El amor verdadero no se puede dibujar Pocos títulos son más precisos que “Retrato de una mujer en llamas”, porque detrás de la impronta artística la frase también refleja el fuego sentimental de la mujer, para el caso, las mujeres. No se habla aquí de una señorita de estos tiempos, sino de dos mujeres de la Bretaña francesa en 1770, que se cruzan por un hecho meramente circunstancial. Una es Marianne (Noémie Merlant), una pintora que es contratada por una dama de la alta sociedad para realizar el retrato matrimonial de su hija Héloise (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento y se resiste a aceptar el mandato de casarse. Más aún cuando apenas conoce a su futuro esposo y todavía no sabe qué es eso que llaman amor. Marianne es la típica artista empoderada, que pinta porque le apasiona, no se ata a ningún hombre simplemente porque no le gustan y sostiene que “la igualdad es un sentimiento agradable”. Héloise no se quiere casar pero tampoco quiere que la retraten. Así que Marianne se hará pasar como su dama de compañía y de paso irá dibujándola a escondidas. En ese vínculo surgirá una amistad primero y una tensión sexual después. Pero si quien va a ver esta película se queda en la historia de amor entre dos mujeres se pierde algo más. Y es el universo de sensaciones nuevas que descubre Héloise a partir del momento en que conoce a Marianne. No sólo el sentimiento amoroso llegará a su vida, sino también reflexionará sobre la libertad, la soledad o la necesidad de reír. “¿Cómo suena una orquesta? preguntará la joven a punto de casarse. “Eso no lo puedo explicar con palabras”, dirá la retratista. Y la frase será el señuelo de una escena maravillosa del final, que evoca el disfrute que genera escuchar música. Otro flechazo a los sentidos, bien craneado por Céline Sciamma. La directora, ganadora en Cannes por este guión, hizo una película plagada de sutilezas desde lo emocional y con un amplio respeto por el tratamiento de la imagen. Hay escenas que parecen pinturas al óleo. Y ese guiño lo utiliza como quien da estiletazos en momentos clave. Una película que demuestra que las pasiones reales no tienen tiempo, y que el amor real no se puede dibujar.
Mujeres que aman más allá de las rejas Edgardo Castro es un director con sello propio. Puede sorprender y deslumbrar como también generar abulia o rechazo por la crudeza de sus imágenes, pero jamás será un realizador que provoque indiferencia. Sucedió en su ópera prima “La noche”, en la que no tuvo reparo en dirigir y protagonizar escenas de sexo explícito para retratar un perfil poco visible de la vida nocturna en Buenos Aires; y también en “Familia”, donde también eligió poner el cuerpo pero para mostrar la intimidad de su propio seno familiar. En “Las ranas”, su tercera película, decidió correrse del centro de la escena para contar la sordidez, la rutina y las miserias -tópicos que también abordó en sus dos películas anteriores- pero desde una realidad no tan cercana y poco frecuentada en el cine: la vida de las mujeres que van a visitar a sus novios en la cárcel. El documental sigue el derrotero de una joven vendedora ambulante de 22 años que ofrece medias a 50 pesos en el conurbano bonaerense y los fines de semana va a visitar a su novio, en el Penal de Sierra Chica. Hay pocos diálogos, pero algunos son brillantes por su simpleza y contundencia. Como cuando el novio le dice a la chica que está aburrido por la rutina de la cárcel y ella le dice: “Y bueno, ¿quién te manda?” La cámara se cuela en el relato sin subrayar nada, sólo muestra. Y es más que suficiente. Sobre todo porque el espectador a veces tiene la sensación de que no está pasando nada, pero basta ver a esa madre amamantando a su hijo antes de salir a vender medias, de verla puteando a un tipo porque no le compra y encima la destrata, o ver la cotidianidad de las charlas familiares en las visitas al Penal para que ese universo marginal tome un peso específico relevante. Castro utiliza los tiempos muertos para darle vida a su relato. Y siempre quiere mostrar algo más, aunque sea chocante por la crudeza. En esta película, el director apeló a esos recursos en menores dosis pero fue suficiente como para describir, en una escena sobre el final, un rasgo de la sexualidad de esas mujeres que viven su día a día con más pesares que esperanza. Con rejas afuera y rejas adentro.
