Elegir la esperanza Que un joven realizador elija para su ópera prima un tema anclado en el contexto de la última dictadura militar; adopte el poco frecuente formato biográfico (biopic) y además situado sobre el eje de un personaje no fallecido, crea una serie de prejuicios respecto de la forma de abordaje. Porque asecha siempre el riesgo de caer en defectos frecuentes del cine nacional reciente, como el acartonamiento y la manipulación. Algo que afortunadamente no ocurre en la asombrosa película de Nicolás Gil Lavedra, quien con sutileza poco frecuente y madurez supera el riesgo de trabajar con una historia dolorosa y delicada. “Verdades verdaderas...” reconstruye la vida de Estela de Carlotto, desde que era una simple ama de casa, madre y docente en la ciudad de La Plata hasta convertirse en presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Lo hace apelando a una narración clásica, que no enfatiza el costado épico del relato, sino que busca contar una trayectoria paradigmática a partir de los momentos íntimos de una familia de clase media; en particular, de quien en los años setenta era una mujer para nada comprometida con el explosivo clima político de la época, hasta que sufre el secuestro de su hija Laura, de quien se entera que estaba embarazada y dio a luz en cautiverio. Un tono propio El mérito de la película es alcanzar un tono propio desde lo técnico y artístico, distinguiéndose así del abundante corpus de películas sobre temas semejantes. Para esto, cuenta con una sólida narración que va y viene en el tiempo (de los setenta al 2009), con un excelente trabajo de ambientación y maquillaje, para la reconstrucción de época. La dirección cuida en lo posible que lo que ya se mostró sobre el tema, el espectador no lo tenga que volver a ver, resignificando las cosas sin repetir, buscando originalidad en la manera de contar, lo que hace de modo clásico, con necesarios quiebres de la linealidad por los saltos temporales que le dan ritmo a la crónica de una tragedia familiar y de cientos de familias argentinas de esa época. El tono de la película es emotivo y dramático, sustentado en un guión equilibrado para seguir tanto los largos momentos de calvario y lucha, como los fugaces momentos de felicidad hogareña y las pequeñas alegrías que fortalecen el alma para seguir adelante. Párrafo aparte para las estupendas actuaciones, donde Susú Pecoraro inmejorablemente le pone el cuerpo y el corazón al personaje de Estela, acompañada por un elenco memorable de grandes actores, donde se destaca Alejandro Awada, conmovedor en el rol del marido, y la sólida Inés Efron, como Laura, la hija. Enfocar la historia de Estela de Carlotto básicamente como una historia de amor y esperanza es uno de los mayores méritos de la película, que trabaja en una cuerda sensible pero sin excederse en sentimentalismos. Contenida y moderada, puede achacársele cierta falta de ritmo o lo extemporáneo de los inserts finales, donde aparecen personas reales y no personajes, rompiendo la cohesión cinematográfica del resto. Pero más allá de lo que pueda opinarse respecto de estas decisiones narrativas o su poco afortunado título de rima casi infantil, sobran motivos para elogiar esta historia que busca momentos formales muy logrados, acordes con su guión que evoluciona como su protagonista, desde la tragedia personal a la lucha colectiva en un conflicto que va de lo particular hacia lo universal, dejando un emotivo homenaje a las mujeres que se hicieron heroínas sin pretenderlo.
Sentimientos atrapados en el tiempo No abundan en el cine argentino de la generación posterior a la década de los noventa, registros tan sutiles de la emoción, como en el caso de Paula Hernández, una realizadora que no teme al sentimentalismo y lo manifiesta de una forma intimista, sin caer jamás en la grandilocuencia. Éste es el tercer largometraje, luego de “Herencia” y “Lluvia”, con los que mantiene estas características pero sumando una sensualidad más intensa. La película posee calidez y admirable naturalidad en escenas captadas con mucha espontaneidad, incluso las dos escenas de sexo que se incluyen, sin que esto implique una salida de tono. La historia comienza con Lalo, Bruno y Lisa siendo adolescentes, a fines de los años setenta, en Victoria, Entre Ríos. La muchacha no es del pueblo, sino que viene con sus padres (profesores universitarios exiliados de Buenos Aires) y los jóvenes amigos se enamoran de la recién llegada, lo que los lleva a una serie de descubrimientos y transformaciones que tienen lugar en el transcurso de un verano. Ese breve tiempo, bruscamente interrumpido, resulta ser tan fuerte como para que treinta años después, aquellos adolescentes quieran volver a reencontrarse. La línea narrativa oscila entre el presente y el pasado, para anclarse finalmente en esa vuelta, explorando los cambios externos en la vida de cada uno, develando los acontecimientos que los marcaron para siempre. Aquella adolescencia apresurada Una de las escenas más recordables del film es el conocimiento del trío en una tórrida atmósfera veraniega, donde los amigos buscan refrescarse con el agua de una manguera con la que -sin querer- mojan a Lisa, que en vez de enojarse se pone a jugar con ellos. El despertar de la sexualidad, presionado por los prejuicios, irrumpe también a borbotones, atrayendo y apartando a los protagonistas. Los devenires de la historia se sostendrán sobre todo en el