Los hermanos sean unidos Dina y Pascual tienen poco en común pero sin embargo son hermanos, casi cuarentones y sin una familia normal. Ella vive sola y trabaja obsesivamente. Él no tiene empleo fijo aunque es ingeniero y tiene dos hijos pero su pareja lo abandonó. Dina es laburadora compulsiva, solidaria, mística, conciliadora y optimista; él es ateo convencido, pesimista y entregado a un sentimiento de pasividad que domina su vida, al punto de que gran parte de la atención de sus hijos corre por parte de una vecina que lo ayuda a cambio de sexo. Pero un día esa opaca rutina circular se quiebra con la noticia de que el padre de ambos ha sufrido un accidente en un pueblito del interior y está internado en un hospital público sin movilidad y con bastantes lagunas mentales. Entonces, sin demasiado entusiasmo, los hermanos se unirán en busca del padre y emprenderán un viaje al interior en el auto destartalado de Dina, realizando un periplo que reflotará cuentas pendientes entre ellos, porque la convivencia los obliga a redescubrirse y necesitarse. El objetivo de ayudar al padre desvalido les traerá noticias de un dinero escondido y también de la madre ausente que los abandonó hace tres décadas. Comedia multitonal “Pistas para volver a casa” es una historia de personajes y relaciones humanas que va oscilando entre lo emocional, lo absurdo y mucho espíritu de aventura con protagonistas muy perdedores pero capaces de regenerarse. Cada uno frente a la adversidad reaccionó de manera distinta, acorazado con diferentes capas de distintas cosas que vuelven a la superficie en la circunstancia límite del presente. La trama requiere que los personajes vayan redescubriéndose en distintos escenarios y, por eso, la película atraviesa muchas locaciones, al estilo de las road movies de Sorín o de la reciente película cordobesa-uruguaya “Noche sin luna” de Germán Tejeira. La directora Jazmín Stuart, actualmente con 39 años, se inició como actriz en programas de televisión noventistas. Ha actuado también en varios filmes, entre ellos el excelente “Fase 7” (2010). Escribió y dirigió la obra teatral “La mujer que al amor no se asoma” y “Pistas...” es su segunda experiencia como directora y guionista cinematográfica. A esta altura, afirma “que le gusta usar elementos de distintos géneros y que siempre termina escribiendo historias en donde el humor aparece”. Aparte de no limitarse a realizar una comedia convencional, J.S. nunca pierde de vista el arco de los personajes ni el hilo tonal que enlaza las diferentes secuencias, cada una con su color propio. Y no esquiva escenas trabajosas con la cámara, con animales, debajo de la lluvia o con armas de fogueo. Así, en vez de una película intimista en dos locaciones, transita por muchas en el interior de Buenos Aires y en Capital Federal. Contrastes y oscilaciones Entre la ligereza y la densidad, el filme despliega un torrente de movimientos y emociones espontáneas. Desprejuiciada y despareja, pero al mismo tiempo llena de búsquedas y hallazgos, la historia se va revelando con muchos secretos y mentiras del pasado. Por momentos, la narración -como un espejo deformado- introduce situaciones típicas del cuento de hadas tradicional: ver la secuencia nocturna en que Dina se pierde en el bosque y siente miedo de ruidos que provienen de la oscuridad. Desafiante, baja de su auto, para afrontar lo que sea, cuando, inesperadamente, el temor se disipa con la aparición de un estilizado caballo blanco. De forma parecida, la película repite ese constante -y difícil- juego entre géneros y tonos, transitando por micromundos emocionales no carentes de momentos punzantes, que remiten a una búsqueda genuina de algo cada vez más crudo, más expuesto y con un mayor nivel de riesgo. Comedia absurda, melodrama familiar, película de aventuras, road movie, todas estas etiquetas pueden abarcar al contenido que, a partir de una premisa simple, se va cargando de peripecias extraordinarias, emociones y un sentido de la aventura similar a la búsqueda del tesoro, donde el botín a recuperar supera con creces su valor material.
