El amor, convertido en un arma letal en medio del desierto Los verdaderos protagonistas de “Muerte en el Nilo” no son ni Kenneth Branagh, en su efectivo rol del detective Hércules Poirot, ni el trío de tensión sexual que componen Gal Gadot, Armie Hammer y Emma Mackey. No, nada de eso, las estrellas de esta película basada en la poderosa novela de Agatha Christie son el amor y la muerte. Branagh dirige y se vuelve a poner en la piel de Poirot, como lo hizo en la anterior historia de la escritora británica “Asesinato en el Expreso de Oriente”, en un personaje hecho a medida. Aquí Poirot vuelve a presentarse como un personaje tan sufrido como exótico. Un bigote exhuberante pudo disimular su cicatriz de guerra pero las llagas del dolor por la muerte de su amada esposa son irreparables. Esa pérdida acentuó más su personalidad y lo convirtió en un investigador famoso, que sedujo a varias damas de su entorno pero principalmente a los más poderosos. La multimillonaria Linnet (Gal Gadot) lo contrata justamente para que la cuide en una luna de miel plena de derroches en un barco a bordo del Nilo. Ella teme que su ex amiga Jacqueline (Emma Mackey) se cobre venganza porque le quitó a su prometido Simon Doyle (Armie Hammer) y lo convirtió en su esposo. Poirot aparece como el convidado de piedra en medio de esa festichola, en la que se tira el champagne caro al mar pero de pronto en el fondo de las aguas comenzarán a caer las evidencias de múltiples asesinatos. Agatha Christie es una experta en crear suspenso y compartir con los lectores las sospechas sobre los asesinos. Y Branagh respetó ese pulso y lo tradujo a la perfección en una suerte de cajas chinas cada vez más oscura. Pero lo más atrapante es que detrás de cada una de las muertes que se van sucediendo aparece la pasión como nave insignia. Quien asesina lo hará por amor y también para ocultar algo. Y es ahí donde el espectador empieza a jugar su propio juego. Porque cada vez que Poirot pone el ojo en un villano aparecerá otra villana para sustituirlo, o bien una sospechosa impensada o un amigo que no es tan amigo. “No me siento segura con ninguno de ellos”, le dice Linnet al detective pidiendo protección al borde de la desesperación. Mientras tanto, esa tensión contrasta con los paisajes desérticos de Egipto, en un logrado trabajo digital, y las excentricidades de un barco lujoso en donde parece que nada peligroso podría suceder. La actuación de Kenneth Branagh es de un registro notable. Porque compone a un Hércules Poirot tan seguro y perspicaz como vulnerable. Y en esa encarnadura se corre del rol de superhéroe para convertirse en alguien tan cercano con quien es muy simple tener empatía, sobre todo por el inicio de la historia cuando se muestra un incidente en su juventud que lo marcará de por vida. “Muerte en el Nilo” también se destaca por una dirección muy inteligente. Porque la mayor parte de la película sucede a bordo de un barco y Branagh logra combinar escenas casi teatrales e intimistas con otras tan ampulosas al estilo de “Titanic”, de James Cameron. En el medio, nunca se pierde la tensión dramática. No se sabe quién o quiénes son los culpables de tantas muertes hasta el último respiro. Por eso dan ganas de ver este policial hasta la página final, como leyendo el epílogo de Agatha Christie.
El mito de un hombre que dejó su huella en el pueblo Hay personas que por su modo de ser y de influir en los demás se convierten en personajes. Y si, como en este caso, se trata de alguien como Jesús López, que acaba de perder la vida en un pueblo pequeño de Entre Ríos, se convierte en una suerte de mito. Maximiliano Schonfeld utiliza como disparador la trágica muerte de un piloto de autos con mucho carisma para contar qué sucede con la familia, los amigos y amigas que quedan en ese mismo espacio soportando el hueco de su ausencia. Sin subrayados y con trazo fino, Schonfeld se para sobre la muerte para hablar sobre la vida. Tan simple y contundente como eso. Porque el derrotero que empieza con el velorio y el rezo para que Jesús tenga una mejor vida en el cielo, con el guiño del nombre como anzuelo, continúa con un pincelazo optimista de los deudos. Jesús era un motoquero que corría carreras en el pueblo, pero todos y todas quieren que su impronta continúe. Por eso Abel, su primo, utiliza su ropa para ir a los bailes y tanto la mamá como el papá del fallecido lo incentivan para que él herede esa pasión. El foco está puesto en Abel, a la manera de un coming of age, porque el pibe pasa de ser un chico con inquietudes, dispuesto a hacer todos los mandados que le pidan los tíos (padres de Jesús) a ser un pibe seductor, que se animará a dejarse el pelo largo para parecerse a su primo y aprenderá a manejar aquel auto inolvidable. Quizá sea para encontrar la parte de Jesús que él está buscando, pero también para bucear en la parte de Abel que todavía no conoce. El director se corre del relato nostálgico, no le interesa para nada la lágrima fácil. Y utiliza un recurso casi del género fantástico para mostrar la mutación de Abel a Jesús en una escena que es la más lograda de la película. Mientras todo esto transcurre, se muestran las grietas entre la vida de campo y de pueblo. Sobre esas mismas grietas nació y creció el mito de Jesús López.
