos que son puente hacia un destino y otros que son un destino en sí mismo. María Soledad Rosas (1974-1998) hizo de su recorrido un emblema que quedó en la historia del movimiento anarquista italiano y del argentino. Agustina Macri se enamoró del libro "Amor y anarquía" de Martín Caparrós y convocó a Vera Spinetta para interpretar a esta joven de Barrio Norte porteño que le puso el cuerpo a sus ideales hasta sus últimas consecuencias. Macri, Spinetta, Caparrós y la impronta anarquista de Soledad Rosas parecen a priori demasiada información, con muchas lecturas ideológicas cruzadas, para meterse de lleno en la película. Pero el desafío es entrar en la historia sin prejuicios, como lo amerita cualquier propuesta artística. Ahí sí se podrá disfrutar de una película noble, que tiene como objetivo hacer foco en una joven que resistió los mandatos familiares y se embarcó en una aventura compleja que le resignificó su vida. Hay una historia de amor, de resistencia al poder, de luchar por lo que se quiere y también de búsqueda. "Sigo adelante, es todo un desafío, porque sé que antes o después, seré nuevamente libre" dirá Soledad. La película va llevando al espectador de a poco para meterse en el derrotero de Soledad y jerarquizar ese deseo de ser ella misma, cueste lo que cueste. La escena del final muestra el ensamble perfecto entre la protagonista y la directora. Para no dejarla pasar.
Un secuestro destapa la olla de una manera impensada. La joven Irene (impecable labor de Carla Campra) llega a una fiesta de casamiento junto a su madre Laura (Cruz) en plan diversión pero también de reencuentro con un pasado feliz. O no tanto. En medio de la fiesta en un pueblo español (que nunca se nombra) y luego de un cambio de miradas entre Laura y Paco (Bardem), que fueron pareja, Irene desaparece. La fiesta deja de ser tal. Hay que digerir la torta de otra manera, porque el postre es la búsqueda de los culpables. Asghar Farhadi, que ganó prestigio con la oscarizada "La separación", planteó una trama bien pensada, pero no del todo lograda. Y, lo que es más grave, sin explotar al máximo a tres actores de la talla de Bardem, Darín y Cruz. Alejandro (Darín) llega al lugar de los hechos para recuperar a su hija, pero también para saber por qué la secuestraron y quién fue. En medio de las miserias familiares sale a la luz un secreto que no es tan así, en rigor es un secreto a voces. Ahí descubre que todos lo saben. Y tendrá que barajar y dar de nuevo. En ese derrotero transita la historia, en la que se nota demasiado que a Farhadi le costó dirigir a tres figuras de cierto peso en el mundo del cine occidental. Con un poco más de química entre Bardem, Penélope y Darín estaríamos ante una joyita. Pero no. La emoción queda a mitad de camino. Y eso, en un filme del laureado cineasta iraní, es como un pecado capital.