protagonismo femenino de la Lisa adulta, compuesta por Elena Roger (de enorme expresividad gestual) y su mismo personaje adolescente a cargo de Denise Groesman, cuyo desenfado verbal y actitudes recuerdan a la Inés Efron de “XXY” (no por casualidad la película se basa en un cuento de Sergio Bizzio que guionó también la película de Lucía Puenzo). La faz expresiva de Elena Roger permite mostrarse en el ámbito del cine, en su debut cinematográfico con un papel de peso, muy bien acompañada por las reconocidas dotes actorales de Diego Peretti y Luis Ziembrowski. Hernández supo sacar lo mejor de ellos y particularmente, de los personajes adolescentes (Agustín Pardella, Alan Daicz y Denise Groesman). El tiempo recobrado La búsqueda de raíces en los paisajes y hechos iniciáticos de la infancia y adolescencia (algo también buscado por otras películas recientes como “La Tigra”, “Chaco” o “Buenos Aires 100”), encuentran en Paula Hernández el más sólido referente desde la producción profesional y un sello estilístico distintivo en la composición de cada plano, los juegos de luz externa e interna, primeros planos, banda sonora extradiegética que no redunda sino que complementa los silencios y las emociones contenidas. El reencuentro ofrecerá momentos para la alegría, la nostalgia y un dolor impotente. Historia de amor, sí, pero también de soledades como la letra nostálgica del olvidado Carlos Barocela “hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad arrepentida”, que busca aquellas pequeñas cosas que el tiempo agrandó en la ausencia. “Es un milagro, el río nunca devuelve nada...”, le dice Lalo a Lisa en el pasado, cuando recupera una alianza perdida y regalada como símbolo de amor. Ese mismo magnífico río marrón, filmado en un registro que permite mostrar la maravilla de su magnitud y el laberinto verde de sus islas, es -no casualmente- elegido para cerrar las imágenes del presente, donde al final la amistad y el amor parecieran reencauzarse y ofrecer al corazón -como el río- un viaje de ida y vuelta.
Espadachines fuera del canon Esta versión 2011 de “Los tres mosqueteros” no es la primera que se sale del canon para la adaptación de la popular novela folletinesca de Alejandro Dumas (basta con recordar la versión que Richard Lester firmó en 1973). En ambos casos se presenta una versión modernizada, adaptada al espectador del presente. Lo que se echa de menos en esta flamante versión es el original sentido de la aventura, casi ausente en estos mosqueteros demasiado infalibles, más ninjas que espadachines, siempre airosos ante situaciones insalvables, acusando apenas un golpe o un rasguño. La película de Paul W.S. Anderson afirma su singularidad en una muy cuidada estética y la utilización de un humor que por momentos deforma a los protagonistas como ante un espejo circence, particularmente notorio en los personajes de Orlando Bloom como el duque de Buckingham, del cardenal Richelieu (Christoph Waltz) y del rey de Francia (Freddie Fox) llenos de tics, vanidosos y concentrados en la exterioridad de su vestuario. En el guión hay una línea generacional bien diferenciada entre el joven e inexperto D’Artagnan, idealista y campesino, que se une a los experimentados mosqueteros Athos, Porthos y Aramis. A cargo del primero, están los ideales y el romanticismo que contrastan con las decepciones de los demás, particularmente de Athos, quien afirma escépticamente creer sólo en el poder de la espada, del dinero y de la embriaguez. Todos comparten, eso sí, la valentía y la lealtad, una mosca blanca en un medio de intrigas y traiciones. Frente a este cuarteto heroico, se perfilan los villanos del cardenal y su espadachín tuerto, aportando perfiles interesantes y muy bien actuados por Christoph Waltz y Mads Mikkelsen, un malo convincente y obsecuente, que siempre apela a malas artes, un rubro al que también se incorpora la magnífica Milla Jovovich como Milady de Winter, quien enriquece su papel de fémina malvada con sus conocidas dotes de acrobacia. Anacronismos y espectacularidad El espíritu propio del cómic, la estética de videogame, los anacronismos, música grandilocuente, tomas aéreas y demás, le otorgan al film una espectacularidad con resonancia hueca que se intenta inflar aún más con aeronaves y otros artefactos de imposible existencia en la era de Dumas, a pesar de que los dirigibles no existieron hasta el siglo XVIII. Aun así, el argumento justifica su presencia en la primera secuencia, donde se buscan planos secretos atribuidos a Leonardo Da Vinci, a quien se atribuye haber diseñado estos navíos colgando de enormes globos de aire. En cuanto a las localizaciones, la película se filmó mayoritariamente en la zona de Baviera, Alemania y Francia, resaltando la belleza de algunos escenarios como Notre Dame, las fiestas en el jardín de Versalles y los despliegues de batallas en los cielos. Sin duda, los puristas del género de aventuras y los amantes del clásico de Alejandro Dumas no disfrutarán con la nueva adaptación cinematográfica, más cerca del cuento de hadas que del folletín de aventuras, pero quienes puedan transigir con la nada convencional versión a la hora de fidelidad al clásico se encontrarán con un trabajo técnico exquisito, vestuario maravilloso y las escenas de duelos a pura espada, filmadas con pericia notable y en tiempo real, donde se destaca el duelo entre el joven D’Artagnan y su antagonista sobre los techos de Notre Dame de París.
