Sonrisas y peligros en terrenos resbaladizos Con su tercer cortometraje, la directora Ana Katz da un bienvenido salto desde la realización independiente al cine industrial, erosionando la tradicional comedia de costumbres para construir sobre un terreno tan imprevisto como los pozos que misteriosamente aparecen en el más seguro de los barrios cerrados. Convengamos que la sola idea de que un confortable campo de golf, adentro de un exclusivo barrio cerrado, se torne imprevistamente peligroso porque manos anónimas cavan pozos adonde puede caer una persona, es un marco inquietante y diferente para una comedia. En este terreno -aparentemente plácido pero en el fondo inestable e inseguro-, el guion introduce la historia de dos hermanos enemistados, que no se hablan desde hace tiempo y tienen la posibilidad de encontrarse en una fiesta familiar, gracias a los buenos oficios de las mujeres (Mercedes Morán y Rita Cortese), que hasta hacen una lista sobre los temas que conviene mejor no tocar para conservar la armonía. Algo que parece de todos los días pero que en manos de la directora Ana Katz, devenida del cine independiente, se convierte en algo extraño pero entretenido e interesante. Inconfundiblemente nuestra, la película habla de los argentinos puertas adentro, aunque es atípica para los cánones del cine nacional con aspiraciones masivas, quedando lejos del relato familiar marcado por los estereotipos que arrastran público en busca de la carcajada fácil. Con sello propio, “Los Marziano” se conforma como un relato entretenido pero también incisivo, lejos del costumbrismo más convencional, donde las emociones se consiguen sin necesitar de golpes bajos. Desde el umbral La película observa lo que ocurre en la interioridad de los lazos familiares, pero sin profundizar, como quedándose en la vereda o atrás de la ventana. Los encuentros y desencuentros de Los Marziano se desarrollan a veces en amplios planos que recorren los verdes espacios abiertos del country o la confortable casa de Luis Marziano (magnífico Arturo Puig), donde no pareciera faltar nada material para la felicidad pero son otras las cosas que no andan bien. La acción también se desplaza a los reducidos espacios del departamento de Delfina (Rita Cortese) o la casita donde vive la ex esposa de Juan (Francella) con la hija adolescente. También se incorporan los ambientes de consultorios y simposios médicos, adonde la hermana generosa y maternal cálidamente compuesta por Rita Cortese arrastra a Juan persiguiendo al profesional más afamado, para consultarlo sobre una extraña enfermedad que repentinamente le impide ver correctamente. Casi todas son situaciones que tienen una doble lectura, connotativa y simbólica: no ver, no entender, no poder estar seguro de si te vas a caer en un pozo... Se destacan los pequeños detalles cotidianos trabajados a la perfección y que dejan entrever grandes conflictos, a los que no interesa ahondar sino tan sólo presentar: las relaciones entre los hermanos o entre Juan y su hija, nos quedan tan pendientes como la carta que ella intercambia con su padre donde afirma haber puesto todo lo que piensa de él y nunca pudo decirle. Esto no impide disfrutar de la sutileza de los pequeños diálogos, los matices y tonos actorales sobresalientes que permiten apreciar facetas asombrosas de los intérpretes. La música tiene mucho protagonismo aunque casi intrusivo por momentos, con temas de tierra adentro, aprovechando que Juan viene a la Capital desde Apóstoles (Misiones) y suenan temas del Chango Spasiuk, que también subrayan el otro costado de la comedia o que directamente la des-encasillan. A pesar de que la película tiene bastantes situaciones sin cerrar, Katz logra un relato inteligente, entretenido y refrescante, de humor agridulce y críticas en sordina, que merece el reconocimiento de su particular originalidad.
