Tras el sentimiento perdido El cine independiente norteamericano actual es una caja de Pandora, de donde pueden surgir una amplia variedad de películas, algunas de ellas difíciles de clasificar. Buscando un amigo para el fin del mundo, por ejemplo, es una extraña combinación de drama, comedia, romance y ciencia ficción. Y cuando decimos extraña no nos referimos a los ingredientes en sí, sino a lo que resulta de ellos. Cuando el filme inicia, el noticiero de la radio anuncia que está comenzando la cuenta regresiva para la colisión de un meteorito que destruirá el planeta. La consecuencia más inmediata para Dodge de esa funesta revelación es que su esposa se baja del auto y escapa (nunca se habían amado demasiado). Sin alterarse más de la cuenta, Dodge trata de seguir adelante con su rutina, como muchas personas del lugar donde habita. Le paga a la empleada doméstica, va a trabajar, pasa las noches frente al televisor. La ilusión tiene las horas marcadas y hay muchos que hablan de vivir una liberación antes de desaparecer. Dodge no parece estar interesado o capacitado para hacer algo semejante. Pero una vecina, Penny, aparece en su ventana y comienza entre ambos una historia de amor que tendrá algunas características "épicas", por estar tan ligada al acabóse de los tiempos. Buscando un amigo para el fin del mundo tiene todos los tics del cine independiente de los últimos años, pero eso por sí solo no basta para hacerla una película mejor. Hay que acordarse siempre que Hollywood adoptó hace bastante este símbolo de la libertad creativa y terminó por serializarlo también (afortunadamente, quedaron y quedan cientos de excepciones). ¿De cuáles señas hablamos? De los actores de mucho cartel, interpretando a personajes disfuncionales. De la búsqueda de argumentos que no se parezcan a ninguno otro, a veces exagerando con esta ruptura de las formas. De una mayor intelectualización de los diálogos y las situaciones, que descoloca a los espectadores acostumbrados, durante décadas, a otro tipo de espectáculo.
La culpa no es del pescador Cuando los chanchos vuelen es una nueva representación de la situación de un hombre común y corriente, que vive atrapado en la guerra entre Israel y Palestina. En los últimos años han empezado a llegar a la Argentina algunas de estas producciones de índole pacifista, y a medida que se las descubre se va encontrado que en varias de ellas se suceden situaciones humorísticas. Finalmente, como dice el proverbio, la comedia es un drama, después de que pasó el tiempo. Esta coproducción europea con dirección de Sylvain Estibal se titula, en francés, Le cochon de Gaza, o sea, El chancho de Gaza, en referencia al cerdo que un pescador palestino saca del mar con una red, después de una tormenta. Los puercos son animales vedados por las culturas musulmana e israelí, al punto de que no se les permite tocar con sus patas el suelo de esas naciones. El pescador, entonces, comienza a convivir con una doble ilegalidad cuando decide ganar algo de dinero con el animal -como si fuera un colmo de los colmos- en la región de conflicto limítrofe conocida como Franja de Gaza. Jaffar pasará por ello algunos sofocones, hará el ridículo, y hasta descubrirá algunos secretos bien guardados de la guerra, mientras alquila el porcino como semental a una judía. Pero contra todo, contra viento y marea, luchará por su objetivo. El humilde deseo de existir más dignamente. Pese a la pobreza, pese a los hoyos abiertos por los bombardeos en las paredes de su casa, pese a los gendarmes israelíes que usan como puesto de vigilancia permanente su azotea. Cuando los chanchos vuelen es una película de a ratos dura, entretenida, con algunas lagunas de ritmo y argumento, aunque con varias situaciones que la hacen ganar la partida a fuerza de simpatía. Lo que cuenta es bastante literal. No hay que buscar en ella demasiados símbolos, ni segundas lecturas, pero conserva pese a ello un cierto encanto.
