La hija de la lágrima Es importante aclarar que con “Abzurdah” estamos ante un fenómeno híbrido, interrelacionado con lo sociológico y lo psicológico, que trasciende al cine. Proviene de un best-seller del 2006, muy seguido por adolescentes, las que ahora también agotan funciones en todas las salas cinematográficas del país. Tanto el libro como la película insisten, desde un principio, en que no se trata de una guía para ser anoréxica o de cómo dejar de serlo, sino más bien de una historia de amor y de dolor, desde el punto de vista de una adolescente. Sin embargo, el abordaje de la bulimia y la anorexia, cualquiera sea el soporte utilizado, no escapa a generar opiniones encontradas, mientras en el mundo aumentan las campañas de prevención de trastornos alimentarios pero también -y con una magnitud incluso más grande- la cantidad de jóvenes que los padecen. La historia refleja el devenir de una chica de 17 años que, a fines de los noventa, conoce por chat a un muchacho bastante mayor que ella, con el que inicia una pasión enfermiza. Paradójica pero acertadamente el film mantiene un tono lejos de la turbiedad, luminoso, mostrando la relación con una cuota de inocencia propia del carácter iniciático de la experiencia. Pero cuando el idilio se rompe, la joven empieza un proceso de obsesión que devendrá en comportamientos patológicos y peligrosos, con una serie de trastornos alimentarios de los que por momentos hasta parece sentirse orgullosa. El libro y la película son un recorrido hacia las antípodas del cielo y luego un sorpresivo salto hacia una mejoría sin muchas explicaciones. Una salida del infierno que no está clara. La obra no es una guía para encontrar la luz y puede resultar inconveniente para chicas que aún no tengan una personalidad definida y mucho menos para chicas con autoestima baja que lo puedan tomar como una guía para autodestruirse, porque no están claros los límites entre el padecer y el goce. Hablando de cine y de literatura, nos encontramos con una adolescente que también como en “Tuya” o “El hombre de al lado” pertenecen a familias acomodadas, rodeadas de confort y contenidas por sus padres que vigilan según sus propios cánones pero no conocen el de sus hijas. “Abzurdah” muestra el progresivo deterioro de su protagonista sin jamás juzgarla, limitándose a retratar su accionar degenerativo, sin justificarlo ni condenarlo. Sincera y frontal Así como el libro tiene un vocabulario que los adolescentes pueden comprender, cinematográficamente también se busca claridad, explicitud aun de lo oscuro o volviéndolo menos oscuro al exhibirlo. Con una narración sin respiro, bien hilvanada, que sabe mantener el interés del espectador y no invierte en las escenas más tiempo del necesario. Aunque es evidente una construcción demasiado acelerada y un final muy abrupto, con una intensidad menor a la exhibida hasta entonces. Este quiebre coincide con los entrecruzamientos entre la historia y la divulgación, como lo demuestran los datos finales sobre los alcances del trastorno alimentario que aportan una pátina de moraleja con tono autocrítico. En general, se advierte la decisión de hacer una película respetuosa con la dureza de la novela y la elección de Eugenia Suárez en ese sentido es ideal, ya que se trata de una actriz con llegada masiva, que demuestra estar a la altura de las circunstancias en un rol intensamente dramático. “Abzurdah”, pese a sus pretensiones comerciales y su protagonista de fama televisiva, nunca cede a la tentación de volverse fácil o sencilla. Filmada con sobriedad y cuidada elegancia, con un elenco que en general no desentona, la película propone un acercamiento sincero y frontal al mundo del caos adolescente. Esa honestidad de evitar concesiones que podían haberla vuelto más comercial o atractiva a costa de distorsionar su “verdad” es lo que la convierte en una más que digna propuesta.
