Almodóvar vuelve a hablar de sí mismo, pero en esta oportunidad lo hace desde el autorretrato más expuesto de todos. Aquí no acciona la denuncia de “La mala educación” ni pone el foco en el vértigo sexual de “La ley del deseo”, pero “Dolor y gloria” atraviesa toda su historia de vida, desde su infancia precaria en los tiempos en que vivía en una casa-cueva en aquel pequeño pueblo de España hasta este presente de estrella del cine, a la vanguardia del séptimo arte de Europa y del mundo. Para hablar de sí mismo con mayor libertad y menos pudores, lo ideal es usar una máscara apropiada. Con el nombre de Salvador Mallo y a través de una composición inmejorable de Antonio Banderas, este cineasta repasa ese derrotero de niño inteligente -que tenía la habilidad de enseñarle a escribir a un albañil analfabeto- con una sensibilidad tan abierta que no podía evitar movilizarse cuando lo veía bañarse a ese mismo hombre dentro de su casa. En ese devenir, Mallo/Almodóvar revisará sus principales vínculos afectivos. Primero será su madre, interpretada por Penélope Cruz y Julieta Serrano en las distintas etapas; también una ex pareja que ahora es heterosexual (Leonardo Sbaraglia, impecable) y un actor protagónico de una película suya con quien no se hablaba hace 32 años. Pero también hará foco en sus interminables problemas de salud y su adicción a las drogas en una mirada sin complacencias pero lejos de la autocondena. Aunque falten más planos almodovarianos de su sello, el filme toma vuelo con las actuaciones sensibles, los diálogos inteligentes y un cierre brillante con un guiño al cine dentro del cine. En síntesis, una película para quienes aman la filmografía de Almodóvar, pero también para quienes lo desconocen y quieren saber los porqué de su vuelo creativo.
Sinan es un joven residente de Anatolia (Turquía), que quiere publicar un libro titulado “El árbol de peras silvestre”. El realizador de la premiada “Sueño de invierno” toma como excusa ese derrotero para hacer foco en el amor, los vínculos familiares, las amistades y la identidad de un veinteañero que, simplemente, busca ser él mismo. En esa búsqueda de referentes o de espejos donde mirarse chocará con un padre adicto al juego, un escritor infeliz con su vocación y hasta un amigo que no le perdona que haya besado a su ex novia. Todo esto relatado sobre unas imágenes brillantemente filmadas (el director además de cineasta es fotógrafo y se nota), en una trama paisajista que se hace carne en la historia. Los diálogos pausados, las reflexiones de Sinan, la frustración de los más viejos y de los más jóvenes y la violencia de ese lado del mundo se respira a cada instante. El final incluye una imagen confusa, pero deja una metáfora sobre el valor de pelearla hasta el final.
Un periodista de un diario quiere saber el origen de la muerte de su padre, con quien tenía diferencias afectivas y profesionales. Todo está ambientado en una Argentina de 2001, que tampoco queda demasiado claro, y en una seguidilla de venganzas, la trama se vuelve confusa, aburrida y previsible, con guiños al caos político. Encima, los roles de villano y héroe aparecen demasiado expuestos y la historia nunca termina de despegar. Como si fuera poco las actuaciones son un punto muy flojo. Ni siquiera el oficio de Gerardo Romano y Roberto Carnaghi salva las papas. Pablo Rago y Calu Rivero lucen demasiado estereotipados y la escena de cierre de la película es un cliché poco creíble.
Leo es un tachero de 39 años, que recorre las calles de Rosario con el mismo sinsabor con el que recorre su vida. Su mujer lo destrata, su jefe lo ningunea, los pasajeros le dicen banalidades o le reclaman objetos perdidos. El realizador local Diego M. Castro, en su ópera prima, apostó a un filme paisajista, que por momentos evoca al “Taxi Driver” de Scorsese pero después muta hacia una mirada introspectiva del personaje que transita sin brújula en toda la trama, como el chofer que busca un pasajero que nunca subirá al taxi. La ciudad es una protagonista más, desde La Florida hasta las cascadas del Saladillo. Lo mejor de la película es el ruido que sufre el personaje, desde el que viene de afuera en la obra en construcción cercana a su casa hasta el que siente en su interior. Lo peor de la película es que el espectador se queda esperando que suceda algo, que puede o no ocurrir, eso se revelará sobre el final. Hay una falsa trama con respecto a un paquete extraño que se olvida un pasajero y hay un número del título, que es el de la licencia del taxi, que no queda demasiado claro. Lo que sí no hay dudas es que Leo es un número más en medio de una Rosario plagada de viajes sin retorno.
