El nuevo cine rumano vuelve con un policial plagado de sutilezas, buen humor, un toque de romanticismo y guiños al cine clásico. Un policía debe sacar de la cárcel a un hombre que se fugó con 30 millones de euros. Pero es tan corrupto como el ladrón, entonces lo controlarán sus pares y sus enemigos. El realizador rumano hace foco en la dudosa calidad moral de la policía, algo que ya había mostrado en “Policía, adjetivo”, pero aquí va más allá. Porque utiliza el humor a través del silbido, un método para comunicarse entre truchos sin que nadie se entere del mensaje. Es más, el filme debería haber respetado el nombre original, que es “Los silbadores” (The whistlers), mucho más apropiado que “La Gomera”, nombre de una de las Islas Canarias donde ocurre la trama. Para verla y salir silbando.
No hay dudas que la película de Francesco Micchiré es un paso en falso dentro del género de la tan recordada comedia italiana. Porque una cosa es ver una película de Vittorio Gassman o Alberto Sordi en los años 50, 60 y hasta en los 70, y otra ver a una copia de aquel tipo de humor a las puertas del 2020. Sergio Castellito adopta este estilo gritón, que empieza de un modo pintoresco pero se queda en un trazo grueso que termina arruinando la película. Castellito interpreta a Sergio, un empleado de una obra en construcción, que vive con su esposa, sus hijos y su madre y no tiene dónde caerse muerto. Tiene de amante a Sabrina (la sexy Sabrina Ferilli), que es una cantante frustrada y no la pasa nada bien en su matrimonio. Hasta que Sergio un día gana la lotería y todo parece cambiar, salvo por un detalle. Sus amigos le tendieron una trampa, dado que Sergio es especialista en bromas pesadas, y le hicieron creer que su billete fue el ganador de 3 millones de euros. Es allí cuando la película toma un giro hacia la road movie y tras cargar en su camión a su amante y a su familia, excepto su mujer, Sergio irá alargando su mentira lo más que pueda, con algunos cómplices que se irán sumando en el camino. Hay algunas situaciones risueñas pero no alcanzan para que la historia sume algo de jerarquía. Castellito tiene una larga trayectoria como actor cómico e incluso como realizador, pero tiene un registro que atrasa demasiado y no le hace honor a lo mejor de la comedia italiana. El filme sólo es recomendable para los que disfrutan de un género liviano sin tantas reflexiones. Demasiado poco para una película.
Hay películas que funcionan como fotografías o, mejor, como videos familiares. Es el caso de “Las buenas intenciones”, un pantallazo a la realidad propia sin descuidar el entorno de la época. Es un flashback por el derrotero de Amanda, una nena que va contando en primera persona cómo es su vida familiar con sus papás separados. Mamá (Jazmín Stuart) tiene una nueva pareja, con un tipo más políticamente correcto (Juan Minujín), pero que igual no llega tan cómodo a fin de mes. Y papá (Javier Drolas) es un hippie de los 90, sin horarios, dueño de una disquería junto con un amigo, amante del rock y de la vida sin ataduras. Lo maravilloso que tiene la película es que la directora va contando un relato autobiográfico, con el insert de registros documentales, que arman un rompecabezas sensible en el que la ficción y la realidad casi que son la misma cosa. La película respira un aire cercano en todo momento, más aún con las actuaciones, ya que trabajan Amanda y Carmela Minujín, hija de Juan Minujín, que en rigor aquí hace de padrastro de las nenas, pero se nota la empatía que hay entre los tres en cada toma. Es imposible no sentirse reflejado en este Gustavo que compone Javier Drolas, porque es la pintura del tipo descontracturado al que se le puede olvidar ir a pagar la luz pero es capaz de dar todo para darle amor a sus hijas. Todo se complica cuando se viene una separación de verdad. Y es el momento en que la mamá que compone Stuart se va con su nueva pareja a conseguir trabajo a otro país. ¿Qué pasará con el día a día? ¿Quién se queda con papá y quién o quiénes con mamá y el otro papá? Sin subrayados innecesarios ni sentimentalismos fáciles, Ana García Blaya debuta con una película a corazón abierto, en donde no teme mostrar la intimidad, ni los detalles de personalidades tan disímiles de sus padres. Lo que le interesó, y se nota de punta a punta, fue hacer foco en el amor genuino de los hijos hacia sus padres. Porque no hay etiquetas para amar a papá o a mamá, son papá y mamá con sus circunstancias. Y el amor real se siente, sin hacer tantos cuestionamientos.