La animación no para de crecer En un país con tanta tradición gráfica no debería sorprender que empiecen a aparecer buenos exponentes del cine animado en formato largometraje. La máquina de hacer estrellas es la más nueva de todas, y a la vez un muy buen exponente del talento argentino. Ambientada en algún lugar desconocido del espacio y del tiempo, está protagonizada por un grupo de extraterrestres enfrentados a un grave problema. La máquina que fabrica las estrellas que iluminan el infinito está a punto de apagarse. Detrás de esta conspiración se encuentra un malvado ser, que mantiene prisionero al padre del protagonista, un niño llamado Pilo. Ante esta circunstancia, Pilo emprende un viaje hacia la máquina montado en una precaria nave estelar, dejando atrás a su madre, su abuelo y sus vecinos, y empezando a conocer a nuevos habitantes de las constelaciones, como robots o pequeñas criaturas luminosas de un poder impensado. Esta película se exhibe solamente en 3D y hay que decir que vale la pena pagar el precio extra de la entrada, porque lo conseguido a través de esa técnica es de verdadera calidad. Sumado a esto, también en la faz técnica, está la excelente ambientación del espacio exterior, con sus asteroides, agujeros negros, nubes cósmicas y planetas, que serán un deleite para los más chicos. También el diseño de los personajes es destacado. Igual mérito se le reconoce a los efectos sonoros, e incluso a la música, que consigue integrar con naturalidad y sutileza el tango a este cuento infantil de ciencia ficción. Mención aparte para el argumento. La historia está narrada de manera atrapante, con una lógica que no propicia distracciones y una buena carga de emoción. Tal vez le falte desplegarse en algunos subtemas o hacia detalles de esos que enriquecen los relatos, lo cual repercute también en esa especie de atmósfera silenciosa, carente de contexto, en la que accionan los personajes, por más que a veces lo hagan en grupo. De cualquier modo, la animación argentina debe sentirse orgullosa de su quehacer, pues no para de crecer.
¿Ver o no ver "Tinkerbell"? Esta es la cuarta entrega de la serie de películas animadas de Disney, basadas en Tinkerbell (Campanita en el mundo de habla hispana), el personaje creado por J.M. Barrie, un escritor escocés que luchó contra los deseos antagónicos de su familia para convertirse en el creador de Peter Pan. Tinkerbell: el secreto de las hadas es en realidad una traducción tradicionalista del título original del filme, Secret of the wings, que quiere decir El secreto de las alas. Ello es importante porque alude al significado profundo de esta historia, en la que Tinkerbell, una nueva hermana hasta ahora desconocida llamada Periwinkle, los reyes y los demás habitantes del mundo de las hadas combaten el desequilibrio climático mientras, en segundo plano, rompen con un mito muy fuerte de su cultura, vinculado precisamente a los apéndices que les permiten volar. En el país de las hadas, existen una zona primaveral y otra invernal. Ambas están comunicadas, pero los habitantes de una región no pueden pasar a la otra sin correr serios peligros. Si los seres de las flores llegasen a pisar el territorio de polar, sus alas se congelarían y se quebrarían para siempre. El equilibrio permite la subsistencia, pero un hecho desafortunado hace que esa estabilidad se rompa y el blanco frío comience a devorarse a los demás colores. Tinkerbell y su nívea compañera Periwinkle se oponen a que eso suceda, y en un accidente, a la primera de ellas se le congelan las alas y se le quiebran. El universo de las hadas creado por Disney es simplemente hermoso e imaginativo. Un mundo completo construido con hojas, tallos, flores, juncos, pimpollos, polen, pétalos. El merchandising lo ha sabido explotar luego. Sin embargo, la historia de esta película carece de varios elementos que otras exponentes del género animado logran recrear: el humor, el ritmo aventurero, e incluso una pizca de la tan necesaria magia de los cuentos. El filme maneja un nivel de dificultad apropiado para niños muy pequeños (tal vez, de cuatro a siete años), pero es probable que no se muestre atractivo para niños más grandes o para algunos padres, quienes cada vez más concurren a esta clase de espectáculos esperando disfrutar de un entretenimiento familiar.