Iair Said, actor y director, decidió filmar un documental sobre Flora Schvartzman, su tía abuela. Claro, sin el consentimiento de esta mujer de 90 años, quien desde que nació se prepara para morir, que sólo tiene en el mundo a su sobrino nieto y la mamá del realizador, que son protagonistas de esta historia. Entre el sarcasmo y la cruel realidad, Said cuenta en primera persona este relato y confiesa que más allá del cariño que siente por Flora, también le interesa heredar su departamento. Pero está en problemas. Porque ella, de origen hebreo, decidió donar ese inmueble al Instituto Weizman, fiel a una tradición familiar. Flora tiene frases como "el bolsillo mueve al mundo, no el amor"; "la vida se llevó todo lo que yo quería"; y quiere regalar todo lo que ya no usa en su departamento porque "mejor dar las cosas con la mano en caliente". Coqueta, le gusta comer bien y fumar sin cuidarse y asegura que guarda toda la ropa a propósito con olor a tabaco "para ahuyentar a las polillas". Con ternura y cierto humor negro, el documental genera empatía con el espectador, ya que muchos verán en Flora el espejo de su abuela. La escena de la foto que ilustra esta crítica, que es el momento en que ella descubre en la TV a su sobrino como actor, es el momento en el que, simplemente, es inevitable no enamorarse de Flora.
Cada nueva película de Catherine Deneuve tiene un problema: se parece demasiado a la película anterior de Catherine Deneuve. Y eso distancia al espectador. Porque cada director se entusiasma demasiado en que la historia gire exclusivamente en torno a ella, y la actriz no expone una versatilidad expresiva interesante. Se repite con roles de otros filmes como "En un patio de París" y "Ella se va", por lo que uno vuelve a ver más de lo mismo. Esta es la historia de Claire, una señora mayor que un día decide vender todos los objetos de su casa, ubicada en un pueblo parisino, porque asegura que esa misma noche se va a morir. La directora recorre el pasado y el presente de la relación de Claire y su hija Marie (sólido rol de Chiara Mastroianni) y de a poco van alumbrando secretos y angustias. Incluso hay una situación muy parecida al filme argentino "El hombre de al lado", que cualquiera que recuerde aquella película de la dupla Cohn-Duprat la va a recordar de inmediato. Hay muchas cosas no subrayadas que suman y otras que deberían subrayarse para que se entiendan. Por eso la película termina flotando con sabor a poco. Y hay más metáforas que esencia sensible.
El sueño del pibe puede convertirse en una realidad. Al menos eso le pasa a Mariano (Echarri), quien un día se harta de la rutina de la oficina y decide tener "algo propio", independizarse, porque era momento de "pegar el salto". "El kiosco" tiene un tono demasiado costumbrista, por momentos similar al de una telenovela de Pol-Ka, lo que no le hace tan bien a la película, pero sus personajes van soltando frases con las cuales es fácil poder espejarse. "La clase media no puede soñar" se oye en la radio y es una cita que rebota cada día en la sociedad argentina. Los temas que se abordan son un retiro voluntario, salir de la crisis, llegar a fin de mes y sobrevivir a un sistema opresor que navega entre el consumismo extremo y la falta de valores. En ese contexto, Mariano decide irse de la empresa donde trabaja y con el dinero del retiro comprar un kiosco, el mismo que le iluminaba la cara cuando era un pibe y entraba con la pelota Pulpo de goma a comprar figuritas. Pero el dueño don Irriaga (Alarcón) ya no es el que era, porque le ocultará que detrás de la venta hay una trampa. La película reafirma la importancia del amor y la amistad, tiene un toque de nostalgia y algo de melodrama. Pero levanta al final y te invita a una media sonrisa.