Una fuga con doble lectura Basada en un hecho real, de mucha repercusión en las noticias policiales de su momento, esta película del director santafesino Nacho Garassino brinda momentos donde se respira buen cine de género: una mezcla interesante y poco habitual en la filmografía autóctona, que nos sumerge en el mundo marginal de un puñado de presos que en 1991 buscaron su libertad cavando un túnel desde las entrañas del penal de Villa Devoto. El relato de la fuga va y viene en dos tiempos: el del presente, donde el líder Vulcano (Raúl Taibo) se reúne clandestinamente con un periodista (Jorge Sesan), para narrar el relato completo de la evasión junto a otros seis reclusos. Porque hay un dato fundamental omitido en la cobertura de la noticia fechada en diciembre de 1991: el macabro hallazgo de presos comunes amotinados en años de dictadura, que fueron encontrados inesperadamente al remover los cimientos de una cárcel paradójicamente saturada de gente pero con lugares evitados, vacíos, ignorados por su leyenda trágica. Así la historia se desarrolla en dos tiempos conectados por un narrador que nos introduce en los pormenores de la evasión, que parece ser lo principal del argumento, pero hay otra historia que develar, la de quienes fueron reducidos al olvido, porque el relato de suspenso trae fantasmas del infausto pasado del país. Emociones y personajes arltlianos Están presentes en el film casi todas las convenciones del género carcelario: limadura de barrotes, ocultamiento de los progresos que acortan la distancia con el afuera, la tensión permanente de ser descubiertos, mientras la acción fluye entre la vigilia de patrullas nocturnas, cigarrillos, pastillas, facas, temores, valentías, traiciones y personajes que buscan su redención. El director trasunta una simpatía que lo acerca con espíritu artliano a los desarraigados, a los filósofos de café y a solitarios marginales, logrando pintar una serie goyesca de caracteres, con sus códigos y peculiaridades. Los personajes de esta película, como los de Roberto Arlt, no son héroes de ninguna revolución, pero la actitud de cumplir con una promesa, con un pacto sellado con esos muertos anónimos los redime. En la cárcel como medio hostil, donde las acciones para sobrevivir privilegian la ley del más fuerte, los protagonistas logran, aún con recelos y delaciones que no se perdonan, un proyecto colectivo en una época signada por el individualismo más feroz. Y también como en Arlt, se puede intuir en esos marginales una aspiración a la inocencia, una búsqueda de algo trascendente, como en el libro que siempre está cerca del líder Vulcano o el camino religioso o esotérico al que se aferran otros miembros del grupo. Los protagonistas dibujan un periplo de descenso al infierno cargado de redención y mística especial: rezan para que los muertos los dejen pasar, rezan para que no los descubran...; los prófugos se pelean y desconfían entre ellos pero están involucrados en un sueño que primero es individual y luego se agranda, se resignifica en el compromiso con los silenciados definitivamente para darles existencia en el presente. Oscilaciones y logros Algunas breves oscilaciones en el nivel de actuación o discontinuidades de vestuario o lo inexplicable de que después de una requisa feroz todo luzca demasiado ordenado, no importan en el resultado final de esta película que nos atrapa, entretiene y conmueve. Junto a la banda sonora que con un sonido monocorde contiene la opresión, al peligro y al mundo interior de los protagonistas, sobran momentos de buen y genuino cine, en la lograda iluminación, en los encuadres y movimientos de cámara, en los disfrutables planos secuencia, como para que esta opera prima de Ignacio Garassino pueda agregarse a la lista de logradas películas universales y nacionales que giran en torno de fugas carcelarias (“La fuga” de Eduardo Mignona; “Crónica de una fuga” de Adrián Caetano, “Trelew” de Mariana Arruti) aunque en “El túnel de los huesos” la vuelta de tuerca reside en que no sea tanto un grupo de presos que, aprovechándose de las fallas del sistema carcelario intenta escapar, sino un conjunto de individuos que, ante un descubrimiento que los sobrepasa, se cargan al hombro la voluntad de una denuncia colectiva para hacer justicia con las víctimas del pasado, en un mundo tan injusto adentro como afuera.
