Salir de la noche El director de “Tan de repente” (2002), “Mientras tanto” (2006) y “La mirada invisible” (2010) ratifica con “Refugiado” su capacidad como riguroso narrador para encarar un tema tan delicado y vigente como la violencia de género. Lo que en otras manos podría haber caído en una mera denuncia políticamente correcta, se convierte en un interesante thriller psicológico que excede el marco de la mera concientización, para proyectarse como una película inteligente y necesaria. Con una buena construcción del suspenso y la tensión, “Refugiado” condensa en pocos días una historia sobre el periplo recorrido por una madre y su pequeño hijo, impelidos a huir de su propio hogar en un monoblock de Lugano, uno de los barrios más densamente poblados de la ciudad de Buenos Aires. El film comienza con una fiesta de cumpleaños infantil, de esos ruidosos y despersonalizados que transcurren en un lugar alquilado, con chicos aturdidos entre saltos, corridas y música. Al final nadie viene a buscar al pequeño Matías (Sebastián Molinaro) y cuando lo acercan hasta su casa, en un enorme complejo suburbano, encuentra la puerta abierta y a su madre (Julieta Díaz) desvanecida y lastimada entre astillas de vidrios. Ése es el comienzo de una larga noche que sigue en un refugio para mujeres golpeadas. En realidad se trata de una doble fuga, de los golpes externos e internos, acompañados de la ciclotimia emocional que caracteriza a estos conflictos. La dupla debe luchar con las propias contradicciones: primero el niño y luego la madre hasta que finalmente se rompe el círculo. El film se divide entre momentos de distensión excelentemente logrados gracias al pequeño Molinaro y sus juegos solitarios o en compañía y otras secuencias bastante tensas en las que se percibe el acecho del victimario desequilibrado. Derrotero frenético El film sigue siempre de cerca el constante deambular de los dos protagonistas y resulta un conmovedor registro sobre el miedo generado desde el círculo más íntimo, precisamente el que debería proteger y no expulsar violentamente. Para suavizar, existen dos claves de la puesta en escena: el punto de vista, que es el del niño; y el fuera de campo, donde se mantiene la figura del golpeador, un esposo/padre iracundo, del que no vemos el rostro pero sentimos su permanente acoso, su voz y sus reclamos. De esta forma, la película desplaza el conflicto desde la violencia a sus secuelas, tematizando el corte del vínculo parental enfermizo pero también el intento de reconstrucción posterior. En el registro de cómo madre e hijo viven esa huida, que es al mismo tiempo un viaje de búsqueda y cambio, el espectador comparte su incertidumbre y fragilidad, mientras ellos recorren hoteles y refugios o regresan furtivamente a la vivienda para buscar lo más imprescindible. El chico deja la escuela y la madre, el trabajo en una fábrica textil, donde las compañeras hacen una solidaria colecta para ayudarlos a pasar esa instancia de mayor desamparo. En este film de aprendizaje e iniciación, es precisamente la fuga lo que domina la tensión dramática: un derrotero frenético de dos víctimas de violencia de género, que además de ser un eficaz relato de escape al modo clásico, conforma también a sus personajes por los gestos, miradas, silencios y pequeños detalles. En busca del cambio Marcando un hito en la línea del cine de autor con factura industrial, Lerman construye el relato poniendo en claro la diversidad de conflictos, exhibiendo el miedo pero también la solidaridad. Los encuadres tienden a ser cerrados en correspondencia con el acorralamiento de ambos protagonistas. Hay un excelente manejo de los espacios y la banda sonora: la arquitectura opresiva de los complejos urbanos contrasta con la libertad del contexto y colores en una isla de El Tigre, donde se reencuentran y restauran otros lazos familiares. Allí el niño descubre juegos y objetos diferentes a los que inician la película. Al gran trabajo de cámara e iluminación se suma una adecuada banda sonora que aprovecha al máximo los sonidos ambientales y se amalgama con música sutil y nunca invasiva. Es importante que “Refugiado” no queda en el esquema de un film de denuncia: es una historia que parte de un daño físico y sicológico para terminar hablando de las relaciones que rescatan desde el afecto y cómo se puede salir adelante aunque las circunstancias parezcan cerradas y adversas.
