El corazón detrás de la cámara Si hay una ventana por donde entrar a este documental es aquella que hace foco en el amor por el cine. Ese es el motor que llevó a Alejandro Venturini a llevar adelante "Favio, crónica de un director". Claro, el cine y Leonardo Favio, desde ya, como dos puntas de un hilo rojo indestructible. La estética de este documental tiene la impronta de las películas del músico, actor y compositor mendocino, y allí radica su mayor acierto. A lo largo de dos horas, que en principio pueden parecer extensas pero luego son ampliamente disfrutables, se va contando la vida y obra de este autor. Desde su infancia en Luján de Cuyo hasta su paso por el reformatorio, que dio el leit motiv para "Crónica de un niño solo"; y todo el proceso creativo, de casting y de preproducción de películas icónicas en su filmografía como "Nazareno Cruz y el lobo"; "Juan Moreira", "Gatica, el mono" y "Aniceto". El perfil político del director y su pasión por el peronismo también se reflejan en esta historia, contada por su entorno familiar y los actores y productores que trabajaron a su lado. Lo más jugoso, sin embargo, se da con las propias palabras de Favio, extraídas de una entrevista aún inédita de 2009, en la que él exponía su devoción por el cine. "El cine es hermoso, es como el amor, cuando querés escapar no podés", dice Favio, con su acostumbrada simpleza y brutal contundencia sensible. Para los amantes del cine, imperdible.
La pelota no se mancha Hay un subtítulo que debería llevar “El hijo de Dios”, a manera de recomendación para los espectadores: “Sólo para amantes del fútbol”. Porque esta película entretenida y lograda desde el mensaje y desde lo visual es más disfrutable para todos los apasionados por el juego de la redonda. La acción se desarrolla en Betania, un pueblo donde el fútbol está prohibido, no se puede ver ni jugar en ningún potrero. A excepción del Día de Pascuas, esa jornada es sagrada, y la palabra no es antojadiza. Con referencias claras al western de Sergio Leone, el filme de Fernández y Girod tiene recurrentes guiños bíblicos. Aparecen personajes como Pilatos, el sheriff que es el arquero invicto del pueblo; y otros como Tomás, Pedro, Magdalena y, claro, Jesús, que es una especie de salvador del juego bonito. La metáfora más jugosa se desprende de la participación del Ruso Verea, ex arquero profesional y brillante analista de fútbol. “El fútbol está lleno de victorias impensadas”, dirá desde su prisión. En ese pueblo, el sacerdote tiene un anillo con la imagen de una pelota en vez de una cruz, como para reflejar el poder excesivo que se le otorga al deporte más popular. La corrupción, el “todo pasa”, la gloria y la derrota y hasta un guiño a “Esperándolo a Tito”, el cuento de Eduardo Sacheri, tendrá su espacio en el partido que definirá una liberación, nada menos. Para verla hasta el pitazo final.
Tu cuerpo es mi moda En “La bahía” todo es extraño. Y quizá esa rareza, con personajes extravagantes y un humor físico, por momentos hasta exacerbado, genera que la película sea atractiva, sin que ello signifique brillante. El realizador Bruno Dumont propone una caricatura de la familia burguesa de Francia, a la que le propina una mirada despiadada. Ambientada en el verano de 1910, todo transcurre en el paisaje de la costa Channel, con el foco puesto en el choque brutal de clases. Por un lado, la ostentación de los Van Peteghem, que viven aburridos mirando la vida pasar desde su mansión. Y por el otro, una familia de pescadores, los Brefort, cuyas costumbres alimenticias no son las más usuales. Enmarcada dentro del género de comedia negra, la película tiene un guiño al policial a partir de la desaparición misteriosa de algunos turistas. Para investigar el caso aparecen en escena Machin y Malfon, dos inspectores desopilantes a los cuales es muy fácil asociarlos a El Gordo y El Flaco, no sólo por los parecidos físicos, sino también por el tono de aquellos personajes. Al director no le temblará el pulso para mostrar la ineficacia policial y la depravación y decadencia de la sociedad burguesa, a la que expone mostrándolos tontos, torpes, vulgares y hasta con delirios místicos. En medio de esa mirada habrá una historia de amor teñida de ambigüedad, es el romance del pobre y del rico, del marginado y el poderoso, plasmado en la piel de un pescador que no teme en decir “te amo” y un personaje travestido. Para que la caricatura tome un ribete más metafórico, Dumont le agrega una pizca de cine fantástico, con personajes que, literalmente levantan vuelo. La antropofagia, efectuada por la familia más vulnerable, es otra metáfora, quizá la más cruel de la película.