No es otra tonta película sobre el fin del mundo Como si fuera una saga después del “boom” que resultó ser “No mires arriba”, ahora llega otra película sobre el fin del mundo. Pero en “La última noche” no se apela tanto a los meteoritos ni a las precisiones científicas. Aquí se hace foco en una pareja que decide reunirse con sus hijos y sus amistades más cercanas para festejar la Navidad en la noche previa al fin del mundo. Y para evitar el sufrimiento decidieron tomar una píldora que garantiza la muerte inmediata sin sangre y sin dolor. Camille Griffin plantea esta historia como una comedia negra. Sobre todo al principio, cuando parece que le hiciera un guiño a “Perfectos desconocidos”, ya que todos y todas se animan a contar sus verdades y tirarlas sobre la mesa. Pero las revelaciones de quién se acostó con quién, las sorpresas y las risas comenzarán a tomar un sabor agridulce cuando vaya llegando la hora de la verdad. Y aquí es cuando comienza a tallar la figura de Art, interpretado por Roman Griffin Davis, el adolescente que descolló en “Jojo Rabbit” y aquí vuelve a dar una clase de actuación. Porque Art es el que rompe con el supuesto clima de celebración al plantear que él no sólo no está dispuesto a morir, sino que no está de acuerdo en tomar esa pastilla, ni tampoco que sus padres sean los que se la den. “Si me matan no son mi familia”, plantea Art y reniega de que las personas con menos recursos deban morir a expensas de ese gas letal que invadirá el mundo sin que ellos no muevan un pelo para ayudarlos. La directora, que también es la madre del pequeño actor, coloca a Art en una suerte de reserva moral, que puede leerse tanto para referir a la máxima de “los chicos siempre dicen la verdad” como también a una crítica a las sociedades occidentales del capitalismo salvaje. Estos factores hacen que esta no sea otra tonta película sobre el fin del mundo, más allá de que el filme cuenta con algunos clichés sensibleros que podrían haberse evitado.
Será posible el sur En un juego de opuestos, arbitrario, claro, “Yo, traidor” podría ser la contracara de “La hija oscura”, uno de los últimos éxitos de Netflix. En ese filme, una madre expone su derrotero sobre tener hijas sin desearlas y se lamenta de sus postergaciones personales sin reflexionar sobre la oportunidad única de ser madre. Rodrigo Fernández Engler hizo una película dedicada a su padre, y en los títulos finales (no funciona como spoiler) aclara "por él soy papá”. Esta es la historia de Máximo Ferradas (logrado rol de Martínez), un joven que integra una empresa pesquera familiar, muy bien posicionada, pero que aparentemente no siente como propia. En una tensa situación con su hermano Darío (Sergio Surraco) y mucho más amorosa con su padre (Jorge Marrale), toman la decisión de venderla a una firma estadounidense. Desde aquí cambia el rumbo de Máximo. Su ambición de poder, su egoísmo, la necesidad de hacer buenos negocios y su poca empatía con su entorno hará que rápidamente pida su parte de la empresa vendida, se instale en Perla del Mar, una localidad pesquera del sur, y se contacte con lo peorcito de la zona. Entre ellos estará Antonio Caviedes (excelente papel de Arturo Puig), quien es el hombre más oscuro y poderoso del pueblo, enfrentado con un sindicalista (Osvaldo Santoro) de buena fe, que se opone a la idea for export de consensuar una ley de pesca. Máximo se dejará seducir por la estirpe de Caviedes y hasta por su habilidad culinaria, pero se quedará sorprendido cuando muy suelto de cuerpo le diga: “Yo le resuelvo la vida a la gente, de todas las maneras”. El realizador logra un relato dinámico, pero con el espacio suficiente para reflejar los tiempos muertos de la vida de pueblo, con diálogos profundos, y utiliza la fotografía de bellas playas sureñas (està filmada en Chubut) para que el espectador se meta de lleno en ese paisaje y ese universo. Con la lógica “pueblo chico, infierno grande” (quizá algo exacerbada) ocurrirán hechos inesperados para Máximo que lo obligarán a tocar fondo. Lo único bueno es que la única manera de salir del pozo es yendo para arriba. Sobre el final se verá lo mejorcito de la historia, cuando sobrevuela un mensaje de resiliencia y se respira la importancia de buscar en lo mejor de la familia (por caso el papá de Máximo) para sacar la cabeza debajo del agua y volver a empezar.