El salvavidas inadecuado Tres jóvenes amigos subdesocupados, aburridos de subsistir haciendo lo que no les gusta, buscan en torno a una mesa de bar porteño algo que les posibilite el dinero suficiente como para salir de su estancamiento. Entonces, como en la fábula clásica de la lechera y el cántaro, imaginan formas de salir inmediatamente de la chatura, sin contar con medios pero sí con muchas pretensiones. Uno de ellos cree encontrar la solución en el cine: filmar algo con mínimo presupuesto pero que igual el público llene las salas. Sin ningún conocimiento profesional al respecto, suponen que el obstáculo más difícil será convencer al más famoso actor argentino del momento para que acepte filmar con ellos, lo que logran a partir de una confusión y una casualidad. Convencidos de que un nombre como el de Ricardo Darín puede ser la llave para abrirles las puertas del éxito, los tres pícaros intentarán realizar una película munidos de un equipo menos que precario y consultando un manual de principiantes. Así se construye un film adentro del film, que bien podría llamarse “El actor y los 3 chiflados”, donde ocurren todos los desatinos que una filmación normal evitaría. Con una pizca de comedia costumbrista en torno a las divagaciones entre cervezas de los pibes de barrio (que van desde el mujeriego al descolgado); sumando un poco de comedia negra (la tenebrosa secuencia nocturna en el kiosco cerrado, donde entre nervios y risas se levanta el suspenso); hasta la delirante derivación final en una especie de falso documental con la participación de reconocidas figuras de los medios como Susana Giménez, Diego Torres, Mónica Gutiérrez, Guillermo Andino, Cecilia Laratro, Sergio Lapegüe, Catalina Dlugi y muchos más, el guión recorre un itinerario delirante que termina en un gran desmadre rompiendo todas las fronteras. El paraguas no funciona Calificar esta comedia de “absurda” no justifica que la risa sea un simple amontonamiento de equívocos y exageraciones o la permanente recurrencia al ridículo, al trazo grueso y al disparate. Quizás las escenas más logradas sean justamente aquellas donde aparece Ricardo Darín en el rodaje dentro del rodaje. Estos momentos recuerdan al film “Ed Wood” (1994) de Tim Burton y permite reírse de los errores garrafales que nunca deberían ocurrir en una película que se precie de tal. El problema no es la ausencia de realismo, sino la falta de convicción para que todo el disparate tenga algún tipo de sentido, aun dentro de las propias reglas del film. El espíritu lúdico y desprejuiciado no le alcanza a la película para tomar altura ni funcionar más allá de la acumulación de chistes literales. Con planos chatos y pobres, personajes archiestereotipados y gags que se estiran insoportablemente en algunos casos, las subtramas van profundizando una torpeza improvisada y la comedia se desperdicia escena tras escena. Con actuaciones muy flojas y confusas ideas acerca del cine, “Delirium” es un film menor al que no le alcanza el paraguas de una figura mayor para no estrellarse. Espejo deformante Existe una mirada irónica sobre los medios de comunicación como generadores y multiplicadores de una opinión pública manipulable. También hay un intento muy light de interrogarse sobre la argentinidad, pero como en un espejo deformado, “Delirium” cuenta lo mismo que padece, aunque sin hacerse cargo de nada. Si cinematográficamente no cuida la forma, ideológicamente no es ética la utilización del material de archivo sobre manifestaciones populares para sostener el verosímil de un discurso demasiado banal. El humor, como afirmaba Bergson en su análisis sobre la risa, no existe cuando se interpone la compasión ante lo ridiculizado, y ese reflejo de momentos realmente trágicos sólo puede tomarse como broma por los escépticos de siempre. A pesar de algunos pasajes simpáticos y medianamente entretenidos, habrá que ver si la sola presencia de un gran actor y un amplio lanzamiento marketinero alcanzan para que este engendro funcione.