Con tinta sangre... La película se inicia con inquietantes cifras sobre los miles de muertos y heridos por accidentes de tránsito en la Argentina (un promedio de veintidós víctimas fatales por día). Alrededor de estas estadísticas se maneja el dinero de indemnizaciones, gastos médicos y legales que genera un mercado donde se mueven muchas aves de rapiña con diferentes ganancias de acuerdo con su poder. En la base de esta siniestra pirámide se mueve el personaje de Sosa (Darín), un abogado de pasado oscuro que ha perdido su matrícula y trabaja por necesidad, para un estudio jurídico dedicado a captar víctimas de accidentes de tránsito. Manipula testigos y pericias, arregla con la policía, los jueces y las aseguradoras. En ese deambular entre guardias de hospitales, servicios de emergencias y comisarías en busca de posibles clientes, Sosa conoce a Luján (Martina Gusmán), una joven médica recién llegada a la ciudad con un ritmo de trabajo que apenas le permite dormir. A pesar de un pasado que se intuye desencantado, el escéptico protagonista masculino ha conservado algo de ternura en su corazón, que se despierta ante la encantadora fragilidad de Martina. Literalmente visceral El punto fuerte de Trapero es su maestría narrativa. Es muy buen director con su punto fuerte en la acción y puesta en escena, ayudado por un sólido trabajo de cámara y de fotografía de Julián Apezteguía (“Crónica de una fuga”). La película tiene secuencias filmadas con gran oficio: la escena de los dos pacientes peleándose de camilla a camilla (recuerda la riña entre las presas de “Leonera”) de un realismo abrumador, casi sin cortes. O la secuencia final, que es para una antología del policial negro argentino. Igualmente, “Carancho” no es una película para agradar a todo el mundo, sino una historia de amor, lágrimas y sangre (y también sudor porque el mundo del trabajo está omnipresente en abarrotados pasillos de nuestros hospitales públicos). Todo el visionado es un viaje turbulento que no deja respiro. Hay una sola pausa deliciosamente costumbrista, cuando los protagonistas participan de una fiesta familiar narrada sobre el fondo del bolero “Nuestro juramento”, que básicamente resume la situación de esta pareja rodeada por la adversidad. La estética del film es coherente desde los créditos y el título despojado con gigantes letras blancas sobre negro y salpicadas de rojo. Es un film de pocas palabras y diálogos, con una banda sonora que privilegia sirena y estridencias. La música también refleja la actualidad violenta de las calles. Trapero les exige un trabajo muy físico a los actores que ponen el cuerpo (el cansancio de Martina/Luján es palpable). Ambos protagonistas se lastiman, se inyectan o tiene escenas de sexo y todo es muy visceral, equilibrado con una cámara más bien distante, que no acentúa miradas ni gestos y abunda en composiciones asimétricas, tomas laterales o de espalda, sin invadir totalmente el espacio del sujeto observado. Es un film irregular con algunos puntos altos y otros bajos, entre el policial duro de Aristarain y el melodramático del último Campanella. La dupla Darín-Gusmán funciona pero la historia entre ellos deja sabor a poco, se pierde un poco en abrumadoras escenas entre las guardias hospitalarias. Opresiva, turbulenta y muy intensa, “Carancho” es una película que no deja indiferente.
Pasiones sumergidas en el tiempo En el año 1933 el muralista mexicano David Siqueiros, representante de una vanguardia artística muy comprometida con las causas sociales, viaja a la Argentina para dictar tres conferencias sobre la pintura en tiempos de la revolución mexicana. Siqueiros había llegado invitado por la escritora argentina Victoria Ocampo y la Sociedad de Amigos del Arte de Buenos Aires. Se proponía realizar un gran mural en una zona popular como los silos de la Boca, pero la vanguardia intelectual vernácula no soportó el extremismo agitador del pintor, militante enfervecido del PC y solamente pudo concretar la primera de las conferencias programadas. En esa situación comprometida, tildado de enemigo público por los sectores más conservadores, Siqueiros conoció al polémico Natalio Botana, el excéntrico millonario dueño de Crítica, el diario más influyente de la época y terminó aceptando su inesperada propuesta de pintar un mural en el sótano de una residencia de su propiedad, una lujosa casona de 1.300 metros cuadrados. El poder de la prensa El exquisito documental “Los próximos pasados” (2006), de la realizadora Lorena Muñoz, investigaba el destino que había corrido este mural de Siqueiros, posteriormente fraccionado y encerrado en un contenedor durante años de litigios judiciales. Aquel trabajo sacaba a la luz la ominosa situación en que había devenido aquella gloriosa pintura luego trozada y empaquetada en contenedores. Este film de Olivera completa magníficamente desde la ficción todo lo que no podía ser dicho desde el registro documental. El relato parte de las complejas relaciones entre los personajes protagónicos de la historia (el famoso pintor mexicano Alvaro Siqueiros, su mujer Blanca Luz Brum, Natalio Botana –director del periódico más poderoso de su época– y su entorno familiar-laboral) y desde allí se proyecta hacia la reconstrucción crítica de una época muy polémica y contradictoria, donde coexistían marchas fascistas y manifestaciones obreras con banderas anarquistas. En este friso de la