El mundo según James Cameron Recién empezamos el año y ya los críticos están cayendo en malentendidos. Ahora realizaron otra construcción irreal de James Cameron, idearon una serie de expectativas en base a eso y le empezaron a tirar palos al director de Titanic, pidiéndole algo que él nunca puede ni debe dar. Es que Cameron nunca fue un tipo con un gran vuelo poético ni metafórico. Tampoco sus ideas están compuestas de una gran cimentación filosófica. Pero es directo y simple en su composición del relato, nunca se va por las ramas y maneja con una habilidad prácticamente sin igual la técnica cinematográfica, en pos de dar un gran espectáculo, de crear experiencias nunca antes vistas. Ni Aliens, ni las dos primeras Terminator, ni Mentiras verdaderas, ni Titanic son películas sutiles o rupturistas, sino más bien clásicas. La única que se aparta un poco del molde a nivel narrativo es El abismo –no casualmente, su única película que no tuvo éxito en la taquilla-, que sin embargo no dejaba de ser una historia de amor y redención, en un contexto de ciencia ficción, donde el mayor peso experimental estaba volcado, cuando no, en los efectos especiales y las técnicas de filmación submarina. Avatar no se aparta en lo más mínimo de las formas y temas trabajados por Cameron. Si la historia de amor de Jack y Rose en el Titanic era una transposición del relato de Shakespeare Romeo y Julieta, el vínculo amoroso entre Jake Sully (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldana) remite claramente a la leyenda de Pocahantas y su encuentro con el capitán Smith. Estamos hablando de literatura y mitos transitados una y mil veces. Pero eso no les quita vigencia, al contrario, porque por algo se han sostenido en el tiempo: son cuentos, vicisitudes, acontecimientos, personajes, que impactan con fuerza en nuestra humanidad, que en la transparente empatía que nos despiertan adquieren una notable complejidad. El cine de Cameron es (siempre lo ha sido) como adentrarse en las novelas de Shakespeare, los mitos engendrados durante el descubrimiento de América o la obra de Julio Verne: sin vueltas, directo al grano, marcado por la simplicidad. Y, al mismo tiempo, brutal y desmesurado en su ambición, con una potencia y un convencimiento inusuales. Si Verne tenía todo el vigor de su prosa, Cameron pone todo su conocimiento de la forma cinematográfica al servicio de lo que está narrando. De ahí que una vez más tengamos varios personajes femeninos fuertes (Neytiri y su madre; la soldado interpretada por Michelle Rodríguez; la científica que encarna la siempre estupenda Sigourney Weaver; incluso la mismísima Eyra como deidad máxima). O que haya un fuerte contrapunto entre el lenguaje científico y el militar, con prejuicios de ambos lados, con la corporación como institución que se alimenta negativamente de ambas miradas sobre el mundo. Es verdad que Cameron vuelve a decir cosas, señalar cuestiones y realizar alegorías –sobre la política bélica norteamericana, la guerra de Vietnam e Irak, la ecología, la destrucción de la Naturaleza, los modos de vida potencialmente más armoniosos, etcétera- que no son precisamente nuevas. Pero eso no significa que hayan perdido vigencia. Además, Cameron, como siempre, va con los tapones de punta. Señala con el dedo de forma explícita, sin indirectas. Lo mismo había hecho en Terminator en lo que se refería a las conductas hiperviolentas de la humanidad, o en Titanic con respecto a las diferencias y enfrentamientos entre los estamentos sociales. Por último, Cameron realiza algo especialmente significativo: crea un mundo, totalmente de la nada, que incluye una biología, habitantes humanos, castas particulares, una mitología, un lenguaje, deidades y hasta una justificación científica que engloba todo lo anterior. ¿Cuántos pueden darse el lujo de presumir de eso? Ni Tolkien, con la Tierra Media, llegó a tanto. Con lo cual, volvemos a los críticos. Esos mismos que no le criticaron para nada a Terrence Malick el volver a abordar la leyenda de Pocahontas en El nuevo mundo (tampoco vamos a pretender lo contrario), que pasaron por alto buena parte de la misoginia y el conformismo que atraviesa buena parte de ¿Qué pasó ayer? y aplaudieron las simplicidades de Rescate del metro 123. Y que ahora se escandalizan porque Cameron en Avatar “es muy políticamente correcto”, “sus conclusiones son obvias” o “volvió a contar la misma historia de siempre”. Gente, ya todas las historias fueron contadas, es cada vez más difícil no decir algo que ya fue dicho hace rato y la verdad es que en estos tiempos posmodernos, según el punto de vista, todo es políticamente correcto e incorrecto a la vez. El quid de la cuestión pasa por cómo decís lo que decís, qué herramientas tenés y hacia dónde apuntás. Y James Cameron sabe bien qué decir, cómo decirlo y hacia dónde se dirige. Y siempre acierta al blanco, haciendo estallar las taquillas por los aires. No será el Che Guevara, como algunos pretenden, pero bien que millones y millones de espectadores se están yendo con él a “hacer la revolución”.