Una noche, un encuentro De los productores de “Viudas” (2011) y “Corazón de León” (2013), proviene este proyecto que apela esencialmente a los sentimientos y el carisma de su talentosa dupla protagónica, lo mejor de la propuesta. “Tokio” es de esas películas impensables sin una banda sonora omnipresente, cálida y melancólica. Desde los prometedores títulos iniciales se presenta una historia que va a estar permanentemente envuelta por buena música, donde las imágenes brotan y se desplazan respondiendo a una melodía interna de ritmos acompasados en un montaje que prefiere los fundidos largos y el intimismo de planos cercanos. Tokio es el nombre de un café de jazz que funciona en la noche cordobesa, similar a otro, llamado Bourbón, adonde arriba el personaje de Graciela Borges, recién llegada de Europa, dejando atrás una relación afectiva de muchos años. Un cambio de planes en la fecha de arribo, hace que la persona que ella ha ido a buscar a ese lugar no llegue, pero un celular olvidado sobre la barra del bar sirve para conectar a la recién llegada con el pianista de la banda (Goodman), el propietario del teléfono. El pequeño incidente da pie al protagonista para presentarse y ganar su confianza. Como ella, desconfiadamente, no le dice su nombre, él la bautiza como Nina. El diálogo se inicia con bastante recelo y pocas expectativas, pero el galán insiste remarcando su propia torpeza y sosteniéndose en el humor, hasta que el escepticismo se desvanece con las risas que abren un juego seductor entre ambos adultos de más de 60 que empiezan a interesarse. La propia canción En esta historia de gente grande que se enamora a pesar de sus muchas heridas y una clara desconfianza a arriesgarse con algo nuevo, están presentes todos los encuentros y desencuentros propios de la comedia romántica. La película sigue la mayoría de las convenciones del género y construye algunos certeros gags que sirven para acercar a los solitarios y romper el hielo. La dupla actoral es agradable, convincente y profesional. El juego de la seducción entre ellos es ingenioso y casi dulce; ante todo disfrutable por el público femenino y mayor de cuarenta, que es la edad en que -afirma Goodman- “una mujer decide cantar su propia canción”. La relación tiene mucho más de la pareja cinematográfica de “Los puentes de Madison” que del ring de boxeo sentimental que abunda en las actuales propuestas del género. “Algunas historias de amor parecen absurdas cuando se relatan...”, le dice Nina a Goodman, cuando del recelo inicial pasan a las confidencias y surgen malentendidos que se blanquean, como el misterioso tatuaje de un nombre sobre el brazo de él o las llamadas que no contesta en su celular. En cuanto a la “forma” del film, se recurre a varios recursos visuales de la fotografía y la iluminación: hay juegos con el fuera de foco y los ralentis. Las puestas de cámara tienden a privilegiar la armonía, como en el pictórico y estético desnudo de la diva. Es cierto que tiene secuencias prescindibles, como la que precede a la llegada de Nina al bar, con un estilo televisivo de videoclip en blanco y negro, para diferenciarse cronológicamente. Pero aún con sus imperfecciones técnicas, fundidos demasiado largos y planos detalle injustificados, como si se hubiese querido alargar y estirar la historia, ésta interesa y seduce sin estridencias. En cuanto a la actuación de Guillermina Valdés, no puede decirse demasiado, más allá de que es breve y esconde una sorpresa que no puede revelarse. Su voz está doblada en la versión del bolero de Mario Clavel “Somos”, con una letra que parece un homenaje a los enamorados de otra época, desde un presente determinado por un romanticismo cada vez más ausente en las historias románticas y que los realizadores de “Tokio” ponen nuevamente en valor.
Atrapado entre dos amores Desde que en 2006 irrumpió en el cine nacional con su ópera prima, la sorprendente “Cara de Queso”, las comedias de Ariel Winograd son portadoras de bienvenidas renovaciones que se despegan del costumbrismo anterior para aggiornarse y complementarse con otros códigos cinematográficos. En “Sin Hijos” demuestra que el cine familiar goza de buena salud, aun en situaciones diferentes y se mueve con solvencia en territorios de la comedia, con vida propia pero sin temor a muchas similitudes con exponentes del cine clásico estadounidense. Diego Peretti interpreta a Gabriel, dueño de una casa de música heredada y estudiante de arquitectura nunca recibido. Es padre divorciado desde hace cuatro años y ha bajado la persiana a la renovación de su vida afectiva, refugiándose en el trabajo y en el cuidado de su hija Sofía, de nueve años (Guadalupe Manent), una pequeña tirana, que lo maneja como quiere. La niña es a tal punto el centro de su vida, que es también su único tema de conversación. Así, cuando algún amigo intenta presentarle una eventual nueva pareja se vuelve monotemático y provoca el rápido desinterés de la posible candidata que encuentra el lugar afectivo ocupado. Este padre solitario, al que nada parece motivar más allá de su vínculo filial, sacudirá la rutina programada de sus días con la aparición de Vicky, una amiga de la adolescencia, viajera, hermosa e independiente. El reencuentro esta vez se presenta propicio y la afinidad entre ambos ideal, salvo que esta mujer no quiere saber nada con niños, ni propios ni ajenos. Entonces, para que ella lo acepte, Gabriel decide mentir sobra la existencia de la pequeña Sofía. Algo que desatará todos los enredos que dan pie a varias escenas cargadas de