década infame aparecen algunas conscientes licencias cronológicas, que no alteran el análisis de esa época: dos años de diferencia entre 1933, cuando el mural se ejecuta y un par de hechos decisivos: el escandaloso atentado contra Lisandro de la Torre en el Senado de la Nación y la muerte de Gardel. Es muy interesante cómo la película muestra la manipulación periodística en torno de ambos hechos ocurridos en 1935, apenas con un mes de diferencia, exaltando la segunda noticia para atenuar las repercusiones de la otra. En el debe y el haber Son admirables la recreación de la redacción del diario Crítica y la ambientación de la quinta Los Granados, actualmente demolida. El otro logro es el de las actuaciones, con protagónicos excelentes: Luis Machín como Botana está memorable; el actor mexicano Bruno Bichir logra transmitir el porte y el discurso fervorosamente idealista del pintor militante; Ana Celentano se luce con el personaje tan dramático de Salvadora Medina Onrubia, la esposa del magnate. Carla Peterson aporta una sensualidad avasallante, lo que no es poco para el personaje de Blanca Luz Brum, que oscila entre la banalidad, el arte, la independencia femenina y la militancia política. El film se debilita con algunas construcciones actorales secundarias, bien documentadas pero al borde de la caricatura, como sucede con el personaje de Pablo Neruda. Los diálogos –aunque suenan como en los noticieros y el cine de esa época– resultan un poco declamatorios, con frases impostadas. Las muy bien rodadas escenas de sexo se justifican plenamente en el argumento que devela un territorio de pasiones que subyacen debajo de las ideologías. Como la frase que Botana había elegido para epígrafe de su diario, Olivera también ve al cine como un tábano sobre el noble caballo social, al que sacude para mantenerlo despierto.
Por el sendero del bien hacer Un grupo de jóvenes blancos practica rugby en una cancha de Johannesburgo en 1994. La cámara se desplaza cruzando la calle y atraviesa una alambrada. En un improvisado potrero, jóvenes negros juegan al fútbol. De pronto, los dos grupos interrumpen el juego, mientras se escuchan voces vivando al recién elegido presidente Nelson Mandela. Los rugbiers tienen rostros preocupados y no pueden evitar su desagrado. Del otro lado, las expresiones son de admiración y esperanza. Aplauden el paso de su líder que pasa junto a la comitiva presidencial. Con esta simple puesta en escena, el veterano cineasta Clint Eastwood resume desde su clásico estilo, la situación social y política de ese momento, en un país profundamente dividido por las huellas de la lucha racial, mientras las expectativas de cambio parecen por primera vez favorecer al grupo racial tradicionalmente excluido. Contra lo que pensaban blancos y negros, el flamante presidente, emblema de la lucha contra el apartheid, quien ha pasado más de veinte años preso, no tiene una actitud de revancha. Está convencido de que la única salida para la nación pasa por la integración y todas sus primeras medidas sorprenden en ese sentido: no despide a los empleados blancos sino que los incorpora a su propio grupo. Sudáfrica atravesaba las secuelas de una guerra civil que intentaba superarse desde la instancia democrática y Mandela es el abanderado de esta instancia. Tiempos difíciles que coinciden con la inminencia del campeonato mundial de rugby, a disputarse en Johannesburgo en 1995. El flamante presidente sorprende entonces con su propuesta de transformar esta circunstancia en la oportunidad para superar al pasado del país. Del deporte a la política Estamos ante una nueva constatación de cómo el deporte unifica a las masas y también (como lo demuestra el reciente film “La Ola”) las manipula. ¿No ha sido así desde el circo romano? Sin embargo, aquí la intención proviene de la mirada ética de Clint Eastwood, en cuyo cine siempre se manifiesta la reflexión sobre la violencia y sus consecuencias. La mayoría de sus películas giran sobre esa constante (“Gran Torino”, “Río místico”, “El sustituto”, “Cartas desde Iwo Jima”, “Million Dollar Baby” o “Sin Perdón”, entre otras). “Invictus” tambien reflexiona sobre esta clave que obsesiona al director pero su misma anécdota inclina a equilibrar el drama con el espectáculo del deporte, aunque en su costado épico. La violencia aparece más alejada de la tragedia y más cercana al perdón. Y para transmitirlo, nada mejor que Mandela, un personaje histórico fascinante, interpretado por un excepcional Morgan Freeman. Se lo muestra en su rutina extenuante, buscando recursos para que el país salga de su crisis. Sobre su figura se recalca que “es un hombre con problemas de hombre”, con desdichas personales por su actividad que lo lleva a regir una familia de 42 millones de habitantes. Se muestra su vida austera, su amabilidad para con todos los que lo rodean y se recorre su antigua celda donde vivió como un asceta, sostenido en un profundo humanismo, nutriéndose de filosofía y poesía. Precisamente el título del filme “Invictus” es el mismo de un poema victoriano, cuya lectura sostuvo a este líder en los momentos más sombríos: “Soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma”. Noble desde las intenciones, profunda en su discurso, “Invictus” es consecuentemente afín con las convicciones éticas del gran Eastwood, quien demuestra una vez más su maestría cinematográfica haciendo uso de ascético estilo.