Descanse en pedazos En 2010, Los indestructibles produjo eso que es el sueño de los fanáticos del cine: reunir a sus favoritos del género en una sola película. Fueron como un seleccionado de las películas de acción: Stallone, Willis, Schwarzenegger, Li, Norris, Statham. El experimento funcionó al menos en la taquilla, habían gastado 70 millones de dólares y recaudaron casi 250 millones a lo largo y ancho del mundo. Algunos seguidores tuvieron la lucidez de encontrarle, dentro de su alborozo, algunas fallas en la construcción de la acción, y también señalaron que Stallone no había dado lo mejor de sí mismo, por estar delante y detrás de las cámaras en simultáneo. Pues los muchachos parecen haber mejorado y doblado la apuesta en esta segunda parte. Se gastaron 30 millones de dólares más en producción, y Stallone se corrió de la silla para dejársela a Simon West, un experimentado en estas lides, autor entre otras de Corn air, riesgo en el aire y Tomb Raider. Pero por más que la mona se vista de seda… En esta oportunidad, mientras ellos hacen un trabajo rutinario, uno de sus compañeros es asesinado. Para vengarlo deben enfrentarse a un líder diabólico y a su equipo, que está robando plutonio ruso escondido en una mina desde los tiempos de la Guerra Fría. El filme, aunque uno no quiera verlo, está irremediablemente anclado en los años de 1980. Hasta los efectos especiales parecen anticuados, pese a ser lo más espectacular de la película. Y hay muchas cosas más que atrasan. Las ideologías, por ejemplo: el lugar que tiene el patriotismo, el trato a las mujeres, el lugar de la venganza. Los personajes son mercenarios que acribillan con ira, para reivindicar a seres humanos de mejor calidad que el enemigo. O los símbolos: cuchillos de hoja larga, exhibidos como prueba de hombría. Boinas que han dejado de ser las del ejército para parecerse más a las de bohemios adultos mayores. Y por supuesto, los actores. Stallone, Schwarzenegger, Norris, los más antiguos del grupo, parecen veteranos paseando el perro en medio de las balas, por más que intenten rodar por el suelo y pararse como héroes. "Descanse en pedazos" le dice precisamente el personaje de Stallone (a cambio de "Descanse en paz"), a uno de los cuerpos acribillados en la batalla. Y es su alma la que parece no encontrar sosiego.
Un policial de riesgo artístico Lo llaman "cine dentro del cine" y es cuando en una película se muestra cómo es el proceso de hacer un filme. Deben haberlo hecho en todos los idiomas. Lo llaman "cruce entre ficción y realidad", y es cuando un personaje se cruza con su creador en algún plano de la existencia, generalmente la ficticia. En este filme, un joven guionista se topa cara a cara con los personajes del policial que está escribiendo. No lo llaman de ninguna manera, pero es un policial y es argentino. Esto es Pompeya, la película, el resultado del trabajo de artistas argentinos que han bebido mucho vino europeo de la bota, y que a la hora de expresarse no se parecen a Hollywood aunque tampoco a Francia. En la pantalla, tres socios están construyendo, sentados frente a una computadora, fumando y tomando café y cerveza, la peripecia de tres muchachones del Gran Buenos Aires que, por parar la olla de alguna manera, terminan arriesgando la vida entre dos fuegos: el de la mafia rusa y el de la mafia coreana que también están presentes en este territorio. Y no sólo eso. También, enfrentados entre ellos. Pese a algunas situaciones confusas menores, Pompeya es una película entretenida y tiene una cierta sinergia que atrae para mirarla. En buena parte, la explicación a esta cualidad está en el hecho de que se "huele" la honestidad artística de los autores detrás de la cámara, y de que también se adivina que esos muchachos están buscando, detrás de la innovación, un poco de libertad. Pompeya tiene buena música, actuaciones, y un muy interesante trabajo de producción que hace creíbles escenarios y escenas como los que muestran el mundo de la mafia coreana, por ejemplo. Un verdadero logro en esto. Tal vez le faltó resolver el tema del manejo del suspenso, algo que casi desaparece al ser anticipado permanentemente por quienes van elaborando el relato delante de la cámara. Tamae Garateguy, responsable máximo de este filme, es mujer, y tiene un largometraje previo estrenado, titulado Upa, una película argentina, que es una parodia del fenómeno del nuevo cine argentino de los años 1990.