Blanca, radiante y... desternillante Leonora (Natalia Oreiro) es católica y medianamente creyente; él (Daniel Hendler) es judío y agnóstico, pero ambos, contra viento y marea, han decidido casarse y -por decisión de ella- festejarlo con una gran fiesta con todos los rituales programados. Nada falta en este subgénero de comedia de bodas: vestido impecable, novia bellísima, torta de muchos pisos y un marco de ensueño lejos del mundanal ruido para la celebración... hasta que una acción ínfima pero de consecuencias imprevisibles hará que lo planificado para ser perfecto se vaya desmoronando con un efecto de bola de nieve arrasante pero sin tragedias y con mucha risa. Se trata de una historia sencilla pero bien contada, con personajes encantadoramente delineados, a los que se les concede su minuto de gloria, en roles pequeños pero que les permiten brillar con luz propia, desde la organizadora de eventos, el disc-jockey, los amigos impresentables, las amigas insufribles, los parientes y sobre todo las parejas de distintas generaciones que componen Gabriela Acher y Gino Renni (los padres del novio) o Pepe Soriano y Chela Cardalda (los abuelos del novio). Párrafo aparte merecen la dupla del cura y el rabino (Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich) que marcan un contrapunto de chistes entre filosóficos y teológicos; o las intervenciones de Imanol Arias, en la piel de un intelectual cínico y provocador inoportunamente invitado a la fiesta, en boca de quien se coloca un repertorio de chistes contra el matrimonio, precisamente en un ámbito que lo consagra. A la interesante dirección de Winograd, quien ya demostrara sus capacidades para la comedia en “Cara de queso”, se suma el mérito de un guión sólido, que sabe cómo rematar cada escena, qué intervención realizar para romper el hielo y en qué momento meter un gag. Desde lo técnico el trabajo es impecable. La dirección de fotografía y la banda sonora suman para elevar el resultado. La acción se cuenta desde un presente que se rebobina y se desplaza, donde lo medular se desarrolla durante todo un día dentro y fuera (en los jardines) de una mansión enmarcada en paisaje bucólico. Si bien el film está narrado desde el punto de vista de los novios (con relatos confesionales dirigidos a la cámara, es decir al público), la película es un friso coral donde se ve que todos disfrutan de componerlo. Glamorosamente corrosiva “Mi primera boda” es un film sarcástico, original y esencialmente divertido que no huye de su condición de ser una comedia romántica, pero que se ríe de ella en las numerosas situaciones que nos presenta. Los preparativos de la boda y los acontecimientos que los alterarán se dan en el contexto de un delirante, heterogéneo y entrañable grupo de personajes que inundan la pantalla de simpatía y situaciones irracionales y por lo tanto cómicas. Tiernamente provocativa, el humor progresivamente se vuelve más ácido, como en las charlas del rabino y el cura, los delirios del abuelo, los conflictos de las parejas de distintas edades que funcionan como un espejo que adelanta en una visión corrosiva y al mismo tiempo humorística: todas las mujeres son obsesivas y controladoras como Leonora, la suegra o la abuela. El afiche de la película lo refleja: allí la novia toma de la corbata al esposo como a un perro faldero. En ese universo de dominación femenina, ellos se defienden como pueden, aunque finalmente se rinden. Por lo demás y como corresponde, el desarrollo de la trama transcurre por carriles convencionales. A dos aguas La comedia navega entre la alegre frivolidad sentimental de los filmes de Anne Fletcher (27 vestidos) y el humor corrosivo de Woody Allen o los hermanos Coen. Entre recursos narrativos nuevos para la comedia vernácula como las confesiones a cámara, al estilo de “Anithing else” o los agudos chistes teológicos de “Un hombre serio”. También es evidente la intención de reciclar la infinidad de enredos y derivaciones propios de la comedia blanca clásica. Hay humor de distintos matices y chistes donde se menciona a Lacan, a Freud, a Proust y García Marquez o al mismísimo Heideguer (para eso ayuda el personaje del intelectual español interpretado por Imanol Arias). Sin dejar de tener marcas autorales, claramente “Mi primera boda” no es un cine pensado para festivales sino para la industria y el beneplácito del público, que convoca un elenco notable, un equipo técnico brillante y se hace de la mejor forma posible para que la gente lo pase bien.
En el camino del falso culpable Con el humor ácido de una comedia negra, el racionalismo de las tramas detectivescas y una impecable investigación periodística, Enrique Piñeyro expone en su última película una sorprendente historia de errores ocultados intencionalmente y mentiras tomadas como verdaderas. El caso de Fernando Ariel Carrera es digno de un filme policial de ficción pero pertenece a la vida real: Carrera, un comerciante treintañero y padre de tres hijos, en enero de 2005 manejaba por una avenida, no lejos del centro de Pompeya, cuando fue interceptado por policías de civil -en un móvil no identificado- que confundieron su auto con el vehículo que momentos antes había participado de dos robos en la zona. Al tratar de eludirlos (creyendo que venían a asaltarlo), Carrera emprendió una huida desesperada, perseguido por estos policías sin uniforme, que además le disparaban. Finalmente, alcanzado por esas balas, perdió el control de su vehículo y atropelló a tres peatones, estrellándose contra un muro, donde aún le siguieron tirando. Sin embargo, sobrevivió y lo condenaron a 30 años de prisión. Los medios de comunicación en su momento presentaron este caso como “la masacre de Pompeya” y a Carrera como un psicópata social, siguiendo fielmente la versión, tal cual fue presentada por la