La vida te da sorpresas No está Patoruzú ni el severo y aristocrático Coronel Cañones, pero Adrián Suar, en su personaje de Freddy, es tan mujeriego y simpáticamente irresponsable como Isidoro, prototipo del despreocupado play boy nacional, desconectado de todo compromiso que cercene su libertad. Ajeno al paso del tiempo, desconoce que ha superado los cuarenta y solamente se relaciona con lindísimas adolescentes, a las que seduce con un repertorio de frases hechas y luego expulsa rápidamente de su vida. A este Isidorito local le molesta compartir algo más allá de la sensualidad de una noche y al otro día se apura a pedir un taxi que devuelva a su eventual conquista a su casa, porque no soporta la invasión de su espacio personal. Mezcla de yuppie y chanta, Freddy pasa una parte considerable de su tiempo ocupándose de su apariencia personal: se tiñe canas y cejas con una peluquera genialmente interpretada por Claudia Fontán, con la que comparte confesiones de su vida sentimental, utilizando un lenguaje más propio de la informática que del corazón. También trabaja en negocios inmobiliarios poco claros pero que le permiten mantener su departamento de rigurosa soltería y desayunar con champán. Pero sus noches de seducción y sus días de trabajo serán alterados por la irrupción de una joven que le revela la posibilidad de ser el fruto de una relación fugaz del pasado. “Floricienta” Bertotti aporta para el personaje de la probable hija desconocida, toda la espontaneidad de una jovencita atolondrada pero de carácter muy firme. Las averiguaciones y consecuencias de esta inesperada paternidad enfrentarán al adolescente tardío con la conciencia del tiempo y la negación a envejecer. Un buen equilibrio El realizador Diego Kaplan, formado en el cine independiente y posteriormente absorbido por la televisión y la publicidad, consigue de entrada mantener un buen ritmo y una puesta en escena que elude facilismos, haciendo que las fórmulas y efectos de la comedia funcionen, con un elenco protagónico y secundario que acierta en el tono (la escena cuando ella conoce a los posibles abuelos que ignoran su existencia es de antología). Sin pretensiones, más bien orgullosamente convencional, la película aspira a contar una historia sencilla e identificable con un gran sector del público: un relato de afectos familiares en tiempos donde la fragmentación familiar es moneda corriente. El film es puro entretenimiento, simpático, gracioso, accesible y sostenido con recursos legítimos. Desde lo técnico, asombra una notable calidad de imagen y sonido. De esta forma, “Igualita a mí” logra un equilibrio ideal entre cine comercial y masivo con genuina calidad.
Entre el fuego y el hielo “Eclipse”, la tercera entrega cinematográfica de la saga “Crepúsculo”, continúa navegando en las dobles aguas de un particular género fantástico que mixtura intrigas vampíricas y leyendas folclóricas con anécdotas de romance juvenil, reactualizando ideológicamente esquemas conservadores de conductas más propios de la cultura de los años cincuenta. La novedad esencial radica en el cambio de dirección, esta vez a cargo de David Slade, con algunos hallazgos en cuanto a su tono menos estructurado. Un mérito del nuevo director es darle mayor carnadura a una trama con vampiros, los que aparecen mucho más humanizados, sobre todo en sus defectos y por la utilización del humor que se incluye en forma de autoparodia, como el diálogo entre Bella y su padre para indagar sobre su conducta sexual. Como en la anterior, se incorporan personajes secundarios que no tienen demasiado peso dramático ni mucho interés (al menos a esta altura de la saga, a la que aún le quedan dos películas futuras para trasponer los cuatro volúmenes literarios de la escritora mormona S. Meyer). En lo actoral, Kristen Stewart se afirma y afianza en su personaje de Bella como la heroína de la voluntad capaz de educar su deseo del fuego al hielo, si fuera necesario para preservar el inalterable amor por Edward. Tiempo de dudas “Es tiempo de equivocarse, de cometer errores, de enamorarse... Porque solamente cometiendo errores y equivocándonos, sabremos finalmente lo que queremos ser”, dice en su discurso de graduación una de las colegialas compañeras de Bella y Edward. El eje de esta parte de la saga pasa por las decisiones en este cruce vital que va de la adolescencia a la adultez. En la necesidad de alargar la trama, el guión apela a un virtual triángulo amoroso entre Bella, Edward (Robert Pattinson) y Jacob (Taylor Lautner). Se profundiza en el tema de las dudas, poniendo a prueba a la protagonista que deberá elegir entre “lo que debiera ser” y “lo que realmente es”, en suma deberá ser coherente con los sentimientos de su corazón. La trama de suspenso es más una excusa para el dilema amoroso que es el verdadero núcleo narrativo, al que por obvias razones es necesario expandir y estirar como un chicle. La dosis de acción (no olvidemos que después de todo es una particular historia de vampiros) está dada con la aparición de una pandilla