Para sábado a la noche Terror en Chernobyl es una película norteamericana que lleva el terror por un camino conocido, y que, como tal, sólo empuja al espectador hasta una emoción tutelada, una especie de miedo sin sorpresa ni tanto vuelo. Claro que todo depende de lo que busque el espectador. Algunos pasarán el rato con lo que tienen, otros le demandarán al filme un plus. Seis jóvenes se trepan en Kiev (Ucrania) a un recorrido de turismo extremo comandado por un guía de dudosa calaña. El objetivo del viaje, que algunos se resisten a emprender, siendo finalmente llevados por la mayoría, es realizar una visita a Pripyat, ciudad colindante a Chernobyl, abandonada luego del famoso accidente nuclear e infestada por la radiación. Sólo que la radiactividad pasará a segundo plano cuando descubran que dentro de ese perímetro, vigilado por el ejército, no están tan solos como creían. El dibujo grueso de los personajes, que desecha una parte importante de cualquier trama, pero sobre todo impide identificarse con ellos, es uno de los puntos flacos de este filme. En cambio, uno de los gordos, es el siempre recomendable recurso de mantener al generador del miedo lejos del alcance de la cámara, motivando así a los demonios de la mente del público a jugar su propio papel. Lástima que la materialización de ese miedo no esté entre lo más inspirado de la producción artística. Algo muy bueno del filme debut de Bradley Parker (formado como especialista en efectos especiales en la industria norteamericana) es el modo en que utiliza a Chernobyl como personaje de la historia. Podría decirse incluso que el filme tiene dos tipos de suspenso. Uno alimentado por la extraña figura de la ciudad, abandonada y radiactiva, y luego el que se filtra como una niebla, a partir de que los personajes caen en la cuenta de que hay algo cazándolos. Una película que no se aparta de las modas del género, pero ofrece pasar un buen rato.
El hombre que soñaba que era una mariposa El filme es un gran policial negro argentino dirigido por Gonzalo Calzada (su único antecedente previo es el drama Luisa, con Leonor Manso) y basada en una premiada novela de Carlos Balmaceda (no confundir con Daniel Balmaceda, el historiador), que se inspiró en un caso policial, el del "Loco de la ruta", que fue célebre en su ciudad de residencia, Mar del Plata. La trama sigue los pasos de un asesino serial de prostitutas, investigado por un pertinaz comisario que no duda en enfrentarse a sus corruptos jefes, o acudir a un vidente ciego, para acercarse a la verdad. El motor no tan oculto es el pesado pasado de este inspector, quien perdió a su hija 20 años antes durante la investigación de un caso similar, que ahora parece marcar el regreso de su viejo rival. Muchos son los aciertos de este filme. Una historia que permite ir armando un rompecabezas intrincado, pero fácil de entender. Un excelente montaje de imágenes, que agrega significados impensados a la historia, y hasta le da realismo a las ensoñaciones del vaticinador. Buenas actuaciones, buena música, buena fotogorafía, buenas escenografías, y buen ritmo. Cabe advertir, de cualquier modo, que presenta algunas escenas fuertes por su contenido de violencia.
