La única certidumbre es la incertidumbre Martin Scorsese siempre es un director interesante. Pero este crítico se atreve a afirmar que La isla siniestra es su filme más arriesgado, interesante y complejo de analizar desde La edad de la inocencia. Eso no significa que Casino, Bringing out the dead, Pandillas de Nueva York o Los infiltrados carecieran de aristas atractivas, sino que Shutter island es la película más permeable a definiciones rápidas, malentendidos o vínculos facilistas. De hecho, las calificaciones generales señalan a esta historia –basada en un libro de Dennis Lehane, el autor de las obras en que se basaron Río Místico y Desapareció una noche-, como un “Scorsese menor”. Sin embargo, a pesar de ser fallida en varios aspectos, su ambición y sus logrados climas la ubican un poco al costado de la mera calificación de “menor”. Ubicada en 1954, la trama sigue a un agente federal (Leonardo Di Caprio) que junto a su compañero (Mark Ruffalo) deben ir a una isla donde se ubica un neuropsiquiátrico para criminales, para investigar la misteriosa desaparición de una paciente (Emily Mortimer). Enseguida se toparán con las autoridades del instituto (encabezadas por un Ben Kingsley monolítico e impenetrable), hostiles y sin voluntad de colaboración. Y una furiosa tormenta, que los deja varados en la isla, terminará de introducirlos en un clima laberíntico y pesadillesco. Shutter island es un filme que invita y busca la comparación y evocación de muchas otras obras, creadores y corrientes cinematográficas, incluso al universo scorsesiano. Desde el mismo comienzo, la actuación de Ruffalo (quien, a pesar de todo, parece hacerlo con total naturalidad, algo que siempre lo ha caracterizado), hace recordar al método actoral empleado por, entre otros, Humphrey Bogart, en el cine clásico del treinta, cuarenta y cincuenta. La fotografía casi onírica, con cielos completamente irreales, remite a Vértigo, Psicosis y un amplio espectro de la filmografía de Alfred Hitchcock. Y de la puesta en escena hitchcokiana al expresionismo alemán de la década del veinte, que anticipaba los mecanismos de poder y opresión del nazismo (sólo que aquí transfigurados en la figura política del anticomunismo norteamericano de los años cincuenta), con filmes como El gabinete del Doctor Caligari o M como máximos exponentes, hay un paso muy cortito. Asimismo, la banda sonora, producida y supervisada por Robbie Robertson, trae a la memoria las secuencias más terroríficas y desatadas de Cabo de miedo. Y Scorsese vuelve con esa mirada hacia lo femenino que tanto lo distingue y que brilló particularmente en Taxi driver y Toro salvaje: los protagonistas masculinos con una visión de las mujeres donde lo idealizado y lo deforme confluyen, en el que lo blanco y puro va ofreciendo poco a poco matices oscuros, aunque se quiera seguir sosteniendo una imagen irreal, como un refugio frente a la tormentosa e inexorable realidad. No obstante, ciertos flashbacks que reconstruyen un episodio de la Segunda Guerra Mundial en el campo de concentración de Dachau, nos recuerdan a los peores momentos de la carrera de Steven Spielberg: la escena del falso suspenso con las duchas en La lista de Schindler y la del orgasmo en paralelo a la muerte de los atletas judíos en Munich. Es evidente que los dos cineastas y amigos comparten un modo de aproximación al tema del Holocausto, para bien y para mal. En La isla siniestra, se dejan ver los aspectos más negativos. Pareciera que en ciertas escenas del filme Scorsese se hubiera olvidado de aplicar las prácticas de John Ford, un cineasta que se caracterizó primariamente por construir imágenes desde lo no visto, por representar sin necesariamente mostrar, por recortar pedazos de mundos para que el espectador complete por sí mismo la pieza del rompecabezas restante. Del mismo modo, en especial hacia la media hora final, Scorsese se aplica excesivamente a lo pautado por el guión de Laeta Kalogridis (guionista también de Alexander). Lo mismo había hecho con el guión de John Logan en El aviador. El resultado es parecido: una sobreexplicación de los hechos que entorpece y le resta fuerza al relato. Aún así, sobre los minutos finales retorna el cineasta ambiguo e inquietante, que cuando se desafía a sí mismo junto con el espectador, es capaz de llegar a grandes alturas. A pesar de su mecanismo de relojería destinado a completar los casilleros vacíos, La isla siniestra es un filme que deja varios cabos sueltos deliberadamente, bien debajo de la superficie, exponiendo el interior de los personajes no para responder sino para preguntar y preguntarse, con un contexto tan opresivo como enigmático, donde ciertas respuestas condonantes no alcanzan para alejar la inquietud. En su ambición, golpea las certezas, obliga a una revisión, juega con las expectativas del público, deja tan satisfecho como insatisfecho. El cine aquí se transforma en un interrogante indisoluble.