Las chicas de la azotea Minimalista al palo, la propuesta consiste en registrar retazos de diálogos y delirios de cinco atractivas chicas durante un día en la terraza de un edificio, mientras duran las horas soleadas. El recorte temporal no es al azar, esas horas pertenecen a un retazo de los noventa, con alusiones muy concretas, sobre todo tecnológicas y bastante menos sociológicas. El objetivo primordial de las amigas es tomar sol en compañía femenina para no aburrirse y porque es una opción barata, ya que los ahorros no alcanzan para irse de vacaciones. En el elenco, se entrecruzan estrellas televisivas con actrices del cine independiente y el teatro vanguardista, formando un gineceo posmoderno donde sólo un perro mascota representa al género masculino (fugazmente también los bailarines del acto final que no veremos en primer plano). A medida que aumenta la ola de calor, ellas irán ajustando los preparativos para participar esa misma noche en un concurso de salsa, donde existe la posibilidad de un premio en efectivo. Porque hay un deseo dando vueltas: el de un viaje a Cuba para prolongar el verano al menos dos semanas, pero como el ocio entretenido exige dinero, ellas se suben a la cresta del vórtice consumista, que a pesar de todo no está para nada distante de los días que corren. Con pocos pero cuidados elementos formales y temáticos, la naranja se exprime hasta sacarle todo su jugo: una estrategia constante es el gran cuidado estético de las formas: el color, la composición de cada plano, con lo que se va construyendo un verosímil donde las chicas nos mantienen atentos a sus propuestas, confesiones y desatinos. Buscando en la superficie Taretto filma bien y logra buenos rendimientos en los elencos que dirige. En sus películas habitan personajes solitarios de la Buenos Aires de clase media, como ocurre en su comedia “Medianeras” y también en “Insoladas”, donde las protagonistas tratan de cubrir el mayor espectro posible, pero en general resultan roles estereotipados y superficiales. Una peluquera, una psicóloga new-age, una empleada de un laboratorio fotográfico, una telefonista, una manicura y una promotora conforman un material que daba para indagar mucho más en los códigos de la amistad femenina o ahondar en los vericuetos sociológicos del fragmento expuesto. No es la primera película argentina donde la acción transcurre mayormente en una azotea, pero “La Terraza” sesentista de Leopoldo Torre Nilsson -por ejemplo- era un espacio ganado por un grupo de jóvenes de ambos sexos, que buscaban aislarse del control ejercido por el mundo adulto, reflejando síntomas generacionales con inquietudes diversas. Aquí, en cambio, se trata de un lugar elegido ante todo por las posibilidades visuales para contener un limitado mundo femenino y su entorno inmediato. Una búsqueda en la superficie sin demasiadas vueltas de tuerca. Aunque en “Insoladas”, la rutina de lo predecible se rompe en breves momentos, en que aparece alguna que otra sorpresa, por lo general se queda en la intrascendencia de un medio tono por momentos agradable, pero que no crece en las distintas escenas demasiado armadas (cuando no forzadas) que se acercan al cliché. Igualmente, sumando el encanto de algunos pasajes, la película tiene el mérito de no ser aburrida mientras transcurre a media sonrisa.
Todo crimen empieza por imaginarlo El policial atraviesa en nuestro país una especie de euforia, gracias a éxitos como “El secreto de sus ojos”, récord de taquilla en 2009, que sumado al prestigio aumentado por un premio Oscar, mucho influyó para que numerosas películas nacionales se hayan alistado en este género, con moderadamente buenos resultados a juzgar por “Betibú” y “Muerte en Buenos Aires”, ejemplos recientes que alcanzaron un suceso de público aceptable y fueron respaldados con un gran lanzamiento, incluyendo una notable campaña marketinera donde los promotores del cine pochoclo al fin se pusieron la camiseta de las películas nacionales resonantes. Sandra Gugliotta es una de las respetables directoras argentinas que por la primera mitad de la década del noventa, junto a Caetano, Trapero y Martel, ente otros, dieron lugar al llamado Nuevo Cine Argentino. Realizadora de “Un día de suerte” (2002), “Las vidas posibles” (2007) y el documental “La Toma”, estrenado en 2013. “Arrebato” es su cuarto largometraje y su película más ambiciosa en términos de producción y pretensiones comerciales, aunque la más fallida. Parte de una propuesta interesante: un thriller sobre los celos y los límites entre realidad y ficción que se contaminan mutuamente. Muerte anunciada “Arrebato” comienza inscribiéndose dentro del género policial, para derivar hacia el trhiller psicológico. Un escritor (Echarri), perturbado por los celos, influenciado por un crimen pasional que descubre en los periódicos, se deja llevar hacia contactos ominosos que desembocan en una muerte real. Hay una primera escena que funciona como especie de prólogo autojustificativo, donde el protagonista-escritor explica ante un grupo de alumnos, algunos gajes del oficio. Dice que en un relato “lo que importa es el cómo”, que “con tal de entretener, todo vale; hasta el crimen”, y que “la banalidad y la brutalidad” pueden ir juntas. También sostiene la posibilidad de que, a fuerza de repetirse en una larga cadena de reiteraciones, un hecho termina por ser creído. Sobre el pizarrón un gráfico con flechas que van y vienen de la “Realidad” a la “Ficción” anticipan el contenido. Elecciones inadecuadas Con una construcción cinematográfica más o menos clásica en cuanto a la narración (donde resulta por lo menos de difícil justificación la inclusión de la repetición de una escena); con una fotografía correcta y una banda de sonido algo excedida en los acompañamientos incidentales, en general los problemas no tienen que ver con lo técnico, sino con un abordaje inseguro del género. Si bien el guión esquiva algunos lugares comunes, está repleto de escenas que no conducen a nada. El eje de la trama se desplaza y se pierde detrás de nimiedades intrascendentes, con una dirección apurada que resigna precisión en detalles para nada menores que afectan la construcción del verosímil. Si bien “Arrebato” cumple con rasgos característicos del género, falla en un requisito importante: la identificación del público con sus personajes, sobre todo porque no resulta creíble el protagonista en su doble rol de escritor y de marido celoso que pasa de la indiferencia a la obsesión. Con una figura relevante como Pablo Echarri es evidente que se busca una alternativa posible a la dependencia de que un film esté actuado por Darín para atraer al público, pero sus jadeos y gestos desafortunados confirman definitivamente que la suya fue una elección equivocada. Por su parte, Mónica Antonópulos y Leticia Brédice hacen algunos aportes a la resbaladiza tensión dramática y erótica, pero -incluso con sus vestidos de alta moda- lucen desaprovechadas en su potencialidad actoral. Es una pena que Echarri, quien ha hecho papeles correctos en varios films de buen nivel, no haya podido encontrar la clave para hacer creíble a su sicótico personaje. Con un comienzo prometedor, “Arrebato” termina naufragando por la irregular generación de suspenso. Predecible en sus vueltas argumentales, se apoya demasiado en la banda sonora para generar lo que no puede de otra forma y satura con música incidental y respiraciones agitadas; menos al final, cuando por contraste utiliza el tema interpretado por una banda indie que habla del amor entre dos galaxias y que funciona irónicamente.