La trama secreta del pasado Langdom, un investigador de iconografía y simbología religiosa, vuelve a estar en medio de una intriga de alcance planetario. "Inferno" repite la estructura de las dos partes anteriores basadas en las novelas de Dan Brown. Esa inicial falta de sorpresa para quien haya visto "El código Da Vinci" y "Angeles y demonios", seguramente no la experimentarán aquellos que no conozcan el personaje del profesor Robert Lagdom, interpretado por Tom Hanks. Langdom, un investigador de iconografía y simbología religiosa, vuelve a estar en medio de una intriga de alcance planetario. Más precisamente, este héroe de acción atípico que no da trompadas ni protagoniza persecuciones a toda velocidad, tiene que detener el plan extravagante de un millonario que quiere salvar el planeta con un singular método: aniquilando a la casi totalidad de la población con una pandemia. Por más que parezca disparatado, la intriga funciona con la lógica propia de las convenciones de este tipo de ficción. El plan tiene sus detalles y es que las buenas intenciones de Langdom chocarán contra las malas de los villanos que quieren vender al mejor postor el virus mortal. Hasta allí el filme avanza a fuerza deducciones brillantes, acertijos escondidos en ilustraciones del Renacimiento y tomas generosas de Florencia, Venecia y Estambul. Pero cuando Lagdom, también un experto en historia, desconoce qué función cumplía la Basílica Cisterna de Estambul, o cuando la película, generosa en explicaciones, no aclara cuál es el rédito de los malvados de turno que presumiblemente también podrían morir en la pandemia, la intriga se diluye, aunque la acción se extiende hasta el último minuto.
Cruda metáfora laboral Pasar “el invierno” está asociado generalmente a algo poco grato, complejo, cuesta arriba, y también como la transición hacia algo superador o supuestamente distinto. Por esas coordenadas hilvanó Emiliano Torres esta película, mezcla de western y drama, con amplio registro de denuncia social y una fotografía impecable, que se tradujo en un premio especial del jurado en el último festival internacional de cine de San Sebastián. Filmada en medio del clima hostil de la Patagonia, la trama transcurre lenta, con los tiempos de los campesinos residentes en Santa Cruz, regidos sobre valores simples pero también de máxima crudeza. Allí, el viejo Evans (Alejandro Sieveking) recibirá,como cada año, a un grupo de peones cuyo objetivo será esquilar ovejas. Trabajarán de 5 de la mañana a 5 de la tarde y deberán dormir sobre un colchón mugriento todos juntos dentro de un galpón. Entre ellos sobresale Jara (Cristian Salguero), quien comenzará a destacarse en su tarea hasta desplazar a Evans del cargo de capataz.En este ascenso y este descenso de categoría aparece el invierno en su derrotero más cruel. Porque Jara deberá cuidar la estancia de los cuatreros y a la vez también del abuso de su jefe y de algún que otro enemigo enigmático. Y porque Evans intentará acomodar su vida, para lo cual tejerá lazos ya deshilachados con su hija y su nieto, que ni siquiera sabía que ese hombre mayor era su abuelo. En el medio de estos vínculos, el destrato patronal, las miserias de los poderosos, la fragilidad de los que buscan sobrevivir a como dé lugar y esa esencia despiadada de transitar todos contra todos. Para atravesar estas sensaciones, Torres abordó una suerte de western, sutil, pero efectivo. Y redondeó, de modo brillante, una metáfora del salvajismo laboral en la Argentina.
Juntas en la desgracia El desequilibrio mental es enfocado desde la soledad y las carencias afectivas, pero con un giro de comedia y sin caer en el golpe bajo. Por ese camino transitó Paolo Virzi para hacer “Loca alegría”, una película que se sostiene en la impronta de las dos protagonistas, Valeria Bruni Tedeschi y Micaela Ramazzotti. Ellas dan vida a Beatrice y Donatella, dos pacientes que se encuentran en un internado de Toscana y comienzan un vínculo que va del rechazo a la amistad y a la contención. Beatrice (logradísimo rol de Bruni Tedeschi) es una mujer que no puede parar de hablar, que pertenece a la clase alta italiana y que es tan resistida por su ex amante como deseada por su ex marido. Donatella (Ramazzotti, en una interpretación atípica y sorprendente) será la internada nueva, que llega con un secreto y mucha fragilidad expuesta. Juntas harán una dupla conmovedora, porque Beatrice elegirá proteger a Donatella y de alguna manera se necesitarán mutuamente. El director hace una soslayada crítica a esta modalidad de internación psiquiátrica, expresada en los títulos del final, y hasta se permite un guiño a “Thelma y Louise”, no del todo feliz. El cierre de la película sintetiza en las miradas de las dos amigas un gesto de redención y de complicidad, que es un broche ideal para esta historia.
