"Antes de hablar quesería decir una palabra" decía el gallego Alberto Irízar de "Polémica en el bar". Y aunque el universo Sofovich no tiene nada que ver con el de los cómic, vale la digresión para arrancar esta crítica y advertir algo a los fans de la saga de superhéroes. Si van a ver "Guasón" con la idea de ver el "chash" "bang" "boom" de Batman o los efectos especiales de la saga del Hombre Murciélago, se van a llevar un chasco. Ahora, si buscan la oscuridad que atravesó "El Caballero de la Noche", de Christopher Nolan, o están dispuestos a ver la cara nunca vista del Joker no se pierdan esta película maravillosa. Joaquin Phoenix rebajó 20 kilos para componer a este personaje y esa mutación física la trasladó a su criatura no sólo desde lo gestual sino también en lo que tiene que ver con la psiquis de este villano. Es imposible no meterse en la piel de Arthur Fleck, un pobre diablo que vive en Ciudad Gótica junto a su madre y se gana la vida disfrazado de payaso con un cartel gigante del producto que toque vender esa semana. Nada más impersonal. Ese producto no es él, esa cara no es la suya, esa no es la vida que él quiere hacer, nada más lejano a la felicidad, aunque su mamita lo llama "Feliz", en otra metáfora de la irrealidad que le toca atravesar a diario. Ciudad Gótica supuestamente es una ciudad imaginaria de Estados Unidos en los años 80, pero Todd Phillips, el mismo director disparatado de la saga de "¿Qué pasó ayer?", le aplica a ese espacio una dosis terrible de verosimilitud. La violencia, la injusticia, la voracidad mediática, la crisis laboral, la desigualdad social, la mirada despiadada al diferente y la impunidad del poder político hacen que esta Ciudad Gótica no sea la del comisionado Gordon que veíamos en los 70 en blanco y negro, sino que se parezca mucho a la Buenos Aires de Macri, a la Nueva York de Trump o a la Brasilia de Bolsonaro. Es en este contexto donde Arthur, que sueña con ser una figura del stand up, se vinculará con una estrella de la TV como Travis Bickle (Robert De Niro), en una relación que desnuda las miserias de los famosos y la fragilidad de los que quieren un minuto de fama. Arthur no aparece como el Guasón hasta el último tramo de la película, justamente cuando se expondrá ante las cámaras, el único lugar donde podrá confirmar que él es real, porque como reza el apócrifo manual de comunicación de masas "si no estás en la tevé no existís". Pero antes de llegar a la pantalla chica mostrará esa lucha por superar su risa nerviosa patológica, sus fantasías amorosas, su vínculo de amor-odio con su madre y hasta aparecerá en escena cara a cara con un chico llamado Bruce Wayne (sí, Batman). Hay derramamiento de sangre, una revuelta popular contra los poderosos y un Guasón que detrás del maquillaje es víctima y victimario. Imperdible.
Víctor (el siempre efectivo Piroyansky) es un cineasta en caída libre que un buen día tiene la oportunidad de su vida:filmar una película con todos los gastos pagos. Pero claro, el tema es el género, o es una porno o nada.El entorno lo presiona. Desde un productor inescrupuloso (Aráoz), hasta un suegro baboso y poderoso y un amigo algo bizarro que resiste en un videoclub (Furtado). Siempre en un tono de comedia, "Porno para principiantes" cuenta una historia que, sin necesidad de llegar a las carcajadas, entretiene y mantiene al espectador de las narices hasta el final. Porque el porno lo lleva en el título pero está lejos de caer en la obviedad de una escena Triple X y, en el fondo, Carlos Ameglio se las ingenia para contar el derrotero de una actriz de la industria pornográfica que la tiene que remar para ganarse el pan y de un realizador que, como tantos en la Argentina, es capaz de perderlo todo con tal de perseguir su sueño.
El cine negro de John Huston, con aquel Halcón Maltes de piloto y sombrero sobrevuela a “Punto muerto”, quizá la película más lograda y redondita de Daniel de la Vega en toda su filmografía. Ambientada en 1907, y con un blanco y negro determinante, la historia comienza con una voz en off que habla del “crimen más asombroso de la historia policial argentina”. Hay un encapuchado con capa llamado Espectro y un asesinato a una mujer ciega que escribe un mensaje en alfabeto braille. Desde allí la trama hace foco en una rivalidad feroz: la del consagrado escritor Luis Peñafiel (Osmar Nuñez), un especialista en novelas policiales, contra el crítico literario Edgar Dupuin (Luciano Cáceres). Peñafiel le teme a las críticas de Dupuin, en tiempos en que una mala reseña podía arruinar la carrera de un autor. Un tercer personaje, Gregorio Lupus (Rodrigo Guirao Díaz), admirador de la obra de Peñafiel, será una suerte de comodín en esta historia donde ocurre un asesinato tras una discusión entre los dos rivales y al desaparecer Dupuin, todo indica que el asesino es Peñafiel. De la Vega tejió con precisión diálogos y situaciones, con un timing impecable, para que la trama lleve de las narices al espectador. Encima, la música incidental, los planos utilizados y una sutil iluminación remiten de inmediato a aquel cine noir, pero a la vez le agrega la impronta de estos tiempos. Se destacan las actuaciones impecables de Nuñez y Cáceres, bien secundados por Guirao Díaz y Natalia Lobo. Lejos del terror de “Necrofobia” y “Ataúd blanco”, De la Vega pega un salto de calidad con un policial de lujo. Para no perdérsela.