de peligrosos “neófitos”, llamados así porque tienen mucha más sangre en el cuerpo, en relación con el pacífico clan vegetariano-vampírico al que pertenece Edward Cullen. Esta acechanza servirá también para superar la ancestral rivalidad entre licántropos y vampiros, ya que para defender a Bella, todos se unirán solidariamente. Más suspiros, menos acción Al haber menos jaleo, aumentan los besos, arrumacos y declaraciones de amor, pero también irrumpe el fantasma de los celos. Pero los protagonistas evolucionan, toman sus decisiones y maduran. Formalmente, la narración pone menos énfasis que las anteriores en efectismos visuales y más bien intenta algunas inclusiones artesanales, cámara en mano, siempre en el marco de una sólida fotografía que sobresale particularmente en los ambientes naturales del bosque. La esencia de la historia sigue siendo la misma: una novela rosa y conservadora que incluye todas las variaciones posibles de vampiros, desde vegetarianos, pasando por nobles jerárquicos hasta los sanguinarios neófitos. Digamos que esta versión no traiciona el nivel esperado. Moda o fenómeno global, que nadie espere ver otra cosa de lo que el producto vende: una historia de amor, acción y jóvenes bellos, con el plus de moralina y moralejas acomodadas a los tiempos que corren.
La deconstrucción de una pareja “Tres deseos” pertenece al casi subgénero de películas intimistas que reflejan la crisis de una pareja, donde, al revés del género amoroso que se cuenta desde el nacimiento y posterior crescendo, la historia de amor se deconstruye, para luego -en todo caso- reimpulsarla en un nuevo contexto. Existe una larga tradición de ejemplos que tiene su modelo emblemático en el filme de Roberto Rossellini “Viaggio in Italia”, donde Ingrid Bergman y George Sander descubren lo alejados que están como pareja al recorrer Nápoles en un viaje revelador que rompe su rutina. En este caso, no se trata del sur de Italia, sino de la uruguaya ciudad de Colonia de Sacramento. Y el matrimonio está compuesto por Pablo (Antonio Birabent) y Victoria (Florencia Raggi), casados desde hace 8 años. Ellos viajan desde Buenos Aires a la turística ciudad empedrada, para festejar el cumpleaños número 40 de ella. Sin embargo, lo que se planteaba como celebración y descanso se convertirá en una situación incómoda y claustrofóbica. Desde el comienzo se evidencia el malestar de la pareja en los silencios o exabruptos, en la falta de raccord en las miradas (cada uno ensimismado en el celular o la cámara digital). Un hotel 5 estrellas y el lugar paradisíaco sirven de contraste a una situación sentimental desoladora, donde el bienestar económico no garantiza la felicidad buscada. Instalados el malestar y las discusiones, interviene el azar con la introducción de un tercer personaje, Ana (Julieta Cardinali), ex novia de Pablo, que coincide en ese lugar de descanso adonde se ha refugiado para olvidar una reciente ruptura afectiva. Ana y Pablo se descubren cuando éste se ha apartado de Victoria luego de una nueva y arbitraria pelea. Así, entablan un largo intercambio de ideas sobre la finitud del amor que remite lejanamente al díptico de Richard Linklater, “Antes del amanecer” y “Antes del atardecer”, pero sin la perspicacia ni la profundidad poética y filosófica del filme citado. La delgada línea “Tres deseos” queda como un film desparejo respecto de sus aspiraciones, aunque también sería injusto suponerlo totalmente fallido. Pero imposible no preguntarse sobre la delgada línea que separa una cosa de la otra. Sólo tres actores (uno más, en una única escena), una sola cámara, para una historia mínima, estéticamente muy cuidada y técnicamente impecable, “Tres deseos” es una película de momentos de irregular intensidad, donde cuesta perforar la cotidianidad e indagar mucho más allá de la superficie. A nivel actoral, son las actrices las que tienen más sutileza protagónica: Victoria (Raggi), convincente en la clara infelicidad de su matrimonio; la otra, Ana (Cardinali), caminando sobre el borde de un amor después del amor, pero iluminando con su belleza y su espontaneidad cada aparición en la pantalla. Párrafo aparte para el decepcionante rol masculino a cargo de Birabent, a quien le toca dar carnadura a un personaje obsesivo, malhumorado, celoso y posesivo, cobarde e infiel, al punto que no es creíble que mujeres tan interesantes como Victoria y Ana puedan prestarle atención. Es un personaje desperdiciado en sus posibilidades al no explotar su ambigüedad y construirlo al menos como un malo encantador. Tal vez por eso sus parlamentos suenan tan declamados y sus gestos tan impostados, que se reiteran como el récord de minutos en cámara en que se lo pasa fumando. Más que sobre el deseo, la película es sobre la carencia y la frustración. No hay deseo, porque no hay pasión para generarlo, algo que tiene su correlato en la no trascendencia de la pura formalidad, de a ratos más cerca de un frívolo aviso publicitario glamoroso que de un discurrir realmente profundo sobre el drama que trata.