De la pretensión a la pretenciosidad Los excesos de Herzog esta vez no suman en el intento por realizar una buena película. Hay que reconocerle a Werner Herzog el hecho de no sentirse intimidado por ese pequeño clásico de culto policial llamado Un maldito policía, dirigido por Abel Ferrara en el mejor momento de su carrera y con un Harvey Keitel poniendo su cuerpo hasta el borde de la extinción. El director de Aguirre, la ira de Dios sólo toma un par de elementos presentes en el original de 1992, para pasar a construir un objeto fílmico totalmente propio e independiente. Pero la autonomía no significa necesariamente brillantez. Ni siquiera corrección. Y la verdad es que Herzog, un director que siempre supo hacer del exceso una virtud, explorando las distintas dinámicas del poder, del hombre enfrentado a lo abismal de la naturaleza, del ser humano sobrepasando los límites de la conciencia para adentrarse en la locura –casi como un equivalente cinematográfico del tratamiento literario que ha distinguido a Joseph Conrad-, acá patina y cae. Muchos elementos de la filmografía del director están presentes en Un maldito policía en Nueva Orleans. Desde la Naturaleza, así con mayúsculas, intentando convertirse en un personaje más, hasta el tour de force actoral –con Nicolas Cage tomando la posta de Klaus Kinski-, pasando por la noción del hombre desbordado por lo que él mismo genera a su alrededor, por un contexto del que él es su principal fabricante y exponente. Pero la pretensión se nota demasiado, las imágenes alucinatorias nunca fluyen sino que hacen demasiado ruido y Cage no sólo no es Kinski, sino que aparece en su peor vertiente: esa en la que confunde la actuación con la payasada. Un maldito policía en Nueva Orleans es un filme que ya a la mitad de su metraje cansa rápidamente, que no genera un interés genuino en los personajes y del que sólo se pueden extraer ciertos elementos interesantes, como la metáfora política que puede aparentar ser obvia y facilista pero aún así no carece de potencia y complejidad o un manejo de las tensiones y el suspenso que se aleja del lugar común hollywoodense, trabajando sobre las expectativas del público. No hay mucho más, y suenan bastante exagerados los elogios de la crítica local hacia la película, donde indudablemente pesó (y mucho) el nombre y la carrera de Herzog. Incluso se incurrió en el apresuramiento de tirar abajo el filme original de Ferrara, cuestionando básicamente su metáfora cristiana, como si su ideología religiosa fuera un defecto en sí mismo. En verdad, esa película se sigue sosteniendo como un pequeño clásico, crudísimo en su narrativa y concepción. Y supera por varios cuerpos a su remake.