Todo sigue igual... Bienvenidos al nuevo milenio Este nuevo fenónemo de marketing –impulsado, entre otros, por esa mente maestra de los negocios que es Steven Spielberg- merece ser analizado no tanto por la parafernalia exterior, que supo elevarlo a la categoría de “acontecimiento imperdible, del que no te podés quedar afuera porque sino sos un extraterrestre”, sino como obra cinematográfica en sí misma. Hay que admitir que Actividad paranormal califica como cine, a pesar de sus notorias limitaciones, que la colocan por debajo del nivel de otros exponentes similares como El proyecto de la Bruja Blair o Cloverfield. Este esfuerzo cuasi amateur logra unos cuantos climas plenos de inquietud, donde el espacio –a través de sombras y ruidos inexplicables- se convierte en una amenaza. A la vez, el tiempo juega también un papel clave, ya que muta a través del temporarizador de la cámara sin aviso, contribuyendo a la desestabilización del espectador. Los realizadores consiguen sacarle el jugo a las posibilidades del medio digital, cimentando un verosímil adecuado a través de planos fijos, la profundidad de campo, el espacio en off y el cambio de ritmo en las acciones, sorprendiendo y asustando en los momentos significativos. Sin embargo, este conjunto de virtudes no dejan de ser un mero amontonamiento de ideas sueltas, ya que el desarrollo de los personajes y la historia son esquemáticos y arbitrarios. De hecho, casi nunca sentimos empatía por los protagonistas y hasta algún secundario, como el psíquico, termina generando una distancia irónica no precisamente buscada. Por eso no está mal aprovechar la oportunidad para recomendar The Poughkeepsie tapes, un filme que va por la misma vertiente del horror que, a causa de los problemas financieros y/o legales de su distribuidora MGM, anda en una especie de limbo, esperando ser estrenado en cines desde hace dos años, mientras circula casi clandestinamente por internet. Este es una especie de falso documental, basado muy ligeramente en algunos hechos reales, que relata las circunstancias que rodearon el antes, durante y después del hallazgo de cientos de cintas donde se pueden apreciar los crímenes filmados por un asesino serial, quien documenta sus andanzas en primera persona. La película funciona como relato policial de una búsqueda infructuosa, pero también como evidencia de ciertas tendencias emparentadas con lo más violento y terrible de la sociedad occidental, que toman elementos más propios de los lenguajes teatral y cinematográfico, pero trasladándolos al campo de la realidad humana, donde las muertes –vale la aclaración- son reales. Dentro de su construcción y artificialidad deliberada (cercana al informe televisivo), no deja de evocar lo inquietantemente cercano y rutinario, pero con bastante más fuerza y proximidad que Actividad paranormal. El caso de Poughkeepsie, junto con el de Actividad paranormal, nos obliga a preguntarnos el por qué hemos arribado a una época del género de terror donde los fenómenos más resonantes de público están ligados a una violencia extrema irreflexiva (El juego del miedo); una referencia a la realidad más propia de nuestra existencia que sólo parece puede darse a través de la técnica digital (Rec, Blair); y las remakes o reflotamientos de franquicias con décadas de antigüedad (La masacre de Texas, Viernes 13), más cercanas al ejercicio nostálgico, el pastiche o la sátira, que a la revulsión política o la parodia de los originales. Pasada más de una década de los productivos autoanálisis que significaron las dos primeras Scream; agotado el furor por el terror oriental; con los viejos soldados como Carpenter, Raimi o Romero sólo disparando de vez en cuando, el cine de terror hollywoodense se encuentra en un dilema formal delicado. Ya casi no hay un intercambio entre el inconsciente de los autores y el inconsciente colectivo; no se intentan voltear los cimientos de la realidad institucional a través del lenguaje del horror; el cuestionamiento a lo establecido por las convenciones queda reemplazado por un acercamiento a la “realidad” que, mediado por el dispositivo técnico y marketinero, no tiene efecto movilizador a largo plazo. Sólo podemos asistir a notorias excepciones como La huérfana, The midnight meat train o The house of the devil, que ni siquiera gozan de un gran suceso taquillero. Los realizadores y su público parecen aletargados, dormidos, insensibles. Incluso se diría con miedo a tener miedo.