policía y lo mismo hicieron los jueces, condenando sin chequear exhaustivamente la veracidad de las afirmaciones ni percibir la tergiversación de muchos datos tomados como evidencia. Los 90 minutos que dura la película están dedicados a demostrar la cadena de equívocos, desprolijidades, manipulaciones y mentiras gruesas que construyeron este caso. Engañosas apariencias “El Rati Horror Show” apela a imágenes de archivo televisivo, sobre todo de los noticieros que abordaron el caso, y las edita de tal modo que se evidencian las incongruencias de un proceso policial y judicial que apunta exclusivamente a demostrar culpabilidad, olvidando la presunción de inocencia. La película se dedica a demoler los argumentos de la acusación, en una investigación rigurosa que reflexiona acerca de la relatividad de lo que se cree ver y oír (esto se evidencia en las dudas, cuando se repregunta a testigos sobre las balas que creyeron escuchar o las sirenas que no escucharon, datos decisivos para sostener las argumentaciones condenatorias). La película tematiza sobre “las apariencias que engañan”, recordando al emblemático filme “12 hombres en pugna” de Sidney Ludmet, en que un solo hombre (Peter Fonda) está en desacuerdo con el resto de un tribunal popular, hasta que ese único hombre que discrepa, empieza a plantear dudas tan razonables que, poco a poco, van resquebrajando la inicial seguridad de los demás. Lucidez y humor Es evidente que Piñeyro utiliza al cine para hilar la trama profunda de un acontecimiento y aspira a transformar la realidad a partir de ello. Busca no extenderse, consciente de que el tiempo atenta contra la atención del espectador. Eludiendo lugares comunes del documental, prefiere la puesta en escena de lo que se dice, antes que las palabras: reconstruye el recorrido y el sonido de un disparo con un arma determinada; registra el sonido de una sirena en medio de un intenso tráfico; utiliza muñecos para representar a los jueces o a otros testigos para interactuar con ellos. Se apoya en animaciones para representar argumentos de uno y otro lado. Sin embargo, este cine de gran lucidez argumentativa y despliegue tecnológico no deja de lado al entretenimiento y el humor, a sabiendas de que su material tiene también mucho de espectáculo grotesco, del que forma parte incluso la mala utilización del lenguaje en boca de jueces o testigos clave: “Lo disparó” en vez de “Le disparó...”; “Estaba inconsciente o consciente o subconsciente” (ininteligible). Lo horrible de lo cómico Así como el director es un hombre de características renacentistas (ex piloto de avión, médico, director y actor de cine), sus películas también participan de múltiples facetas: cruce de géneros, entre documental y chispazos de comedia negra y novela policial, modelo argumentativo digno del buen periodismo de investigación. Pero finalmente, teniendo en cuenta su mismo titulo, “El Rati Horror Show” pareciera inclinarse por una demoledora síntesis en clave cómica, porque, como decía la cineasta checa Vera Chytilová: “Hay cosas que moverían a la risa si no fueran horribles”. Lo burdo de la manipulación en todas las instancias y lo terrorífico de que la investigación fue mal hecha (igual que la condena y el seguimiento periodístico), todo termina de cerrar con la idea de comedia negra que, al mostrarse en toda su trágica ridiculez, tal vez pueda servir para erradicar procedimientos que nunca deberían haber sucedido.
Otra vuelta de tuerca a los vampiros La historia se inicia en un sombrío mundo futuro con la gente encerrada en ciudades donde el poder absoluto descansa en clérigos de una Iglesia que promete seguridad y trabajo a sus desanimados habitantes, quienes sobreviven en oscuros lugares donde la pobreza es moneda corriente. Afuera de esto existen “los páramos”, espacios lejos del control dominante intramuros. En ese exterior, pululan bandidos incontrolables que asuelan a los pocos habitantes que aún insisten en sembrar la tierra y donde los sheriff hacen lo que pueden. Y digo “sheriff”, porque -a diferencia de “las ciudades” regidas por jerarquías eclesiásticas que manipulan a sus seguidores desde futuristas pantallas gigantes al estilo “Gran Hermano”- en los bordes, más allá de las murallas, existen pequeñas poblaciones con nombres bíblicos, donde el tiempo parece detenido en las legendarias épocas del western. Héroes en el olvido Cuando somos conscientes de estos contrastes entre el afuera y el adentro, ya un dibujo animado nos ha contado la historia de un pasado común, donde los vampiros fueron el peor de los males para la humanidad. Para combatirlos, la Iglesia creó un ejército especial de sacerdotes guerreros (los Priest), que se identificaron con el tatuaje de una cruz en el rostro. Cuando el enemigo fue reducido y confinado a reducciones afuera de las ciudades, los antiguos guerreros religiosos ya no fueron necesarios y se mezclaron con la gente. No fueron premiados por sus antiguos servicios, sino destinados a tareas menos honrosas como la de ocuparse de los residuos y subproductos de ese mundo urbano. El héroe de la historia (Paul Bettany) es uno de esos ex combatientes relegados, una especie de cruzado medieval con toques “heavy” en su atuendo: ropas negras, tatuaje, borcegos y motocicleta poderosa como una nave espacial. Los mundos se conectan La acción se dispara cuando el protagonista (exguerrero de la excruzada antivampiro) se entera de que extramuros, una sobrina suya fue raptada por desconocidos y el resto de su familia masacrada. Su intuición le indica que ese accionar solamente puede provenir de los enemigos aniquilados, es decir, que los vampiros han vuelto a la acción. Como las jerarquías de la Iglesia dominante no admiten la posibilidad de que esto haya sucedido, Bettany-Priest debe romper con sus votos de