La argentinidad al palo y tragicómica Hay muchos logros en el filme, y quizá algunas cuestiones podrían ser mejoradas, pero la película sintetiza pantallazos de la naturaleza humana con saludable humor negro La película de Damián Szifron (sí, es sin acento en la o) le pone el tilde a la violencia social, la cotidiana, esa piedra en el zapato que estorba un poquito, a veces un poco más, hasta que un día explota todo, como en el cuento "Bombita". "Relatos salvajes" lleva por subtítulo "Todos podemos perder el control", y estos dos encomillados atraviesan las seis historias de manera meridiana. La realización, de proyección internacional y coproducida por El Deseo (de Pedro Almodóvar), está craneada como un lanzamiento for export, pero respira y transpira argentinidad pura, argentinidad al palo, como diría Bersuit Vergarabat. Hay muchos logros en el filme, y quizá algunas cuestiones podrían ser mejoradas, pero la película sintetiza pantallazos de la naturaleza humana con saludable humor negro. La tragicomedia sobrevuela los relatos en enfoques tan bien representados (mérito del trabajo de casting), que es muy fácil identificarse con los personajes, sean héroes o villanos. La película abre con "Pasternak", una situación atípica entre los pasajeros de un avión, con acertadas actuaciones de María Marull y Darío Grandinetti. En ese vuelo, todos tienen un vínculo entre sí, pero no lo saben, y eso los llevará a una situación indeseada. "Las ratas", con magistral actuación de Rita Cortese, secundada por una creíble Julieta Zylberberg y César Bordón, en una criatura detestable y lamentablemente reconocible, plantea una historia de venganza. Un candidato político y empresario llega a un típico bar de estación de servicio y la moza advierte que ese cliente es una mancha negra en su vida. "El más fuerte", rodado en escenarios naturales de Salta, es una conocida batalla de clases. El tipo del Audi y el laburante de la construcción, el engominado con olor a perfume y el que tiene las uñas negras sucias de cal. El contraste típico de un país, que dispara más violencia que puntos en común. Leonardo Sbaraglia, sólido como siempre, y Oscar Bertea, con muy poco rodaje actoral pero en un rol memorable, protagonizan un cruce de palabras en la ruta, con consecuencias dramáticas y escatológicas, en donde la risa y la tragedia se vuelven a dar la mano. Darín se luce en "Bombita", una metáfora de las injusticias sociales y de cómo un tipo puede hartarse de la burocracia cotidiana, la hipocresía y el destrato. El actor de "El secreto de sus ojos" es un ingeniero especializado en demoliciones, con problemas de pareja (impecable Nancy Dupláa, como la esposa hastiada), que vive un día de furia, en un guiño al filme de Joel Schumacher con Michael Douglas. "La propuesta", con un deslumbrante Oscar Martínez, es un reflejo de ese horizonte sin límites de las familias de alta sociedad y "Hasta que la muerte nos separe", golazo de Erica Rivas, hace eje en las mentiras de pareja, en una crítica a las clases adineradas y en el contexto de una fiesta de boda en la que la torta se mancha con sangre. Con incontables guiños al cine, desde Spielberg al Szifron de "Los simuladores", la película destila calidad de imagen, relatos y roles logrados, y pinta una argentinidad con alta cuota de porteñismo y algún link de universalidad. Si las historias hubiesen tenido un nexo entre ellas hubiese sido excelente. Pero Szifron eligió la violencia social como hilo conductor, y su filme jerarquiza el cine nacional.
Una sombra familiar Crítica en PDF.
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La familia se agranda El que llega a ver “Río 2” viene, generalmente, de dos circunstancias. O le gustó muchísimo “Río” o bien le hablaron maravillas de esa película y quiere saber de qué se trata la segunda. Como sea, el espectador saldrá de la sala con la sensación de haber visto una buena película de animación. Quizá el principal objetivo de Blue Sky Studios y Carlos Saldanha, el director de este filme. Aquí Perla, Blu y sus tres hijos irrumpirán en el Amazonas con el fin de buscar sus raíces, algo cansados de la vida urbana en Río de Janeiro. Al meter el pico en la selva comprobarán que no son los únicos guacamayos azules que hay en el mundo. Y allí comienza la sensación ambigua de los personajes, quizá no tan explotada por el director, pero al menos sobrevuela la trama: y es que la libertad de descubrir el costado más salvaje que tiene el hecho de vivir en medio del verde total se enfrenta con la dificultad de soportar a los parientes. Es aquí donde hay algunas perlitas de humor, que impactan mayormente en los niños, aunque uno de los platos fuertes de “Río 2” son los números musicales, especialmente “I will survive”, que deleitará especialmente a los papás. Con un inevitable mensaje ecologista, “Río 2” no alcanza el registro de calidad del guión de la primera, pero invita a irse del cine con una sonrisa. No es poco, tampoco demasiado, pero vale verla, con o sin 3D.