Sensatez y sentimientos El nuevo filme de Spike Jonze -director de ¿Quieres ser John Malkovich? y El ladrón de orquídeas- forma un particular trío junto con El desinformante -la más reciente película de Steven Soderbergh- y El Fantástico Sr. Fox -último opus de Wes Anderson-. Las tres fueron dirigidas por autores consagrados por las instituciones críticas y académicas; polémicos y con numerosos desniveles -la filmografía de Soderbergh, por ejemplo, alcanzó un momento de casi nulo interés-; pero con un imaginario particular, que han tenido una fuerte repercusión incluso en la taquilla. Sin embargo, a pesar de que amagaron con estrenarse en cines, sus distribuidoras argentinas terminaron mandándolas al fangoso y poco prometedor terreno del directo a DVD. Esto ya de por sí es un paso atrás, pero si lo pensamos en términos de calidad, uno empieza a preguntarse por qué se estrenan en cines porquerías absolutas, mientras se dejan de lado a grandes obras como estas. Basada en una novela corta de Maurice Sendak, Donde viven los monstruos vuelve a quedar asociada a Fantastic Mr. Fox e incorporando un nuevo vértice en Toy Story 3. En las tres se percibe una atmósfera artesanal y personal, donde los cuerpos y/u objetos adquieren un carácter palpable: el espectador siente a cada momento el impulso de “tocar” la película. Esto se da por las composiciones plásticas y táctiles de los filmes, pero también porque los distintos protagonistas producen una identificación y cariño tan fuerte que invitan a zambullirse dentro de la pantalla. Hay un fuerte perfil transitivo y sensitivo, en el que las tramas impactan de manera mayúscula en la memoria emotiva del espectador. En el caso de Where the wild things are, se debe señalar que es un filme infantil sobre la infancia -lo cual puede parecer redundante, pero no lo es tanto-, lo cual no significa que necesariamente lo puedan ver los chicos. De hecho, los ejecutivos de Warner -productora y distribuidora del filme-, que convocaron a Jonze con la intención inicial de apuntar al público infante, se mostraron furiosos con el realizador. Es que con lo que se encontraron fue con un drama familiar expresado a través de las fantasías, miedos y deseos de un niño. Jonze, junto al guionista Dave Eggers, fue hilvanando una reescritura del material original, que respetó el espíritu de lo escrito por Sendak, pero utilizándolo como punto de partida para volcar en el ámbito cinematográfico obsesiones y metas personales. Se pueden intuir dentro del relato de Donde viven los monstruos varios trazos vinculados al poder de la imaginación ya presentes en la filmografía de Jonze, que esgrime numerosas herramientas de sus orígenes videocliperos en pos de la construcción de un mundo fragmentado en imágenes y sonidos, que no es más que la expresión audiovisual de la búsqueda de identidad de los personajes. No es infantil. No es mera adaptación fiel al cuento. Es un filme personal de Jonze, con apuntes de su infancia. Que sea sobre la infancia, no significa que lo puedan ver los chicos. El niño protagonista, Max, crea un mundo que parece hecho a su medida, lejos de los límites impuestos por su madre (quien parece demasiado ocupada para prestarle atención), su hermana mayor (demasiado concentrada en hacer amigos de su edad) y su padre ausente. Las criaturas que pueblan su universo lo consagran rey, y todo parece ir bien. Pero resulta que cada uno de ellos tiene sus propios problemas, motivaciones, deseos, virtudes y miserias. Está la que es negativa todo el tiempo; la de comportamiento adolescente y rebelde; el que se siente incomprendido y no escuchado; el que es sabio, aunque no sea capaz de liderar; el fiel a toda prueba, incluso negativamente; el que encabeza todas las iniciativas, aunque le cuesta lidiar con esa responsabilidad y las ansias que lleva adentro. Todos son como una pequeña parte de Max, quien pasa a tener el poder de un Dios, eje de todas las miradas, poseedor de todas las respuestas. Aunque en verdad, la mayoría de las veces no sepa qué hacer con todo ese poder y en vez de argumentaciones sólidas, sólo tenga dudas. De repente, es como el Padre de todas las Criaturas, y sólo aprenderá lo que pueda, paso a paso, incluso a costa de sentir y causar dolor. Donde viven los monstruos es en sí una reflexión oscura y a la vez luminosa sobre la religión y sus figuras, del peso que cae sobre ellas, de las edificaciones ficcionales y mitológicas alrededor de ellas. Igualmente sobre el arte, su poder de inventiva, su capacidad de crear nuevas realidades y cómo los elementos creados por la mente pueden adquirir autonomía. Spike Jonze especula sobre el rol creativo, sin dejar de explorar nociones referidas a la infancia como espacio-tiempo de choque frente a las convenciones adultas. Con todas estas variables teóricas y narrativas, Donde viven los monstruos no deja de ser un filme arrollador, triste y melancólico en su tono general, aunque a la vez profundamente vital. Indudablemente contradictorio, usa esas mismas contradicciones como instrumento pensante y sensible. Da todo y pide todo, sin medir las consecuencias. Una valentía así es digna de aplauso.