obediencia para averiguar el destino de la joven y buscarla afuera de las ciudades, merodeando por pueblos fantasma hasta llegar a una madriguera similar a un gallinero donde seres infraumanos lo orientarán hacia ocultos túneles que conducen al revivido enemigo de las sombras. En ese territorio amenazante tendrá dos ayudantes: uno del mundo externo, un joven sheriff que además está enamorado de la joven que deben rescatar y una sacerdotisa (la atractiva Maggie Q), con la que han luchado juntos en el pasado y que también ha sido marginada. Gran pastiche El hilo argumental narrativo-ideológico remite a un western clásico de John Ford, “Más corazón que odio” (The Searchers,1956), donde el enemigo (comanches o vampiros, según el caso) ataca una casa de frontera y asesina a sus ocupantes, con la única excepción de una niña a la que convierte en cautiva. La actitud del tío salvador (el cowboy John Wayne allí, el sacerdote Paul Bettany aquí) se debate en una dualidad amor-odio porque avisa varias veces la intención de asesinarla si la chica se ha infectado. Por otra parte, se echa mano a la iconografía del cristianismo medieval, con un seductor villano de características luciferinas, que es un ángel caído, un ex Priest que se pasó al otro lado. Porque estos vampiros no tienen forma humana, son bestias sin ojos, con un desplazamiento circular: para matarlos hay que atacarlos desde dos perspectivas. El mérito de esta curiosa película de modesto presupuesto es la recreación de un mundo que integra distintos tiempos y estéticas donde conviven la ciencia ficción, el horror vampírico y el western. El filme ofrece mucho material para una lectura sociopolítica pero debido a su corto metraje se concentra en el espectáculo de la acción que, curiosamente, es bastante clásica, sostenida por la bella fotografía de Don Burgess y un montaje que elude el ritmo frenético de un videojuego, permitiendo disfrutar de algunos planos largos. La eterna lucha del bien contra el mal se replica en esta pluricultural fábula oriental adaptada por norteamericanos, con una mayor cuota de ambigüedad en los límites que separan elegidos de condenados.
Un filme moderadamente provocativo Con la distensión de quien presenta un juego de ideas polémicas, que libran su propia batalla racional más allá de pasiones partidarias, la película evoca hechos violentos y dolorosos de la historia argentina reciente y los expone despojados de detalles, nombres propios y circunstancias puntuales. En este marco se reconstruye el secuestro y muerte del general Pedro Eugenio Aramburu (presidente de facto tras el derrocamiento de Perón en 1955) en junio de 1970. Los hechos se resumen y sintetizan libremente. El filme no pretende ser rigurosamente histórico ni ortodoxamente político, por lo que la fidelidad al detalle en parte existe y en parte no. Hay relato en off (similar a las descripciones del documento histórico donde se narran los hechos) y se intercalan conversaciones imaginarias pero ricamente indiciales, como cuando los guerrilleros confunden un eucaliptus con una casuarina o el tipo de ganado que observan por la ventanilla del auto. Los Unos y los Otros Víctima y victimarios están presentados lejos de cualquier estigmatización: los jóvenes militantes setentistas son tan ingenuos como idealistas dogmáticos; del otro lado, Enrique Piñeyro, como el general, con su reposado tono de voz transmite una imagen más bondadosa que autoritaria. En el precario juicio, se justifica permanentemente aferrándose a principios aun en el caos de una revolución y refuta a sus acusadores que “sólo un dictador no tiene límites ni reglas”. Los jóvenes, por su parte, se indignan por los fusilados sin oportunidad de descargo, pero dejan claro que no pretenden “entender sino saber”. El filme se limita a exponer a los personajes y situaciones sin juicio explícito de valor sobre ellos. Visualmente, la puesta en escena es muy bressoniana, con encuadres rigurosamente calculados, como también cada diálogo y los movimientos en el plano. Se destaca la banda sonora con sonidos exclusivamente diegéticos: se escucha la radio a veces distorsionada por descargas, pasos, cantos de pájaros. La frescura de la banda sonora anima la austeridad, y hacia el final encuentra incluso una proyección simbólica (hay que golpear la chimenea cada vez más fuerte para que no se escuchen los disparos: los ruidos mentirosos ocultan lo esencial). Paradojas y juegos Contra lo que podría esperarse por el tema que el filme aborda, todo resulta menos oscuro y más contenido, una moderada provocación en torno a los episodios violentos que llegó a vivir la Argentina en los años setenta, hechos cuya gravedad aún sigue siendo desoída y no suficientemente comprendida. Los nombres de Aramburu, la organización Montoneros y el de Perón se eluden; en cambio se menciona a Ernesto Guevara en fragmentos de una carta real, fechada en Madrid, el 24 de octubre de 1967, donde Perón se refiere elogiosamente al Che y recuerda sus propios errores juveniles en temas de política. Una sutil ironía recorre la totalidad de este filme que aborda la política para analizarla sin predicar. Desconcertante en la alternancia de breves discusiones políticas y extensas conversaciones banales que enfrían la tensión dramática, a lo que se suman juguetones fragmentos de literatura dieciochesca (Obligado, Guido y Spano). Sin embargo todo converge en un inteligente empleo de relatos y signos no totalmente arbitrarios, con los que Filippelli y su equipo eluden lugares comunes, para hacer un filme personal, extraño y fundamentalmente libre, en torno a la legitimidad de la violencia. El visionado de “Secuestro y muerte” estimula la continuación de un debate aún no cerrado, con la cabeza fría y la intención de verdad, más allá de etiquetas ideológicas.