La épica íntima de un genio El espectador que busque una inmersión profunda en las ideas científicas de Hawking puede quedar decepcionado, porque la película se dedica sobre todo a la vida personal del científico, con un guión basado en el segundo libro autobiográfico escrito por su ex mujer, Jane Hawking, quien se casó con él cuando ambos eran estudiantes universitarios y fue quien lo sostuvo durante su crecimiento profesional, paralelo a su declive físico, ayudándolo cuando perdió el habla y casi todos sus movimientos, lo que no le impidió tener hijos ni seguir desarrollando sus teorías acerca de la física cuántica y el funcionamiento del universo. Las fórmulas matemáticas y físicas no son el centro del relato aunque sobrevuelan en un par de imágenes de pizarrones indescifrables y laboratorios famosos por sus descubrimientos que hicieron avanzar el conocimiento científico. Las película intenta transmitir algunos conceptos en medio de momentos cotidianos, como una secuencia subjetiva, cuando el protagonista queda atrapado en su propio pulóver y esto lo lleva a entrever -tal vez como Newton y la caída de la manzana- una asociación científica visionaria. Medianía y equilibrio Sustentado en una producción admirable y con sólidas actuaciones centrales, el film no se aleja de las limitaciones que suelen encontrarse en apuestas biográficas de este estilo. “La Teoría del Todo” es más bien una correcta película de fórmula, que apuesta a una narración convencional con picos emotivos subrayados: el deterioro físico en primer plano y apenas insinuados los problemas emocionales, puertas adentro de un grupo familiar evidentemente anómalo. Medianía y equilibrio, definen al biopic de James Marsh, profesional en todo sentido. La película amaga con algún momento de intensidad más real que realista, pero tiende a desembocar en melodrama cándido, en tanto se acerca a la versión más clásica del género. Intenta cubrir la vida entera de un hombre célebre, sin ahondar en previsibles abismos humanos, apoyándose en los lugares menos riesgosos. En este sentido, la película tiene la prolijidad de un libro de cuentos. Es una feel good movie llena de buenas intenciones que toma las crisis como simples obstáculos en el camino y acompaña con secuencias bellas como la del baile universitario y la anécdota del jabón en polvo, que a su vez permite hablar de la luz ultravioleta. Siempre encuentra la forma de tratar algo abstracto en un ejemplo concreto y hasta divertido, sostenido con una banda sonora de espléndido poderío, del islandés Jóhann Jóhannsson que no sólo tiene pasajes hermosísimos, sino que además está muy bien utilizada por el director, que en algunos momentos culminantes la combina con imágenes sobre la inspiración de las teorías de Hawking. Más allá de sus aspectos conservadores, la película tiene interpretaciones notables del dúo protagonista (Felicity Jones y Eddie Redmayne). La extraordinaria entrega física para mostrar el proceso de deterioro de su personaje, que le valieron el reciente Oscar a mejor actor principal a Eddie Redmayne como Stephen Hawking, lo consolida en un papel que era muy vulnerable de caer en la caricatura. A su lado, Felicity Jones se erige como el alma máter que consigue elevar la película de lo lacrimoso y artificial. El trabajo de la actriz inglesa aporta solidez y fragilidad, sin recursos efectistas, compone un retrato soberbio como la esposa sacrificada y por momentos, olvidada. Una arbitrariedad que, afortunadamente, el film ayuda a reparar.
Cuando los superhéroes vuelan bajo El sendero poético con sus representaciones simbólicas que permiten salirse de la lógica es una de las claves para transitar por “Birdman” y su corrosiva sátira al mundo de la actuación, sus conflictos y negocios. Saturada de significaciones, es ya desde la superficie, una reflexión sobre el cine norteamericano actual que se mueve con doble ética en términos comerciales, como lo demuestra la resurrección de superhéroes y sus sagas que han invadido exitosamente las pantallas en todo el mundo, contribuyendo a una suerte de genocidio cultural, manipulado por empresarios y publicistas que desplazan al arte genuino. Pero quizá el punto más importante de “Birdman” es la deconstrucción que hace no sólo del personaje principal, sino de diversos aspectos de la fama y la celebridad, experiencias que se adivinan vividas en carne propia por el mismo Iñárritu, quien se abrió paso en Hollywood con sus personajes desesperanzados y oscuros. Nada queda a salvo de la mirada crítica que desmenuza el microcosmos que abarca a los actores, productores, ayudantes, críticos y público. Todos entran en esta amarga parábola sobre el arte y la creación; particularmente, el rumbo del cine actual. También es irónico considerando el magnífico reparto, la circunstancia de que Keaton se calzó el traje de Batman (suena tan parecido a Birdman) en los noventa y que -palabras aparte para sus inmensas actuaciones secundarias- también Norton participó de “Hulk” y Emma Stone en “Spiderman”. El pasado que condena Michael Keaton interpreta a un actor que encarnó a un superhéroe décadas atrás y que, tras dejar al personaje, a pesar del éxito comercial, el afecto y reconocimiento del público masivo, quiere reconstruirse, demostrando que puede incorporarse al circuito artístico de Broadway, que a su vez es totalmente esquivo a este tipo de celebridades exprés. El protagonista, caído en el olvido y aun acosado por penurias económicas, no pretende regresar al mundo anterior sino integrar el clan prestigioso de los grandes actores y directores de obras consagradas desde otro lugar que el anterior. Intenta conseguir el prestigio que nunca tuvo, produciendo, dirigiendo y actuando sobre la obra de Raymond Carver. Busca renacer y desprenderse del pasado pero su alter-ego le atormenta, tratando de hacerle volver a lo que ya hizo, retroceder hacia lo que ya conoce. El duelo se produce en tiempo real, como proyección física de sus pensamientos. Su propia sombra es ese hombre disfrazado de pájaro inexpugnable, parte negativa de él mismo, el fantasma del creador que quiere crecer y expresarse a contramano de las arrasadoras tendencias que imponen las redes sociales y sus trending topics más allá del talento. Costuras y artificio “Birdman” está construida íntegramente en un (falso) único plano-secuencia (se pueden adivinar dónde están los empalmes o los efectos digitales para unir diferentes tramos). Ésa es una constante del eje significativo: exhibir el detrás de escena, donde la cámara recorre pasillos, invade camarines desprolijos y sucios que huelen a flores rancias. Desde el comienzo, al iniciar los títulos se filtra una voz “empezamos por...” que pone al descubierto al hacedor detrás de lo que vemos. Desplegando una narrativa autorreferencial, donde no se oculta el artificio y desafiando la irritación de los amantes del cine clásico, la película juega permanentemente entre los límites de la realidad y la ficción. A esa constante oscilación se le suma que el film ofrece no sólo distintas interpretaciones acerca del final, sino varios finales. Cuando parece que termina, no. Existe otro cierre, más sorprendente y superador. Pese a todo y dando lugar a las múltiples interpretaciones, queda rotundamente anclada la afirmación de que los superhéroes vuelan hacia abajo, mientras los creadores -apenas de limitados carne y hueso-, pueden elevarse mucho más que arriba.