Un amor en el túnel del tiempo En un futuro distópico, Miami está inundada, una guerra dejó llagas abiertas y ahora todos y todas tratarán de sobrevivir como puedan. Nick (Jackman) y Watts (Newton) son dos ex combatientes cuyo negocio es ofrecerles a la gente revivir sus mejores recuerdos mediante un viaje al pasado que los clientes transitarán a modo de trance, pero Nick y Watts pueden verlo ante sus ojos en un holograma cuasi real. Con un guiño a Christopher Nolan en cuanto al relato del cruce temporal, Lisa Joy aportó la experiencia de su trabajo como guionista en la serie futurista “Westworld” y construyó en su ópera prima un relato con aciertos y altibajos. Porque si bien es cierto que la historia es atrapante, tiene tantos giros y contragiros que hay momentos que termina abrumando al espectador con tanta información. Sin embargo, hay un punto en el que Lisa Joy hace la diferencia. Y tiene que ver con que apuntó a sacar a flote la historia de amor entre Nick y Mae (Ferguson), una clienta que supuestamente sólo va para recordar donde perdió sus llaves, pero en realidad el motivo será otro. Ese es el motor de una trama que falla en el enfoque ideológico y en la descripción social de Miami, pero impacta en la puesta, en la producción, en las escenas de acción y en levantar la bandera del amor, como la nave insignia que puede vencer en cualquier guerra, sea del pasado, del presente o del futuro.
El vínculo madre-hija, entre la ambigua realidad y la ficción Nada más ambiguo que la verdad. El director japonés Hirokazu Koreeda lo sabe muy bien, porque ya había atravesado la verdad de los vínculos familiares en su anterior filme “Un asunto de familia”, disponible en Netflix, que lo llevó a ganar la Palma de Oro en Cannes en 2018 y a ser nominado al Oscar como mejor largometraje en habla no inglesa. En su primera producción en Europa, Koreeda se rodeó de dos actrices referentes del cine francés, como lo son Catherine Deneuve y Juliette Binoche, para hechar un vistazo a la compleja relación de madre-hija, para lo cual utilizó acertadamente el recurso de mostrar el cine dentro del cine. Es que Deneuve interpreta a Fabbiane, una actriz consagrada en París que mientras atraviesa los últimos años de su carrera se ve obligada a convivir con las nuevas camadas de colegas, en un recambio generacional que no le causa mucha gracia. En medio del rodaje de un filme de ciencia ficción en el que interpreta un rol secundario junto a la actriz del momento, llega su hija Lumir (Binoche) junto a su marido, que también es actor, pero de baja monta (el eterno Ethan Hawke) y la pequeña hija de ambos. Hay un momento revelador cuando Lumir le reclama a la madre sobre la falta de veracidad de un texto, en la que ella sale citada, y que acaba de salir publicado en su biografía. Y Fabbiane, muy suelta de cuerpo le dice: “La verdad no tiene nada interesante”. La frase, dicha al descuido, es como un aguijón clavado en esta historia. Porque la ficción y la verdad van cambiando de roles todo el tiempo, no sólo en la película que filma Fabbiane, sino también en lo que cuenta el libro, en las fantasías que la abuela le cuenta a su nieta, en el guiño a “El Mago de Oz” y en la relación trunca entre la mamá actriz y la hija tapada por el halo de esa fama que no le pertenece. En medio de todo eso, una sutileza del director, la inclusión de Sarah, una amiga de Fabbiane que fue como una madre para Lumir, que tuvo una muerte dudosa, que no aparece nunca en la película, pero tiene un rol fuertísimo en la historia. ¿Verdad o ficción? Habrá que creerle a Fabbiane: “La verdad no tiene nada interesante”.