Hay gente que trabaja de cuidar niños y hay quienes, como Luisa (Castiglione), sienten esa tarea como una cuestión casi maternal y a base del cariño. Mariano González (“Los globos”) indaga principalmente en los vínculos entre las clases sociales opuestas para poner el foco en una situación dramática. El tema es qué sucede cuando se queman las naves y cuál es la actitud que se toma cuando lo que se ve involucrado es algo tan sensible como un hijo. Luisa es una chica humilde, que trabaja además en una fábrica junto a su novio Miguel (González, en doble rol de director y actor), quien un día le da una mano para cuidar a Felipe, apenas por unos minutos. Miguel hará lo suyo, se irá de la casa y al rato Felipe pierde el conocimiento. ¿Qué pasó? Supuestamente el nene tomó algo de la billetera de Miguel y se descompuso. La cámara acompaña la desesperación de Luisa y su enojo con Miguel, pero también registra cierto destrato de los que tienen la billetera gorda. El director abre interrogantes y deja liberadas las respuestas al espectador. Sofía Gala Castiglione vuelve a brillar en la pantalla grande.
Bajo la frase “todo queda en familia” se pueden encerrar las mayores atrocidades. Eso se desprende de “Los sonámbulos”, el logrado filme de Paula Hernández que interpela a una familia porteña de buen nivel social, cuyos referentes son socios de una editorial y todos confluyen en una casa de campo para pasar unos días en vísperas de fin de año. Hay charlas tribiales mezcladas con dramas personales, de pareja, pujas entre hermanos, temas laborales y diálogos intimistas. El clima de la película remite a “La ciénaga”, de Lucrecia Martel, pero hay un hecho dramático que acciona de punto de quiebre a partir del vínculo de un joven de la onda “vale todo” y su prima adolescente (la bella Ornela D´Elia, gran promesa como actriz). La directora pone la cámara en la madre de esa joven (enorme rol de Erica Rivas), y la sigue en su relación con su marido (Ziembrowski) y en las dificultades de crianza de su hija. La película genera tanta empatía como rabia y es el cruel reflejo de las familias de clase media alta que tienen por hábito esconder la basura debajo de la alfombra.
Scorsese vuelve a dar una clase de cine en “El irlandés”. Y lo hace a partir del caso del histórico Jimmy Hoffa (Pacino), un poderoso sindicalista de la década del 50, tan temible como mafioso. Casi de casualidad se cruzará con Frank Sheeran (De Niro), un veterano de la Segunda Guerra Mundial que aprendió a matar sin sentir ninguna culpa. Esa característica le servirá al dedillo para los planes de Hoffa y su mano derecha Russel Bufalino (Pesci), quien será el encargado de motorizar las ambiciones políticas de su líder, caiga quien caiga, literalmente. La película se sostiene con un relato en off típico de Scorsese y una tensión dramática que va in crescendo. Quizá las tres horas y media del filme atentan contra la dinámica del relato, pero sería una osadía decir que afecta el concepto general. Porque hay tanta calidad en los diálogos sutiles como en los silencios y también en la banda sonora, que convierten a esta historia en imperdible. Para que salte al rango de obra maestra bastará con hacer hincapié en las actuaciones de los tres roles protagónicos. Tener a Pacino, De Niro y Pesci juntos es lo máximo. Pero el que se come la película es Joe Pesci, porque su expresividad realza a su personaje en el arco temporal, sorteando los trucos digitales que rejuvenecen a medias a los protagonistas. Hay que verla y disfrutarla.
Sara vive con su hija Olivia en una zona rural de Entre Ríos, la nena empieza a toser y parece una pavada, pero no. Se trata de una intoxicación a causa de los agrotóxicos utilizados en la siembra de soja. Desde aquí, parece que la película iría hacia un costado ambientalista y en contra de los empresarios agropecuarios poderosos. Pero la historia se cruza de carril. Sara comienza a vincularse con traficantes de cocaína de la zona y hará de mula en cada viaje a Buenos Aires, en los que supuestamente su primer objetivo era hacerle estudios intensivos a su hija. Primero se vinculará con un médico (Tomás Fonzi, correcto) que quiere denunciar el uso indebido del glifosato y después su personaje se irá desdibujando junto con la trama. Daiana Provenzano cautiva por su belleza pero carece de sutileza para interpretar el rol de Sara, a veces recita sus textos en vez de interpretarlos y le resta peso específico al filme, ya que el foco está puesto en ella. La contracara es Eva Bianco, que en un personaje secundario, con escena de sexo incluida, demuestra su talento como actriz en el rol de su madre. La escena que junta a mamá Sara, la hija Olivia y la abuela es la más lograda de la película. La denuncia del principio se resuelve de un modo heroico irreal y la verosimilitud de la película se cae a pedazos. Encima, el final abierto sabe a inconcluso.