Fútbol y sentimientos Desde Osvaldo Soriano y Roberto Fontanarrosa, hasta Eduardo Sacheri, la literatura sobre fútbol y su mística conforma con distintos estilos al menos en esta parte del mundo una especie de subgénero rápidamente identificable, que se ha trasladado también al cine. Navegando entre el clima de comedia, con muchos enredos y situaciones costumbristas, “Papeles en el viento”, basada en la novela de Eduardo Sacheri, aborda la tragedia de la muerte que repercute sobre un largo vínculo de amistad entre cuatro hombres unidos por el barrio y la pasión del club de sus amores. Los protagonistas -que se conocen desde niños pero ya están cuarentones- son: un profesor (Peretti), un abogado ambicioso (Echarri) y un comerciante en quiebra (Rago) quienes harán lo inimaginable para llevar a buen puerto los objetivos inconclusos de “El Mono” (Diego Torres), víctima de una enfermedad terminal y padre de una niña de nueve años. El único capital que dejó “El Mono” es un jugador de fútbol mediocre que juega en un equipo de Santiago del Estero y que compró en su momento por 300.000 dólares con el dinero de una indemnización, lo que los hace herederos de la ira de su ex esposa (Cecilia Dopazo) que aborrece el entorno futbolero de quien fue su pareja. La trama se inicia precisamente cuando los amigos de “El Mono” deciden una estrategia para vender a ese jugador desprestigiado, apelando a mentiras fraudulentas y a un cotizado periodista de renombre para que lo reposicione en el ranking de promesas valiosas. El objetivo es recuperar el dinero de cualquier forma, para asegurarle el futuro a la pequeña hija, sorteando la oposición de la madre, para tomar simbólicamente el lugar del padre ausente. Códigos irregulares La trama tiene algunos agujeros y ciertos chistes predecibles, además de una moral poco ecuánime, según la cual la clase media venida a menos puede estafar pero con buenas intenciones. Con el fútbol de por medio, la película se permite una buena dosis de machismo y también algunos chivos comerciales. El humor no excluye una mirada bastante crítica a los tejes y manejes del mundo del fútbol, con sus representantes chantas, algunos periodistas manipuladores de opiniones a cambio de dinero y jugadores panqueques, que pintan un día para delanteros y otro para zagueros. Aunque toda la trama es para poner a prueba la fidelidad y resistencia del vínculo amistoso de los protagonistas. La película incluye un reparto interesante, donde sobresale Pablo Rago con un rol diferente a los realizados hasta el momento, tanto en su composición como en su apariencia física, y bien secundado por Peretti, Echarri y Torres. Cabe mencionar la eficaz participación de Daniel Rabinovich (del grupo Les Luthiers) en el rol del periodista deportivo. Con costuras y todo “Papeles en el viento” intenta un tipo de película que Hollywood hace muy bien: las que tienen que ver con el deporte y los sentimientos. La historia es simple pero emotiva y con agregados autóctonos de esos que Eduardo Sacheri sabe colocar en el momento justo y que impacta en mucha gente que no suele leer pero sí interesarse por historias de barrio, en las que puede reconocerse, entretenerse y emocionarse. Son relatos especiales, rezumantes de melancolía futbolera, amigos con códigos y otros estereotipos, antes patrimonio exclusivo del tango, que actualmente son canalizadas por los medios de comunicación. Como en Campanella y Sacheri, el tema de las pasiones: la amistad y el fútbol están muy unidos y conllevan el respeto a la palabra dada, el recuerdo siempre presente del amigo; casi ingenuidades... pero igualmente conmovedoras aunque se les vean las costuras y su considerable dosis de misoginia, compensada con el afecto hacia la niña aunque las esposas parecen compartir el mismo perfil antipático de las suegras. Nada con lo que el público masivo no esté de acuerdo, sino por el contrario, que celebra y sigue con simpatía hasta el final.