La selva en llamas La historia transcurre en algún lugar impreciso de la selva misionera entre Argentina, Brasil y Paraguay, donde una mezcla de chamán y guerrero solitario (Gael García Bernal) llega a una precaria pero extensa finca tabacalera, en el difícil momento en que un grupo de mercenarios está acosando a los indefensos propietarios (un padre y su hija adolescente) para robarles sus tierras. El imponente marco de la selva misionera y los mercenarios dispuestos a despejarla de sus habitantes originarios genera situaciones ideales para que florezcan los condimentos esenciales del western: la venganza espectacular que desemboca en un duelo épico entre villanos y justicieros. La película apuesta al cine de género con encuadres, planos y personajes aventureros pero también toma algunas licencias y tiene ciertas zonas de realismo mágico, donde la tensión del relato se orienta hacia una búsqueda más personal e inclasificable. El tratamiento del personaje central es por lo menos extraño y roza lo sobrenatural: cómo se lo presenta: emerge del río, tiene conocimientos medicinales y guerreros; actúa sólo cuando es imprescindible; su mirada siempre va más allá de la situación en que se encuentra y no se ata a relaciones individuales. Su armoniosa relación con el tigre carnicero y con las plantas curativas interna en un clima que trasciende lo puramente beligerante. Con vena mística y social Fendrik sostuvo que el suyo “es un western atípico donde ocurren cosas que no siguen al pie de la letra los cánones del género. La película dialoga con ese molde, la fotografía deslumbra con sus localizaciones y expone una interesante vena mística sobre las culturas indígenas de México, América Central y Sudamérica, donde los nahual eran los intermediarios entre los vivos y los muertos, compañeros en el mundo espiritual y protectores a los que se invoca en caso de peligro. García Bernal encarna a un personaje mitológico, una especie de “nahual”, la versión humana de un jaguareté, donde se establece un vínculo con lo sagrado. Paralelamente, si bien los términos ecológicos no condicionan sino que se desprenden, se deducen de la historia, Fendrik desarrolla un alegato que denuncia la destruccion sistemática de la naturaleza. El director declara haber buscado durante casi un año una zona selvática intacta de Misiones para poder filmar, porque el 80% de la flora originaria fue arrasada para plantar pinos. In situ, el realizador pudo apreciar de primera mano las historias de mercenarios que han hecho fortunas injustas que fueron motivo de inspiración para la trama. El drama social, el contenido telúrico, la integridad del héroe, el paisaje imponente acercan a “El ardor” a ese tipo de cine de grandes ambientes que se pone del lado del desposeído y que lleva al espectador a identificarse contra el usurpador, despertando la resistencia a la injusticia del poder que se impone por la fuerza. Como en la modélica película social de Mario Soffici “Prisioneros de la tierra” de 1939, la selva misionera no es simplemente un escenario, sino lo que da sentido a todo el drama y obliga a un rodaje estoico que también demuestra la ejercitación de los músculos, entre enjambres de mosquitos desafiando la paciencia. “El ardor” retoma esencialmente el eterno conflicto entre naturaleza y civilización, partiendo de leyendas ancestrales que recuperan el espíritu americano y reavivando el cine de aventuras, sumando una subtrama romántica donde Gael García Bernal y Alice Braga aportan mucho más que la perfección estética de sus hermosos cuerpos.