comicidad. También, al desarrollo del subtema de “ocultar lo que más se ama”, otra constante de esta historia amparada en la comedia. Como en la canción de Sabina, las mentiras piadosas funcionan. Profesionalismo y entretenimiento Apuntando a lo seguro, con un tono personal cada vez más neutro, Winograd encamina su cine al espectáculo de entretenimiento y se queda más que nunca en la superficie de los temas que trata. Pero se mueve con profesionalismo; sabe manejar la risa y los sentimientos. “Sin Hijos” es una de esas películas que en apariencia no se aleja demasiado de otras comedias locales que apuntan a un público familiar con temas similares (como el de las familias ensambladas, los conflictos de hijos con padres divorciados, los adultos que se vuelven a enamorar, etcétera), pero no cae en la misma bolsa. Y mucho se debe a la puesta en escena y a la capacidad del director para rodearse de un elenco efectivo, donde Peretti demuestra una vez más estar a la altura de las circunstancias y la española Maribel Verdú sale airosa con el rol de Vicky, que le implica el desafío de componer un personaje en principio antipático pero sin embargo seductor y finalmente querible. En el elenco secundario, sobresalen Martín Piroyansky y Horacio Fontova, quienes comparten un puñado de escenas muy divertidas. Pero la mención especial es para la niña Guadalupe Manent, quien interpreta a Sofia, la gran revelación actoral de la película. No hay en la trama un camino verosímil que permita entender cómo los distintos personajes llegaron a donde están. Los conflictos se resuelven a las apuradas, arbitrariamente, sin un sustento narrativo y el crecimiento que debería hacer Gabriel como padre, pareja, hijo y hermano. Más allá de esto y sin ser una comedia arriesgada, Winograd (también realizador de “Mi primera boda” (2011) y “Vino para robar” ( 2013) construye, con menos pretensiones que en su filmografía anterior, un entretenimiento sumamente disfrutable, prolijo y funcional, con protagonistas sólidos, buenos secundarios, diálogos y remates como para no envidiar a una sitcom made in Hollywood. No es su mejor película pero le alcanza para aportar un hito a la poco prolífica historia local de la comedia romántica, donde supera los tradicionales arquetipos refractarios a la renovación.
Cuando el sueño se convirtió en pesadilla El joven director Fernando Molnar debuta en la ficción con una tragicomedia sobre el mundo laboral, donde subsisten sus raíces documentalistas que ponen en el centro de la trama el sueño de la casa propia. Una aspiración que sigue tan vigente como inalcanzable. La mínima historia tiene mucho de parábola, donde el jefe de familia que interpreta Diego Peretti, queda sin trabajo al cerrar la empresa de organización de eventos para la que trabaja y que -hasta el momento- le ha permitido vivir sin mayores preocupaciones. La nueva situación lo lleva rápidamente al endeudamiento, sin poder costear el alquiler de su confortable departamento ni las cuotas del club privado donde su hija juega al tenis. Un pariente rico le tiende un salvavidas y le ofrece mudarse a una modesta casita en el delta del Tigre y además le propone una nueva oportunidad laboral como vendedor en el showroom de un futuro complejo en el corazón de Palermo. El término showroom es un barbarismo del inglés, una palabra “colada” en nuestro idioma de presente consumista y que denomina al espacio en donde el o los vendedores exponen sus novedades a los posibles compradores. En este caso, el producto vendible es un edificio de departamentos equipados con lo que parece ser el objeto de deseo de la clase media ascendente, es decir: piscina climatizada, pisos que no se astillan y -entre una interminable lista de discutibles cualidades- se subraya el “monitoreo y vigilancia permanente las 24 horas del día”. ¿Ser o tener? Nuestro personaje -que también se llama Diego- sostiene un objetivo que paulatinamente se vuelve enfermizamente obsesivo: volver a vivir en la urbanizada capital a cualquier precio y esto se le vuelve muy caro, mientras se traslada extramuros con su mujer y su hija, quienes en un principio no dejan de manifestarle su contrariedad por la mudanza y no pierden oportunidad de hacerlo sentir culpable. Sin embargo, a medida que la cámara sale del ambiente citadino, el paisaje se vuelve amable naturaleza y los nuevos vecinos los reciben amistosamente. Lejos del cemento, una dimensión humana de los días parecen propicios para la vida comunitaria y se abre la posibilidad de disfrutar momentos que la enajenación cotidiana impide percibir. Eso parece comprender la mujer y la hija... pero en el caso del jefe de familia su obsesión lo lleva a sumergirse en un proceso involutivo que lo conduce sin pena ni gloria a una enajenada soledad. La tragicomedia alterna entre la sonrisa y la angustia; el humor ácido descarga el peso del relato en la figura de su protagonista, un Diego Peretti, que responde con solvencia, aportando a la afilada crítica que la película realiza a las pretensiones de la clase media. “Showroom” deconstruye la lista de muchas insostenibles aspiraciones que se muestran absurdas cuando la visión se expande más allá de los libretos repetidos en un contexto donde poseer parece más importante que ser. El tono crítico y por momentos cáustico del film marca un constante crescendo hasta que sobre el final se torna claramente aleccionador, acentuando la moraleja de la historia, que en la extrema sencillez de su anécdota logra plantear la profundidad de un tema que nos deja pensando.