De lo mítico a lo humano Más de doce años demandó la realización de esta película documental que se enfrenta al desafío de entregar una mirada que no sea reiterativa sobre las otras películas y libros dedicados a un personaje definitivamente instalado en la mitología contemporánea como Ernesto Guevara. Bauer y Scaglione se tomaron un respetuoso tiempo no sólo para recopilar material inédito, sino también para estudiarlo, seleccionarlo y adaptarlo en un guion minucioso. En los 125 minutos que dura el documental, se develan múltiples facetas del Che, desde filmaciones familiares de su niñez en Alta Gracia junto a sus padres, su infancia marcada por el asma, sus viajes juveniles por la Argentina primero y luego por América Latina, su decisiva participación en la revolución cubana, sus viajes diplomáticos, sus contradictorios lazos familiares, su fallida experiencia en el Congo (uno de los aspectos menos conocidos) y su trágico desenlace en Bolivia. Se deduce la dificultad en la construcción del guion para hilar todo este material disperso, donde subsisten varios planos narrativos: se puede encontrar al Che íntimo en las fotografías de su boda o con sus hijos pequeños... pero a la vez aparecen documentales de la época, con imágenes tomadas por camarógrafos profesionales; también están las filmaciones familiares, realizadas con una cámara ocho milímetros, textos escritos de su puño y letra, filmaciones de noticieros en color de lugares donde estuvo. Es decir, toda una combinación de texturas y de fuentes sobre las cuales se construye una cuidada y prolija edición. La voz de Bauer aparece como narrador, guiando de alguna manera el camino del documental, pero todo está construido desde una primera persona que alude al Che, pues son sus textos (sus palabras y su voz) la armazón de la película misma. Su sobrino, Rafael Taco Guevara, también medico, asmático y con acento argentino-cubano es quien le infunde aliento a los textos que no tienen respaldo sonoro y que la cámara recorre a veces sobre la misma caligrafía de los cuadernos. También está la voz directa del Che en fragmentos elegidos entre unas doscientas horas de registro sonoro. Ahí el gran hallazgo del documental es recuperar el tono personalísimo alejado de la impostación del discurso político, cuando el Che recita “Los Heraldos Negros” del poeta hispanoamericano César Vallejo. El documental recupera el sonido íntimo, profundo del sonido de su voz, grabado en la cinta magnetofónica que le dejara de recuerdo a su esposa. A la altura del personaje El Che además de ser un profundo lector, escribía continuamente y de una manera muy particular. Siempre llevaba consigo una libreta en la que tomaba notas. Si bien era un combatiente, estaba permanentemente pensando la realidad, y su acción estaba precedida por una reflexión muy profunda hecha palabra. En medio de situaciones de persecución y riesgo constante en la selva, se hacía tiempo para llevar un diario personal. Esa perspectiva que eligiera el escritor Julio Cortázar para imaginarlo en su cuento “Reunión” incluido en “Todos los fuegos el fuego”, es similar a la que busca transmitir la película de Bauer, también admirador de Cortázar de quien ha realizado un excelente documental. Así, el film refleja esa capacidad de reflexionar y escribir sobre la realidad, con sorpresas y hallazgos como el de un cuaderno manuscrito comenzado en 1965 en Praga y luego retomado en Bolivia, que es una crítica del Manual de Economía Política marxista con el que estudiaban los jóvenes cubanos (llama ladrillos a esos manuales soviéticos que no admiten pensamiento propio). Pero también el film busca comentarios más personales donde encontramos que el Che comenta sus miedos, sus fantasías sobre la muerte, el dolor por la pérdida de su madre, cuando estaba combatiendo en el Congo. Allí el montaje nos da una de las imágenes más emotivas y una de las pocas en que utiliza el color. Sin duda, lo más atractivo del film son los textos, las fotografías inéditas, archivos personales de la familia Guevara, nunca antes vistos. Lo más discutible del documental de Bauer radica quizás, en cierta glorificación (surgida de una genuina admiración) pero que quita por momentos la posibilidad al espectador de construir su propia subjetividad y perspectiva. Aun así y a pesar del relato sesgado sobre las aristas más polémicas en las que no le interesa indagar, la película es valiosa e interesante.