Hay que meterse en la piel de Vanesa, la hermana de Luciano Arruga, para comprender la dimensión trágica de “¿Quién mató a mi hermano? El documental pone el ojo en el juicio a la Policía Bonaerense y la lucha de familiares y amigos por la muerte de Luciano Arruga, el joven que desapareció el 31 de enero de 2009 y cuyos restos aparecieron recién el 17 de octubre de 2014, pero enterrados sin identificación en el cementerio municipal. Es Vanesa la que lleva la voz cantante de esta búsqueda, desde el micrófono de la radio Zona Libre hasta el juicio al policía Diego Torales, quien fue condenado a 10 años de prisión por la tortura al pibe de 16 años a quien lo levantaron “por averiguación de antecedentes”. Causa escozor ver cómo la policía encubrió la muerte del joven, que perdería la vida a causa de un accidente de tránsito escapando de la policía. El documental toma altura con la puesta en valor de la lucha por la verdad encabezada por Vanesa, y cómo logra adhesión de todos los sectores, en una causa que llegó hasta la ONU. Más allá del dolor por una muerte tan injusta, es saludable comprobar, una vez más, que la única causa perdida es la que se abandona.
Así como “After Life” mostraba a un huraño Ricky Gervais luego de la muerte de su esposa, ahora es el interminable Luis Brandoni, el que se pone en la piel de Ricardo, un obstetra que luego de enviudar se jubila, cartón lleno. La película atraviesa un tono costumbrista para meterse en el derrotero de este tipo bonachón que en el momento en que más pensaba aburrirse le surge una complicación: cuidar del hijo de su empleada doméstica, que se fue de urgencia a Santiago del Estero. Ahí nace la empatía con Diego, un pibe de 8 años que lo convierte en el abuelo que nunca fue. Su hija (Dupláa) sentirá celos porque notará que jamás recibió el cariño que le da a este desconocido y el conflicto no tardará en crecer. La película logra conmover a partir de las actuaciones impecables, no sólo de los protagonistas, sino también del último actor del elenco. Brandoni y Dupláa ratifican su oficio, espantan el fantasma de la grieta política y ofrecen un vínculo en donde espejarse.
Basado en un caso real, “Por gracia de Dios” hurga en el derrotero de un padre de familia, con cinco hijos, que quiere hacer justicia contra Breynard Preynat, un sacerdote pedófilo que había abusado de él cuando era un pequeño boy scout. Su afán por revelar la verdad lo llevará a encontrar otras víctimas. El director Ozon, el mismo de “La piscina”, “8 mujeres” y “Joven y bella”, es un especialista en exponer las particularidades de los vínculos y en mostrar las virtudes y miserias de los recovecos más intimos de sus criaturas. Eso sucede en esta trama ambientada en Lyon, que es un relato coral sobre tres casos puntuales con un denominador común: un sacerdote que sigue impune y la Iglesia que hace lo imposible para no quedar manchada. Quizá la película era más efectiva con media hora menos, pero vale hurgar en la luz que asoma en los momentos de oscuridad.
Cuando perdiste todo, no te importa nada. Esa es la premisa de este grupo de aventureros que un buen día dejan de ser vencedores vencidos para ir por lo que les corresponde. Pero más allá de los dólares que les robaron, ellos van por otra cosa que no se negocia por nada del mundo: la dignidad. Ricardo Darín, Luis Brandoni y Verónica Llinás demuestran talento y oficio en una película a la altura de la novela de Eduardo Sacheri “La noche de la usina”, premio Alfaguara en 2016. El contexto es Alsina, un pueblo chico que se corre por suerte del manido mote de “infierno grande” (algo que se le agradece a Borensztein) para mutar en un sitio amigable donde la solidaridad prima por sobre las miserias. Pero, claro, todo ocurre en 2001, con el ministro Cavallo desafiante en la pantalla y un corralito que paraliza el país. Y los sueños. El de este grupo de vecinos, integrado por lo mejorcito y no tanto de cada casa, era levantar una cooperativa y darle trabajo a mucha gente para que el pueblo no desaparezca. Cuando todos habían puesto hasta el último céntimo de sus ahorros en dólares para el ansiado proyecto ocurrió lo impensado hasta ese momento: corridas bancarias, gente reclamando en la puerta de los bancos y adiós ilusión. Hasta que alguien revela qué ocurrió detrás de la temeraria medida nacional y descubren que un tal Manzi, un tipo poderoso y poco querido, se había robado todo y, es más, lo había guardado en un túnel camuflado en su campo. El motor de la película se activa cuando todos coordinan un plan maestro para llegar hasta ese escondite y recuperar el dinero con el fin de volver a retomar aquel sueño inconcluso. La película tiene mucho del gen argentino, atraviesa la metáfora del gil y el piola, y hasta coquetea con las rivalidades políticas del peronismo/antiperonismo, con lo cual Aráoz y Brandoni se corren del personaje para hacer de sí mismos. El elenco es un hallazgo. Primero por las sutilezas de Ricardo Darín, Luis Brandoni y Verónica Llinás, y después porque el resto jamás desentona, desde el Chino Darín, el villano Andrés Parra, Rita Cortese y Marco Antonio Caponi hasta los hermanos Gómez, representados por Alejandro Gigena y Guillermo Jacubowicz. Estos giles tienen sed de revancha. Y dignidad de sobra.