El humor como antídoto para digerir la estupidez humana Si hay una frase que explica el sentido de toda la película de Radu Jude es la que se muestra tras los títulos iniciales: “Nadie entiende que el mundo se hunde en el océano del tiempo y está lleno e infestado con esos enormes cocodrilos llamados decrepitud y muerte”. Lo sorprendente es que este texto llega después de los tres minutos que abren el filme en los que Emi, que después sabremos que es una profesora de secundaria de una escuela de Bucarest, aparece teniendo sexo (explícito) con su marido. El video de ese momento de intimidad se sube a una página web, Pornhub, y el caso explota, en la calle, en los medios, pero, por sobre todo, y en donde hace hincapié el realizador, en la reputación de la docente. Planteada en formato de comedia y con separadores temáticos con música distendida, “Sexo desafortunado o porno loco” se presenta como “un sketch para una película popular”. Después de la escena de sexo y de la frase conceptual se la ve a Emi transitando las calles de Bucarest y hablando por celular con su marido sobre el famoso video. La cámara de Radu Jude hace un paneo por ese andar de Emi, en donde supuestamente no pasa nada, pero se dice todo. Porque en escenas cotidianas se ve naturalizado el destrato, las diferencias de clases sociales, el bombardeo de la sociedad de consumo, las publicidades de doble sentido y también la falta de respeto y empatía, en un arco que va desde la cola en un supermercado hasta un automovilista que atropella a un inspector de tránsito. En medio de todo ese universo caótico, se hará foco en varios hombres que se burlan y provocan a Emi porque seguramente la vieron teniendo sexo en el famoso video viralizado. La segunda parte de la película es una suerte de documental en la que se hace referencia a una sociedad degradada, política y culturalmente. Desde la foto en la que se ve a un hombre blanco tocándole las tetas a una mujer negra en medio de una excursión selvática hasta el empoderamiento social y mediático de Stalin y Hitler. Y la tercera y última parte es Emi frente a la directora, docentes y padres de los alumnos, quienes a la manera de un juzgado de la ética y la moral definirán si ella debe o no seguir dando clases en ese establecimiento educativo. Los argumentos de padres y docentes dan ganas de reír y de llorar. Y allí está la genialidad de este realizador -que ganó el Oso de Oro a mejor película en el último Festival de Berlín- porque en esos testimonios pacatos, retrógrados y despectivos en los que supuestamente se defienden la moral y las buenas costumbres se pueden reflejar padres, docentes y directivos de acá a la vuelta, de Rumania, de Estados Unidos o de cualquier parte del mundo. Y para graficar aún más la frase del comienzo en la que “nadie entiende que el mundo se hunde”, hay un link inevitable con la pandemia que azota este planeta y es la presencia del barbijo en los personajes. El “subite la mascarilla” convive con “qué linda tu mascarilla”, mientras la muerte sigue pidiendo pista para tomar el personaje protagónico. En ese contexto, todo cierra para que el humor del final aparezca como una suerte de antídoto para soportar con una sonrisa irónica los exabruptos de la estupidez humana.