Los amantes prisioneros Un hombre (Julien) y una mujer (Esther), conocidos de la infancia y adolescencia en el mismo pueblo, han seguido caminos distintos. Ella es la esposa del farmacéutico del lugar; y él, un próspero mecánico, casado con una mujer adorable, una hija a la que ama y una vida distendida. Un día, ella tiene un desperfecto que detiene su auto en una solitaria ruta y él la auxilia, al pasar casualmente por el lugar. Ese pequeño incidente basta para iniciar una relación secreta y pasional que los llevará durante meses a encontrarse en una habitación de hotel (el cuarto azul del título). Protagonizada por el propio Amalric y Stéphanie Cléau -su mujer y habitual coguionista-, la película muestra a uno de esos maridos distantes del cine francés que resulta atraído (y poseído) por otra mujer. Después del sexo, totalmente arrebatador, los amantes intercambian algunas palabras, que luego el hombre tratará de recordar y reconstruir, cuando se desaten hechos fatales que descubrirán a la pareja clandestina. “El cuarto azul” es más que un buen thriller, sustentado principalmente en su muy buena dirección y un sólido trabajo de guión que se construye en fragmentos, con saltos del presente al pasado, recuperando el relato de a poco, y llevando al espectador a conocer datos sin juzgar a los personajes, sólo contando los hechos. Así, el thriller deviene en drama psicológico casi de forma natural. Tiene también un evidente sustrato literario con alusiones a “Rojo y negro” de Sthendal (el nombre del protagonista Julien -como en la novela del siglo XIX- es apenas un indicio entre atmósferas y vínculos parecidos). También Amalric es muy fiel a su fuente directa, la novela corta de Simenon, registrando magistralmente el malentendido de la comunicación humana: las mismas palabras en una determinada relación pueden significar cosas muy distintas para sus miembros. Y no solamente en el contexto de esa relación, sino también el de cada sujeto que participa de esa comunicación (el juez o el empleado de correos cargan su propia subjetividad en las interpretaciones). Contenido y pasional El film puede verse como un thriller judicial pero es mucho más, en su sensual complejidad que registra un amour fou que se devora a sí mismo, ese que los surrealistas definieron como producto del azar, encuentro a la vez fausto e infausto, que une el vértigo y el estrago. La plasticidad de toda la cinta es impecable. El color azul va cobrando importancia y se expande del recinto privado hasta las paredes del sitio donde los amantes son juzgados. La fotografía y la edición sostienen un impecable tratamiento del tiempo y el ritmo, conformando un espectáculo visual y narrativo, contenido y pasional por partes iguales, herencia clara del impresionismo francés. El espectador es llevado por los caminos de la intriga dentro de un suspenso que no necesita utilizar imágenes violentas para mostrar situaciones críticas. Las imágenes replican claustrofobia, calor pegajoso, gotas de sudor sobre los cuerpos desnudos que -lejos de un tratamiento pornográfico- se muestran frontales. Hay intencionales planos de ella que aluden explícitamente a la pintura de Courbet, “El origen del mundo”, que tanto escandalizó al ambiente de su época. El film está actualizado con fechas más próximas al presente que la novela de los sesenta, pero al transcurrir en un pueblo pequeño parece una película más antigua, incluyendo el formato utilizado (1:33, más cuadrado, un recurso estético que adquiere sentido a medida que avanzan los hechos). Es importante que se hace palpable la pasión de los amantes en contraposición a la frialdad del implacable sistema que los condena. Con austeridad y distanciamiento, se habla del sexo y de la muerte pero escapando a la superficialidad con que el cine comercial suele contar este tipo de relatos.
Una artista en jaula de oro En pleno auge de las biografías cinematográficas, Tim Burton vuelve a incursionar en la reconstrucción del mundo interior de un artista. Antes, lo hizo con su brillante retrato de Ed Wood (1994) y ahora con las tribulaciones de una joven mujer, dibujante y pintora, en los albores del pop art. Lo acompañan en esta tarea, los mismos guionistas del anterior biopic. Ambos tienen en común la indagación acerca del genio excéntrico frente a la sociedad, aunque formalmente en “Big Eyes” la exuberancia visual típica de este cineasta se esconde tras un libreto de corte mucho más clásico que lo conocido en su filmografía. La artista americana Margaret Keane, trascendió por dibujar personas y particularmente niños, con ojos extremadamente grandes que rompían la proporción tradicional a la que el público estaba acostumbrado. Dueña de una obra que se convirtió en una de las primeras producciones comerciales destacadas a fines de los años '50, se vio favorecida por la reproducción masiva en distintos formatos de posters, postales y tarjetas. Pero a pesar de su enorme éxito, esta artista no tenía confianza en sí misma y actuaba a la sombra de su marido, también autoproclamado pintor, quien se presentaba como el autor de las obras ante el público y la crítica especializada, ya que la obra femenina no era tan bien vista. La expectativa acerca de si Margaret decide tomar o no las riendas de la situación y decir la verdad, reclamando sus legítimos derechos es el eje