Aunque usted no lo crea La carrera de Steven Soderbergh es cuando menos despareja. Ha pasado por todas clase de instancias: el cine independiente más emblemático (Sexo, mentiras y video); el mainstream más automatizado y convencional (la franquicia de La gran estafa); el supuesto retrato “profundo” de una problemática social (Traffic, sin lugar a dudas su peor filme); la explotación de los recursos de la maquinaria hollywoodense para explorar temas y formas más personales y complejas (Solaris, Intriga en Berlín); el relato políticamente correcto al servicio de una estrella (Erin Brockovich); el biopic exhaustivo y ambicioso (Che: el argentino y Guerrilla); el policial estructurado y atado al guión (Un romance peligroso); el thriller independiente ríspido y amargo (The limey). Es extremadamente fructífero, figura en los créditos de producción de muchas obras, también con muchos desniveles. Goza de cierto aura de prestigio y culto, fomentado por su ir y venir entre el cine de alto presupuesto y el de escasa difusión, además de un coqueteo permanente con el retiro de la actividad cinematográfica. Soderbergh concibe con El desinformante una especie de anti-Erin Brockovich. Los dos filmes se sitúan en el mismo ámbito capitalista, pero hilvanando caminos distintos. Si en la historia protagonizada por Julia Roberts se retrataba a los ejecutivos y sus acciones como una otredad obviamente condenable, en The informant! no se construye un descanso en el imaginario de la gente común, que permanece en todo momento en off. El espectador debe habituarse a un mundo poblado de seres cuando menos nebulosos. No hay blanco o negro, buenos contra malos, seres excepcionales capaces de torcer la historia: el gris es el que impera, lo mismo que los personajes individualistas, prácticos en sus propósitos, aunque tremendamente ordinarios. Tampoco hay salida o redención, sólo capas de mentira que se transfiguran en callejones sin salida. Si Erin Brockovich -a la vez que la trama real en que se basa- desde su linealidad es un claro exponente de la era Clinton (con toda su carga de esperanza y fe en cambiar los balances de poder), El desinformante es una crónica con olor, sabor y textura a Bush. Mi colega en este sitio, Mex Faliero, me dijo cierta vez que él prefería a los perversos antes que a los ignorantes o tontos, ya que con los primeros uno por lo menos sabía con qué se iban a venir. Esta frase se aplica perfectamente al protagonista, Mark Whitacre, un científico convertido en vicepresidente de una compañía productora de maíz, que decide empezar a pasarle información al FBI sobre las prácticas fraudulentas de fijación de precios que lleva a cabo la corporación para la que trabaja. El problema es que el tipo es un mentiroso compulsivo, un fabulador total que por cada verdad dice cinco mentiras, y aún esa verdad que dijo es cuando menos incompleta. Parece Bush con panza y bigote, e incluso a nosotros los argentinos nos remite a Juan Carlos Blumberg, por esa justificación de la mentira a partir de la supuesta permisibilidad del entorno. Hay dos grandes méritos en el filme. El primero le corresponde a Soderbergh, que adapta su puesta en escena al servicio de un guión que establece la distancia justa con el personaje: hay una mirada objetiva, pero no fría con respecto al mundo superficial y volátil de Mark, ya que casi en todo momento percibimos el transcurso de los hechos desde su punto de vista, que igual no deja de revelarse como un castillo de naipes siempre dispuesto a rearmarse luego de caerse. El segundo es obra de Matt Damon, un tipo de quien Paul Rudd decía en Virgen a los 40 “guau, yo creía que era como Barbra Streisand, pero al final se la banca”: sí, ese muchacho que tenía toda la pinta de pelmazo ha evolucionado enormemente como actor y aquí encarna a Whitacre de forma estupenda. Despiadada y ácida, coherente con la incoherencia del protagonista, al que quiere a pesar de (o por) tenerle piedad, El desinformante es uno de los mejores filmes de Soderbergh, al mismo tiempo que uno de los más ignorados. Un agridulce tónico contra Traffic, como para recuperar la confianza en este cineasta.