Amarillo letal Algunas noticias policiales se consumen masivamente, tanto en los Estados Unidos como acá, no tanto por el valor periodístico que poseen sino por la puesta su escena, con una carga de morbo: un ambiente generador de circuitos especializados y desalmados que, obviamente, arrastran una serie de personajes interesados en el costado lucrativo de situaciones desgraciadas. En este marco, “Primicia mortal” es una de las películas más corrosivas y críticas que se realizaron en los últimos años sobre los medios de comunicación, explorando el mundo de los camarógrafos freelance que trabajan para la televisión norteamericana, desde la perspectiva de Bloom, un psicópata con piel de cordero, magistralmente interpretado por Jake Gyllenhaal. El actor de “Secreto en la montaña” encarna aquí a un buscavidas sin trabajo y con mucho tiempo para leer manuales acerca de cómo funciona el mundo de los negocios. Con un vocabulario empresarial a contrapelo de sus actividades marginales, descubre por casualidad que el registro de noticias sangrientas es un producto cotizable entre las noticias televisivas. Con esa certeza, empujado por una ambición inescrupulosa y la confianza en sí mismo, adquiere una radio transmisora, un GPS y una cámara semiprofesional que canjea en un negocio de usados. Guiado por su intuición y la consigna de llegar antes que la policía, empieza a recorrer las calles nocturnas de Los Angeles en busca de accidentes o delitos violentos, para ofrecer sus primicias. Bloom llega al extremo de coincidir con los hechos, exponiéndose a situaciones de extrema peligrosidad. Un nuevo monstruo El personaje de Lou Bloom es el nuevo monstruo de nuestra era, marcada por los medios de comunicación. Con un apellido tan parecido a la palabra sangre (blood), Gyllenhaal profundiza su mirada ojerosa y sus muecas perturbadoras, brindando otra caracterización demoledora que hace interesante a un personaje perverso y manipulador que sorprende en cada escena en la que aparece. El actor cambió de manera notable su apariencia física para este trabajo y eso contribuye a que el protagonista resulte más aterrador. Filmada en locaciones de la ciudad de Los Ángeles que rara vez se retratan en el cine, este thriller minimalista de poco presupuesto y puesta en escena austera, fluye con agilidad gracias a la dinámica de las escenas y los diálogos sardónicos respecto del negocio del espectáculo y las desgracias lucrativas. Gilroy, el sólido guionista y director, que debuta con esta película por la puerta grande, hace una lectura aguda de los imperios periodísticos y denuncia su encubierta xenofobia junto a la moral degradada y los discursos frívolos. Acción y plus Por el adjetivo “mortal” del título, podría encuadrarse al film dentro del llamado cine de acción. Si bien no se puede negar que cuenta con varios elementos de ese género, la película es bastante más que eso. A diferencia de muchos otros filmes que muestran a Los Angeles como una ciudad de interiores decorativos, aquí se exhibe lo que no se ve habitualmente: barrios bajos, avenidas desiertas por las noches, calles llenas de marginales deambulando por una metrópolis salvaje, ideal para vampiros como Lou Bloom que inadvertidos para los demás recorren sus autopistas. La pintura fantasmal de los Angeles se acerca al escenario de una comunidad intoxicada por el deterioro económico, los flujos inmigratorios y la rabia social, ingredientes para un ambiente caldeado que favorece el ascenso independiente y amoral de un oportunista freelance como el protagonista. La manera de filmar del director le da a la película un tono no del todo acorde a los estándares del Hollywood actual y también busca una pátina antigua, como homenaje a cierto cine un poco más sucio narrativamente hablando de los años setenta. En ese sentido, se trata de una apuesta comercial riesgosa, a mitad de camino entre el drama de denuncia y el thriller, aunque en el fondo uno termine inmerso en una oscura película de terror, atravesada por un humor negro y cínico. A la altura de un pequeño clásico, con un ritmo frenético y ascendente, el film incomoda con su mirada implacable que interpela éticamente al espectador sobre una sociedad que demanda los mismos productos que no duda en condenar.