El término fábula viene como anillo al dedo para categorizar cada uno de estos seis relatos breves que transcurren en distintos espacios y tiempos pero que tienen como conflicto central la violencia y su descontrol. Desde la presentación de los créditos iniciales ya se instala la emblemática asociación con animales (Darín/halcón; cordero/Julieta Z; chimpancé/Cortese; Grandinetti/cocodrilo...) hasta llegar al zorro-director y presentador de las composiciones contundentemente críticas de las costumbres y los vicios que de tan locales coinciden con las características universales de la naturaleza humana de cualquier parte del mundo. Cada fábula presenta situaciones muy distintas entre sí, pero todas comparten una mirada sarcástica hacia los intentos de los personajes por manejar situaciones que invariablemente terminan fuera de control, porque razonamientos y sentimientos son desplazados por la versión que la neurociencia denomina “cerebro de reptil” y todas las situaciones van derrapando en línea recta hacia su estallido, aunque siempre sostenidas en un guión sólido que prevé todos los detalles. La más extraña, al borde de lo fantástico, es la primera que, desde el arranque, se lleva literalmente todo por delante con los pasajeros de un avión que irán descubriendo los motivos de una venganza en la que todos están involucrados y nadie puede quedar al margen, aunque esté lejos y tomando un pacífico té en el jardín de su propia casa. Luego de este episodio inaugural siguen dos roads-movies de pura cepa (la de las mujeres en un parador de la ruta: Rita Cortese y Julieta Zylberberg) que discuten sobre la muerte y la injusticia. Y la otra, filmada en el imponente paisaje entre Salta y Cafayate, como escenario de un duelo mortal entre el propietario de un sofisticado modelo blindado y un auto destartalado. Luego se pasa al episodio más equilibrado (“Bombita”), en tanto permite hacer un seguimiento del personaje ingeniero experto en detonaciones (Ricardo Darín), cuya vida se altera cuando la grúa remolca su auto estacionado sobre un cordón sin indicaciones visibles. La violencia del dinero, más que la corporal, es la que expone el episodio sobre la familia rica (encabezada por Oscar Martínez y María Onetto) que intenta encubrir las consecuencias de un accidente irresponsable y como cierre, llega la frutilla del postre con una boda que se transforma en una pesadilla. Una de las puestas más memorables en el campo de una alegoría feroz, donde el manto de alegría eufórica en una fiesta de casamiento enmascara una doble moral insoportable. Los sueños de la razón La indignación del hombre común frente a un sistema burocrático e insensible, la corrupción generalizada, la mentira y la codicia son los ejes principales de este tratado moral provocativo y perturbador, atravesado por un humor negrísimo, que puede alcanzar dosis muy altas de crueldad hasta irrupciones extremas a puro gore. La pretensión más evidente de la película es fantasear con los monstruos que genera el vigente “sueño de la razón”. Una forma de libertad o liberación no apta para seres susceptibles. Los personajes se mueven en medio de una jungla que confirma el pesimismo de la sentencia ‘Homo homini lupus'. Animales acorralados, domesticados para vivir en sociedad pero que no podrán ocultar por mucho tiempo el impulso de un instinto latente que los conducirá hacia una violencia sin retorno. Ninguna historia desarrolla demasiado a ningún personaje más allá del estereotipo y siempre los expone en su condición más miserable pero también en su costado grotesco como corresponde a una comedia negra. Con risas o sin ellas, siempre queda claro una misantropía desencantada. Conformado como espectáculo con diferentes números, uno atrás del otro, estas historias comparten la condición de cine catártico en tanto busca desatar emociones básicas, ofrece escapismo en su estado más puro y alguna que otra crítica en borrosos apuntes que remiten a un clima generalizado de violencia social. Uno de los grandes aciertos es el tono grotesco para exhibir el rostro obsceno de la realidad. Formalmente sobresale la precisión del montaje y el gran trabajo de la cámara, el nivel de las actuaciones, una excelente banda sonora y la buena factura de los efectos especiales. Todo está unido para combinar de la mejor manera una visión artística de la mano de un cine industrial eficaz.