El género biopic dejó de ser novedad hace tiempo. Tanto es así que en los Oscar 2015, por citar apenas un ejemplo, cuatro de las ocho nominadas a mejor película fueron biográficas: “El código enigma”, “La teoría del todo”, “Selma” y “El francotirador”. En “El hombre que conocía el infinito”, el director Matt Brown hurgó sobre la vida de Srinivasa Ramanujan, un genio de las matemáticas, de origen indio, cuya particularidad era resolver grandes problemas aritméticos con más intuición y guiños religiosos que pruebas ortodoxas. A Matt Brown le faltó pulso cinematográfico para darle a esta trama mayor intensidad y emoción. Se notó mucho que es su ópera prima, sobre todo porque eligió un registro narrativo demasiado convencional, al que le faltó una dinámica más ágil, sobre todo en la primera mitad de la película, algo soporífera. Lo que salva al filme es la profundidad actoral de los protagonistas. Dev Patel, aquel que se hizo conocido por su labor en “¿Quién quiere ser millonario?” y “La vida de Pi”, conmueve con su Ramajuan idealista, tormentoso y enamorado. Y como coequiper está la calidad habitual de Jeremy Irons, quien al componer al profesor Hardy demuestra otra vez que a la hora de transmitir emociones menos es más, en sintonía con la estética matemática del filme. Hardy recibirá a Ramajuan en la Universidad de Cambridge y fogoneará sus métodos matemáticos pese a la resistencia del establishment educativo. La película intenta hacer foco en ese vínculo, en el que a partir de la misma pasión nace una atracción mutua, que en el caso de Hardy roza el amor platónico. El filme corona el buen mensaje de lo válido que es luchar por lo que uno ama, aunque siempre haya que navegar contra la corriente.
El famoso vuelve al pueblo para pelear con sus fantasmas Daniel Mantovani es un consagrado escritor argentino que vive hace 40 años en Barcelona. Daniel Mantovani es un consagrado escritor argentino que vive hace 40 años en Barcelona. Es millonario, se la pasa postergando conferencias y firmas de libros en todo el mundo y desde que ganó el Premio Nobel de Literatura, hace cinco años, no volvió a escribir una línea. Una mañana, entre las tantas invitaciones que les leía su secretaria privada, quien junto con la mucama eran las únicas personas que pisaban su casa, le llega una carta de Salas, su pueblo natal. "Creo que hice una única cosa en toda mi vida, escapar de ese lugar", dijo Mantovani, impecablemente representado por Oscar Martínez. "Lo que te da terror te define mejor", canta Gabo Ferro, y aunque no forma parte de la poderosa banda de sonido de esta película, la frase pinta como ninguna la realidad de este personaje. Es que Mantovani teme tanto la abulia de Salas, la chatura de ese lugar, el amor perdido y las amistades ambiguas de ese pueblito de Buenos Aires, que irá en busca de esos fantasmas para perderles el miedo de una buena vez. O para escapar, con el fin de no volver nunca más. Lo que sí, definitivamente, hará un viaje hacia su pasado para encontrarse a sí mismo en este presente. A Salas irá, nada menos, para recibir el título de ciudano ilustre. El encuentro de los mundos opuestos es un tema abordado recurrentemente por la dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Lo hicieron con una eficacia envidiable en aquella comedia negra "El otro lado" al mostrar el contraste entre Leonardo, ese diseñador intelectual que encarnaba Rafael Spregelburd, y Víctor, el violento vendedor de autos interpretado por Daniel Aráoz. Aquí la antinomia se da entre Daniel y Antonio (Dady Brieva), que lo llama Titi, como en aquel entonces, y le contará que se casó con Irene (Andrea Frigerio), la novia que el escritor dejó cuando abandonó el pueblo. En ese cruce está lo más gracioso y a la vez lo más oscuro de la película. Mantovani vivirá situaciones bizarras, como recorrer el pueblo arriba de un coche bomba, caminar por una plaza y que los vecinos lo filmen con un celular, que una joven bellísima (Belén Chavanne) se le meta en la habitación para tener una noche de sexo, o ser presidente del jurado de una pésima exposición de cuadros, que le generará enemigos impensados hasta ese momento. Así como ocurrió en menor grado en "El otro lado" y mucho más en "El artista", la dupla Cohn-Duprat vuelve a reflexionar sobre el concepto de arte, la creatividad, la fama, el arte elitista y el arte popular, y los límites difusos entre la cultura institucional y la de raíz. Pero aquí le suman algo más, y es poner el foco en el lado menos conocido de las figuras famosas. Y lo hacen desde el lugar en el que se corren del estrellato y se acercan a un acto solidario, como donar una silla de ruedas a un desconocido o publicarle un cuento a un principiante. Aunque lo más revelador es cuando muestran a este Nobel de Literatura desafiando al poder real, a las normas establecidas institucionalmente, y al poder de barrio, representado por los que toman decisiones en un pueblo perdido. Pese a las dos horas de película, "El ciudadano ilustre" se disfruta de principio a fin e invita a una sonrisa agridulce.