fuerte de la película que destaca por su costado feminista “la vida no era fácil para una mujer joven separada en los años cincuenta” es la primera reflexión en off que abre la historia y que pertenece a un periodista que oficia como personaje observador del que Burton se vale para desarrollar el hilo del relato. “Big Eyes” toma la decisión de contar su historia más desde ese proceso de emancipación femenina y apenas insinúa el problema cultural (y el conflicto del gusto) que planteó en su momento el fenómeno de estas pinturas kitsch, accesibles y económicas. Este segundo tópico lo reserva para la figura del crítico inflexible esquematizado por un maduro Terence Stamp. Excentrismo suavizado El director logra una pintura de época interesante y construye una mirada desde varias dimensiones para una artista singular y enigmática. Puede entenderse como una legitimación de su discutible obra, la frase de Andy Warhol que precede al inicio de la película: el filme se abre con una reflexión de este símbolo del pop art acerca de que algo muy bueno debe haber en las imágenes de M.K. por la enorme cantidad de gente que gusta de ella. Junto a esta reivindicación, la película se interna en la personalidad de Walter Keane, el tramposo marido interpretado por Christoph Waltz, quien manejaba los jugosos aspectos comerciales, mientras ella estaba recluida literalmente en prisión dorada produciendo su obra. Como ya comentamos, el habitual sello estrafalario de Burton brilla por su ausencia, salvo y sobre todo, en las tomas subjetivas que componen la extensa escena del supermercado, que también son un guiño a la cultura pop y las emblemáticas pinturas de sopas de Wharhol. La trama se apoya en la interacción actoral de la poderosa dupla compuesta por Waltz y Amy Adams, tan injustamente olvidada en las últimas nominaciones a los Oscar. Ella se entrega de cuerpo y alma a esa mujer ingenua que va cayendo progresivamente en el infierno de la pérdida de identidad y la sumisión a su marido. Su composición es muy refinada y con matices; detrás de una permanente máscara de sufrimiento interno que transmite -como sus dibujos- con la mirada. Por el contrario, Christoph Waltz, en su composición de Walter Keane, como un villano expresado con histrionismo exasperante, hace peligrar el equilibrio del filme y amenaza con volverse inmanejable. “Big Eyes” no contagia grandes pasiones con su mundo de emociones perdidas en un mundo de suaves tonos pastel. A mucha distancia de “Ed Wood”, en lo estrictamente argumental no depara grandes sorpresas, ya que el guión renuncia a cualquier tipo de riesgo para plegarse a la aproximación más correcta posible dentro de un marco de colores brillantes. De yapa, no deja de ser una reflexión acerca de la sumisión del arte a las exigencias del mercado y a su -terriblemente vigente- seducción consumista.
Ama de casa y detective A “Tuya” no le faltan elementos de interés. Es entretenida, tiene ritmo atrapante y una prometedora base de sustentación en la novela policial, irónica y sociológicamente radiográfica, de Claudia Piñeiro y su impiadosa mirada a las miserias de la clase media-alta argentina. Es una película llena de sorpresas que derivan en un thriller desde la intimidad doméstica de un matrimonio aparentemente perfecto, donde Inés (Andrea Pietra) es una atractiva ama de casa con una hija adolescente a la que presta poca atención. Pero el confortable entorno mantenido por el trabajo de su marido (Jorge Marrale), un profesional exitoso, y el permanente control del orden exterior, que ella misma se encarga de supervisar, un día empieza inesperadamente a nublarse, cuando la mujer descubre una carta amorosa dirigida a su marido, con el sello inconfundible de una infidelidad. Ante la certeza de que está siendo engañada, la protagonista no tiene ninguna de las reacciones previsibles y oculta su hallazgo. Entonces, su obsesión se direcciona al encuentro de esa mujer desconocida que firma sus cartas como “Tuya”. Cuando cree que ha logrado su objetivo, aparece una vuelta de tuerca inesperada: ella ha descubierto personajes y lugares, pero se ha equivocado en la forma de interpretar los nuevos vínculos descubiertos y sus respectivas claves. Y aquí aparece lo más interesante de la trama, cuando la improvisada ama de casa devenida en detective, pasa de espectadora a protagonista de la historia. Versión light “Tuya” es la primera y más breve novela de las tres de Claudia Piñeiro llevadas al cine (“Las viudas de los jueves” y “Betibú” fueron las otras). Todas tienen en común el retrato de un sector social que trata de mantener las apariencias y su estilo de vida más allá de cualquier obstáculo. El espíritu de los personajes es el mismo y el acento vuelve a estar puesto en la veta policial de la historia. El punto de vista de la protagonista se complementa con su propia voz en off y sus reflexiones acerca de la fidelidad y el matrimonio. Cada uno de los personajes acumula importantes secretos y mentiras que terminan revelándose de la forma más insólita y con las consecuencias más inesperadas. Pero a diferencia de la tragedia que se imponía en las otras, aquí todo es más light. Hay un registro ligeramente humorístico en las reacciones de esa mujer despechada y en el funcionamiento interno de la pareja, donde el marido siempre le pregunta por aspectos