Savia nueva en el cine paraguayo Con nervio y garra desde el primer minuto, “7 Cajas” cuenta un momento en la vida de Víctor, un adolescente paraguayo que se gana el sustento diario transportando bultos en un mercado de abasto asunceño. Un insalubre espacio que abarca 6 manzanas, donde se amontonan puestos precarios en los que se compra y se vende desde alimentos hasta artículos de electrónica: un micromundo que contiene al cielo y el infierno de la humanidad. El muchachito está fascinado con las nuevas tecnologías, seducido por la publicidad que venden profusamente los televisores. Su gran sueño es tener un teléfono móvil de última generación y cuando le ofrecen medio billete de 100 dólares por transportar 7 cajas de contenido desconocido, ve cercana la posibilidad de concretar sus fantasías de romance con fama y confort. Sostenido en la promesa de que tendrá el billete completo, cuando el encargo llegue a destino, Víctor tendrá que defender las misteriosas cajas del asedio de policías, mafiosos y marginales que se cruzarán en esa jungla inestable y peligrosa. Hay una permanente sensación de amenazante caos que también es lingüístico (el castellano se mezcla con guaraní) y se incrementa con persecuciones continuas registradas con cámara subjetiva y vertiginosa. Frenéticamente, se suceden primerísimos planos que transpiran y laten junto a las miradas y la respiración de los cuerpos siempre cercanos. La película amalgama el thriller, el melodrama, el cine negro, el esperpento, un sucio realismo costumbrista y un romanticismo ingenuo. Una mezcla que funciona a la perfección gracias a un ritmo trepidante y un humor sostenido. Tiernamente implacable La ácida crítica social que destila el film no es sin embargo su objetivo principal (y en eso marca diferencias con otros). Su crónica social callejera, a pesar de revelar un panorama mucho más que sórdido, aspira sobre todo a ser un thriller que corte el aliento. El corazón de la película es su gran fuerza visual, que no se regodea en la miseria circundante, sino que la utiliza para conformar un mosaico en torno a la violencia que puede despertarse a partir de una circunstancia insignificante. Una cámara que avanza con energía avasallante, mientras por el camino desoculta muchas de las miserias que hacen a la condición humana. Un retrato social que no es condescendiente con los menos favorecidos, al estilo de las criaturas de “Los Olvidados” de Buñuel, lo miserable de la pobreza se muestra sin concesiones y la violencia aparece en su costado grotesco. Ambientada durante una calurosa jornada con su correspondiente noche, hasta el amanecer, la opera prima de la dupla Maneglia-Schémbori, que ya vendió en Paraguay más entradas que “Titanic”, propone una mirada implacable sobre la desintegración social que no dejará indiferente a nadie, alertando con sus personajes dispuestos a dejar jirones de piel por un trozo de papel, el billete que se parte y se vuelve a partir como un cuerpo sin alma. Y no es que la humanidad brilla por su ausencia, sino que está omnipresente en su oscura condición más descarnada, en situaciones que arrojan a las puertas del crimen pero donde no se entra, porque la maldad y la angustia se trocan en humor electrizante . Lo bueno de “Siete cajas” es cómo demuestra que el buen cine no siempre necesita de las grandes producciones sino esencialmente de la creatividad y el talento para contar historias con pasión, a las que viene muy bien ver, de vez en cuando, por su mirada desprejuiciada y heterodoxa, de vitalidad contagiosa.
Cuando Tellez conoció a Sofía En todas las profesiones existen soberbios y amargados, pero a la opera prima de Hernán Guerschuny le interesa mostrar -con amable ironía- algo que parece conocer en profundidad, esa especie en extinción que es el crítico de cine riguroso, a contramano de un medio y un público que han cambiado. El film arranca con la descripción del universo, entre ridículo y patético, de Víctor Téllez (Rafael Spregelburd), un intelectual malhumorado, que tiene como modelos para su escritura y su vida, la estética/ética del cine francés de los años sesenta, al punto de pensar en el mismo tono y el mismo idioma de esas películas que admira y revé una y otra vez. Pasivo, sedentario y fumador compulsivo, su médico le ha recomendado “menos butaca y más ejercicio”. Algo de eso hace, mientras intenta congeniar con una sobrina adolescente que lo saca a correr al aire libre, al tiempo que -como no podía ser de otra forma- hablan de cine desde sus diferencias generacionales. Solitario, recientemente separado y en busca de una vivienda mejor que el claustrofóbico departamento de su neurótico presente, Tellez empieza a recorrer lugares en alquiler hasta quedar prendado de uno, por el cual también demuestra interés una joven espontánea y movediza que lo correrá de su eje. Así es cómo el crítico encuentra a Sofía (Dolores Fonzi): avasallante, impulsiva y con inquietudes culturales diversas. Como la protagonista de la argentina “Caja negra”, también su personaje se moviliza en una encantadora bicicleta y como la Jean Seberg que enamora a Belmondo en “Sin aliento”, Sofia es una turista snob y atractiva en una ciudad de pobres corazones. Por supuesto que el choque de planetas que surge de los contrastes entre ambos es lo que vuelve a la película más divertida. Inmerso en una especie de comedia con todos los tics que detesta, Tellez recorrerá los eternos tópicos del romanticismo recargado de los que mucho renegaba en sus implacables críticas. De la mano de la joven recorre nuevos ámbitos, como el teatro under -con el que no se conecta- pero sí con Sofía, a la que termina invitando a su casa para amarse y de paso ver sus películas preferidas que ella califica como viejas, sin entender cómo puede pasar tanto tiempo mirándolas. Activando emociones La película es ante todo una estrellada, pequeña y simpática