La guerra por sí misma Desconcertante es un adjetivo que le cuadra a esta polémica película bélica que deja de lado el discurso didáctico que suele acompañar a los relatos de guerra políticamente correctos. A su atípica directora (Kathryn Bigelow, con una larga trayectoria en filmes de acción), le interesa diferenciarse en este sentido y acercar materiales que puedan ser experimentados por los espectadores. Así, construye una historia sólida y fuerte que habla por sí misma. Presenta una serie de secuencias protagonizadas por un pequeño escuadrón de soldados desactivadores de bombas en Irak, quienes deben auscultar una ciudad arrasada, para encontrar explosivos ocultos no sólo debajo de las piedras o en un auto abandonado sino bajo el traje de un padre de familia o en el cadáver de un niño. La estructura narrativa reitera de diferentes formas esa tensa rutina, donde una calle muy transitada puede estallar imprevistamente al activarse un celular. En “Vivir al límite”, ningún personaje alude al trasfondo político de la invasión norteamericana a Irak, ni se escuchan alegatos sobre el valor de la vida. Sin embargo, la película reboza de voluntad de verdad y seriedad que alejan de presumir una conciencia manipuladora (el guión del film está basado en las experiencias vividas en Irak por el periodista Mark Boal). La clave para oxigenar el modo en que el cine de género se relaciona con la ideología pasa por concentrarse en los aspectos físicos y en los plazos temporales de la acción. Honestidad brutal La guerra y sus consecuencias se exponen en una puesta en escena ascética, vaciada de épica retórica, con el desafío de mostrar sin juzgar. En un desarrollo pulcro y efectivo, el film elude utilizar una banda sonora altisonante y aprovecha la tensión de los silencios donde sobresalen los jadeos de la respiración entrecortada. Dejando de lado los discursos reflexivos, Bigelow asume el objetivo de retratar la guerra como adicción, construyendo un personaje cautivo de su propio deseo de acción adrenalínica. Éste se destaca en las peligrosas misiones, donde los soldados tienen apenas breves pausas tensas entre el potencial estallido de una bomba o la herida fatal de un francotirador oculto. La cita inicial se vuelve esencial a la hora de pensar la película: “La guerra es una droga”, frase de Chris Hedges, corresponsal de guerra sobre cuyo relato biográfico se basa el guión. El protagonista central (Jeromy Renner) es de pocas palabras y no le gusta escuchar consejos ni recibir indicaciones para moverse en su peligroso rol. No tiene una buena relación ni con su propia familia ni con sus compañeros, hasta que se gana su confianza con gestos valientes y suicidas. El acierto de la película está en la defensa de una mirada que busca ser objetiva, mostrando las contradicciones de la guerra en toda su crudeza. Una guerra que atormenta pero se alimenta de pura adrenalina, peligroso incentivo, cuando todas las otras puertas del interés por la vida aparecen cerradas y no hay voluntad de abrirlas. Un sustrato irónico, hecho de escepticismo y mordacidad, acerca la película de Bigelow al concepto de “cine traficante” sobre el cual teorizaba Scorsese cuando distinguía entre directores iconoclastas y traficantes, siendo estos últimos los que dicen cosas diferentes -y transgresoras- bajo estructuras aparentemente convencionales, como en este caso, tomadas del mejor cine clásico.