domésticos, como si mandó el traje a la tintorería o dónde puso la pomada para lustrar zapatos. Por otra parte, Lali, la hija adolescente interpretada por Malena Sánchez, prefiere buscar ayuda en amistades de su edad, desconfiando del mundo adulto. Su personaje es muy similar a la teenager de “El hombre de al lado”, una presencia irrefutable de que algo anda “familiarmente” muy mal. Cuando la trama se pone más densa y se empiezan a suceder situaciones de riesgo, las escenas se resuelven de forma poco creíble. Estos momentos, con un acotado presupuesto de producción y unos cuantos detalles poco logrados, se asemejan más a una ficción televisiva que cinematográfica. Claroscuros El problema principal de “Tuya” pasa por una puesta en escena poco fluida, por momentos incluso forzada, por parte del guionista y director Edgardo González Amer, quien construye un relato que sale a flote gracias a las actuaciones y las sorpresas del guión. Lo que más se destaca en esta historia es la construcción de los personajes: como en la novela, se refleja bien la complejidad del carácter de Inés, quien por un lado, busca constantemente mantener a su familia unida y cuidar las apariencias frente al resto de la sociedad pero, por el otro, no deja de ser una clásica mujer traicionada que intentará vengarse de su humillación. Andrea Pietra encarna esa dualidad de Inés, representada también en la convivencia de un sofisticado vestuario con sus guantes de lavar. Jorge Marrale es convincente en el rol del marido, al que la banda sonora dedica el conocido tema “Corazón mentiroso”. La joven Malena Sánchez termina de constituir la tercera pieza de esta familia disfuncional, mostrando el desinterés de la pareja para con su hija, protagonista de una lucha interna de la cual los padres no están enterados. El resto del elenco, Juana Viale y Ana Celentano, cumplen breves pero certeros roles que aportan matices al inagotable prototipo femenino.
El aprendiz de carnicero El joven documentalista Sebastián Schindel concreta con “El Patrón...” su primer largometraje de ficción tomando como base la historia real de un hachero santiagueño analfabeto, que aspira a mejorar sus condiciones de vida, emigrando con su esposa a Buenos Aires, donde encuentra trabajo esclavo en una carnicería. Con el cine de Pablo Trapero y el de los hermanos Dardenne como ineludibles referentes, Schindel practica un saludable clasicismo narrativo, para un relato que, para no caer en el exceso, aprovecha con austera profundidad las ilimitadas posibilidades visuales y sensoriales en el marco de una carnicería. Así, recorre sobriamente un escenario de cuchillos y ganchos de todos los tamaños, reses sangrantes envueltas en el penetrante vapor del agua lavandina para atenuar el hedor de un ambiente cada vez más opresivo. El responsable de cargar sobre sus espaldas un protagónico en las antípodas del rol de galán es Joaquín Furriel, quien construye un personaje con acento santiagueño y una interpretación en la que no se percibe ningún vicio de la televisión o del teatro. Su actuación es puramente cinematográfica, como la de Mónica Lairana, que pasó de ser una mujer fatal en las telenovelas a encarnar la sumisa y conmovedora esposa del protagonista. La mirada del filme está puesta en la injusticia del contexto y las circunstancias que nadie evalúa, salvo cuando por casualidad, la secretaria del juez pide ayuda a un amigo abogado (Pfening), al compadecerse por la lectura del expediente y lo invita a compenetrarse del caso. Una historia impactante en la que los roles de victimario y víctima se invierten, al comprender el oscuro negocio del patrón (Luis Ziembrowski), dueño también de varias carnicerías del barrio, un monstruoso estafador que obliga a su empleado a vender carne podrida camuflada. Un policial con mirada social Esta primera incursión de Schindel en el largometraje de ficción, luego de una amplia y sólida trayectoria como documentalista (“Mundo alas”, “Rerum Novarum”, entre otras, son muestras de su vocación por sensibilizar acerca de la dignidad de los más débiles) es un implacable retrato sobre las prácticas poco menos que esclavistas, aún presentes en ciertas relaciones laborales. Es importante que a pesar de su dureza, la película no cae en golpes bajos, porque cree en la esencia del cine: el poder de la imagen y la fuerza de las actuaciones, la intensidad de una mirada o de un gesto. Aunque la película comienza después de la tragedia, el suspenso se logra a través del montaje. Schindel va y viene con sucesivos flashbacks a la miserable historia del personaje encarnado por Joaquín Furriel, en una llamativa transformación física, de oficio y lingüística. No es casual que la primera ficción de Sebastián Schindel sea una película interpeladora y además basada en una silenciada historia real. Una macabra pero repetida historia de las nuevas formas de esclavitud moderna: Hermógenes Saldivar lo primero que pierde es su nombre, junto con el DNI del que lo despoja el patrón: “Desde hoy, te llamás Santiago”, le dice al comienzo de la relación. “El patrón...” muestra el proceso degradatorio desde la luz de esperanza a la que se asoma Hermógenes, cuando va aprendiendo el negocio. En el proceso involutivo del desafortunado aprendiz, existen escenas antológicas en que el personaje de Armando (magistral De