Las resonancias de una caja Esta asombrosa película del joven director español Rodrigo Cortés nos sumerge -con mucho ingenio- en la atávica pesadilla del miedo ancestral al enterramiento en vida. Se narra en tiempo real, en un único decorado y con un solo personaje: un joven camionero norteamericano, que ha estado trabajando como empleado para una empresa civil en Irak y, luego de una emboscada, despierta en el interior de un ataúd a dos metros bajo tierra. Partiendo de la difícil premisa de no mostrar más allá del interior de la caja-cárcel, no se apela a ningún flashback, ni al montaje paralelo para mostrar el afuera. Y es ahí es donde el desafío de narrar cinematográficamente se vuelve apasionante. El plano detalle busca infinitas variaciones mediante la luz y las texturas; la cámara inicialmente fija (con una opresiva angulación de apenas 90 grados), va cambiando de acuerdo a una rigurosa planificación. Luego del miedo primario e irracional, viene la admirable y titánica lucha del protagonista por la sobrevivencia. Cuando éste se estabiliza emocionalmente, poco a poco la cámara empieza a moverse. Primero de forma lenta, hasta que llega un momento en que se libera y aparecen incluso travellings. Otras soledades No hay muchos objetos, pero hay uno que es fundamental: un celular que le permitirá al protagonista relacionarse con el exterior y superar momentáneamente la opresiva atmósfera de calor, polvo, sangre y oscuridad. A través del aparato (de batería agotable) aparecerán personajes a partir -exclusivamente- de la voz. Lo que no se muestra pero se escucha, al otro lado de esa línea telefónica que separa dos ambientes antagónicos (Caja/Mundo), conduce hacia un proceso de auto-descubrimiento que no está evidenciado de forma obvia: la relación con su familia (madre, esposa, hijo), su lugar en el trabajo, en la vida. La película empieza a tientas con un personaje del que no sabemos nada y acaba con un universo entero revelado en esas estrechas paredes. La película tiene un contexto que la rodea y la lleva más allá del entretenimiento bien hecho: la presencia de unos procesos burocráticos kafkianos y un marco sociopolítico actual (las secuelas de la guerra de Irak, el terrorismo como negocio, la deshumanización, los daños colaterales). El aislamiento no sólo es físico, sino que sirve para confirmar o darse cuenta de otras soledades. El gran enemigo del protagonista, más que la falta de oxígeno, la oscuridad o los peligros adentro de esa caja, es el laberinto de la burocracia, ese mecanismo impersonal, inflexible, generado por el mundo civilizado. Sarcasmo y emociones Párrafo aparte para el actor Ryan Reynolds, quien le insufla al personaje una credibilidad con la que el espectador empatiza desde el primer momento: un hombre común, trabajador civil, sin dinero, que ha ido a Irak con la promesa de mejorar económicamente. El actor transmite la voluntad de vivir, la rabia y hasta un humor negro y mordiente. En la lista de profundos sarcasmos que encierra la película se destaca el enorme protagonismo del teléfono móvil. Diseñado para facilitar las conexiones, termina evidenciando una profunda incomunicación, al punto que estar en esa caja en mitad del océano o del desierto resulta una pesadilla parecida. También la banda sonora, que está muy trabajada desde el silencio y graves notas subterráneas, hasta la épica sinfónica del final, cuando estalla con una canción final que trata de crear el contraste de un optimismo incongruente (casi una percepción irónica de lo experimentado), porque la letra habla de todo lo que no es la película: de praderas infinitas, de cielos azules, de soles radiantes, de montañas altas, de mares inabarcables. Resonancias irónicas, a propósito de un film que se caracteriza por situarse -de buena ley- en la otra cara del optimismo y con una tensión claustrofóbica extrema. La forma de contar sienta precedentes en las posibilidades de los movimientos de cámara, la iluminación, la música y los sonidos, que se integran como un todo orgánico que respira, suda y sufre tanto como el protagonista. Fisicidad y emoción que también envuelven al espectador, quien se queda con la sensación de haber jugado una abrumadora pulseada contra el tiempo.