El amor que nunca envejece No hay dudas que “Una dama en París” es una película de amor. Amor con mayúsculas. Aunque en todo el filme de Ilmar Raag haya sólo un piquito entre esa mujer enamorada y ese hombre, que tiene la categoría de ex amante. Claro, la dama en cuestión es nada menos que Frida (Jeanne Moreau, eterna) y el señor es Stephane (Patrick Pineau). Ella, una octogenaria algo desprejuiciada para la época; él, un cincuentón agradecido. Y la tercera en discordia, que también puede ser la dama del título, es Anne (Laine M„gi, impecable). Entre los tres también hay una química de amor y odio, que atraviesa la historia y la hace más atrapante, simplemente por lo sutil de ese cruce. Anne y Frida tienen en común su procedencia, y es que ambas son estonianas. Por ese motivo Stephane le pedirá a Anne que viaje desde Estonia hacia París para cuidar a Frida. Y le advierte: “Ella dice lo que piensa, no se deje intimidar”. En el primer encuentro se sacan chispas. Frida la desprecia, la denigra. Y Anne dudará entre irse a su casa, a compartir lo poco que le dan sus hijos y afrontar los recuerdos de su madre fallecida, o quedarse ahí, en la belleza parisina, y afrontar otra nueva realidad. El director quiso hablar de amor, pero también de sexo, de deseo, de que la vejez no tiene por qué ponerle arrugas a los sentimientos, y hasta de la inmigración en Francia. Y eso lo muestra desde el derrotero de tres personajes que tienen otro común denominador: la soledad. Para no dejarla pasar.
Asesino encubierto Crítica en PDF.
Algo tenía que suceder "Un ínfimo detalle puede torcer el rumbo de nuestra vida", dice un anciano escritor en "Inevitable", que aunque nadie lo nombre es el mismísimo Jorge Luis Borges. La frase es clave en el filme de Jorge Algora ("El niño de barro"), porque es lo suficiente para que Fabián (Darío Grandinetti) torne su destino en algo realmente inevitable. Basada en la obra teatral de Mario Diament, "Cita a ciegas", la película está ambientada en los años 80 básicamente porque es la época en la que el autor de "Ficciones" y "El Aleph" estaba con vida. Se trata de un homenaje al vuelo del consagrado escritor, pero también, y más aún, la película es un culto al amor, a jugársela por los sentimientos, cueste lo que cueste. Y dejar el mensaje que nunca es tarde para conquistar aquel amor que daba cosquillas en el estómago. La historia se desanda a partir del derrotero de Fabián, el gerente de un banco cuyo presidente adhiere a "la ley del gallinero", esa que reza que "la gallina de arriba caga a la de abajo", así, sin eufemismos. Una tragedia laboral comenzará a hacerle ruido en la vida supuestamente ordenada a Fabián, quien en su intimidad apenas cruza palabras con su mujer (Carolina Pelleriti), una terapeuta maltrada por una paciente insatisfecha (Mabel Rivera, en buen rol). El gris muta en rojo cuando Fabián conoce accidentalmente a dos personas. La primera es aquel viejo iluminado, que en la película se lo identificará como Ciego (Federico Luppi, en notable interpretación de Borges), y la segunda es Alicia (Antonella Costa), una artista sin demasiados pruritos para entablar relaciones. De estos vínculos asomarán mundos paralelos que en algún momento se van a cruzar. Y allí será donde Fabián se encontrará con una parte de sí que jamás hubiese imaginado.