historia de amor que funciona como un gran homenaje al cine y su entorno. Acierta en la creación de los climas y conflictos que no subrayan el dramatismo sino la torpeza que, a su vez, provoca la comicidad. Acumula situaciones graciosas e incontables guiños cinéfilos para todos los gustos. La fórmula “chico conoce chica y se enamora a pesar suyo”, demuestra que puede funcionar en cualquier ámbito y en este caso en el cine adentro del cine. Hernán Guerschuny conoce muy bien los entretelones del mundo periodístico y cinematográfico, los retrata en lugares reconocibles, aunque sin dejar afuera a un público como para festejar los abundantes gags. Muy elogiable por la capacidad para reírse de sí mismo, aun sin dejar de señalar convicciones, el director se manifiesta como un conocedor del paño, tanto en los defectos que ridiculiza con ternura, como en la demostración de que la cosa puede funcionar con el simpático juego de acumular los lugares comunes más edulcorados del género (el beso frente al río y el cielo estallando en fuegos artificiales, la corrida bajo la lluvia, las lágrimas y declaraciones de amor). Sostenida fuertemente en el encanto de Dolores Fonzi y la excelente actuación de Rafael Spregelburg, la película conecta con los sentimientos y experiencias de la gente, porque ¿quién no ha conocido a alguien parecido en algún momento de su vida? y ni hablar de la música que es uno de los puntos más altos para demostrar hasta qué punto activa emociones instaladas en lo más hondo del inconsciente colectivo.
El tatuaje imborrable El protagonista de estas aventuras tiene nombre de luchador, se llama Iván Drago, como el boxeador de Rocky, pero aquí se trata de un flacucho y pálido niñito de 10 años que se aburre mucho con las opciones de entretenimientos y actividades deportivas que le propone realizar su padre, hasta que por azar encuentra en una revista un concurso para inventar juegos de mesa. Con creciente placer, descubre que es capaz de crearlos sin dificultades y logra quedar seleccionado entre miles de aspirantes, aunque no puede contárselo a su progenitor, quien más bien busca apartarlo de esas aficiones. Progresivamente, ayudado por la comprensión de su madre, alcanza el premio principal: un tatuaje imborrable en el que se encuentra la clave para una serie de asombrosos descubrimientos acerca de su familia y su vocación. La gran búsqueda se inicia con la desaparición de sus padres y la inesperada condición de huérfano que lo lleva a un siniestro internado, donde seguirá las pistas que se suceden y derivan en suspenso continuo por claustros antiguos, una ciudad fantasma y una prodigiosa fábrica de juegos que encierran inquietantes secretos. La película esencialmente es un recorrido por las típicas utopías del imaginario infantil, del que mucho conoce el escritor Pablo de Santis, en cuya novela está basado el guión que tiene el mérito de llegar al difícil sector infanto-juvenil integrado por preadolescentes. La geografía y el tiempo de la historia se deslizan -como un cuento de hadas- en una dimensión de lo maravilloso, común y universal. Además, como en todo relato tradicional, tendrá ayudantes y oponentes sobre los que se impone un temible villano: Morodian, el creador de la Compañía de los Juegos Oscuros. Del lado de Iván (David Mazouz) se encuentra su abuelito Nicolás (Ed Asner), cuyos sabios consejos siempre giran en torno a los juegos de mesa, capaces de enseñar destrezas para desenvolverse en la vida y forjarse en la lucha para ser un ganador, resolver enigmas y despejar dificultades. Ambicioso, fascinante y oscilante El realizador Juan Pablo Buscarini cuenta en su haber con películas de animación como “El ratón Pérez” (2006) y “El arca” (2007); en este caso, sube la apuesta con una coproducción internacional totalmente rodada en Argentina (en locaciones como La República de los Niños en la ciudad de La Plata y otras del Gran Buenos Aires) pero con la mayor parte del elenco norteamericano o europeo, diálogos en inglés y doblados al español. Otro punto fuerte es el elenco: David Mazouz, conocido por la serie “Gotham”, transmite naturalmente la inteligencia, fragilidad y valentía que definen al protagonista infantil. Lo acompaña un interesante plantel de secundarios, sobre todo Joseph Fiennes como el principal villano, en un papel atípico para el actor de “Shakespeare apasionado”. Por el lado de Argentina, aunque aparece en pocas escenas, se destaca Alejandro Awada, interpretando a una especie moderna del mitológico Vulcano en el inframundo de la fábrica de juegos oscuros. Por momentos, las transiciones entre los distintos aspectos de la historia parecen un poco abruptas o forzadas, en un montaje donde los personajes hablan demasiado rápido, aportando mucha información. Tampoco ayuda que no haya un considerable momento de distensión a lo largo del desarrollo de la trama donde no caben respiros para explayar sentimientos, más allá de la curiosidad ante las llamativas peripecias del joven protagonista. A pesar del imponente trabajo escenográfico y un diseño de lujo, realzados por la atractiva fotografía, la película luce estilizada pero sin una impronta autoral fuerte: se parece un poco a la saga de Harry Potter, otro poco a la fantástica fábrica de chocolates de Tim Burton y hasta a “La invención de Hugo” de Martin Scorsese. Si en términos visuales “El inventor de juegos” se ubica entre lo más osado y fascinante que el cine nacional haya conseguido en el campo específico de lo infanto-juvenil, a nivel narrativo la película no logra fluir ni seducir como para convertirse en un entretenimiento incuestionable. Más allá de pasajes atrapantes y de logrado lirismo, por momentos impresiona como algo distante y mecánico, aunque siempre funciona como una muy buena opción para que los niños vayan al cine a ver un entretenimiento de calidad aunque no sea extremadamente memorable.