Tres historias se entrecruzan a partir de un accidente callejero que deja como saldo un herido de gravedad. El verdadero culpable es un joven (Slipak) que ha salido a una fiesta con el auto de su madre y oculta el hecho, haciéndolo pasar como un robo. Pero el azar (como en “Match Point”) es el gran protagonista de esta película y conduce hacia engañosas apariencias que incriminan a un tercero (Sbaraglia), a quien la casualidad le hizo pasar unos minutos antes y rozar la bicicleta de la víctima, en un incidente sin mayores consecuencias. Las mentiras iniciales se complican y crecen, involucrando a la familia del joven culpable y al investigador de la compañía de seguros que -dinero mediante- no profundiza en los inconsistentes argumentos que hubieran permitido llegar a la verdad. Por otra parte, el padre de la víctima atropellada impulsa una investigación que es apoyada por la prensa y la televisión. Las presiones mediáticas influyen sobre los jueces que necesitan rápidamente de un chivo expiatorio. De esta forma, a partir de indicios confusos y sin escuchar las razones del falso culpable, éste ve su vida transformada en un infierno. Moral sin moralina “Sin retorno” es un film muy profesional en su solidez técnica, formal e interpretativa y una brillante carta de presentación de la ópera prima de Miguel Cohan, producido por los responsables de “El secreto de sus ojos” (2009) y “El corredor nocturno”, aunque no se parece a ninguna de las dos. Por un lado es un film que se enmarca en el thriller pero distinto, original, movilizador, que provocará en el interior del espectador un debate ético. Despierta una rápida identificación por la inmediatez de lo que cuenta, dando una nítida radiografía del cuerpo social, marcado por un cerrado individualismo que lleva a la irresponsabilidad, la doble moral, el miedo, la corrupción, la inseguridad y la falta de justicia, que genera el deseo de venganza. Todo configura una fábula moral o mejor dicho ética, en tanto invita a pensar en el peso de acciones livianamente irresponsables que generan daños irreversibles. Un tema difícil, que elude facilismos sensibleros, apoyado en actuaciones muy sólidas. Sin respiro Uno de los aciertos del film es su concisión, que le permite un ritmo sin respiro. Las elipsis abundan y se indican (cuando son prolongadas) con rótulos: “7 meses después”, “tres años y medio después”. El conflicto, con el inocente preso y el culpable libre, se muestra en el tiempo para ver las transformaciones, que hurgan en el costado más oscuro de la condición humana. Entretenido, perturbador, inquietante, “Sin retorno” es un thriller psicológico de personajes profundos, donde toda la artillería está puesta en el conflicto ético que no sólo deberán enfrentar cada uno de los involucrados, sino también el espectador, porque la película nos hace caber en los zapatos del culpable, del inocente y de las víctimas.