Pueblo chico, infierno propio “Día de los Muertos” es una historia saturada de conflictos y misterios que, con pequeñas variantes, se planta en ese subgénero de terror conocido como “slasher”, un anglicismo derivado de la palabra slash (cuchillada), que tuvo su auge bien entrado los setenta, con películas como “Halloween” (1978) de John Carpenter. La trama simple, efectos especiales mínimos y la potente combinación de violencia y sexo hizo que este tipo de filmes fueran fáciles de hacer, además de atraer a una gran audiencia que hacia el final de los ochenta recayó, hasta revivir con una nueva generación de directores y público a mitad de los noventa, cuando surge la película “Scream” (1996), de Wes Craven, que fue un éxito comercial y cinematográfico. En nuestro país, aunque sin alcanzar la masividad de las producciones hollywoodenses, el cine de terror argentino viene sumando títulos como “Sudor frío” (2010) de Adrián García Bogliano y los del persistente realizador formoseño Ezio Massa, entre otros jóvenes entusiastas del género y sus variantes. “Día de los Muertos” es el cuarto film de Massa y revela la intención de que una parte importante de la trama trascienda el contenido de una “slasher”, para lo cual parte del peso de la trama se carga en la relación de dos hermanos enamorados de una misma mujer (como en “La intrusa”, de Borges). No es ésa la única referencia literaria, ya que dos citas de los “Proverbios del Infierno” de William Blake figuran en los créditos iniciales. También se evidencia en los responsables del guión (el mismo director y el periodista Sebastián Tabany) la intención de sumar diferentes tópicos del género fantástico, el thriller psicológico, el policial y hasta el drama familiar, aunque en el desarrollo, éstos sean apenas ingredientes que no cuajan coherentemente. El argumento gira en torno de una leyenda macabra donde gravita el ambiente de un pueblo perdido en el mapa y dividido en dos partes separadas por un bosque tenebroso. La película arranca la mañana siguiente al Día de Difuntos, con un adolescente aterrorizado que corre desnudo y ensangrentado por la ruta lindera a la zona de temibles leyendas. En estado de shock no pueden sacarle una palabra acerca de lo ocurrido, pero la policía lo identifica como el hermano menor de un integrante de la institución. Así conocemos a los hermanos Elías y Santiago, con una conflictiva relación entre ellos, que deberán dejar de lado para resolver el enigma de otras desapariciones: los tres amigos del primero, cuya sangre las pericias identifican como la que cubría el cuerpo de Elías. La doble responsabilidad de resolver el caso recaerá en el hermano policía (a cargo del Gil Navarro) quien en compañía de un ayudante eficaz deberá introducirse en el centro del misterio. De la idea y su desarrollo La sustanciosa historia se irá construyendo a través de flashbacks que mostrarán a los hermanos de niños, escuchando la maldición que acecha en el bosque en víspera del Día de Difuntos, cuando una loba llega al pueblo para arrasar con perros en celo y finalizar en una matanza humana. Como en “Sudor frío” de G. Bogliano, el guión abunda en citas literarias y guiños simbólicos, además de sostenerse en una banda sonora de prestigiosos nombres, aunque la simple proximidad no implica que haya ósmosis. Queda clara la aspiración de no ser solamente un film de terror en la mezcla de elementos genéricos y la intención de explicaciones sociológicas (como el serradero inactivo que antes se nutría del bosque fantasma). Y hasta posibilita una lectura de género vernácula ultramisógina, donde las tentaciones y peligros como en el relato de Adán y Eva remiten a una culpa femenina, mientras que las “slasher” que siempre han sido acusadas de machistas, al menos subrayan el papel de una heroína o “final girl” que vence mediante inteligencia y astucia a su contraparte masculina. Entre desprolijos encuadres no convencionales o angulaciones pronunciadas en planos, que obedecen más a lo psicológico que a lo meramente estético, la película trabaja diferentes tiempos y líneas narrativas pero no logra ser convincente en la mayoría de sus resoluciones. Al pasar de las ideas a su desarrollo, es cuando la promesa inicial de profundo misterio se diluye y disgrega en distintas líneas que no terminan de integrarse mientras la película pierde potencia entre diálogos desnivelados (algunos trabajados y otros pobremente improvisados) y personajes desaprovechados, como ese narrador de leyendas, con mucho de indómito cowboy, que -como la película- promete más de lo que da.