Dolor en blanco y negro El blanco y negro copa la escena en "La luz incidente". El contraste atraviesa la historia de Ariel Rotter, el director que llevó a la pantalla grande un relato familiar y supo ponerlo en foco con sutileza y sensibilidad. En un tono casi minimalista, el filme transcurre en una ambientación relajada, en una Buenas Aires lejana, allá por los años 60. Parece mentira que todo sea tan lejano, desde la radio a transistores hasta la cajita de música, el Fiat 1.500 y ese modo formal y cortés de relacionarse. Pero las expresiones de los protagonistas Erica Rivas y Marcelo Subiotto le dan proximidad a sus criaturas, con relaciones cercanas, reconocibles en cualquier pareja de aquella década. La trama desanda a partir de la pérdida. Es desde ese hueco por donde sangra Luisa (Rivas, impecable). Ella perdió a su hermano y su esposo en un accidente de tránsito y se quedó sola con sus dos hijas pequeñas. Esa herida no cierra. Luisa todavía plancha las camisas de su marido como si la tuviese que usar la mañana siguiente y sigue buscando alguna explicación que le justiquique lo inexplicable de dos muertes absurdas. No puede con su tristeza. Ni siquiera ante la presencia de Ernesto (Subiotto, en un rol sorprendente), quien no sólo le ofrece su amor, sino que también quiere darle el apellido a las niñas para que todo quede casi como era entonces. Las presiones sociales y el qué dirán que rodea a la esta familia pequeño burguesa irá arrinconando a Lucía, quien deberá tomar alguna decisión, más allá de su dolor. El corazón le hace trampas, por momentos quiere soltarse y tener algo de fuego pasional en sus días y hay ratos que desearía dormir y no despertar. Una película para ver y disfrutarla, lejos del color, y cerca del claroscuro, con o sin luz incidente.
La vida desde otra piel Tom Brand es un hombre exitoso, poderoso y millonario, pero la pobreza le aflora en su vínculo familiar y en la falta de valorización hacia sus afectos. Ahí sí que se le ven los bolsillos flacos. Se le nota al desvalorizar a David, su hijo mayor, que lo ayuda en su empresa de bienes raíces; al olvidarse del día de cumpleaños de Rebecca , su hija menor; y al no atender nunca los llamados de Lara (la eternamente bella Jennifer Garner). La obsesión de Tom (el siempre eficiente Kevin Spacey) es que el rascacielo que construye con su empresa sea el más alto de Estados Unidos. No le importa que no sea redituable y que se invierta millones para lograrlo, lo único que quiere es que todos digan que él logró esa meta. Hasta que un día deberá concurrir a la tienda de mascotas del excéntrico Félix Perkins (Christopher Walken), y ese momento será un hecho bisagra. Junto a Rebecca, Tom accederá a comprarle un gato largamente deseado para el 11º cumpleaños de su hija, pese a que él odia a los felinos y a todos los animales. Perkins le querrá dar una lección de vida y utilizará sus poderes mágicos para generarle un accidente que lo dejará en coma y a cambio lo hará vivir dentro de Michu, el gatito de Rebecca. El director Barry Sonnenfeld , que se destacó en “Hombres de negro” y “La familia Addams”, construye un relato lineal pero efectivo, con un mensaje que invita a pensar que hay más humanidad en un felino que en un hombre de carne y hueso. Los efectos digitales están muy logrados y le dan movimientos muy naturales a Michu, que puede volar de una punta a otra, caerse de una mesa, destapar un botellón para tomar whisky o volar desde el rascacielos más alto. La película entretiene, no es pretenciosa, y cumple su objetivo.