El largo viaje hacia la esencia Saroo vive una infancia austera, al límite, pero feliz. Tiene 5 años, vive en un pueblito perdido de Calcuta (India) y su mayor divertimento es hacer equilibrio en las vías con su hermano Guddu y robar carbón de los trenes para comprar leche. La sonrisa que le devuelven su madre y su hermanita cuando él trae ese esperado almuerzo es la mejor paga del día. Pero una tarde Saroo (emotivo rol de Sunny Pawar) sale con Guddu y se pierde en una estación de tren. La misma vía que le generaba un momento de alegría fue la vecina directa de su calvario. Garth Davis tomó esta historia basada en un caso real y recorrió el derrotero de este niño, cuya vida cambia radicalmente cuando una familia australiana lo adopta y lo inserta en una realidad tan saludable y digna como lejana de sus raíces. Veinticinco años después, un joven Saroo decide lanzar un camino a casa, aunque el título original "Lion" le hace más honor a la película, y para eso habrá que ver los textos del final. La búsqueda de sus orígenes es el motor de la trama, llevada de la mano de un Saroo intenso (Dev Patel, firme candidato al Oscar). Esa angustia, el vínculo amoroso con una bella muchacha (la siempre efectiva Rooney Mara), la conexión con su madre adoptiva (impecable Nicole Kidman, posible ganadora de la estatuilla) y un desenlace lacrimógeno pero logrado redondean un filme disfrutable. Eso sí, llevar muchos pañuelitos de papel.
El hombre detrás del famoso Para meterse en la historia de Pablo Neruda no hace falta ser un fanático de su obra literaria o un conocedor de la historia política de Chile, simplemente se trata de hacer foco en un hombre capaz de todo por seguir su pasión por las letras y su ideología. Todo comienza en 1948, en el contexto de la Guerra Fría, con el senador Neruda despotricando contra el gobierno. Acto seguido, dada su ferviente militancia comunista, el presidente pedirá su desafuero y comienza el derrotero del poeta. Desde ya que el aura de artista y figura pública sobrevuela a Neruda todo el tiempo. Y Pablo Larraín no escapa a ese perfil. Es más, lo explota al máximo. Muestra su costado contestatario en la arena política y en el debate de ideas, pero también lo expone como un hombre libre y polémico. Capaz de disfrazarse de mujer para que no lo descubra la policía en un prostíbulo, pero sin negarse a besarse con un gay o arrasar con cuanta mujer se tope en su paso. Por momentos es tan desprejuiciado como desagradable; en otros es el emblema de la libertad y será tan leal con la causa comunista como desleal con su esposa, la pintora Delia del Carril, impecablemente encarnada por Mercedes Morán. Cuando Neruda se convierte en prófugo aparecerá en escena el detective Peluchonneau (García Bernal), quien hará una causa personal con su persecución. En esa búsqueda se encontrará a sí mismo y por ese costado pasará lo mejor de la película.
La búsqueda de un lugar en el mundo es el motor de “Luz de luna”. El filme, cuyo título original es “Moonlight”, se nutrió en las historias de infancia y juventud del director Barry Jenkins y del guionista Tarell Alvin McCraney para contar una trama de bulling y elección sexual. Chiron es un niño negro de los suburbios de Miami que es frecuentemente golpeado y ninguneado por sus compañeros de colegio, simplemente por ser diferente. Encima tampoco entra en el corazón de su madre, dado que es drogadicta crónica y es capaz de dejar durmiendo afuera a su hijo para tener una noche de sexo y crack. Chiron, un paso antes de ser adolescente, tendrá un breve romance con un amigo de la escuela que lo marcará para siempre. Ya en la vida adulta, su madre está en rehabilitación y demanda un amor que nunca dio, mientras él tratará de sobrevivir en un submundo de narcos, aunque sin consumir. La vida le ofrecerá una nueva oportunidad de cerrar aquel romance pendiente de niño y quizá esta cita le permitirá reencontrarse con su verdadera esencia. Sin golpes bajos y con actuaciones logradas, el director hecha luz sobre el valor de los vínculos afectivos y aquellos nocivos legados familiares. Para disfrutar y no dejarla pasar.
Para muchos, “Talentos ocultos” puede ser vista como otra película más sobre discriminación racial en la larga lista de producciones estadounidenses, sean de la industria o independientes. Sin embargo, Theodore Melfi supo encontrar el pulso exacto para narrar un drama que, con el eje en la citada temática, se despega del resto. Basada en un caso real, esta es la historia de tres mujeres afroamericanas que son brillantes en matemáticas y que no se resignan a estar ajenas de los avances que marcarán el futuro de la humanidad simplemente por tener un color oscuro de piel. Con superlativas actuaciones de Taraji P. Henson, que injustamente no fue nominada a mejor actriz protagónica en los Oscar; Octavia Spencer, que sí está nominada a mejor actriz secundaria; y Janelle Monáe, la película se construye en la frescura y el dramatismo de las interpretaciones. No en vano “Talentos ocultos” fue elegida por sus colegas como el mejor elenco en los premios que otorga el Sindicato de Actores. Hasta un mediocre actor como Kevin Costner se destaca como un transgresor jefe de la Nasa y sorprende en una escena típica para el aplauso que conviene no revelar. Ambientada en los años 60, las tres mujeres, con valentía y decisión, querrán colaborar para que el hombre llegue a la Luna, en los primeros pasos de la tecnología IBM, o en ser aceptadas para cursar ingeniería. La gran pelea de las tres es ser lo que quieren ser, cuando todo está hecho a gusto y medida de la gente de raza blanca. El ritmo de la película y la musicalización colaboran para que ciertas cuestiones dramáticas sean más livianas, lo que ayuda al equilibrio emotivo. El final, con las imágenes de las protagonistas reales, es recurrente pero también efectivo.