La libertad de ya no ser Narrador de singulares fábulas urbanas, el realizador español Javier Rebollo (“Lo que sé de Lola”, “La mujer sin piano”), presenta su tercera película, una comedia inverosímil y rara, que no transcurre en algún país europeo sino en la Argentina, rodada en forma de road-movie a lo largo de 5.000 km, desde Buenos Aires hacia el Noroeste argentino. La película dio su puntapié inicial en 2012, en el Festival de Mar del Plata, donde cosechó muchos elogios. Luego de dos años de atravesar prestigiosos festivales cinematográficos, se estrena finalmente en el circuito comercial. La propuesta es un particular viaje crepuscular con extraño sentido del humor, que se tiñe de melancolía y salpica de acidez políticamente incorrecta. El protagonista es Santos, un veterano killer profesional (José Sacristán) quien enterado de que le queda poco tiempo de vida se embarca con un cargamento de morfina en un Ford de los setenta para realizar un imprevisible viaje, lleno de enredos y vueltas de tuerca. A pesar de que participa del formato de road-movie y de tópicos del género policial, la narración no transita por caminos esperables ni conocidos, empezando por la omniprescente voz en off que interactúa y por momentos se anticipa a la acción, lo que la hace un hueso duro de roer para un espectador desprevenido que no esté acostumbrado a formas no clásicas de narración. En su mirada a las desventuras de un antihéroe y su trayectoria sin mapas, el film oscila entre lo novedoso, lo pintoresco, lo profundo y lo experimental, en un tono que va de lo paródico a cierta tristeza melancólica y leve, que siempre evita la tragedia de la muerte inminente con la que convive. La libertad de ya no ser Sin compasión El punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión sino a la distancia de lo tragicómico. Entre realismo costumbrista y surrealismo, las verosimilitudes se van esfumando y el relato nos hace trampas, mientras aparecen propuestas como la de introducir algunos personajes de forma antojadiza y se imponen conductas inesperadas, como una golpiza en un bar santiagueño, mediada por un paso de baile. Pero lo que aleja al film de sus defectos y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso, el actor logra darle a su personaje toda la humanidad para este viaje hacia la nada o hacia el autodescubrimiento de la libertad de ya no ser, sin pasado, sin futuro ni regreso. En su primera mitad, el film se ve con interés por la construcción poco convencional de su guión, pero luego la sucesión de situaciones, algunas demasiado oscuras, terminan por abrumar un poco. Abierta al juego El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que acecha y dispersa la existencia, fuerza que también habilita posibles prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato, que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su recorrido. El protagonista, al que ya nada le importa, excepto abandonar su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y patético, no pierde su intento de coquetear con cuánta mujer joven se le cruza, desde la enfermera joven y bonita que le consigue morfina, hasta la mucama de uno de los hoteluchos de su periplo desconocido. Quien finalmente lo va a acompañar (Erika), no es pensada inicialmente por su atracción femenina, pero solamente con ella hay una identificacion en la soledad más allá de las palabras. El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por ella (la estupenda actriz Roxana Blanco), quien sube por casualidad al Ford del asesino crepuscular. Sobre su vida se sabrá algo casi al final, pero lo que importa reside en la empatía casi inmediata y su paulatino entendimiento. Aunque cuenta algo profundamente humano, el film exige cierta profundidad de lectura y tiene mucho de exploración formal, pero precisamente es esa complejidad la que convierte a “El muerto y ser feliz” en una película diferente y estimulante. Su evidente voluntad de diferencia tiene mucho que ver con la necesidad de compartir un juego al que también se invita al público, aunque éste pueda no darse por enterado.
“Ni el tiro del final...” La letra tanguera de Cátulo Castillo en el poema “Desencuentro” resulta ideal para titular acerca del protagonista adolescente de la última película de Rejtman. No es casual que ese tema esté reversionado por bandas generacionalmente más cercanas a los jóvenes observados por este particular realizador. “Dos disparos” tiene muchos puntos de contacto con el primer film (“Rapado”), el primero del cineasta, integrante del Nuevo Cine Argentino, que después de la democracia retomada en el '83, incorporó a la cinematografía local una notoria renovación anticostumbrista. Aunque ambas películas parten de poner el centro en un adolescente, recorren en paralelo y muy ácidamente el contexto de los adultos que rozan al mundo de estos jóvenes. Mariano tiene 16 años y el film empieza con él bailando solo en la pista oscura, cruzada por luces y ruidos. Luego vemos su solitario regreso en colectivo en una madrugada calurosa. Cuando llega a su casa, nada en la pileta mientras sólo un perro está pendiente de sus movimientos. Después se pone a cortar el pasto y hay un cortocircuito que lo obliga a entrar al garaje de la casa en busca de herramientas para poder arreglar la cortadora de césped. Al abrir una caja encuentra una pistola. Entonces va a su dormitorio y se pega un balazo en la sien y otro en el estómago, milagrosamente sin demasiadas consecuencias: apenas un arañazo en la sien (el balazo queda bien visible en la pared del cuarto donde se estrelló) y la del estómago queda alojada en su cuerpo, provocando derivaciones cómicas, cada vez que tenga que dar la explicación de que tiene una bala adentro. Libertad narrativa El film no arranca desde un punto de vista clásico sino que empieza por el intento de suicidio de un adolescente sin aparente jusfiticación; luego cambia constantemente de punto de vista y el protagonismo pasa a otros personajes. Se abren diversas subtramas que luego se pierden. Es cine de autor, que presenta una historia con tono y climas propios, sin demasiadas explicaciones y sin buscar mayor empatía con el espectador. Empieza siendo la historia de Mariano y de las repercusiones de sus actos, pero pronto empieza a girar hacia otros caminos. La trama inicial va dando paso a otras nuevas, algunas ridículas, otras no tanto, pero todas con toques humorísticos. A tal punto es así, que llega un momento en que los disparos iniciales parecen haber sido olvidados, en una comedia extrañísima con un componente dramático o un drama con condimentos humorísticos, pero que en cualquiera de los casos dibuja el retrato de una sociedad incomunicada. Como en sus obras anteriores, Rejtman nos introduce en un microuniverso donde el silencio es el gran protagonista, pero detrás de la impasibilidad visible hay mucha tela para cortar, donde no queda títere con cabeza. Por otro lado Como en toda la filmografía rejmaniana existe un gran cuidado formal: el montaje es prolijo, la fotografía interesante y el casting de actores justifica ampliamente su elección. El crescendo narrativo y el costumbrismo son reemplazados por un calculado movimiento de piezas en el que es notorio la minuciosa elección de los encuadres y la construcción de los planos, todo sustentado en un particular uso de la banda sonora, donde los ruidos ocupan mucho espacio y los diálogos son parcos. Aunque se apela a la voz en off, los personajes son esencialmente lo que hacen y no hablan. Al espectador convencido de que el cine válido es solamente el que emociona y exalta; el que solamente es capaz de inquietarse con una intriga convencional y tranquilizarse con una moraleja final, seguramente le costará reconocerle méritos al cuarto largometraje de ficción de Martín Rejtman, porque su propuesta pasa por otro lado.