Las antípodas no están tan lejos Contrariamente al previsible argumento delirante que mal podrían anticipar los prejuicios ante los anuncios que promocionan esta película, desde su mismo título y las imágenes de una vaca caída del cielo, pocos guiones cierran con tanta lógica, cuidado y prolijidad como en esta película atípica y divertida pero tan racional como un mecanismo de relojería. La trama se origina y se encadena a partir de hechos extraños pero posibles, abre y cierra con una perfecta estructura circular, donde el disparador es siempre la casualidad. La presencia del azar es la constante que acerca a los personajes aparentemente opuestos pero en el fondo solitarios sentimentales y de inclinación justiciera. Lo imprevisible y fuera de cálculo es lo que une en Buenos Aires a un joven chino recién arribado y asaltado, con un solitario porteño cuarentón, que permite a Darín lucirse en la recreación de otro personaje entrañable y contradictorio, Roberto, un ferretero cascarrabias atrincherado en su mundo que no pasa el límite de su barrio y su pequeño negocio. Huraño, malhumorado y obsesivo, este antihéroe se la pasa chocando contra lo que altera su mundito ordenado y seguro. Este hombre de costumbres rigurosas y solitarios hobbies como: desmigajar el pan, contemplar aviones y recortar noticias extravagantes de los periódicos, ve convulsionada su existencia con la presencia de un desconocido al que no le entiende una sola palabra pero que le genera una mezcla de compasión y culpa. Y aunque su solidaridad no es incondicional, juntos irán generando un vínculo muy especial, al tiempo que atravesarán una serie tragicómica de vericuetos burocráticos y equívocos idiomáticos. Un cóctel circular Hay rasgos costumbristas en la forma elegida para contar la historia, guiños a la argentinidad, a la historia reciente y a la corrupción presente. Pero a la vez hay un formato de fábula que es la marca del relato, que se replica en la música y en las escenas fantaseadas por Roberto cuando se imagina como protagonista de las mismas noticias absurdas y reales que recorta (y colecciona) de los diarios. A “Un cuento chino” le cabe algo más que la simple etiqueta de comedia, porque se trata de una película emotiva con humor, algo negro por momentos, porque el espectador llega a divertirse con las dos tragedias que se encuentran y la risa surge de la brecha que une y separa a estos dos personajes que acaparan el interés y la simpatía del público. Existen muchas historias de parejas desparejas pero la gracia reside en la forma de contarlas, para lo que ayuda el guión sin fisuras, las inolvidables actuaciones y la dirección de arte con una puesta cuidadísima que define al personaje a partir de su entorno y objetos que remiten décadas atrás. La película transita por momentos de un costumbrismo muy bien hecho aunque se mueve sin ataduras y juega con otros registros de viñetas fantásticas con las fantasías del personaje. La fotografía, particularmente su iluminación, no es pareja. Hay secuencias en que los colores no están trabajados con la misma intensidad. Se suceden escenas con tonos muy lavados y opacos versus otras de colorido pleno, como la promocionada secuencia final. Pero esas imágenes opacas y planas por falta de luz, también son coherentes con la interioridad del personaje y la brillantez plena de colorido, con su evolución posterior. Porque ningún cabo queda suelto en este relato circular, donde conviene recordar cómo se inicia, en la secuencia anterior a los títulos iniciales y permanecer en la sala hasta los créditos finales que deparan un bonus track de remate. Empezando con el punto de vista en las antípodas, donde aunque no sepamos una palabra de chino es posible comprender la situación extremadamente romántica de los enamorados orientales que en un bote se juran adoración eterna hasta la irrupción de lo imprevisto. Luego del fundido, la cámara invertida se “desenrolla” como un ovillo para recomenzar el relato en la cercana Buenos Aires. Entre un extremo y otro, el aparente absurdo se va justificando a sí mismo, con su ajustado y preciso correlato visual y musical.
Una fantasía de magnicidio Aclaremos de entrada que ésta es una película donde hay que dividir aguas entre las intenciones (lo que se pretende y/o declara) versus el resultado y sus efectos. El filme tiene como personaje central a Julián (Diego Mesaglio), un joven hipercrítico y escéptico, que ha tomado una decisión drástica: suicidarse. Mediante su voz en off se van conociendo los pensamientos que lo llevan a esa decisión, al estilo de los personajes románticos extremos (pero sin su misma pasión), que en la literatura han descollado con Dostoievski (o para encontrar un ejemplo mucho más cercano, con nuestro argentinísimo Roberto Arlt). Este antihéroe negativo quiere, antes de concretar su autodestrucción, darle una cuota de sentido a lo que le queda de vida y se fija un plazo. En una semana, renuncia a un trabajo bien remunerado, deja a su bella novia sin mayores explicaciones, visita a su familia y a sus mejores amigos. Paradójicamente, busca confirmar “la ausencia de Dios” en las iglesias donde conoce a un sacerdote progre, al que le confía incertidumbres existenciales y una determinación magnicida: eliminar al ex dictador Videla. Como en el “sindrome de Eróstrato” (el ignoto pastorcito que incendió el templo de Artemisa para adquirir la notoriedad que su existencia no tenía), el protagonista de esta ópera prima del joven realizador Nicolás Capelli, apuesta a dejar un “legado” a la posteridad. El plano-detalle de un reloj despertador indicará las distintas jornadas no exentas de pesadillas, en el confortable departamento del joven, decorado como la vivienda de un artista. Julián elabora una estrategia escalonada para alcanzar su objetivo: comprará un arma por Internet; hará inteligencia en la casa donde vive