En busca de la eterna juventud Esta cuarta entrega cambia de director y se descarga de una buena parte del elenco anterior, en el intento de consolidar una trama con menos hilos sueltos. Se concentra en Jack Sparrow (Johnny Depp), que en la tercera entrega había sido desplazado a un rol casi secundario, pero aquí recupera su protagonismo que da unidad a todo el relato. También la película juega -con un toque misógino- introduciendo un activo rol de lo femenino en el rudo universo de la piratería, con la incorporación del personaje de Angélica (Penélope Cruz) y de las míticas sirenas que, además de ofrecer una de las secuencias más bellas, son indispensables para el objetivo que todos persiguen en esta parte: encontrar la remota fuente de la juventud. Pero Sparrow no es el único interesado, el temible Barbanegra persigue el mismo objetivo y para conseguirlo no duda en secuestrar al solitario pirata -que además ha quedado sin nave propia- y embarcarlo en la suya rumbo a la misteriosa aventura. A su vez, no están solos en esta búsqueda, porque paralelamente, tanto la corona española como la británica persiguen lo mismo y con la ayuda de expiratas: Barbossa con su pata de palo -que encierra una sorpresa- y el exlugarteniente de Sparrow, Mr.Gibbs, por el otro lado. De este modo, hay tres búsquedas paralelas: las dos oficiales y la de clandestinos piratas (Barbanegra, Angélica, Sparrow); aunque, paradójicamente, tanto el rey británico como el español necesitan de piratas para acercarse a las aguas de la inmortalidad. Espectacularidad sin sorpresas Desde el inicio, los acontecimientos no paran de sucederse: fugas espectaculares, cambios de bando y de identidad, ligados a traiciones y reproches por errores del pasado. Todo está cuidado con extremo profesionalismo: las escenas de acción, la reconstrucción de época, los efectos digitales: profesionalismo puro, pero con poca capacidad de sorpresa para el espectador en una historia que se alarga más de lo necesario. En tanto, la incorporación de Penélope no aporta más que la afirmación de la decidida soltería de Sparrow. No hay química entre ellos. La historia de amor nunca cuaja y se diluye en el metraje. El resto de estas “Mareas Misteriosas...” es un gran despliegue de medios de producción, mucho vértigo y espectacularidad para -finalmente- seguir dejando abierta la puerta a una nueva secuela. La película ofrece una cuota de entretenimiento y deleita con algunos preciosismos visuales, pero tiene mucho menos humor, apenas algunos guiños que apuntan a lograr una sonrisa, entre ellos, la relación entre los enemigos íntimos, Jack Sparrow y Héctor Barbossa (la dupla Johnny Depp y Geoffrey Rush) es la que proporciona los momentos más cómicos del film. Más belleza, menos pasión Lo que sin duda es uno de los puntos fuertes de toda la saga es su dirección artística. El diseño de los interiores de los palacios y los barcos, el vestuario y el maquillaje alcanzan un nivel de excelencia. El nuevo director Rob Marshall, autor de espectaculares puestas al estilo de “Chicago” o “Memorias de una Geisha” se mueve como pez en el agua al concretar la estética adecuada pero no logra que las escenas de acción tengan demasiado nervio. El universo pirata se conforma sin malos poderosos, casi sin sangre ni lágrimas (que son muy escasas y cuestan mucho). Tampoco hay exceso de violencia ni derroches de pasión. El erotismo se decanta hacia un tierno romanticismo aunque no en la fría relación Sparrow-Cruz sino en la subtrama amorosa del predicador y la sirenita que depara momentos de alto lirismo. El principal defecto de la saga sigue sin corregirse: nada justifica que una película tan simple se extienda casi dos horas y media. El guión es volátil y los diálogos no aportan demasiado sino que dilatan el corazón de la aventura con una lentitud que no carece de acontecimientos pero que su reiteración vuelve aburridos. En esta nueva obra no aparecen personajes memorables, exceptuando a Sparrow. Como siempre el extravagante pirata es el rey del elenco, aunque sus locuras y sus gracias pierden frescura y eso que se han limado algunos tics anteriores. En definitiva, la saga ha quedado a esta altura tan enfriada como reducida, adentro del barco en la botella, el otrora poderoso Perla Negra, ahora atrapado en un envase, soñando tal vez con tiempos mejores. Con récords de recaudación La cuarta entrega de la saga “Piratas del Caribe”, llamada “En mareas misteriosas”, se convirtió en el mejor estreno de la historia, con 256,3 millones de dólares en sus cinco primeros días de exhibición, fuera de las salas de EE.UU., según publica la web especializada Box Office Mojo. Esa cifra supera la mejor marca registrada anteriormente, en posesión de “Harry Potter and the Half-Blood Prince” (2009), con 236 millones de dólares. La saga bucanera también se convirtió este fin de semana en el mejor estreno del año en EE.UU., con 90,1 millones de dólares, aunque esa cifra queda lejos de las obtenidas por las secuelas anteriores de la franquicia. El filme, dirigido por Rob Marshall y protagonizado por Johnny Depp y la española Penélope Cruz, a pesar de exhibirse en salas con 3D, quedó en EE.UU. por detrás de los ingresos de la segunda entrega, “Dead Man’s Chest” (2006), con 135,6 millones de dólares, y la tercera parte, “At World’s End” (2007), con 114,7 millones. La película original, “The Curse of the Black Pearl”, generó 46,6 millones de dólares tras su primer fin de semana de exhibición, en 2003. La taquilla mundial de la cinta ya alcanza los 346,4 millones de dólares, lo que supone la cuarta mejor marca de la historia para un estreno. En EE.UU., la segunda plaza de la taquilla se la quedó la comedia “Bridesmaids”, con 21,1 millones de dólares para esta historia historia que gira en torno a los preparativos de una boda, protagonizada por Kristen Wiig, Maya Rudolph y Rose Byrne. El tercer lugar es para el superhéroe “Thor”, con 15,5 millones de dólares, mientras que la cuarta posición va a parar a “Fast Five”, con 10,6 millones.