La venganza del hombre invisible Un mérito de “El justiciero” es que ofrece lo sugerido desde su título, reforzado con el protagonismo de Denzel Washington; pero esto sólo no le alcanza para posicionarse como una gran película. A lo largo de sus casi dos horas pueden reconocerse un cruce de innumerables films (desde “Taxi Driver” a “El perfecto asesino”; desde “Promesas del Este” a “Gangster americano” o el “Hombre en llamas”) y los ingredientes donde se suceden salpicones de cine negro, con mafiosos y policías corruptos, dinero mal habido, prostitutas víctimas y gente común que se esfuerza para mejorar a través de un trabajo honesto. El argumento de “El Justiciero” proviene de una serie de televisión de los años ochenta, “The Equalizer”, sobre un agente secreto a quien los hechos lo empujan a volver a repartir una justicia elemental que no pasa por la ley ni el Derecho. Es la vieja fórmula para dar rienda suelta a lo que podría llamarse “la violencia de los buenos”, que exceptúa de su ética personal al enemigo. El señor Mac Caul es alguien que se siente un caballero medieval en un tiempo que no responde a ese ideal de caballerosidad; un quijote honesto y protector de damas en infortunio. Un papel ideal para Denzel Washington que interpreta a un agente de la CIA retirado y solitario, empleado en un gran mercado de artículos para el hogar en Boston. Al estilo de Forest Whitaker en “El camino del samurai”, sus días transcurren con el ascetismo de quien ha resignado las tentaciones del dinero y los paraísos artificiales: trabaja sin descanso y dedica sus momentos de ocio a frecuentar un bar para consumir bebida sin alcohol en compañía de un libro. Tiene un trato amable con todos sus compañeros del trabajo, pero particularmente con un muchacho obeso (Johnny Skourtis) al que siempre aconseja y con una joven prostituta de origen ruso (Chloë Grace Moretz), con la que existe solamente una afinidad paternal. El film comienza con una frase de Mark Twain que refiere a dos fechas fundamentales en la vida de todo hombre: su nacimiento y el día en que se descubre para qué se ha nacido. Recluido voluntariamente en un anonimato que disfruta, toda la impasibilidad del protagonista se verá interrumpida cuando la joven prostituta es salvajemente agredida y se trunca una negociación pacífica para lograr su independencia de la mafia que la explota. Ése será el disparador para que Mac Caul vuelva a los aspectos más oscuros de su vida anterior y comience su venganza hasta llegar a las últimas consecuencias, es decir hasta lo que él llama “la cabeza de la serpiente”. Más que humano La vieja fórmula de acciones justicieras en el rango del ojo por ojo y diente por diente, funciona conducida por un realizador experimentado y un intérprete adecuado. Pero nada es demasiado novedoso, aunque se intentan algunas estilizaciones formales y se utiliza un barniz cultural sembrado de frases de autoayuda y un juego intertextual con referencias a “El viejo y el mar” o “El hombre invisible”, bastante evidente y en cierto modo confuso. De la famosa novela de H.G.Wells, “El hombre invisible”, comparte el enigma de la identidad, aunque no la demencia del protagonista original de Wells, ya que Mac Caul sólo acentúa ciertas intenciones iconoclastas, en tanto derribar un sistema establecido, que en este caso tienen sus límites en la mafia rusa, demonizada como el origen de todos los males que han infectado a la sociedad americana. También hay una fuerte referencia a “El viejo y el mar” de Hemigway, en tanto existe un enfrentamiento decisivo y solitario de alguien con más experiencia que mide fuerzas frente a un adversario superior en fuerza física. Pero la película está plagada de inverosimilitud, apostando a la puesta en escena más que a las justificaciones de lo que sucede. Y entonces esas fábulas hiperviolentas de hombres comunes en cruzadas personales, como ocurría en la serie original, se alejan en esta versión que adquiere ribetes casi sobrenaturales, reñidos con el realismo y adentrándose en un territorio más bien simbólico. Muy trabajada desde el montaje, la película abunda en pequeñas elipsis como la de los anteojos ensangrentados de un custodio difícil, antes de sentarse a hablar con el principal oponente. La edición junta planos cortos y acelerados con otros ralentizados, sugiriendo más que mostrando, pero lo suficiente como para develar algunas estrategias para luchar o curarse, tan simples como utilizar miel hervida, un sacacorchos afilado, una maza de albañil o el agua que desborda un baño lujoso para eliminar a un adversario con un cortocircuito provocado. El director Antoine Fuqua es un viejo conocido dentro del género y aquí demuestra una vez más su buen ojo para dirigir escenas de acción, pero no es tan eficaz a la hora de sorprender, porque todo lo que la película tiene para ofrecer ya se ha visto, de mejor y de peor manera.