Algo parecido al cine. Chris Columbus supo escribir los guiones de esas maravillas del género infantil llamadas Los Goonies y Gremlins. Pero eso fue en los ochenta. Ya pasaron más de veinte años y en el medio Chris dirigió Mi pobre angelito, Mi pobre angelito II: perdido en Nueva York, Nueve meses, Papá por siempre y Rent. Estamos hablando de filmes sin alma, portadores de ideologías incoherentes o conservadoras, incluso aburridos. Cuando le tocó abordar las adaptaciones de Harry Potter y la Piedra Filosofal y su continuación La Cámara Secreta, Columbus demostró una gran escasez de inventiva y libertad, plegándose a un guión elemental, excesivamente fiel a los hechos y situaciones de los libros, pero no a su espíritu. Son películas que avanzan a los tropezones, carentes de autonomía, preocupadas más por satisfacer de la forma más fácil posible a los fanáticos, sin tomar ningún riesgo. Por suerte apareció Alfonso Cuarón en la tercera parte para dar un vuelco radical en aquella saga. Teniendo en cuenta estos antecedentes, no había demasiadas expectativas con respecto a lo que el director de Stepmom pudiera hacer con la transposición a la pantalla grande de la primera parte de las aventuras del personaje de Percy Jackson, donde éste descubre que es un semidiós hijo de Poseidón, comenzando con el típico camino del héroe. Y la verdad es que Columbus comete los mismos errores que tan caro le habían costado cuando dirigió los dos primeros filmes de Harry Potter. Va montando el relato como de a pedazos, sin confiar en el lenguaje del cine, como si ilustrar lo escrito en el libro fuera la única opción. En la mecánica sucesión de secuencias de Percy Jackson y el ladrón del rayo se pueden ver claramente las costuras. Incluso se puede señalar sin demasiado temor a equivocarse dónde terminan y comienzan cada uno de los capítulos del libro. No hay fluidez ni un desarrollo en profundidad de los personajes. Se hablan o se dan por sentado vínculos de sangre, romances o amistades que en verdad no encuentran asidero en las imágenes. Se pueden intuir los basamentos de un mundo particular, pero la película, al fin y al cabo, sólo parece encontrar su razón de ser como referente, como un elemento más del merchandising. Difícil emparentar este producto con el ámbito cinematográfico. Podemos hablar de efectos especiales bastante funcionales, de un elenco de estrellas (Pierce Brosnan, Catherine Keener, Sean Bean, Steve Coogan, Rosario Dawson) que están correctos a pesar de actuar a reglamento, de unos jóvenes protagonistas que se la bancan bastante, de algunos chistes acertados, pero no de cine. El cine, como universo autárquico, está ausente.