Una invitación al delirio El relato onírico, alegórico y vanguardista escrito hace 150 años por el genial profesor de matemáticas Lewis Carroll, no podía encontrar en la posmodernidad un sucesor más adecuado que Tim Burton. De un genio a otro, la leyenda continúa y en la transposición de la literatura al cine, el marco temporal se extiende: Alicia ya no es una niña sino una hermosa doncella con un carácter muy firme, que la lleva a rechazar un casamiento por conveniencia, en plena Inglaterra victoriana de segunda mitad del siglo XIX. Realidad y fantasía se entrecruzan con la irrupción del fantástico personaje del Conejo que distrae su atención, permitiéndole a Alicia seguirlo hasta su madriguera y -de paso- abandonar la fiesta de su no deseado compromiso matrimonial. A partir de ese momento, se inicia el conocido itinerario de pasajes y transformaciones para crecer o disminuir el tamaño, hasta finalmente acceder a Wonderland, un mundo desconcertante atravesado por el temor a perder la cabeza debido a la maldad de una arbitraria Reina de Corazones (Helena Bonham Carter). Alicia descubrirá que no es casual allí su presencia, porque el personaje de la Oruga Azul le revela una profecía que espera el retorno de los buenos tiempos con la llegada de una joven que se le parece. Restablecer el antiguo estado de paz es una empresa peligrosa, para la que contará con la ayuda de aliados entre los que destaca el Sombrerero Loco (Johnny Deep), que la oculta en una tetera y después en su galera con la que atravesará el límite del reino Rojo al Blanco para pedir ayuda. Espejos y doble sentido Un sueño que se asemeja a una pesadilla no puede ser sino alocado, por momentos deshilvanado y desconcertante. Sin embargo la continuidad está en el suspenso que se mantiene en los permanentes peligros para enfrentarse al poder de la temible Reina Roja. Existe una considerable dosis de oscuridad (tanto en el relato original como en el de Burton) que no permite reconocer fácilmente al enemigo del aliado. Hay malvados por obligación como el Perro Rastreador y otros por vocación, como el ultrafelón custodio y la misma Reina de Corazones. Pero los personajes “buenos” parecen insustanciales, como la Reina Blanca que está llena de remilgues. Su palacio es marmóreo y rodeado de hielo helado. Ella representa las virtudes racionales pero se desluce en comparación con la caprichosa, odiosa y genial Reina de Corazones que se roba la película. Del relato original, Burton sostiene la ironía de diálogos y comentarios mordaces disfrazados de disparate. Un permanente doble sentido y paralelismos que reinan de uno y otro lado: gemelos y gemelas; Reina Blanca y Roja; la madre del pretendiente y la madre de Alicia; los jardines con rosas níveas que pueden pintarse de carmesí sin que nadie se dé cuenta. El protagonismo femenino Burton parte de un relato literario escrito hace casi un siglo y medio. Sin embargo, este director, referente de la cultura pop, logra impregnarle a la historia victoriana un sello indiscutiblemente personal, donde se reivindica a protagonistas diferentes de lo normal. Es reconocible una iconografía religiosa, donde Alicia se parece a Juana de Arco y hasta a una versión femenina de San Jorge enfrentando a la bestia alada. Esta atmósfera, entre mística y épica, se refuerza con el aire de profecía del pergamino que tantas veces aparece dando unidad al derrotero de la protagonista. Allí aparece dibujada una joven de rubios y largos cabellos armada de una espada. Es un mundo que espera a un salvador y éste ¡es una mujer!, una “liberadora” que cuando la lógica racionalista se rompe y el horror avanza dice: “Este es mi sueño y puedo conducirlo a donde yo quiero”. Alicia entra a Wonderland, huyendo de una decisión que no quiere tomar en su mundo real, pero cuando se restablece el orden alterado, retornará para cerrar las cosas no resueltas de su vida y cambiar rotundamente previsibilidad por aventura.
La enseñanza del loto Como sucede con todos los temas actuales y urgentes, la problemática de las drogas se ha instalado desde hace tiempo en la televisión, alimentando la letra de los teleteatros de mayor audiencia. Sin embargo, desde los estereotipos casi ingenuos de las películas pretendidamente serias de Enrique Carreras, el cine argentino no la había abordado -hasta ahora- como línea central del argumento. Con “Paco”, la intención parece ser abarcar no solamente las causas y efectos, sino también -y fundamentalmente- el proceso de recuperación de los afectados. Alejado de visiones estigmatizadoras sobre las adicciones, Rafecas quiere -según sus propias palabras- “Mostrar el callejón oscuro, pero también indicar la salida”. Desde un punto de vista formal, “Paco” es irregular, con momentos intencionalmente desprolijos de una estética feísta acorde con lo mostrado. El director contó para el guión, con la colaboración de Las Madres del Paco, una organización civil de mujeres, cuyos hijos son o fueron víctimas de la droga. Esto inyecta a la película una interesante cuota de veracidad, al nutrirse de información de primera mano. La banda sonora tiene una importancia protagónica y hace un interesante contrapunto de las acciones: las letras de los Babasónicos y de la cumbia villera ilustran tanto como las imágenes. Un film coral En “Paco” existe una