El cine de Néstor Montalbano responde a la consigna “tómalo o déjalo”. Lo que habla muy bien de Montalbano, él no hace un cine “para todo el mundo” y lo sabe, y allí radica la mayor valoración de su propuesta. “Por un puñado de pelos” es un raíd disparatado del derrotero de Tuti Turman, un personaje sin responsabilidades (logrado rol de Nico Vázquez), cuyo único problema aparente es su incipiente calvicie. El joven descubre que hay unas aguas milagrosas en San Luis, y hacia allí va con el portero de su edificio (correcto Daniel Ferreyra, el guitarrista estrella de “Talento Argentino”), quien acudirá a ese paraje para celebrar el cumpleaños centenario de su abuela. En esta película, Montalbano va desandando una trama con resortes delirantes, pero lo interesante es que la película entretiene sin ser una sucesión de gags del estilo de “Los bañeros más locos del mundo”. Nada de eso. Es muy atrapante el contraste del hombre porteño, hijo de un empresario rico, con el tipo de campo, con otros tiempos y alejado de la sociedad de consumo. El filme, que hasta incluye en una escena un pequeño homenaje al western, tiene una resolución que apunta a fortalecer las búsquedas personales. Como Montalbano, cuya búsqueda es siempre bienvenida para el cine argentino.
Aquel que vaya al cine a buscar alguna similitud con el Frankenstein de Boris Karloff saldrá desilusionado, desde ya. Pero si el espectador se entrega a una película de aventuras y con un despliegue visual impactante, más de uno saldrá satisfecho con “Yo, Frankenstein”, aunque con algunas reservas. El director Stuart Beattie usó como disparador la creación de Mary Shelley para contar el derrotero de una criatura, hecha con partes de ocho cadáveres, a lo largo de más de dos siglos. La trama despega en 1790 para ofrecer una breve introducción pero el nudo del filme se desarrolla en la actualidad, en el marco de una batalla entre los demonios y las gárgolas, seres alados que pretenden salvar a la humanidad de los villanos. Aaron Ekchart sortea con eficiencia el rol de Adam, el nombre que adoptará la creación de Víctor Frankenstein. Adam buscará su destino y tratará de integrarse a la vida cotidiana pese a que debe soportar el karma de no ser un humano. Un grupo de científicos, liderado por Naberius (un brillante Bill Nighy), lo busca para un experimento que tiene el objetivo temible _como otras tantas propuestas hollywoodenses_ de sembrar el mal en la Tierra. Las batallas de los seres demoníacos y las gárgolas (ocultos tras las figuras humanas) son el motor de este filme, realizado por los mismos productores de “Inframundo”. Este golpe de efecto termina debilitando la línea argumental, que de a poco pierde rigor, si alguna vez lo tuvo, con el correr de los minutos. Sólo recomendable para los que buscan entretenimiento rápido, monstruos alados y fogosas batallas. El final deja abierta la historia para una posible secuela. Ojalá que esa apuesta sea superadora.
Una vida soñada es aquella que se relata en un cuento o en una novela. Y en una familia de escritores todas las historias deberían cerrar más o menos bien, simplemente porque en sus libros son los autores ideológicos de cada destino. Pero en “Un lugar para el amor”, el director y guionista Josh Boone se encargó de poner en escena las complicaciones de una familia disfuncional, en la que la insatisfacción y la soledad juegan un papel decisivo. William Borgens (Greg Kinnear) es un escritor reconocido, cuyos hijos Samantha (Lily Collins) y Rusty (Nat Wolff) también despuntan el vicio de escribir. William está separado de Erica (la siempre bella Jennifer Connelly) y no puede superar esa angustia. Esa separación también repercute en sus hijos, quienes se replantean hasta qué punto el amor eterno es poco más que un cuento de hadas. Samantha elige relaciones pasajeras y sexo rápido para evitar enamorarse, mientras Rusty fuma opio para reparar el dolor ante un amor casi imposible, que además carga con una adicción. La película se hace llevadera, aunque por momentos peca de previsible, pero acierta en el registro afectivo de los personajes. La pintura de la desolación y las inseguridades en el amor está bien planteada, tanto para la generación de los que superan los 40 años como para los veinteañeros. Los vaivenes creativos de los escritores y la competencia típica de padres e hijos también atraviesan esta historia. Las actuaciones, sin ser descollantes, son convincentes para que la trama sea lo suficiente creíble. Lily, la hija de Phil Collins, se desenvuelve correcta en su rol, mientras que Patrick Swarzenegger, hijo de Arnold, apenas cumple un papel secundario. El amor por la literatura también aflora en el filme, y como dato de color sobresale la voz del mismísimo Stephen King haciendo de sí mismo. El mensaje, con un toque poético sobre el cierre, es que los lazos sanguíneos no se cortan nunca y que siempre hay una segunda oportunidad cuando el amor es verdadero.