El individuo al que no se objeta Es importante en una película que pueda sostener su discurso en la trama, ya sea a nivel ideológico como de los personajes y situaciones. Días de ira es un filme que va delatando su incoherencia a cada paso, en especial hacia la segunda mitad de su metraje. Ya desde el principio la premisa de Días de ira es problemática: Clyde Shelton (Gerard Butler) es testigo de cómo su familia es asesinada. El fiscal que lleva el caso, Nick Rice (Jaime Foxx) decide pactar con uno de los asesinos, reduciéndole los cargos y dejándole una condena mínima, para obtener información que lo lleva a atrapar a un criminal de mayor rango, aún a expensas de los deseos de Clyde, quien decide planificar una siniestra venganza que no sólo abarca a los asesinos de su familia, sino también a todo el Sistema, encarnado en este caso por la Fiscalía de la ciudad y la Alcaldía. Lo problemático entra en juego porque la puesta en escena del filme toma partido claramente por el “villano”, quien realiza toda clase de bestialidades que parecen justificadas por el desinteresado accionar del sistema legal que supuestamente tendría que ampararlo. Nunca se pone realmente en cuestión la justicia por mano propia, ni por qué en ciertas sociedades como la norteamericana la condición de víctima habilita a cruzar cualquier límite. Sí se ponen en cuestión, pero de forma extremadamente simplificada y superficial, las grietas del sistema judicial, su establecimiento de prioridades y la distinción entre víctimas, victimarios, condenas, casos de gran envergadura, etcétera. Días de ira (cuyo título original, Law abiding citizen, refiere a un ciudadano obediente de la ley) comparte cierto punto de vista con dos filmes que también pretenden hacer ciertas referencias sociales. Nos referimos a Seven-pecados capitales y Tirador. En el primero, la construcción del tejido social por parte del guión y la dirección concordaba con lo aseverado por el asesino, sobre una sociedad en absoluta decadencia ética y moral, lo que lo habilitaba a un raíd homicida teñido de religiosidad. En el segundo, el experto francotirador era una pobre víctima de las circunstancias –cuyo único pecado sería a lo sumo ceder a cualquier pedido cuando se hacía referencia a su patriotismo-, manipulado por un sistema opresor y mentiroso, frente al cual la única opción (avalada incluso por el jefe de fiscales de la Nación en una secuencia siniestra y preocupante) era el asesinato y/o el terrorismo. El filme de F. Gary Gray (más que director, un mercenario, cuyo único antecedente decente es La estafa maestra) es bastante más torpe que estas películas (que hasta han pasado por profundas e innovadoras) porque su supuesto guión de relojería tiene un par de giros sobre el final que no sólo son bastante tontos, sino que además terminan siendo incoherentes con la construcción previa de un villano aparentemente invencible y que tiene todo calculado. No hay que dejar de hacer notar que esta torpeza y tontera tiene un objetivo, que es el de tranquilizar al espectador. Es que claro, el fascismo y la derecha siempre han presentado posturas que lo único que buscan, en el fondo, es aletargar y calmar al público.
Film mucho más interesante de lo que algunos creen. Queridos monstruos Parece que a muchos críticos no les alcanza con la cantidad de malas películas que existen, que son muchas. Deben tener mucho tiempo libre, entonces gastan energía en apalear filmes que no merecen tanto ardor negativo. Porque la verdad es que la historia de El hombre lobo funciona. Más que nada porque se plantea como una especie de tragedia shakespereana (lograda definición aportada por el señor Roberto Javier Eduardo Luzi) en la que el destino va marcando relaciones familiares marcadas por la opresión, represión y la repetición de determinados parámetros. El padre marca a sus hijos de por vida, el enfrentamiento masculino, paterno-filial, es sostenido y llevado al límite. Claramente está emparentado con otros filmes como el Hulk de Ang Lee o el Blade II de Guillermo del Toro, donde lo trágico también es expresado a través del círculo familiar, con figuras paternas dominantes y destructivas. Joe Johnston, quien ya tiene unos cuantos buenos antecedentes con Jumanji y Cielo de Octubre, dos filmes centrados en hijos que forman su identidad a partir del enfrentamiento con la autoridad paterna –aunque el proceso de aprendizaje los lleva a una reconciliación con los padres a los que cuestionan-, concreta con El hombre lobo su obra más oscura. Aquí no hay reconciliación y el amor hacia la mujer posee una función paradójica: delata el conflicto pero ofrece una posibilidad de redención. Para que esto se desarrolle armónicamente, Johnston cuenta con un elenco compuesto por actores de carácter como Benicio del Toro, Anthony Hopkins y Hugo Weaving, más el aporte de Emily Blunt, quien con su rostro se consolida dentro del relato no tanto como una mujer-objeto sino más bien como una mujer-sujeto. Sumado a esto, tenemos sangre a borbotones, tripas a más no poder y efectos especiales que se alejan de lo digital para ir hacia lo corpóreo, casi como un retorno a la estética de los ochenta. El hombre lobo tiene unos cuantos problemas de montaje, de ritmo, de fluidez narrativa. Por momentos, su tono cuasi operístico le juega en contra. Pero aún así cuenta con varios méritos, nada despreciables. Y es necesario detenerse a pensar aunque sea unos minutos antes de tirar munición gruesa.