Roland Emmerich aporta una vez más una cosmovisión tan complicada como simplista. El mundo será del G-8 Hay que decir que la primera hora de 2012 es bastante decente. Roland Emmerich configura un escenario previo a la destrucción masiva bastante inquietante y, cuando llega el momento de las acciones espectaculares, no defrauda. Hay vértigo, emoción y los efectos especiales funcionan porque impresionan, porque dan cuenta de un mundo colapsando, donde las fuerzas de la naturaleza avasallan al hombre por completo. La escena del terremoto en Los Ángeles y la explosión del volcán son un buen ejemplo: nos creemos como espectadores lo que sucede, Emmerich se mueve adecuadamente dentro de las convenciones del género y consigue sostener un verosímil. Sin embargo, podemos detectar un problema de raíz, ya presente en anteriores filmes del director, como Día de la Independencia y en menor medida El día después de mañana: la excesiva multiplicidad de personajes, no del todo desarrollados, que terminan empantanando la narración. Es cierto que esta característica parece como algo inherente al sub-género “pucha, el mundo de una forma u otra se está yendo al demonio”. Pero tipos como Spielberg, Shyamalan o Wolfgang Petersen supieron tener esto en cuenta y configurar historias –que luego podían tener cualquier otra clase de defectos-, como Guerra de los mundos, Señales o Poseidón, donde el relato se centraba en un núcleo específico humano en determinada situación, con alusiones funcionales –en algunos casos casi en off- al contexto. Emmerich parece no conocer eso llamado “economía de recursos”. La historia va de un lado para el otro, porque el deseo del realizador de El patriota es antes que nada el contar una especie de fresco social sobre la Humanidad. Y esa es la base, la raíz del problema que se desata en la segunda parte de 2012. Roland nació en Alemania, pero parece considerarse una especie de ciudadano del mundo, aunque al estilo norteamericano. Su visión del estado de las cosas, de las relaciones políticas internacionales, del vínculo humano-naturaleza, de las dinámicas familiares y amorosas es, cuando menos, simplista y banal. Y de la simplicidad y banalidad a la irresponsabilidad e incoherencia hay un solo paso, y es muy cortito. En El día después de mañana podíamos apreciar cierta coherencia en el comportamiento de los protagonistas, aún en el caso de los más tontos e irritables. Pero en 2012 todo parece ir en función de una dañina arbitrariedad del guión. Entonces tenemos al funcionario encarnado por Oliver Platt que se lamenta resignado porque su madre va a morir, pero después no le importa para nada el funcionamiento de la instituciones, mostrándose insensible y autoritario; al hijo de John Cusack que le echa en cara que se lleva mejor con su padrastro, pero luego no derrama una lágrima cuando el otro se muere; la ex mujer que vuelve con el protagonista porque sí, porque bueno, en realidad lo amaba; al padre que, porque habla por teléfono con su hijo al que no le da bola hace años, ya se redimió de todas sus macanas; al ruso rico que pasa de ser un egoísta a un tipo piola, luego a un revanchista, luego a un padre sacrificado, sin pausa alguna; etcétera. Pero lo peor llega sobre el final, cuando ya, como espectadores, estamos un poco cansados de dos horas y media de idas y vueltas (¿era necesario tanto tiempo?). Porque a lo que asistimos es a la mirada política de la película. Y la futura sociedad que se propone implica avalar el mismo régimen capitalista que se criticaba al principio, donde los ricos compraban su salvación. En aras del “humanismo”, de la “solidaridad”, se reproduce una estructura de millonarios y pobres -entrando por la ventana- a su servicio. Los presidentes del G-8 se muestran conmovidos