Silva) le explica cómo disimular los olores y cambiar el color oscuro de algunos cortes por un inocuo tono rosado. Son los escasos -pero efectivos- momentos de humor inquietante que nos implican en la psicología del carnicero de barrio como un ganador, que debe seducir a sus clientas, interesarse por ellas, alabarlas y finalmente engañarlas, haciéndoles pasar gato por liebre. “El patrón: radiografía de un crimen” no es un policial más. Basado en el libro del criminólogo Elías Neuman que da cuenta de un crimen y una injusticia real, la película funciona a veces más como un documental que como un policial, aplicando una dosis concentrada de crítica social. Schindel recorre el submundo clandestino detrás del mostrador, con la certera formación de un documentalista. De los exteriores incorpora algunas calles del porteño barrio obrero de Villa Lugano, que aporta su propia verdad estética, su acorde atmósfera de suburbanidad deshumanizante. El director demuestra una llamativa solidez para combinar el costado humano, la mirada social y la trama policial de la historia. La fotografía (a veces demasiado oscura) de Marcelo Iaccarino contribuye a crear los climas para una película tan implacable como necesaria.
Una apuesta a la bondad y a la belleza La historia de Cenicienta fue llevada a la pantalla grande desde el mismo origen del cine, con los cortometrajes mudos del pionero soñador Georges Mélies, hasta la posmodernidad que le da vueltas de tuerca en actualizaciones para adolescentes, cada vez más lejos de los cuentos de hadas, donde al prosaico príncipe se lo puede contactar por Internet. Ya sea en producciones animadas o con actores de carne y hueso, Disney es el estudio más especializado en el universo de las princesas y las heroínas. Últimamente, éstas han intensificado su iniciativa o han reavivado su esencia con toques de actualidad, desde la adorable Rapunzel de “Enredados” o la reciente reivindicada “Maléfica“. En el caso de la flamante versión del británico Kenneth Branagh, experto en obras shakespereanas, su equilibrado relato se inclina por la versión más clásica y moderada de la leyenda, tal como lo hizo Disney en 1950, cuando adaptó el barroco y cortesano cuento del francés Charles Perrault. Esta flamante Cenicienta con el agradable rostro de Lily James, sin dibujitos ni vueltas de tuerca, corporiza una heroína que, si bien muestra valentía, su extrema bondad la lleva a activar la rebeldía solamente en situaciones límite, por lo que sigue siendo la más sumisa entre las recientes protagonistas del universo Disney. Es que Branagh optó por ser fiel a la versión animada original de los años cincuenta y darle -eso sí- mucho lujo visual, con un deslumbrante diseño de producción, vestuario inolvidable y una catarata de efectos visuales. Sin alteraciones La película arranca con un prólogo relatado por una voz en off donde se presenta a la protagonista cuando aún no era huérfana y vivía feliz con sus padres mucho antes de convertirse en la desdichada Cenicienta. Tras esa introducción, irrumpe la enfermedad, la muerte y la ausencia, a la par que su malvada madrastra y sus odiosas hijas la relegan a la servidumbre en su propia casa. La película respeta y reproduce a rajatabla la estructura clásica del cuento. En esta versión, se tiene un leit motiv, una frase a la que Cenicienta se aferra: las últimas palabras de su madre antes de morir: “bondad y coraje” son la clave para enfrentar las dificultades. Y, efectivamente, enfrenta los obstáculos con una enorme bondad pero con el suficiente coraje como para decidir concurrir al baile del palacio aunque se lo prohíben. Los ingredientes del clásico siguen sin alterarse, lo bueno es que ahora los personajes poseen una mayor profundidad y lo mejor todavía es que aunque la película rezuma almíbar sigue teniendo encanto y una destacada madrastra fantásticamente sobreactuada por Cate Blanchett, en un papel complicado y caricaturesco a la altura de las mejores villanas Disney como Cruella de Vil, con una mezcla odiable de frivolidad y sofisticación. Con un exótico y lujoso vestuario a su disposición, no compone una madrastra infinitamente más perversa sino una malvada con estilo y algo ridícula. Lily James y Richard Madden parecen nacidos para el rol de príncipe y princesa. Ella es muy bonita y expresiva, y eso alcanza para su Cenicienta que se atiene a todas las convenciones, al igual que el príncipe que juega Madden, visto en similar rol en la popular “Game of Thrones”. Además, es admirable la caracterización de Helena Bonham Carter como un hada madrina singular y perfectible, que aporta uno de los mejores toques de humor y de sentido común, recordando que la ilusión de la magia es breve, que tiene hora de vencimiento, preciso e inflexible. Sin el surrealismo de Tim Burton en su versión de “Alicia...”, sino más bien humanizando, la estética y la magia mostrada en sus limitaciones, esta Cenicienta modelo 2015, definitivamente no profundiza la tendencia de personajes femeninos fuertes y con características más independientes respecto de los cuentos de hadas y los films clásicos. La inocencia que transmite la película, desde lo elemental de los parlamentos a lo estereotipado de los personajes, la direcciona en particular a los niños, aunque difícilmente un adulto que acceda a ella, no la pase de maravillas.