El director Gastón Gularte, un rosarino radicado en Misiones, decidió plasmar un filme con enfoque ecologista y combinarlo con animación. Con una imagen de alta definición, “Cara Sucia, con la magina de la naturaleza” plantea una historia simple y heroica, en la que unos niños de Misiones pretenden evitar la poda de árboles para defender la naturaleza y oponerse a una villana todopoderosa. “Nada es imposible con la libertad del dinero”, dice la malvada Melany, que es una suerte de bruja estereotipada a cargo de la siempre eficaz Laura Novoa. Los niños actores, surgidos de un casting realizado en la región, tienen limitaciones en lo expresivo pero la suplen con calidez. En el momento de la transformación de los dos protagonistas en personajes animados hay una sintonia estética hacia el universo Disney, que va en contra de todo intento de buscar una identidad de cine de autor a la propuesta. La película apela a una resolución algo simplista y a un recurso dramático que tampoco le suma a la historia. Sin embargo, es válida la apuesta por una producción que surge de Misiones y tiene un nivel profesional para el cine comercial.
Hay pocas historias en el universo animado que conmuevan tanto como “El Rey León”. A 25 años de aquella epopeya de Disney, el derrotero de Simba y su padre Mufasa vuelve a escena en una apuesta digitalizada y con el agregado, para las versiones subtituladas, de las voces de Beyoncé, Danny Glover, Chiwetel Ejiofor y Seth Rogen. Hay algo contundente, nada iguala a la versión de dibujitos animados. Es que aquí, el efecto sorpresa se pierde. Pero hay una historia que, para aquellos que la descubren ahora, tiene una fuerza arrolladora. Y es cómo se plantea la crudeza del ciclo de la vida, sobre todo en el vínculo de Mufasa y su hijo Simba. La película también hace hincapié en la identidad, en no renunciar a los valores que constituyen la historia de cada uno y, claro, de qué manera la ambición por el poder tiene su castigo, al menos en el mundo del reino animal de Disney. Porque el pequeño Simba creerá que ya es rey cuando la corona le queda demasiado grande y su tío Scar, el villano, apelará a la mentira y a instalar un sentimiento de culpa para lograr sus objetivos. Timón y Pumba con su canción “Hakuna Matata” vuelven a descomprimir el momento trágico y el contrapunto de estos amigos levanta las primeras risas en medio de alguna que otra lagrimita. Sorprende, eso sí, la calidad técnica del filme. Es el momento en que uno agradece la imagen y el sonido de la gran pantalla. Por eso vale la ocasión para cambiar el sentido de una famosa frase y gritar: “El rey ha vuelto, ¡viva el rey!”
“Un amor imposible” está tan lejos del título de una película romántica pochoclera como tan cerca de la cruda realidad de los personajes del filme de la francesa Catherine Corsini. Dos personas de mundos antagónicos pueden vivir un momento pasional entre sábanas, quizá inigualable, pero a la hora de cotejar proyectos de vida y sueños, todo se desvanece. La realizadora de “Tiempo de revelaciones” y “Partir” narra una historia de amor aparentemente convencional, en la que se opone Philippe, el muchacho intelectual y aventurero, con Rachel, la joven bella y trabajadora, cuya máxima ambición en la década de los 50 era formar una familia. Nada más, o nada menos. Esa confrontación de sueños es un punto alto del filme, pero más lo es cuando empiezan a aparecer a modo de señuelos frases como “no siempre podemos tener lo que queremos” o “en el fondo todos estamos solos”. Luego, Rachel quedará embarazada y Philippe no tiene ni la menor intención de darle el apellido a su hija Chantal. Una voz en off cuenta la historia mientras todo se torna más oscuro de lo imaginable, y se va exponiendo el desgaste de las relaciones con el paso del tiempo. El final incluye una frase para anotar en un mural. Para mirarla, tomar nota y verla otra vez.