Hay familias que de afuera parecen gente trabajadora, pero basta meter las narices en su historia para descubrir lo real. Este es el derrotero de Los Nieto, a quienes les cabe un karma inevitable: todos están vinculados con la policía. De este lado de las rejas o del otro. La trama se desanda desde la vivencia del padre de familia (un impecable Fanego), quien quiere retirarse de hacer negocios sucios, pero no puede despegarse. Es que su ambición por dejar a su familia "bien parada" lo volverá a tentar a meter los pies en el barro. Para eso contará con la colaboración de su yerno Boris (Ajaka), un tipo ideal para las tareas inescrupulosas, amigo de los chorros y de los uniformados. El lado bueno de la familia estará representado por Marcelo (Cáceres), quien ya tuvo un pasado en la mugre pero ahora apenas rescata unos pesos por mes en una garita donde se responsabiliza de la seguridad de un barrio de alta alcurnia.Molina (otro rol destacado de César Bordón) será la piedra en el zapato de todos. Un policía que siempre está del lado del Diablo y no se casa con nadie. Acá todo será por plata y la lucha se dirimirá entre bandas dueñas de los barrios. Los roles de villanos y héroes se trastocan a partir de un robo que sale mal y habrá que barajar y dar de nuevo. Rodolfo Durán acierta en este filme a partir de un thriller dinámico, bien dirigido y con actuaciones destacadas. Para ver de cerca a la maldita policía.
El amor y el deseo van por un lado y las tradiciones religiosas van por el otro, que es un lugar diametralmente opuesto. Esa es la sensación que queda al ver "La boda", un filme inspirado en una historia real, y este dato va más allá de algo marketinero ya que obliga a un cachetazo de realidad. Ambientada en Bélgica, la historia muestra a una familia pakistaní, con un padre ultra religioso y conservador, cuyo objetivo, junto a su esposa y su hijo mayor, es que la nena Zahira, de tan sólo 18 años, se case con otro pakistaní, como la religión manda. Y claro, que de ese modo obtenga la dote de dos millones de rupias que se le otorga por la boda. A nadie le importa que Zahira no ame a ninguno de los tres pretendientes que se postulan para el casamiento, como si fuera un negocio de partes. "El amor llega después" le dirá su hermana mayor, que ya pasó por esa situación y supuestamente está felizmente esposada, que no es lo mismo que casada. La película muestra el choque de la cultura de la sociedad belga con la pakistaní, en un cruce en el que se luce la sutileza de Olivier Gourmet. El final provoca rabia e impotencia. Y lleva a pensar que la rigidez de las tradiciones es perversa.
El amor y el desamor es un dueto recurrente en el cine y acá vuelve a la carga. Eso sí, este dueto tiene voces atractivas, distintas, por momentos risueñas. Una ex pareja tiene tantas diferencias entre sí, que ella lo agendó en su celular como Nunca Jamás y él a ella como Peligro. No son novios ahora, pero uno está pendiente del otro, se necesitan y se extrañan. Por eso cuando ella tiene que hacer una suerte de viaje iniciático para rescatar una herencia de su padre lo convoca como compañero de ruta. Claro que habrá varias situaciones extrañas, porque ella creía que el padre ya había muerto hace mucho, y ahora se entera que no sólo acaba de morir sino que también tenía un ex marido. La película recorre ese viaje a Mar del Plata y Bariloche con cuatro pasajeros atípicos, porque a Lola (Reca), Teo (Ciavaglia) y Rita (Canale), hermana de Teo en plan rehabilitación de drogas, se les sumará Natalio (Solá), que sigue enamorado de quien partió antes de tiempo en medio de un romance intenso. “Ahora que no estás tengo miedo de envejecer” dirá Natalio en medio de lágrimas por el duelo. El director Federico Sosa apostó a una road movie distendida y profunda. Y ganó un pleno.