“Yo me la banco sola” y “la gente nunca cambia” se oye en el reggaetón empoderado que abre la película y es toda una declaración de principios. Edgardo González Amer decidió encarar un relato en formato de western urbano en medio de la marginalidad de Villa Lugano. La miseria es moneda corriente en la vida de Nati (impecable rol de Martina Krasinsky), quien ama a su padre (sólido Daniel Loisi), ahora colectivero y con pasado en la delincuencia. Hay una deuda que él no puede pagar y Nati lo sufre. Su madre (eficaz papel de Brédice) coquetea con un vecino (Caponi) y a la vez está desesperada por sacar su familia a flote, pero ni Nati ni su hermano Seba trabajan, así que cuesta cada vez más parar la olla. “La necesidad no conoce leyes” se lee en el primer capítulo de esta historia. Nati decide agarrar “los fierros” y sumarse a una barra pesada del barrio para levantar una moneda. Para eso tendrá que estar a las órdenes de Yuca (Aráoz, en un rol muy estereotipado). Cuando ella se subleva, Yuca la viola, así de terrible. Nati urdirá una venganza feroz. La película interpela desde la fragilidad de los sectores marginales, con víctimas que se convierten en victimarios, atrapados en un sistema que oprime hasta asfixiar.
Lola es una madre que tiene tres hijos de tres padres diferentes (dato que se dice una sola vez y puede llegar a pasarse por alto), su día a día no es sencillo, pero tampoco dramático. La directora Verónica Chen hace foco en la vida de una mamá treintañera sin marido, que apenas le alcanza para vivir con su trabajo, que tiene un novio que le banca algunas situaciones sin chistar y un padre que generalmente se la complica. Omar (brillante rol de Marcos Montes) es un papá ausente, que abandonó a su familia cuando Lola era pequeña y ahora aparece en plan de amor y paz ofreciéndole su casa para que ella viva con sus hijos. Una tarde se lleva a Rosita, la más pequeña, y no vuelve. Ese conflicto desata todas las fantasías de Lola, los miedos del pasado y hasta el temor de que su padre llegue a estar involucrado en la trata de blancas y quiera lucrar con la nena. La directora hace hincapié en casos policiales mediáticos y en ese karma de que siempre lo peor está a la vuelta de la esquina. Hasta que una mañana Omar regresa con su nieta sana y salva y contará los motivos por los cuales pasó la noche afuera. Aquí aparecen las verdades de un pasado asociado a la delincuencia junto con las mentiras, y no tanto, que irá describiendo este hombre en una abierta exposición de una vulnerabilidad alarmante. El filme no es parejo y tiene algunos baches narrativos, pero concluye con un diálogo que resignifica la historia. Y que demuestra que ciertos vínculos son indestructibles.
Cuesta entender cómo Rambo llegó a la quinta película, es decir, cómo una idea que fue lograda en 1982 con “La primera sangre” vuelve ahora 37 años después con “La última sangre”, para respetar la traducción original. La historia de John Rambo, aquel veterano dolido tras la Guerra de Vietnan, todo un plato apetitoso para la filmografía norteamericana, ya cumplió un ciclo. Sin embargo, Stallone quiere seguir sumando dólares con esa marca. Y no sólo apostó con su productora Balboa Productions, sino que también metió mano en los guiones, y no se imaginan cómo se nota. La película es simplemente obvia. A Rambo le secuestran la sobrina y combatirá con una red de trata de mujeres en México para traerla con vida. A veces las cosas salen mal y Rambo, quien en la escena más trágica demuestra que es el peor actor para hacer una escena dramática, querrá vengarse de todos. Hay ríos de sangre, una historia recurrente y un final que mueve a risa por lo gore tirando a bizarro. Sólo para fans.