A pesar de ciertos logros formales, el documental de Martín Rejtman me dejó bastante indiferente. Es verdad que el director de Los guantes mágicos se arriesga mucho, a través de una puesta en escena donde la cámara permanece quieta, buscando captar pedazos de tiempo, momentos donde las personas circulan y aportan a la acción en forma espontánea. Logra así resultados interesantes. A la vez, sólo se centra en una celebración particular, escapando al retrato ambicioso de la comunidad boliviana, en corcondancia con su estilo de siempre. Pero igual da la sensación de que al filme le falta trascendencia, que se escapa rápido de la memoria y la importancia del rito nunca aparece.
Tal como ocurría en Gracias por fumar Jason Reitman vuelve a quedarse en el diagnóstico. Observar, pero sin accionar Un tipo complicado este Jason Reitman. ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué es lo que busca? Su mirada es clínica, tiene una gran capacidad para describir ámbitos, discursos y posiciones, dejando hablar a sus personajes, permitiéndoles expresarse. Pero sólo con Juno (que, a diferencia de Gracias por fumar, no escribió) ha podido ir más allá de la mera descripción, para formular una respuesta posible a los problemas planteados. La primera mitad del nuevo filme de Reitman es especialmente lograda. El humor rebalsa ingenio pero también oscuridad, al igual que en sus dos películas anteriores. Es como si el realizador, a través de los personajes y un guión aceitadísimo, utilizara la risa como herramienta para alertarnos sobre el estado del mundo, casi gritando de desesperación. Pero no todo se sostiene en la lengua. Otros lenguajes de carácter estético intervienen. Up in the air es un filme de espacios vacíos, pero cargados de plenitud, de significado, incluso de significante. También de tiempos: momentos donde todo se congela, instantes de quiebre que pueden marcar a personas para siempre, porciones temporales que pueden significar para los protagonistas una posibilidad o la ilusión de transportarse a otra dimensión, de ilusionarse con otras sendas para sus vidas. Y finalmente, de cuerpos insertos en esos esquemas espacio-temporales, buscando su identidad, tomando conciencia de sus acciones y las consecuencias que provocan, definiéndose a partir de su contacto con los otros y las dinámicas laborales. Sin embargo, en la segunda parte, cuando tiene que definir qué es lo que sucede con las dificultades que le surgen al protagonista (un gran George Clooney), el director y guionista tropieza claramente. Elige, por un lado, resignarse a las reglas que cimentan el universo que se encargó de mostrarnos de forma sutil pero despiadadamente crítica, a la vez que castiga al personaje por los pecados cometidos en el pasado, como si no hubiera chance de redención, condenándolo a una situación sin salida, aún después de la toma de conciencia. En el medio, se carga a unos cuantos secundarios, como el interés amoroso interpretado por Vera Farmiga. Reitman se revela completamente incoherente para con sus criaturas en la ficción: primero las va modelando con cuidado y cariño, dejándolas circular libremente, para luego, repentinamente, atarlas a un destino totalmente arbitrario e improductivo. Había un diálogo notable en el filme Mejor imposible, donde Jack Nicholson le reprochaba a Greg Kinnear “¡yo me estoy ahogando y vos estás describiendo el agua! ”. Amor sin escalas (título en castellano falso y carente de gracia) termina operando de la misma manera, diagnosticando pero sin atreverse a tirarse a la pileta, quedándose en un punto de vista casi cínico. E incluso emparenta a Jason Reitman con el director argentino Juan José Campanella, quien también posee un gran oído para los diálogos y un innegable talento para la puesta en escena, pero cuya predilección de lo ideológico por sobre las conductas de los personajes lo hacen caer casi siempre en actitudes inmorales y poco éticas. Esperemos que los dos dejen de interesarse tanto por el “mensaje”. La mejor forma de ser político es seguir, en todo el relato, una línea de conducta.