El artista que viaja en el tiempo buscando un amor A Don Gregorio le llaman “El relojero”, porque tiene “la manía de jugar con el tiempo”. Este relojero, interpretado por Mario Alarcón, es la voz en off que atraviesa la trama de “Milagro de otoño”, del director rosarino Néstor Zapata, quien mechó pincelazos de su vida de artista en un filme que mixtura el melodrama clásico con el género fantástico. El alter ego de Zapata es Faxman, que no es otro que Luis Machín, quien también versiona sus inicios teatrales junto al realizador local. Y le pondrá el cuerpo a un ilusionista de baja monta que sale por los pueblos de Santa Fe con un Citroën desvencijado, desde donde promociona con un megáfono su show de “hipnotismo y marionetas”. El público lo ovaciona o se ríe cuando a Faxman le falla el truco, pero todo suma en su periplo artístico. Hasta que en la localidad de Tortugas un día hipnotiza a Candelaria (la debutante Sol Zaragozi) en medio de una función de un club de pueblo y los dos quedan encandilados de amor. Zapata utiliza una puesta casi teatral que puede ir a contrapelo del vértigo cinematográfico y audiovisual de estos tiempos, pero que sin embargo es leal a la sensibilidad y al tono que siempre le imprime a sus producciones. Tanto la dirección de fotografía de Héctor “Nene” Molina como la música original de Jorge Cánepa y las orquestaciones de Pablo Pasqualis (todos con amplia trayectoria local y nacional) le dan un logrado sello estético al filme. El toque de realismo mágico se dará cuando Faxman sufre una angustia muy grande (que conviene no spoilear) y apela a aquel relojero que lo lleva al túnel del tiempo para reconstruir la geografía del pasado. En ese viaje aparecen el niño que fue (interpretado por Lorenzo Machín, hijo de Luis), su mamá (Bárbara Zapata, hija de Néstor), la figura de su padre y todo el paisaje de una vida que es historia pero que aflora en el presente. Ese aire familiar, que se respira tanto en la ficción como en la realidad, se corona con la dedicatoria final del director a un gran amor que, como le pasó a Faxman, también resiste el paso del tiempo.
Una comedia entretenida y previsible “Ex casados” es una comedia que entretiene gracias al carisma y la calidad interpretativa de Jorgelina Aruzzi y al logrado desempeño de Roberto Moldavsky quien, pese a debutar en el cine, no desentona en esta historia dirigida por Sabrina Farji. El problema de la película es que es previsible. Y da la sensación desde las primeras escenas que el final será color de rosa. Esto se debe a ciertos personajes estereotipados que, más allá de que por momentos son efectivos, le quitan matices a una historia de desgaste matrimonial, filmada con cuidada producción dentro de cierto convencionalismo del cine de la industria. Sonia y Roberto son una pareja que tiene naturalizada la convivencia entre un marido machirulo y exitoso con una mujer ninguneada. Hasta que Sonia patea el tablero y anuncia que se quiere separar en medio de su propia fiesta de cumpleaños. A partir de ahí empieza la batalla, también muy subrayada. La historia salta en el tiempo y ella se enamora de un abogado más joven y de México (Michel Noher) y él con una actriz súper top (Liz Solari), a quien dirigirá en su película que promete ser exitosa. Pero en el momento de mayor enfrentamiento, Sonia atropella con el auto a Roberto y deberá cuidarlo en su rehabilitación un poco por culpa, otro poco porque la actriz de moda tiene obligaciones “profesionales”, y otro poco porque el amor es más fuerte. Quizá allí está la bandera que levanta la directora con mayor vehemencia, y es válida. Porque más allá de cierta proclama feminista y la conversión de un machista furioso, “Ex casados” sostiene que el amor de una pareja, cuando está cimentado en un vínculo sólido, no se desintegra en la primera tormenta.
Un romance prohibido mal resuelto Un romance entre una profesora sugerente y un pibe de 16 años ya trae consigo un buen augurio para una película que, además, se presenta como un thriller erótico. Bien, “Amor bandido” no cumple lo que promete y queda a mitad de camino entre la historia de amor, el thriller y, mucho más, entre el supuesto relato hot. Luciana (Romina Richi) es una docente que tiene enloquecido a Joan (Quattordio). Tanto que de la noche a la mañana se lo lleva un fin de semana largo a una casa de campo y el pibe desaparece de su casa como si nada. El director Daniel Werner estigmatiza demasiado a los padres de Joan, y los pinta como un juez distante y una madre inexistente para explicar los motivos por los cuales nadie se preocupa de buscar a un menor que desaparece de la faz de la tierra con el uniforme de la escuela y el tema ni sale en las redes. Pero el foco está puesto en el vínculo de Luciana y Joan, a los que le sobra química sexual, aunque no se muestre demasiado para que el filme sea “erótico”. Parece una luna de miel la estadía en la casa de campo hasta que entra en escena un amigo inesperado de Luciana (gran labor de Rafael Ferro) y ya nada será como antes. De a poco se irá descubriendo que detrás de aquel romance de la profesora y el alumno había un plan para secuestrar al hijo de un poderoso. Y la película empieza a perder consistensia a medida que los personajes se van desdibujando. El único que mantiene la esencia del tipo que le rompieron el corazón es Joan, en una composición lograda de Renato Quattordio. Pero eso sucede hasta que un giro del guión sobre el final le agrega otra arista a ese joven herido, más vinculada a la venganza y a la violencia, que no aparecía en el psique du rol de Joan, en otro paso en falso del guión que el director coescribió con Diego Avalos. En su ópera prima, Daniel Werner quiso contar la historia de un joven que se trasforma por amor. En ese proceso quizá le faltó sutileza para describir los desencantos del adolescente y expuso una mutación forzada en el cierre de la historia.