El regreso de los grandes relatos “Revolución...” recupera un espacio cinematográfico que no había sido ocupado desde fines de los sesenta: el de los filmes sobre próceres nacionales y sus circunstancias históricas. El bienvenido y creciente interés de las nuevas generaciones por el conocimiento de los protagonistas que construyeron al país, ya demostrado con el auge de la novela histórica y el ensayo más desprejuiciado sobre próceres y acontecimientos autóctonos, se ha trasladado al cine, favorecido al calor de la conmemoración del bicentenario y el interés de las autoridades actuales en revisitar la historia argentina. “Revolución. El cruce de los Andes” es la vuelta a un cine épico nacional de grandes próceres patrios, donde precisamente “El santo de la espada” filmado en 1970 por Leopoldo Torre Nilsson, resulta un referente ineludible tanto como la discusión respecto de las diferencias entre ambos filmes que tienen como protagonista a José de San Martín, considerado el héroe por antonomasia de los argentinos. En cierto modo, presionada a tomar distancia de los puntos de vista que se abordaron anteriormente, la película se decanta por la brevedad, la síntesis y la intensidad. Consciente de que su objeto es inabarcable, se limita a narrar la primera de las epopeyas, que encuentra su punto culminante en la gloriosa batalla de Chacabuco de 1917, precedida de la hazaña de cruzar Los Andes, con un ejército que compensaba su escaso apoyo oficial con el abnegado sacrificio y participación popular. Persistencia del mito La historia no se narra desde San Martín, sino desde el punto de vista de uno de sus más jóvenes colaboradores. La acción se inicia con el relato de un anciano, Manuel Corvalán, entrevistado por un periodista que en la década del ochenta se interesa por la epopeya de San Martín, del que se están por repatriar sus restos. Con esa intención, visita al viejo combatiente, que malvive en una pobre pensión y fue testigo de la historia grande, como joven amanuense primero y como soldado después. El personaje (ficticio) está interpretado por un actor de edad avanzada y por el joven Juan Ciancio (el actor de “El niño de barro”) en su juventud. En la relación entre San Martín y su asistente adolescente de 15 años se da un guiño del guion, construido como un puente para facilitar la relación con el público más joven. Una estructura circular dividida en viñetas con subtítulos, hacen al film didáctico y ágil. Se va y viene del planisferio al paisaje, del pasado al presente (de 1880 a 1817). Lo mejor tiene que ver con su acabado técnico: se ve y se escucha muy bien, los efectos visuales para concretar escenas de masas en la batalla son de un profesionalismo incuestionable. El cuidado técnico sorprende por el grado de detallismo y calidad. La reconstrucción de época, las batallas filmadas en escenarios naturales, la coordinación de secuencias multitudinarias y el ritmo inusitado de las escenas de acción que por momentos se acerca al ritmo de un western con pistolones y bayonetas del siglo XIX. Realizada en democracia, la película de Ipiña tiene una mayor libertad que la de Torre Nilsson para mostrar los costados imperfectos del héroe pero más allá de algunos escupitajos, arranques de malhumor o desesperación, el héroe sigue quedando en su pedestal, con menos bronce y más humanidad, pero siempre en el molde arquetípico. Méritos y desméritos La película no puede evitar que algunos diálogos suenen ampulosos y retóricos (se apela a material de cartas históricas y reconstrucciones fidedignas a su contexto, que no puede eludir la utilización de un español que no es el que se habla en nuestros días). A eso contribuye una dicción actoral que por momentos parece recitada en un español antiguo. La novelización del argumento, con la introducción de personajes ficticios pero posibles, de acuerdo con la realidad de los hechos, no atenta contra la esencia histórica de lo narrado. Los personajes secundarios tienen poco desarrollo, pero eso no impide que “Revolución...” sea un relato digno y entretenido que acerca datos de la historia argentina con muy buen resultado en su feeling con el espectador.