Las mil y una vueltas de la saga Las sagas, precuelas y spin off tienen la particularidad de que si uno no vio la segunda o quinta parte de siete películas, por citar un ejemplo, corre el riesgo de quedarse perdido en mitad de un relato. "Rogue One", que se sitúa entre los episodios III ("La venganza de los Sith") y IV ("Una nueva esperanza")de "Star Wars" cae en ese defecto en la primera hora de la película. Para quien no es un fanático de "La guerra de las galaxias", la cita que identifica lugares y estaciones puede convertirse en soporífera y hasta confusa. No obstante, en la segunda hora la acción se apodera de la trama. Hay guiños a ciertos personajes históricos como el icónico Darth Vader o el truco digital para recrear a Peter Cushing (fallecido en 1994), como Moff Tarkin, que provocarán el regocijo de los fans. Pero la historia central no es más que la lucha de los rebeldes contra los villanos, nada nuevo bajo el sol. Jyn (Felicity Jones) se asociará, casi impensadamente, a Cassian (Diego Luna) para desactivar La Estrella de la Muerte, que es una estación destructiva orquestada por El Imperio, pero creada por el bueno de Galen Erso, el padre de Jyn (el inexpresivo Mads Mikkelsen). En esa espiral de relaciones, Erso le hizo trampita a los malos para que un rebelde capture los planos y su honor esté a salvo. Hay decenas de peleas y algunas muertes importantes para activar la lágrima. Con todo "Rogue One" sale airosa, sin brillar.
Libertad, enemiga del poder Edward Snowden fue un consultor de inteligencia del gobierno norteamericano que en 2013 quiso trabajar por su país: su idea era detectar cualquier posible ataque terrorista. Pero sin querer ideó un programa tan logrado que se convirtió en un arma de doble filo, y el filo más peligroso apuntaba a vulnerar las libertades individuales de los estadounidenses. Oliver Stone, quizá en su mejor producción de las últimas dos décadas, quiso contar el infierno de ese talento de la tecnología que se convirtió en noticia mundial cuando difundió las maniobras non sanctas de George W. Bush y Barack Obama. El texto de Foucault "Vigilar y castigar" atraviesa de punta a punta la ideología de control que planeaba Estados Unidos. Y Snowden no quería ser parte de ello. Stone tomó como punto de partida el exilio forzado en Hong Kong y configuró un ida y vuelta en el que incluyó logradamente la historia de amor con Lindsay Mills (Shailene Woodley). Joseph Gordon-Levitt compuso a un Snowden creíble desde una interpretación sencilla pero de alta expresividad. Fue más que suficiente para mostrar a un personaje que privilegió su lealtad a la Constitución de los Estados Unidos y la antepuso a sus aspiraciones profesionales e incluso a su propia integridad física. El final, aunque reitera un recurso muy usual en las biopic, deja abierta una puerta para la reflexión. Y ratifica, por si había alguna duda, que la libertad no es un valor de cambio.
Más denuncia que cine En medio de una cartelera en la que es más fácil encontrar una película de digestión rápida que un cine de autor, cuesta pegarle a “La tierra roja”. Diego Martínez Vignatti tuvo toda la intención de hacer una película de denuncia para exponer las consecuencias nefastas del uso de los agrotóxicos en la selva misionera. El realizador argentino radicado en Bélgica hizo foco en el salvajismo de las papeleras y puso en relieve ese contraste entre los empresarios extranjeros, que hablan cruzado para parecer más ajenos, y los nativos, que necesitan como el agua un trabajo para llevar el pan a la casa. Esa intención, valiosa, con un mensaje social ejemplificador, está lograda parcialmente, porque pierde peso por algunas imperfecciones en el guión y porque, como suele suceder en muchos realizadores, se mixturó géneros para sumar erróneamente atractivos a la trama. Y en cine, como en tantas expresiones del arte, muchas veces menos en más. En “La tierra roja” no hay humor ni terror (al menos en el formato clásico), pero hay drama; hay una suerte de culebrón fallido entre el protagonista y la maestra revolucionaria del lugar; hay acción que muta en una suerte de western, que tampoco llega a plasmarse del todo; y sobrevuela desde el principio al final el mensaje de “la lucha continúa”. Esa frase es el emblema de toda la película, tanto es así que cuesta ser tan duro con un director que se la jugó por levantar banderas sociales y defender a los más vulnerables a través de una película. Sobre todo cuando el cine norteamericano de la industria apuesta a ideas repetidas y dejan expuesta cada vez más su falta de imaginación. Pero el séptimo arte es mucho más que una denuncia, y el cuento que mejor llega a destino es el que está bien contado.