y salvan a un puñado de tontuelos que se estaban quedando varados. No importa entonces que hayan ocultado todo, que mintieran, que asesinaran a los que amenazaron con revelar la verdad, que hayan dejado a la deriva a los estados más pobres. Ya todo está fenómeno, total pedimos perdón, tuvimos un gesto piola y conmovedor, y listo, sigamos mirando para adelante, hacia el futuro, que es lo que importa. Ese es el discurso que siempre ha cimentado a los Estados Unidos y su accionar en el exterior, no es una novedad. Tampoco lo es que ese mismo discurso prenda tan fuerte en el resto del mundo. Es que Estados Unidos sigue siendo la aldea global, y Hollywood su mejor vocero.
Lo viejo en envase nuevo Aclaración: Algunas de las cosas que escribo en esta crítica están extraídas y vinculadas a un debate online que tuvimos con Daniel Cholakian, Javier Luzi y Mex Faliero. (500) días con ella es un filme que se plantea casi como una anticomedia romántica, ya en la primera secuencia aclara que “esto no es una historia de Amor”. Pero en verdad sí lo es, y es una comedia que termina reafirmando el discurso ya conocido: el Amor es uno solo e inalterable. Dije en algún momento del debate que estoy medio podrido de las películas que conciben al Amor como si fuera un todo: de ahí que cuando te rechazan, entrás en una depresión que termina afectando a tu entorno, y que irremediablemente conduce a una decadencia física y espiritual. No digo que eso no pueda pasar, pero (500) días con ella avala esta opción como si en verdad no hubiera alternativa. Es más, como asevera el final, el Amor incluso empieza donde termina el Amor. Lo transmitido es que nuestra identidad, nuestro lugar dentro de la sociedad, incluso dentro de los campos culturales, está marcado por el Amor. Y nos referimos al Amor como expresión de las relaciones de pareja, no vaya a ser que andemos solteros de aquí para allá. Y la verdad de la milanesa es que el Amor es muy importante (¿vieron como utilizo las mayúsculas?), y en algunas ocasiones extremadamente doloroso, pero eso no nos impide seguir con nuestras vidas. Vamos al trabajo, estudiamos, nos juntamos con amigos, eventualmente tratamos de iniciar otras relaciones, etcétera. ¡Es más, hasta seguimos solteros y todo! El Amor es, por importante que resulte, sólo un componente más en nuestra existencia. Podría decirse que el filme despliega cierta originalidad a partir de la autoconciencia de lo subjetivo en la historia, donde todo parte desde la mirada masculina. Pero quizás habría que preguntarse si eso es en sí un mérito o si ya forma parte de un imaginario donde el punto de vista del hombre es el que prevalece. Incluso en un género más afín al gusto femenino como es la comedia romántica, la mujer y sus concepciones terminan siendo relegadas. Nancy Meyers, por ejemplo, se creó toda una fama de directora que reflejaba los conceptos femeninos, cuando es en verdad bastante reaccionaria y machista en sus tesis. La Summer que nos muestra el filme de Webb es, a pesar de la dulce presencia de Zooey Deschanel, sólo un ejemplar más de esta tendencia: apenas un objeto de deseo, un vacío sólo rellenado por lo que desea poner en ella el protagonista, o más bien la película. En cuanto a la ciudad y su vínculo con la profesión de arquitecto del protagonista, interpretado por Joseph Gordon-Levitt, no dejan de ser apuntes superficiales, sin contenido, forzados, meros intentos de darle una mayor profundidad y desarrollo a un personaje masculino que supuestamente tiene que cargar sobre sus hombros el peso de la historia, pero que en verdad es sólo una sucesión de trazos gruesos. Del mismo modo, la crítica que se esboza a su ámbito laboral –una empresa que emite tarjetas de felices deseos- no deja de ser un lugar común