Diferente, pero no tanto La actriz principal de esta película, Emily Blunt, tiene razón cuando dice que el director Lasse Hallstrom tiene predilección por las historias que se salen de lo común. Basta recordar algunos títulos de cosecha de este realizador sueco traspasado al cine anglosajón, para comprobarlo. El año del arcoíris, filmada en su país natal en 1985, cuenta de una madre enferma y dos hermanos que se separan para ir a pasar una temporada con parientes, algunos de los cuales no son precisamente "normales". Le valió dos nominaciones al Oscar.¿A quién ama Gilbert Grape?, de 1993, con Leonardo Di Caprio, Darlene Cates y Juliette Lewis, es la de un muchacho está siendo consumido por la responsabilidad de cuidar a su madre obesa y a su hermano especial, cuando el amor le llega al comienzo como un problema más. Pero en los últimos años el trabajo de este realizador ha tenido algunos altibajos, y Amor imposible está entre ellos. Si bien el título que le dieron en Argentina la hace parecer como una película irremediablemente romántica, la obra original parece plantear otra cosa desde su propio nombre: Pescando salmones en Yemen. Tal vez influya nuestra propensión latina a poner el amor por encima de todo, pero la moderada valoración de esta película tiene que ver con otras cosas más. Una bastante importante es la amplitud de los temas que han querido abarcar los guionistas y el realizador. Un adocenado oficinista (McGregor) del departamento de Pesca del Reino Unido es contactado con una diferencia de horas por dos poderosos interlocutores. Uno es un jeque (Waker) que quiere hidratar el desierto e implantar salmones para la pesca en Yemen. La otra es la jefa de prensa (Scott Thomas) del premier británico, quien busca impulsar desesperadamente un proyecto pacifista para recomponer las relaciones con Medio Oriente. En el camino, el empleado del ministerio conocerá a la descorazonada secretaria del yemení (Blunt) y esto avivará la crisis en su matrimonio. Tenemos entonces: política, pesca, y romance, Gran Bretaña y Yemen, tres componentes que si bien hacen distinta de las demás a la historia, parecen robarse el ángel de los sentimientos que aparecen enunciados en la pantalla. En general, una película correcta, pero con poca vibración.
Fábula sobre la retención de ahorros Plantear hoy un cacerolazo en la vía pública puede tener mayor o menor éxito, dependiendo de varios factores, como el motivo del reclamo, el clima político, o el grado de compromiso de los ciudadanos. Hacer una película sobre un conflicto que marcó a fuego a los argentinos hace una década atrás, parece casi un acto de temeridad de parte de un director, que tal vez haya tenido razones muy personales para rodar este filme, y que debe conocer la resistencia que el espectador local siente por revivir el pasado traumático de este país en un cine, pero que aún así siguió adelante con este proyecto. Qué lástima que no haya conseguido algo más importante. Una buena película siempre mejora, enriquece o purifica nuestros conocimientos o percepciones sobre algunas cosas. Pero aquí lo que ocurre son varias cosas. Una de ellas es la poca consistencia del planteo dramático. El protagonista es un jubilado que, durante el corralito financiero de 2001, ingresa a un banco y toma a varios rehenes con una granada en la mano, demandando que le devuelvan su dinero. ¿Ante qué estamos? ¿Ante un thriller? ¿Ante un drama? ¿Ante una comedia absurda? Por cierto que la trama se pasea por todos esos géneros, y bien podría incluirlos a todos, pero queda muy lejos de una actitud que a veces es muy necesaria en estos casos: aferrarlos y jugar con sus reglas. Ejemplos hay de sobra en el relato. Pero uno llama especialmente la atención. El tratamiento que le dan al personaje del jubilado/Luppi. El sujeto es convertido en héroe por la película, cuando ha infringido él también las leyes que reclama que se cumplan. Como mensaje para una sociedad que pretende madurar cívicamente, no es de lo más recomendable. Otra de las más notorias es la falla en la dirección de actores. En el elenco hay figuras como Federico Luppi, Esther Goris, Gustavo Garzón o Gabriel Corrado, que gracias a su oficio tapan un poco los errores, pero que así como aciertan, fallan cuando los obligan a decir frases fuera de contexto, los dejan en el aire cuando deben redondear una situación, o los llevan a adoptar posiciones corporales poco naturales o incómodas. Falencias que se acumulan y le confieren a este filme, quizá, un interés sociológico más que artístico. Última recomendación: llevar tapones para los oídos.