La oscura trama detrás de la trata Un niño desaparece mientras jugaba con la arena en una plaza y ya nada volverá a ser como antes. Alejandra Marino, la directora de “Hacer la vida”, apostó a visibilizar la oscura trama detrás de la trata de personas y la red de venganzas que se originan sobre alguien que, simplemente, busca justicia. Carla es psicóloga forense de un juzgado penal y en medio de un caso polémico de trata y prostitución secuestran a su hijo Lucas. Junto con Gustavo (Joaquín Ferrucci), su ex pareja, se lanzan a una búsqueda compleja y caótica. Hasta que creen encontrar la punta del hilo que arrastra la madeja. Es allí donde la historia cae en algunos errores de guión, con diálogos algo forzados, actuaciones poco creíbles y situaciones que no tienen la suficiente sintonía emocional que el tema amerita. En ese contexto, intérpretes de la talla de Ana Celentano, Manuel Callau y Victoria Carreras nunca dan el tono adecuado y apenas aportan chispazos de sus roles apoyados en su oficio. Sin embargo, vale destacar la labor de la protagonista Paula Carruega (Carla), quien compone un personaje logrado y es quien lleva adelante la historia con su angustia a cuestas y su impotencia hacia un sistema social y judicial que la oprime. Marino acertó en el tema, pero no en la manera de contarlo. Quizá con menos giros del guión el resultado y el mensaje hubiese sido superador.
Imperfecta búsqueda de lo perfecto La búsqueda de la perfección puede ser un punto sin retorno. Hacia allí apunta la directora alemana Ina Weisse en este filme que, más allá de mostrar un desenlace demasiado tremendista e innecesario, no deja de ser una buena lectura de la complejidad de la condición humana. Anne es una profesora de música exigente hasta el hartazgo. Y también de una sensibilidad poco frecuente. Esa sensibilidad le permitió percibir que Aleksander, ese joven tímido que fue a una audición de violín para entrar a la escuela de música, tiene verdaderas condiciones para tocar su instrumento. Ella será la profesora que le dará todas las pautas necesarias para que el joven supere la prueba de ingreso. Pero con el paso del tiempo sus métodos de enseñanza serán tan intensos que por momentos se parecerá al personaje de J.K.Simmons en “Whiplash”. La directora traza paralelamente un perfil de la vida íntima de esta docente, que le confiesa amor a su esposo pero lo engaña sin miramientos con un compañero músico; y que no puede lograr que su hijo, a quien también hostiga para que estudie violín, le regale un beso cariñoso. Anne, excelente interpretada por Nina Hoss, también es un reflejo de la insatisfacción natural del artista, que tiene como norte la búsqueda de la excelencia sin reparar en los efectos colaterales que eso conlleva. “La audición” también sirve para ver cómo seguir después de un fracaso. Y hasta qué punto vale la pena la autoexigencia a cualquier costo.
La ausencia, esa cosa tan extraña Cloe no tiene consuelo, pero no lo dice, no encuentra palabras para hacerlo, porque, simplemente, no hay palabras para expresar tanto dolor. Su hermana Erin se ahogó una tarde en la pileta de casa y lo peor es que la vida pareciera que tiene que continuar como si nada hubiese pasado. La directora Sol Berruezo Pichon-Riviére se las ingenió para hacer foco en una tragedia sin golpes bajos ni subrayados. Así como en “La ciénaga” de Lucrecia Martel se veía ese clima de asfixia por una situación omnipresente, aquí la realizadora utilizó recursos similares para exponer lo que duele sin necesidad de mostrar la herida. Para eso se nutrió de un uso cuidado de la cámara y hasta por momentos hay una puesta casi teatral de ciertas situaciones cotidianas. Sobre todo cuando la pequeña Cloe juega con sus primas en medio de la tristeza. Todas saben todo, pero lo disimulan como pueden, en un retrato de un universo esencialmente femenino, ya que no hubo varones protagonistas ni en el elenco ni en el cuerpo técnico del filme, por una decisión de búsqueda de “mayor fraternidad”, según citó la directora. Apenas hubo dos actores en roles menores y, uno de ellos, con una mirada un tanto perversa hacia una niña. Quizá ese sea el único acto fallido del filme, ya que lo poco que muestra del universo masculino lo hace desde un lugar desagradable. Por lo demás, “Mamá, mamá, mamá” enfoca con acierto ese momento de hastío y desolación que invade a las personas que pierden a sus seres queridos en situaciones traumáticas como la que que narra esta historia.