historia principal que lleva adelante el joven Fonzi como protagonista. Educado en las mejores universidades pero afectivamente abandonado de su madre (Esther Goris), ensimismada en su carrera política. Recién empieza a conocer la adicción de su hijo, cuando éste aparece vinculado confusamente con un episodio policial. Hasta allí, el joven llegó movilizado por una relación amorosa con otra muchacha de estrato social muy inferior, que lo inicia en el mundo del paco. Con la carga de su pasado, acabará en un centro de rehabilitación, una casa sin llaves ni estructura carcelaria, conducida por dos terapeutas eficaces: Aleandro y Luque. En este tramo se concentra lo esencial de “Paco”, que es ante todo un film coral, con varios protagonistas y muchas historias (unas más convincentes que otras, como la de Romina Ricci y Juan Palomino, de impecable actuación). Lo fundamental de esta película está centrado en el proceso de rehabilitación, que implica un proceso con altos y bajos, donde se busca la diversidad cultural y social para un aprendizaje con responsabilidad y afecto, que implica un fuerte trabajo interno para alcanzar la reinserción social. Callejón abierto La narración combina escenas en flashback, de tono agresivo, filmadas con luz sobreexpuesta y cámara al hombro, con la intención de mostrar el submundo infernal donde los pacientes han tocado fondo, y cambia de tono en las escenas del centro de rehabilitación, con una cámara tranquila y una fotografía iluminada. No es casual la alusión a la flor del loto, la más bella en la peor inmundicia, que resplandece en el medio del barro. Aunque se apela a subtítulos para sintetizar esos procesos temporales, donde algunos cambian y otros reinciden, a la película le sobran algunas frases retóricas, algunas obviedades. Pero el filme se sostiene en la exposición de este problema grave y desatendido que va en expansión. “Estamos en caída libre”, alerta el personaje de Aleandro: “Estamos recibiendo entre 40 y 50 casos graves diarios”. “Paco” es recomendable y valorable por su compromiso y una mirada que intenta comprender antes que condenar, alcanzando su objetivo de mostrar el oscuro callejón abierto hacia la luz.
Congelados en el tiempo La trama gira en torno de la oscilante relación entre dos hermanos, interpretados por Graciela Borges y Antonio Gasalla, solterones sin hijos, que han pasado largamente los cincuenta. Desde la secuencia inicial, la del consorcio reunido para debatir sobre cómo participarán el fallecimiento de un inquilino, ya aparece la marca de Burman en la sutilidad para manejar el humor negro y la habilidad para captar lo cómico en situaciones cotidianas y reconocibles. Esa secuencia sirve también para presentar a los hermanos y sus diferentes formas de actuar en la vida. De caracteres muy distintos (ella es avasallante y manipuladora; él, sumiso y discreto). Están unidos por la presencia de la madre y algunos ritos en común, como la devoción por Mirtha Legrand. Susana (Borges) está siempre entrometiéndose en la vida de los demás, empezando por su hermano y siguiendo por sus vecinos, a los que les lee la correspondencia o escucha a través de las paredes. A diferencia de la conducta exterior de su hermana, Marcos (Gasalla) es introvertido pero mucho más profundo. Ha vivido dedicado al cuidado de una madre anciana (Elena Lucena). Tímido y reservado, es muy hábil con artesanías delicadas como la orfebrería. Aunque no se lo mencione directamente, se deduce que ninguno de los dos ha trabajado en forma dependiente, sino vivido de rentas hasta este presente de vertiginoso achicamiento social, tan bien reflejado últimamente por el cine en películas como “Cama adentro”, donde Norma Aleandro hace malabares para pagar la cuenta de su mucama. Susana y Marcos frecuentan lugares socialmente elevados, donde ella reparte tarjetas de su emprendimiento inmobiliario unipersonal (seña casas con poco dinero para luego intermediar en las comisiones de las ventas). Las situaciones risibles se generan en el contraste de las apariencias, porque tratan de sobrevivir con la mayor dignidad, aunque no se privan de robar bocaditos de los lunchs ni de expresarse vulgarmente, cuando nadie los escucha ni los ve. Una clase en extinción Esta historia encierra el registro afectuoso de un mundo en retirada. Se nota tanto en el mobiliario como en los peinados y el vestuario de Graciela Borges, que remiten a varias décadas atrás. Un look de sombreros y tailleurs, entre ridículo y decadente, que siempre la actriz lleva con elegancia. Los diálogos de Marcos y Susana remiten obsesivamente al pasado. Ella, que se mueve en forma independiente como agente inmobiliaria, reitera los argumentos que valorizan a las propiedades antiguas: “las paredes de 30 centímetros en vez de las de cartulina de ahora y los herrajes originarios”. En esta historia, Burman se arriesga por primera vez con un material ajeno, la novela “Villa Laura” del escritor argentino Sergio Dubcovsky, aunque la trama le permite abordar un tema preferido como son las etapas de la vida, en este caso, el umbral de la vejez. El vínculo se ve puesto a prueba por el cimbronazo que representa la muerte de la madre (una Elena Lucena que ha declarado 95 años en la vida real). Niños congelados en el tiempo, hermanos solitarios que sólo cuentan el uno con