Videla y avistará una mucama que no se saca los guantes ni cuando va a la verdulería. Más allá de la historia sin cerrar de este particular justiciero, la película intenta dejar claro el mensaje de que “el dolor no da derechos”, en una frase que aparece dicha por Estela de Carlotto, referente ético para los integrantes de una generación que en muchos casos engendró simbólicamente a sus predecesores. Incertezas Este film apunta a un público joven, desde su música (ver ficha técnica), su protagonista central y su estética de videoclip con chispazos documentales. La cuota de oficio actoral la aportan las breves actuaciones de Juan Leyrado como cura y María Fiorentino, como madre del improvisado magnicida. La falta de convicción en el personaje conductor es su mayor defecto pero ¿es dable esperar otra cosa si en vez de un casting de actores vocacionales de trayectoria seria se buscan carilindos formados en espectáculos televisivos como “Chiquititas”, “Rebelde way” o “Casi ángeles”? (Emilia Attias y Mesaglio provienen de esa cantera). En el medio de los devaneos de la trama, hay una especie de power-point y tomas documentales de marchas que refieren a lo sucedido durante el período del golpe militar del 24 de marzo de 1976. La cámara está siempre a la búsqueda de alguna composición estética propia de los filmes publicitarios. Incluso en la toma inicial, la más desagradable, que transcurre en un ambiente sórdido y represivo, la fotografía busca incluir algún juego de composición de líneas geométricas. Esto es también evidente en la despedida de Julián y sus amigos. Allí es manifiesta la pretensión formal de imitar en un plano secuencia, la universal pintura de la última cena, tan de moda a partir de la masividad del Codigo Da Vinci. Pero ni las actuaciones ni los diálogos -más bien monólogos- comunican profundidad y la atención termina desplazándose con rumbo incierto. Un rotundo problema del guionista y director es la elección de la voz en off para contar el grueso de su historia, sumado a que el audio no es muy legible sobre los diálogos, aunque no ocurre lo mismo con la omnipresente banda sonora que trata de suplir la poca fuerza de las palabras. Pese a su prometedor título, “Matar a Videla” no alcanza el desarrollo adecuado para sus pretenciosas ideas que no logran salir de la superficialidad más convencional.
Tenebrosas estampitas medievales “El Rito” se promociona como “basada en hechos reales”, ya que está guionada a partir de un libro de investigación periodística, realizado por un estadounidense residente en Roma, que registró algunas experiencias documentadas en la escuela de formación de exorcistas, asombrosamente activa hoy en el Vaticano. Sobre esa base no ficcional, el guion construye una historia adaptada a las necesidades de una narración subjetiva (casi propagandística) que pone distancia con la fuente originaria. El argumento cinematográfico pone en el centro de la historia al joven Michael Kovak (Colin O’Donoghue), miembro de una conservadora familia estadounidense, que por generaciones ha orientado y mantenido una vocación humanitaria en los oficios de agente funerario o de sacerdote. Al inicio del film, vemos cómo este joven de nombre y presencia angélical pasa sus días en la morgue familiar, acondicionando cadáveres con respeto y compasión que hacen intuir en él una necesidad espiritual para ese contacto cotidiano con el dolor y la muerte. En su interior, se debaten explicaciones racionales que no alcanzan para echar luz en inquietudes esenciales. Esto lo lleva a emprender la segunda alternativa familiar: el sacerdocio. En realidad, solamente se propone cursar el seminario teórico, dejando abierta la posibilidad de retirarse en caso de que las dudas sobre su vocación persistan. El azar y la perspicacia de uno de sus maestros influyen para que este indeciso aprendiz de fe viaje desde EE.UU. al Vaticano, para realizar un curso de exorcismos, circunstancia que lo llevará a encontrar al menos ortodoxo de los conocedores de esta práctica de resabios medievales. A esta altura, recién llegamos a la presentación de la desigual dupla actoral que sostiene el planteo básico de la película: la pugna entre fe y escepticismo, que encarna el joven novato (Colin O’Donoghue) versus el experimentado sacerdote jesuita (Hopkins). Por debajo del modelo El problema es que la segunda parte de “El Rito”, no se desarrolla a la altura de lo que prometen sus óptimos primeros 45 minutos, porque la historia se vuelve tan infantil como una historia de estampitas con monstruos y ritos medievales. La maldad y el horror parecen limitarse a relatos míticos como sacados de un manual de catecismo adaptado a niños que necesitan un relato en forma de cuento. La otra gran decepción es la falta de expresividad del joven actor principal (Colin O’Donoghue) que no da la talla, precisamente, cuando el personaje debe demostrar su clímax de infierno espiritual. Con respecto al escabroso tema de las posesiones diabólicas, la película no agrega ni mucho menos está a la altura de aquel clásico modélico de 1973 “El exorcista”, de la que de ninguna forma es un remake, pero a la que se alude a partir de un chiste del mismo Hopkins (“¿Qué esperabas, cabezas que giren, sopa de lentejas?”, le increpa al aprendiz); aunque queda claro que se está lejos del clima de terror casi místico de la obra maestra dirigida por William Friedkin. De todos modos, el producto final de “El Rito” es aceptable y logra entretener. Tiene a su favor la sólida interpretación de Anthony Hopkins y algunos momentos elegantes de la puesta en escena de un director que cuenta con mejores registros en su haber como “Evil” o “1048”. Así, la nueva película del elegante realizador sueco radicado en EE.UU., Mikael Hafstrom, oscila buscando hacer equilibrio sobre lo que es bueno y lo que es vendible, aspectos que no siempre coinciden.