Crear una película en la que el mismísimo Hitler sea un amigo imaginario tan facista como imbécil ya es una jugada maestra. Eso hizo Taika Waititi con "Jojo Rabbit" y dio a luz una historia que, más allá de ser divertida, jamás se despega de la feroz crítica hacia el nazismo. Ambientada en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, la película retrata a las fuerzas del Führer en plena decadencia. Para sumar fieles a la causa, se les ocurrirá adoctrinar niños, quienes serán mejores, según su ideología, cuanto más violentos sean. Jojo Betzler (impecable Roman Griffin Davis) tiene tanto fanatismo por la svástica que el que tendría cualquier chico de esta era por un jueguito de la Play. Tanto es así que tiene un amigo imaginario que es Hitler, tan torpe y burdo como fundamentalista, y también extremadamente gracioso (Waititi, el también director del filme). Jojo quiere ser un nazi perfecto, pero cuando le toca matar a un conejo no puede hacerlo. Bullyng mediante le pondrán Jojo Rabbit (de ahí el título del filme) y el chico comenzará a reflexionar sobre su desdemedida pasión. En el medio, y lo más importante, su mamá (Scarlett Johansson, siempre eficiente) es una activa militante de la resistencia y tendrá refugiada de incógnito a una adolescente judía (la bella Thomasin McKenzie), que tendrá un vínculo sensible con Jojo. El filme de Waititi tiene momentos dramáticos y es imposible no asociarla a "La vida es bella", por la lograda mixtura de lo trágico con lo gracioso, sin soslayar la denuncia. Los personajes son entrañables y la historia sensibiliza y divierte. Hay que verla.
Un pueblo perdido en el nordeste brasileño, en la zona de Pernambuco, está aislado de todo. Sin agua potable, tampoco alimentos y encima tiene que soportar que a veces venga un candidato político a asegurarles que pronto llegarán las soluciones, cuando todos saben que es otra mentira más. Kleber Mendonça Filho, el mismo director de la brillante “Aquarius”, vuelve ahora en compañía de Juliano Dornelles para hacer un retrato distópico de un Brasil futurista, con cierto aroma apocalíptico, donde los villanos están muy estigmatizados y los nativos se retratan con traje de héroes. Quizá ese trazo grueso es el único pifie del realizador, que así como en “Aquarius” la tuvo a Sonia Braga como nave insignia, aquí volvió a convocar a la actriz de “Doña Flor y sus dos maridos” y no falló. Ella es una médica, que está en pareja con una mujer, y es una referente del pueblo y de la resistencia, por eso no le temblará el pulso para hacerle frente a un temible líder filonazi (sólido rol de Udo Kier). La película muestra a un pueblo que perdió las esperanzas y también las reglas, donde la vida vale poco, el sexo vale mucho y la muerte está a la vuelta de la esquina. Los directores aseguran que no quisieron hacer alusión a la política represiva de Jair Bolsonaro, porque el filme fue pensado mucho antes, pero es imposible evitar la metáfora hacia la realidad actual de Brasil. En la última parte del filme hay un giro hacia el género gore, con cabezas explotadas y arrancadas del cuerpo, y antes se verá un cierto aire al Cinema Novo y a la estética de John Carpenter. Es una historia futurista, pero no tan lejana.
Gilbert (el siempre efectivo Daniel Auteuil) y Simone (Catherine Frot) son un matrimonio que vive en un pueblo encantador del sur de Francia. Pero la mística de fines de los años 60 terminó, la rebeldía revolucionaria también y, encima, no hay un mango en el tarrito de los ahorros. Simone, cual mujer empoderada de esta era, aunque al borde de los 70 años, decide tomar las valijas y marcharse para buscar una vida más feliz. Pero antes engañó a su marido con su vecino y mejor amigo Ettiene (Bernard Le Coq). Y como éste decidió mudarse, ella seguirá sus pasos. Lo que sigue es una comedia aparentemente liviana, pintoresca, que refleja que el amor y la amistad pueden mover varias piezas cuando son de verdad. Porque Gilbert, que es hosco y conserva algunos ideales de su juventud, no temerá humillarse y hasta enfrentar a su amigo con tal de recuperar a su amada. En el medio deberá enfrentarse a un problema de salud de su hija, con quien está peleado, y deberá hacerse cargo de su nieto, en un vínculo tan crispado como bello, que se convertirá en uno de los mejores momentos de la película. El director tomó como inspiración a unos vecinos suyos que viven en un pueblito del sur de Francia. Y quiso retratar, con la comedia como plafón, “el hundimiento de la sociedad”. Para reír y pensar.