y facilista. Incluso sus amigos (exceptuando un diálogo donde uno de ellos reivindica sin bajar línea innecesariamente su noviazgo con una chica a la que conoció en el secundario) no escapan al estereotipo freak, actuando como meras excusas para chistes supuestamente piolas. Pareciera ser que el guión sólo dispusiera de algunos diálogos ingeniosos y un par de ideas visuales, y que intentara insertarlas forzadamente dentro de un relato con mucho potencial, pero que se queda rápidamente sin nafta. Y de la misma manera que la película cumple con todos los parámetros requeridos por el establishment, sus minutos concluyentes colocan todo en su justo orden, tranquilizando apropiadamente al espectador, dejando bien en claro lo que viene para el protagonista. En consecuencia, la película redunda, refuerza el marco previsible establecido por las convencionales sociales. Desde el principio al fin, (500) días con ella es así de previsible. Lo blanco sigue siendo blanco, lo negro sigue siendo negro. Y uno se pregunta: ¿dónde quedaron los grises? En sus minutos finales el film coloca todo en su sitio y tranquiliza al espectador, le deja en claro lo que viene para el protagonista. Y el filme se torna redundante, al reforzar el marco previsible establecido por las convencionales sociales.
PAISAJIZANDO LA TORTURA ¿Es necesario explicar la trama de la sexta entrega de la saga Saw? Más teniendo en cuenta que los diversos responsables a cargo se han ido complicado y enredando en extremo, a medida que se suceden las películas. Y sin embargo hay un argumento, vinculado al surgimiento del agente Hoffman, quien tiene la intención de constituirse en el sucesor de John, el Jigsaw original. Pero no tiene la cosa tan fácil, porque su maestro tiene la intención de que pase un examen, una prueba, que lo consolide como un legítimo heredero y aprendiz. Obviamente que podemos adivinar, sin temor a equivocarnos o a subestimar la película, que lo que viene es una sesión de hora y media de gente sufriendo toda clase de martirios, en pos de la moral y las buenas costumbres. Los defensores de la saga creada por James Wan y Leigh Whannell, y continuada principalmente por Darren Lynn Bousman, sostienen que el sadismo presente en las imágenes es sólo un instrumento, un elemento más dentro de la Historia, y lo que importa verdaderamente es el tratamiento sobre los personajes y los distintos lazos que los conectan. Esta afirmación es por lo menos arbitraria: el éxito de la franquicia se ha sostenido siempre en la invitación a contemplar escenas de tortura, desde el marketing hasta la recepción del público, pasando por la puesta en escena y el discurso social. En cuanto a esto último, El juego del miedo VI termina justificando, en aras del cuestionamiento al sistema capitalista –en este caso, expresado a través de un directivo de una obra social-, la justicia por mano propia más extrema y vergonzante. Esto no es raro dentro del universo de Saw, donde la tesis de los autores coinciden con la del asesino interpretado por Tobin Bell: el mundo es una porquería, está plagado de gente egoísta y ególatra, que merece sufrir física y psicológicamente para alcanzar La Iluminación. De ahí que podamos decir que un filme como Waz se despega de la propuesta de El juego del miedo, ya que lo que allí interesa es el camino recorrido por una serie de personajes. Allí hay un contexto, una existencia horrorosa, es cierto, pero ésta no se impone nunca por completo a los protagonistas. Lo que pasa es que en filmes como Saw lo que importa es el mensaje moralista, que en verdad encubre una pulsión ociosa, carente de motivo, por ver gente sangrando o mutilada. Es como una cáscara vacía al cuadrado. Y en el cine de terror, la sangre no debe ser derramada por tan poco.