La trampa de cambiar el destino El género del terror va ganando cada vez más espacio en en el cine argentino. Y Daniel de la Vega es uno de los cineastas que evidenció un mayor crecimiento. Con algunas referencias inevitables a la saga de “El juego del miedo”, el realizador que venía de un buen trabajo con “Necrofobia” vuelve a apostar más al suspenso que al terror y le da resultado. Bajo el subtítulo “El juego diabólico”, De la Vega construye un relato breve e intenso estructurado desde la desesperación de una madre que es capaz de hacer lo imposible para salvar la vida de su hija. Desde ese lugar de empatía natural con el espectador, configura una suerte de road movie en la cual Virginia (Cardinali) enfrentará a una secta perversa que secuestró a su pequeña Rebeca en un pueblo fantasma. Para rescatarla, tendrá que llevar ante el rito demoníaco un ataúd blanco. Pero el tema es que ella no será la única mujer que quiere salvar a un niño, sino tres, y ahí está el guiño a “El juego del miedo”, porque sólo una de ellas podrá vivir para lograrlo. El filme tiene motosierras, cuerpos cortados al medio, cabezas cortadas y sangre, pero en su justa medida y con buenos efectos. El logrado guión plantea hasta qué punto sirve traicionar al destino.
Las víctimas del vicio Para Alejandro, la ruleta es su perdición y también su salvación. Si por algo es respetado en su triste vida es porque tiene el secreto mejor guardado para ganar en el casino. Pero a veces para llenarse los bolsillos hay que pagar un precio demasiado alto. Por allí pasa parte de la historia de "El jugador", la ópera prima de Dan Gueller. Inspirada en la novela homónima de Fiódor Dostoievski, la película tiene momentos logrados y una idea bien planteada y desarrollada, aunque se nota una falta de dinámica en el relato debido a cierta lógica inexperiencia del realizador debutante. Filmada íntegramente en el casino y en el Hotel Provincial de Mar del Plata, la historia suma intensidad a partir de mostrar ese micromundo en el que todo pasa por ganar plata. Y para eso se romperán códigos entre amigos, parejas, hermanos y hasta caerá un abuelo multimillonario (último papel de Oscar Alegre, quien murió pocos días antes del estreno). El amor siempre mete la cola y será la excusa para que Alejandro (interpretado por Alejandro Awada) sortee las presiones de Sergio (Pablo Rago, en su primer villano en la pantalla grande) y vuelva a caer en las garras del juego. Awada compone a un personaje derrotado, quebrado y pese a algunas expresiones gestuales reiteradas en trabajos anteriores, da lo suficiente como para salir airoso. La sorpresa es la bella Lali González, que se conocía por su rol en el exitoso filme paraguayo "7 cajas", que sorprende por su versatilidad interpretativa. El final también sirve para abrir el juego, valga la paradoja. Porque invita a que el espectador eche a rodar los dados sobre el paño o le ponga una fichita de mil pesos para uno u otro cierre más o menos políticamente correcto. Una película que, sin ser sobresaliente, deja un mensaje latente.
Algo más que amigos Hablar en 2016 de elecciones sexuales parece un tema que atrasa. Por eso Lucas Santa Ana, para su primer largometraje de ficción, decidió ambientar "Como una novia sin sexo" en 1996. No es antojadiza la determinación de anclar esta historia veinte años atrás, era otro el mundo, no hay duda. Y también lo era para estos tres amigos, que se van a un camping de Villa Gesell para pasar unos días de vacaciones, sin supuestamente otra motivación que pasarla bien, tomar sol, ir al mar, jugar a la pelota y nada más. Los tres tienen un secreto que prefieren no revelar. Uno escapó de ver morir a su abuelo y los otros dos sienten un deseo mutuo, que va más allá de la amistad. En una situación que podría ser fácilmente adaptada a una puesta teatral, esta es una película de vínculos, que se quiebran aún más cuando aparece la cuarta en discordia, una joven sexy y liberal que le gusta decir las cosas por su nombre y encarar a quien tenga ganas, aunque ni recuerde su nombre. En esa telaraña quedarán expuestas la falta de códigos de la amistad, la homosexualidad reprimida, la libertad sexual, los miedos a salir del closet, el amor y, casi como un tema aleatorio pero no menos importante, el ocio de vacaciones como disparador de sensibilidades que no por estar escondidas son menos reales. "Como una novia sin sexo" remite a una frase en la que uno de los personajes realza el valor de un buen amigo, al que uno lo quiere tanto como a una novia, pero sin sexo. El guiño del título es que hay veces en que las metáforas, ante la evidencia del deseo, se caen a pedazos.