el otro, ambos tendrán que recomponer sus vidas, lo que implica un abanico de situaciones tragicómicas, que será transitado con sutil ironía y un dejo melancólico. Al venderse la propiedad materna, la hermana resuelve que el mejor destino para Marcos puede estar en una casona antigua de un pueblito uruguayo, donde no parecen haber llegado los destructores efectos de la globalización. Y hacia allí lo empuja y, aunque en principio lo abandona, retornará cuando vea que realmente la vida de Marcos empieza a quedar fuera de su control. “Dos hermanos” transcurre como si algo siempre estuviera a punto de estallar- sin embargo no hay desbordes, salvo algún que otro pasaje o algunas líneas de diálogo que pueden sonar un poco retóricas. A pesar de la trama que no es fácil ni tranquilizadora, la calidez de la historia y sus protagonistas logra imponerse. Los aspectos dramáticos son vencidos por la comedia, así como la tragedia de “Edipo Rey” -de la que se representan algunos fragmentos- deviene en efectos cómicos que desembocan en un espectáculo musical al estilo Broadway, reservado como broche de lujo para el final. Con mucho oficio, evitando excesos, sin carcajadas pero tampoco lágrimas, “Dos hermanos” revela a un director maduro que sabe lo que quiere contar y cómo contarlo, entregando una película básicamente disfrutable.
Maternidad: ¿apostolado o pesadilla? Julieta (Erica Rivas) se dispone a trabajar un domingo a la noche, desde la intimidad de su confortable casa. Atraviesa una crisis matrimonial después de 9 años de convivencia y acaba de recibir un llamado de su ex marido que no puede hacerse cargo de los chicos. Igualmente, ella intenta realizar su tarea, mientras sus hijos de 2 y 8 años no quieren dormir y juegan a trenzarse en interminables peleas, sin que ella les ponga límites. La casa está provista de todas las comodidades y entretenimientos que, sin embargo, no son suficientes para calmar las crecientes demandas infantiles. El televisor a todo volumen o los juguetes novedosos han perdido seducción para estos pequeños, que prefieren pegarse entre ellos y llamar la atención de la madre, hasta que el más pequeño se cae y ella decide llevarlo a una clínica privada para un mayor control. A partir de este incidente doméstico, se inicia una noche interminable, que registra las distintas aristas de temas tan incómodos como la descontención de los niños, la crisis de la maternidad, la involuntaria pero frecuente violencia familiar y la presencia de la culpa que se acumula sobre las espaldas de la mujer. Nadie es inocente La talentosa actriz Erica Rivas transmite la incertidumbre de su personaje, desbordado por circunstancias de las que no es la única responsable. Ella está siempre sola: su madre tomó la pastilla, su marido se fue, los niños no entienden razones y los médicos la acusan de que sus hijos tienen demasiados golpes. Cada uno aporta su cuota de violencia que redunda en incomunicación y viceversa; cada uno de los personajes tiene su razón y su cuota de culpabilidad. Los conflictos de la familia no son económicos: nada falta en la casa ni en la clínica privada donde atienden a los chicos, pero todos son víctimas de un ritmo vertiginoso que los empuja a sostener un nivel de vida que implica estructuras familiares colapsadas. La película registra ese funcionamiento de obligaciones por delante de los afectos, donde la protagonista no puede disfrutar de la maternidad aunque tampoco de su profesión ni de su feminidad y cae en una alienante despersonalización, atrapada en exigencias ajenas, imposiciones sociales y demandas permanentes, para las que el film no da soluciones pero sí señala una raíz conflictiva mucho más amplia que lo aparente. Estética y mensaje El mantenimiento de la tensión progresiva del relato indica el talento de Berneri como narradora para describir una situación aparentemente trivial, que se va desdibujando hasta devenir en pesadilla. El omnipresente tema de la incomunicación se acentúa con ruidos ambientales de todo tipo, que hacen menos nítidas las palabras. No existe música, más allá de una adecuada nana con la que la madre intenta calmar al niño pequeño y la banda sonora acumula ruidos, pasos, jadeos entrecortados, ruidos de aspiradora, de bocinas, de aparatos electrónicos, teléfonos, gritos, peleas y barullo: generadores de incomunicación que actúan como interferencia permanente. A la protagonista se la muestra en su progresiva crisis, sin poder hacerse cargo de su trabajo, sus hijos, su matrimonio y su feminidad. En este sentido hay muchos puntos de contacto con “La mujer sin cabeza”, de Lucrecia Martel, un tipo de cine del que también hay cuestiones de encuadre y fotografía que acentúan la soledad, el bloqueo y la despersonalización (vidrios mojados, cristales reflectantes). También son relevantes en “Por tu culpa” la impecable puesta en escena y el buen uso del fuera de campo, como en el plano final del dormitorio o el momento del accidente doméstico. Elogios aparte para la cámara que logra captar el caos cotidiano del universo infantil y de una casa a la deriva. El resultado es un film tenso y provocativo en su lectura, además de arriesgado en la no concesión al facilismo ni a la derivación sentimental, a pesar de lo cual genera la identificación, entre incómoda y piadosa, del espectador.