Se viene el fin del mundo y mete miedo De Hollywood a este punto del planeta hay películas de sobra para hablar del fin del mundo y del nuevo orden. “Lo inevitable” también lo hace, pero lo muestra desde un lugar tan cercano que mete miedo. El realizador Fercks Castellani utilizó citas bíblicas y ambientó el filme con un logrado criterio estético para plantear una escena apocalíptica que atraviesa la Argentina sin necesidad de precisar detalles sobre fechas ni lugares. “Esto es una guerra” plantea Marcos (Luciano Cáceres), quien se refugia en una casona de campo junto a su hermana Juana (Juana Viale), acompañada de su hija Laura (Daryna Butryk), quien respeta más las órdenes de su tío que las de su mamá. La radio es el medio de comunicación por excelencia, por lo que se deduce que todo ocurre en la década del 20 o del 30 en el siglo pasado. Sin embargo, Castellani tiene guiños permanentes hacia la actualidad. Sobre todo cuando se cita que Juana posee un don y tiene “miles de seguidores”. O cuando refiere que se viene una sudestada y que hubo un suicidio masivo en Brasil: imposible no asociarlo al fanatismo mesiánico que comanda Jair Bolsonaro. La distopía estructurada desde una clave que pivotea en un arco que va de la fe religiosa al fanatismo de las sectas se presenta cercana en “Lo inevitable”, cuyos personajes apuntan a sacrificarse para limpiar el mundo con el propósito de recibir lo que viene, que siempre será mejor. En ese contexto, Juana primero hará oídos sordos a la profecía, pero armará un trabajo silencioso mientras el eclipse avanza y los pastores levantan su mensaje hacia su gente, que van tras ellos como ovejas de un rebaño. En síntesis, una propuesta de género con cuidado diseño de arte en una producción independiente y realizada de manera cooperativa: una buena señal del cine argentino que se sigue reinventando para desafiar la crisis.
La nena que quería una vida normal La Plata, 1975, faltan seis meses para el Golpe de Estado y en la Argentina ya se respira el terror. Más aún en la vida de Laura, una nena de 8 años, que mientras desayuna una tostada con dulce con la ropa del colegio, a su lado mamá y sus amigos preparan las armas con las que harán un acto de resistencia. La directora Valeria Selinger, realizadora argentina residente en París, se basó en el libro de Laura Alcoba “Manèges, petite histoire Argentine”, para llevar a la pantalla grande una historia real ocurrida en una de las ciudades más vapuleadas por el terrorismo de Estado. Pese a que fue demasiado subrayado el estereotipo de los civiles de Inteligencia, Selinger se las ingenió para mostrar la vulnerabilidad de una niña como Laura, que apuesta a seguir jugando, aunque de pronto ese juego es hacer que su vida parezca la de una niña normal, para que nadie sospeche que su madre (excelente actuación de Guadalupe Docampo) es la misma que sale en la tapa de los diarios bajo el título “Se busca mujer peligrosa”. De pronto la niña y su mamá irán a vivir a una casa en la que habrá una jaula de conejos como pantalla de un escondite donde se imprime “Evita Montonera”, un periódico prohibido, claro. Ese lugar es el centro de operaciones de la clandestinidad. Todos y todas saben que la vida está en juego, menos Laura que juega de verdad, que no advierte el riesgo de muerte, por qué no sabe de qué se trata esa palabra. Para reflexionar sobre el sinsentido de dar ciertas batallas.