¡Ojo con los mediáticos! El histriónico Martín Bossi en su primer protagónico para el cine, se pone en la piel y la cabeza de Lucas, un artista de teatro independiente sin participación en las redes sociales. Es un solitario que convive con su perro en un bohemio departamento de San Telmo. Amante de las relaciones sin compromiso, exceptuando sólo lo que tenga que ver con el arte y la actuación. Su único vínculo fuerte es con el teatro alternativo, del que sobrevive actuando y dando clases. En la vereda de enfrente está Guadalupe (la novel María Zamarbide), una muy joven y bella profesional de la comunicación mediática, que llega al taller de Lucas por recomendación de su jefe, para desestructurarse, aprendiendo a manejar el temor de hablar en público y mejorar su ascendente carrera empresarial. Mientras él piensa al arte desde el sacrificio y la austeridad; ella es práctica, hiperactiva y está más que integrada a un mundo que no cuestiona, al menos hasta que se involucra afectivamente con Lucas. Sin duda que el abismo que separa a Lucas y Guada es precisamente lo que parece servido en bandeja para intentar una comedia romántica que busque conectar sus mundos opuestos. Pero del dicho al hecho, hay mucho trecho y en esta batalla que implica también al mundo de la tecnología y el de los valores antiguos, el foco está puesto en la relación disfuncional que ambos protagonistas intentan sostener de forma inmadura. No por sus aciertos sino por sus errores, la conflictiva relación de la pareja termina por ser sólo el exponente de una ilusión colectiva, cuando sus discusiones privadas se filtran en las redes sociales generando un verdadero debate en ese público anónimo y masivo que consume ese tipo de productos invasivos de la privacidad. Más amargo que agridulce Si bien es cierto que “Un amor en tiempos de selfies” tiene un par de pasajes refrescantes y aparecen caras populares como la de Balá y algún chiste propio de la pantalla chica, tiene muchos fallos de realización, ya sea por los diálogos poco trabajados, muchas falencias en el trabajo sobre las imágenes (sobre todo en el montaje que abusa de cortes) y es particularmente defectuosa en su coherencia discursiva, lo que hace avanzar la historia con giros bastante arbitrarios. Sobreactuada y con un guión pretencioso, que parece un rejunte absurdo de chistes burdos y expresiones coloquiales como las que abundan en la larguísima escena al aire libre, en un patio tuneado tipo conventillo, donde los artistas under parecen miembros de un circo que no roza el nivel poético de Fellini, por más que se insista con un afiche de “Amarcord”, se incluya a unos enanos y guiños similares, todo es más patético y de mal gusto. Con disfraz de comedia No queda claro si la intención fue parodiar al género o contar una comedia romántica, pero ésta nunca llega más que a conformar un híbrido inclasificable que se regodea en el lugar común y que no termina por posicionar correctamente a sus protagonistas algo sobrepasados en su actuación, con demasiados gestos teatrales y una exagerada marcación en cada línea de diálogo. Aunque la película se anuncia como una comedia romántica, el humor y el drama no logran combinarse acertadamente, apenas algunos leves chispazos risibles y cameos simpáticos como el de Graciela Borges, quien al cruzarse en una escena con Bossi y Manuel Wirtz, les advierte sobre el peligro de los mediáticos y el daño que pueden hacerle a la cultura. El film acumula situaciones sin demasiada gracia y se carga de agresiones, enrareciendo el clima que debería ser más festivo y menos dramático. En definitiva, la película se viste de comedia romántica, pero pretende hablar de las dramáticas opciones del artista entre la banalidad exitosa o el compromiso a fondo. El guión se encarga de cerrar el círculo y darle su propia respuesta a estas cuestiones, pero la mayoría de las ideas está demasiado premasticada y forma una comedia con moraleja muy previsible. A pesar de sus defectos, merece ser considerada como una opción de entretenimiento.