Sí, Disney también es bueno Al igual que en el caso de James Cameron, cuya obra –con la excepción quizás de Terminator y Aliens- no goza de tanta buena prensa y el compromiso del público –que parece sentirse en la mayoría de los casos avergonzado de haber disfrutado de Titanic, pero no de haber visto Matrix-, los musicales animados de Disney están rodeados de un halo vinculado al placer culpable. Pareciera que uno fuera un ñoño total si se emociona o se deleita con Hércules, Mulan o La bella y la bestia. Distinto sucede con Pixar: muy pocos tienen problemas de contar cuánto les gustó Toy Story, Monsters Inc. o Wall-E. Pues bien, falta reconocer la estructura estética, formal, analítica y discursiva de estos filmes, y juzgarlos en base a eso. Porque la verdad es que por algo han resultado casi siempre grandes éxitos. Y aunque el éxito monetario no es garantía de calidad cinematográfica, sí obliga a una atención particular. Y a través de una mínima exploración, se pueden reconocer relatos ágiles, que recuperan historias legendarias, para inculcar valores relacionados con la institución familiar, el casamiento, la amistad y hasta cierto conformismo con la sociedad capitalista. Se podrá no estar muy de acuerdo con su ideología, pero se tiene que reconocer que el estudio Disney ha hecho todo un arte –en el mejor de los sentidos- de esto de ser el representante de los parámetros conservadores. Y hasta habría que estar atentos a los momentos en que Disney se aparta de su vocación conservadora, para ir rompiendo con lo establecido. Y el caso de La princesa y el sapo vuelve a plantear claramente esta problemática. Más aún con el aporte de John Lasseter (una de los fundadores de Pixar) como productor. El filme le da una vuelta de tuerca al mito de la princesa que besa al sapo, para que éste se transforme en príncipe. Y va mucho más allá de que la protagonista sea de raza negra. Hay toda una lectura política a partir de situar la narración en Nueva Orleans, ciudad donde el Estado norteamericano se ha mostrado ausente: surge la chance de resurgir de las cenizas, de la convicción de volver a intentar pese a todo, porque al fin y al cabo estamos en Norteamérica, la tierra de las oportunidades. Dentro de esta base, el relato se permite ser crudo, pues el progreso se hace a través del dinero: la protagonista lo necesita para abrir un restaurante; el villano para pagar deudas; el príncipe para solventar su estilo de vida. Y ese progreso se muestra como posible a través del esfuerzo y la persistencia. En sí, el filme de Ron Clements y John Musker (quienes ya estuvieron detrás de excelentes exponentes de la maquinaria Disney como Alladin, Hércules y El planeta del tesoro) es un producto muy característico de la era Obama, donde se intenta insuflar entusiasmo en el alicaído ciudadano estadounidense por todos los medios posibles, tratando de recuperar la confianza en el sistema capitalista. La princesa y el sapo funciona en todos estos niveles analíticos porque es fluida, transparente en su desarrollo, con personajes bien desarrollados, secuencias disparatadas, una utilización productiva de las distintas gamas de colores y secundarios por momentos hilarantes (el cocodrilo jazzero se lleva las palmas). Incluso las canciones son completamente llevaderas (y esto lo dice alguien que no es precisamente un fanático del género musical). Por todo esto es que uno sale feliz y entusiasmado después de ver La princesa y el sapo. Y está bien decirlo, e incluso cantarlo.