Con el carisma de los justicieros “1492”, “El reino de los cielos” y “Gladiador” bastan sobradamente para justificar la pericia en películas épicas del versátil director Ridley Scott, que ahora vuelve su mirada al personaje de Robin Hood, pero antes de convertirse en el célebre bandido justiciero y héroe popular de los bosques de Sherwood. Lejos del estilizado perfil físico de Errol Flynn y más cerca del musculoso general de “Gladiador”, encontramos al arquero más diestro en el ejército del rey Ricardo Corazón de León en su momento de regreso de las Cruzadas por los ricos países de Oriente. Con un ejército empobrecido y con una vuelta que no resulta tan fácil, ya que los franceses del rey Felipe de Anjou aspiraban a la debilitada corona inglesa. La toma de un castillo medieval es una de las secuencias iniciales que ya justifica el visionado y sirve para presentarnos a los protagonistas: un Robin valiente y leal, pero también pendenciero y con deseos de libertad, antes que de permanecer en la rígida disciplina de los ejércitos. Sin embargo, las circunstancias lo conducen a tomar la identidad de un noble inglés y regresar la corona del rey a sus herederos. Esta sustitución de identidad es uno de los cambios fuertes del guión: Robin no tiene títulos de nobleza, pero los encontrará casualmente, tanto como a su futura esposa Marion. Más historia y menos leyenda El arbitrario reinado de Juan Sin Tierra (el odiado sucesor) hereda las deudas de las aventuras bélicas de su hermano y, además, está en la mira del rey francés que aspira a destronar con ayuda de felones enquistados en el corazón de la corte. Una frase que inicia la película advierte que, “cuando la injusticia oprime, el forajido encuentra su lugar en la historia”. En ese contexto, el rol de bandido justiciero aguarda a Robin y a sus hombres cuando regresan de la guerra: nunca tan patente la presencia del hambre y la codicia, como en esta versión que resalta la avaricia de los poderosos (como la actitud mezquina del rey, que guarda para sí el anillo con el que debería premiar a un fiel servidor). El intento deliberadamente desmitificador no logra despojar totalmente al personaje de su carisma. Robin es “valiente, honesto e inocente” como el mismo rey lo admite, aunque lo manda al cepo. Es cierto que con la tendencia a humanizar héroes o mejor, de acercarlos a la historia antes que a la leyenda, se pierde algo de magia, pero este Robin más rollizo, sin la pluma ni la malla verde de Errol Flyn, entretiene alternando los flechazos con la espada, la caballería y alguna que otra observación práctica. Es interesante el perfil dado al personaje de la Blanchett como una lady Marion, alejada de la fragilidad de otras versiones. De origen noble (ella sí) pero sin hacerle asco a las tareas más rudas del campo y hasta llega a calzarse la pesada armadura para pelear contra los franceses. Aunque este realismo no concuerde con la elección de la fragilidad corporal de la actriz, quien a pesar de haber interpretado a la reina Isabel I en las dos entregas de “Elizabeth”, no reúne el vigor físico que necesitaría una mujer para tan fatigosos roles que exigirían un cuerpo de pesada amazona. Todo se compensa con el espectáculo visual que ofrece la reconstrucción de edificaciones medievales que superan las artificiales construcciones de cartón-piedra vistas en versiones anteriores. Y también el vestuario, las armaduras y demás detalles de época están cuidadísimos. La música, compuesta por Marc Streitenfeld, tiene protagonismo pero no entusiasma como para recordarse. Sin llegar a ser “la película del año”, este Robin Hood sobrevivirá entre las mejores revisiones del mítico personaje y, sobre todo, por ser un pasatiempo con todas las de la ley.