El precio de la perfección A partir del argumento de una joven, bella y talentosa bailarina que aspira al papel principal en “El lago de los cisnes”, se construyen más de cien minutos apasionantes acerca de la locura (o el delirio) y el rigor del arte que busca la perfección. Sin ser cine realista, “El cisne negro” muestra cosas reales: las grandezas y miserias del mundo del ballet que valen para todo el universo competitivo del arte. Y admite más de una lectura, aunque predomina la sicológica como en “La pianista” de Haneke, “Repulsión” de Polansky, “Marnie” de Hitchcock o “Carrie” de Brian De Palma, en las que la libido reprimida por exceso de rigor se desvía hacia lo patológico. El sustancioso guion va desovillando progresivamente el suspenso y la sensación de extrañamiento, con el eco de múltiples espejos; también la sensación de presión física y sicológica sobre la protagonista (Nina) interpretada por Natalie Portman. Dueña de una técnica perfecta que controla cada movimiento, Nina carece en su danza de vértigo y seducción. Para lograr el protagonismo no le bastará con encarnar al inocuo cisne blanco sino que tendrá que alcanzar el oscuro poder del cisne negro. Atrapada por una madre sobreprotectora, un profesor hiperexigente, la rivalidad cruel entre colegas y el despecho o la envidia de aquellas bailarinas que desplaza, intentará obcecadamente entregarse al riesgo de la plenitud. En la particular mirada de Aronofsky, uno de los realizadores más sorprendentes del actual cine norteamericano, el roce de la perfección se acerca al éxtasis de los mártires; de ahí, una estética muy cuidada que une la belleza al gozo tanto como al dolor, que se transmite hasta hacer doler el cuerpo. En el borde Resulta imposible separar los límites de la barroca vorágine visual del film y sería injusto encasillarlo en un género, siendo recomendable apreciarlo desde el borde, sin otra etiqueta que la de cine de autor. Es cierto que la película incurre en el thriller fantasmagórico y alucinatorio, porque lo fantástico se caracteriza por ser esencialmente ambiguo, a partir de la duda sobre la barrera entre lo real y lo imaginado. Esto se apoya en una constante dinámica de puertas que se abren y cierran sobre externos laberintos sombríos que conducen hacia interiores coloridos pero de iluminación inquietante. La fotografía de Matthew Libatique ayuda a crear una atmósfera malsana y opresiva en cada fotograma, a lo que se suma la cámara en mano, inseparable como una sombra, para espiar en los repliegues profundos del inconsciente. La cámara captura a su personaje y lo encierra dentro de su propio mundo, nos hace partícipes de sus fantasías más secretas y delirios paranoicos. La interpretación sin fisuras de Portman es uno de los puntales para contrarrestar el desenfreno y los excesos, pero también los actores secundarios son de antología: la revelación de Mila Kunis como antagonista, Vincent Cassel como experimentado maestro implacable, la figura materna (Barbara Hershey) que proyecta en la hija su vocación frustrada y la primera bailarina (Winona Ryder) que debe retirarse por el paso prematuro de los años que corren más velozmente para la danza. Sin miedo al ridículo ni al exceso,“El cisne negro” conduce su progresivo delirio hacia un clímax muy alto, jugando siempre al límite del desborde, al filo del prodigio o el desbarranco, en una búsqueda perfeccionista donde el espectador también queda atrapado.