Una melosa historia de amor con envase deslumbrante “Amapola” es una película anómala en el cine nacional: es la ópera prima del experimentado y eximio escenógrafo Eugenio Zanetti, nacido en Córdoba pero que desarrolló su trayectoria artística fuera del país, ganando el Oscar en 1995 por su aporte al diseño de producción del film “Restauración”. Entonces, se da la infrecuente paradoja de un cineasta novato, que ya arribó desde otro rubro a lo más alto del oficio interdisciplinario del cine. Esto explica la coexistencia de errores y virtuosismos que son la marca constante de la película. “Amapola” es barroca por donde se la mire, sobrecargada hasta el exceso. También es rotundamente posmoderna en su mezcla a todos los niveles, entre el mundo de Shakespeare y sus registros televisivos de la historia argentina. El film está narrado desde el punto de vista de una niña que es testigo de los cambios que se producen desde 1952 a 1982 en el Gran Hotel Amapola, ubicado a orillas del Paraná. Ella pertenece a una nutrida y bohemia familia de artistas que durante años han representado “Sueño de una noche de verano”, la comedia satírica de William Shakespeare, en donde el mundo mágico de las hadas y el mundo de los humanos se entrelazan en absurdas dificultades siempre gobernadas por el capricho del amor. Esas vicisitudes amorosas de la obra dentro de la obra, repercuten e interactúan a su vez con los personajes más allá de la representación interna. Entre la ostentación y la superficialidad En un cine viciado de efectos especiales, juega a favor de “Amapola” su eximia construcción artesanal (en todo lo referente a la puesta en escena); del lado contrario, tiene el contrapeso de un guión tan ambicioso que se vuelve efectista y afectado. En “Amapola”, todo es una brillante postal: el paisaje, el decorado, la arquitectura y el fastuoso vestuario de los actores. Rodada en el hotel Saint Souci (actual Museo de Arte de Tigre) que bordea el río Paraná. Deslumbrante en lo visual, la película falla en su fluidez narrativa y solidez actoral. El film tiene saltos temporales, reconstrucción de época, despliegue de vestuario, peinados vintage, coreografias de danza y teatro pero también una serie de situaciones ridículas, bañadas de un romanticismo deformado. El ingenuo guión vacila tanto como la protagonista que va y viene en el tiempo al poseer una percepción extrasensorial del futuro. Como los años por venir son negros a nivel individual y social, ella buscará cambiar el destino. Así, lo que se rompe puede reconstruirse y mejorarse. Este derroche de optimismo y algunas pequeñas dosis de humor sólo aciertan cuando dan voz a los actores secundarios que intentan explicar a su modo la obra que representan y logran algunas sonrisas. Las marcas temporales del argumento referidas a hechos históricos del país (la muerte de Eva Perón, el golpe militar que derroca a Illia y la guerra de Malvinas) son más que nada un dato anecdótico para enmarcar y dinamizar el relato. El film luce bastante caótico con diálogos que se cruzan del inglés al castellano y con un abuso de la empalagosa banda de sonido de Emilio Kauderer saturada de violines que cubren los silencios en el característico miedo al vacío que caracteriza a una visión barroca del mundo. Finalmente, la multitud de personajes que desfilan por la pantalla no tienen desarrollo, carnadura ni profundidad, con desniveles interpretativos y un mar de sobreactuaciones. Queda, por lo tanto, admirar el aporte de la preciosa fotografía del suizo Ueli Steiger y el exquisito trabajo de dirección de arte, supervisado por el propio Zanetti. Un gran despliegue de producción que enriquece la forma, pero que no alcanza a justificar el contenido.