Control, descontrol y viceversa Un grupo de amigos -cuatro chicas y dos varones- deciden festejar Año Nuevo lejos de adultos, en una casa familiar en el delta del Tigre. Cada uno representa arquetipos más o menos identificables en todos los grupos juveniles: el seductor, torpe pero tierno y un poquitín ridículo (Nico); la controladora (Manuela); la naif (Pilar); la intelectual introvertida (Cata); el seriecito y responsable (Nacho); la rubia superficial pero atractiva (Belén). Los chicos programan desarrollar la convivencia con estrictas normas de limpieza y distribución del trabajo -quién cocina, quién lava- y una democrática rotación, como en el vóley, por cada uno de los cuartos de la casa, lo que facilita imprevistas infidelidades. El director expone a sus criaturas confundidas entre pulsiones y sentimientos, exhibe sus virtudes y defectos sin juzgarlos ni detenerse en un único punto de vista. Para eso cuenta con un casting inmejorable, donde cada actor interpreta con gracia y hace muy creíble su personaje (a la conocida solvencia de Efron, Darín, Piroyansky y Urtizberea se suma la grata sorpresa de Justina Bustos y Vera Spinetta en sus roles). Sin dejar de ser la clásica comedia de situaciones, fijada en un tiempo y espacio únicos, la película tiene mucho de la picaresca adolescente de las populares teen-movies americanas con hilarantes encuentros y desencuentros sexuales. Pero también esta comedia de enredos, orientada a los adolescentes tardíos de nuestros tiempos y de clase media alta, tiene interrogantes y autodescubrimientos con relación a la amistad, al amor y a sus sombras. Lo hace con un discurso que entremezcla momentos graciosos con otros patéticos, a lo que contribuye un buscado descontrol que empieza con mucho vino y sigue con honguitos alucinógenos del delta, hasta provocar la crisis del grupo, una vez que se ha recuperado la razón. Amor no, sexo sí “Vóley” elude lo previsible del cine argentino respecto del sexo y sobre todo, a cómo referirse él. Aquí no hay sexo explícito ni pornografía (si se observa cómo se resuelven las escenas más hot, es más lo que se insinúa que lo que se muestra) y, por lejos, todo es más natural que en una de Porcel y Olmedo, por nombrar un clásico tan argento como el queso y el dulce de batata. La droga y el sexo aparecen en “Vóley” como elementos de ruptura del orden establecido, en tanto transgresión consentida hasta con cierta inocencia, como si se tratara de las travesuras de un niño experimentando en un tono de juego. A diferencia de la juvenilia ochentista de películas como “Porky’s”, con sus adolescentes ansiosos por perder la virginidad, estos jóvenes parecen estar de vuelta, y simplemente -y ante todo- quieren preservar su libertad con mucho miedo al compromiso. Sólo hay una pareja formada, aunque en su vínculo no está todo dicho. Detrás de los constantes gags y chistes resuena algo menos evidente: la pregunta por cómo el deseo puede ser a veces destructivo. Igual a lo que sucede en el proceso de individualización de un niño como parte de su desarrollo, cuando la cosa empieza a derivar de comedia sexual liviana a melodrama de confesiones, aparece el tema del paso desde la despreocupación sexual adolescente al momento en que los sentimientos empiezan a salir a la superficie. Desde adentro Como un joven émulo de Woody Allen, Martín Piroyansky, nacido en 1986, no sólo escribe y dirige sino que también protagoniza. Mira desde adentro el universo que expone y sus interrelaciones. Su sentido del humor moderno, poco solemne y hasta irreverente hace que sus personajes se sientan bien naturales y auténticos, sostenidos sobre una batería de gags físicos y también verbales que funcionan junto a pasajes menos logrados, con chistes escatológicos al peor estilo de las comedias de los hermanos Farrelly. En su franca exposición sobre la forma de vincularse de “los jóvenes de hoy en día”, “Vóley” logra divertir y distraer. Es un entretenimiento descontracturado y sincero, que al mismo tiempo se pregunta por la lucha entre las formas civilizadas y lo más primario que subyace adentro de cada uno y también refleja el gran vacío que nos toca vivir en estos tiempos de líquida modernidad.