Silencio de río La vida a orillas del Paraná, enmarcada en una familia. El director entrerriano Emiliano Grieco se introduce como un espectador silencioso en la humilde vida de Ezequiel, a quien vemos crecer –al iniciar el rodaje tenía catorce años. Hoy, dieciseis– a lo largo de un viaje documental llamado Diamante (2013), que cierra la boca para que la experiencia se dé pura y exclusivamente a través de ojos y oídos. Ezequiel y Sandra, su madre, viven junto a su familia a metros de las costas del río Paraná y a pocos kilómetros de la homónima ciudad. Allí nos adentramos para conocer la cotidianeidad de Ezequiel, quien sale a pescar junto a su padre, camina por los selváticos paisajes que lo rodean o aprende a matar un ave. Tanto a él, como a su familia, los vemos en el quehacer diario que no entiende de las verborragias urbanas, y en un ambiente despojado tanto de distracciones materiales como de recursos indispensables. En poco más de una hora, Diamante nos invita a experimentar una suerte de expedición íntima hacia el día a día del Paraná. Los tiempos son los del río, las hojas, las nubes anaranjadas del atardecer y la pesca. Aquellos tiempos que no transcurren. Grieco interpela directamente a la más atenta sensibilidad del espectador. De alguna manera quiere que sintamos este trabajo con la misma parsimonia con que él lo realizó. Está claro que aquellos que esperan ver un documental que cuente con una voz en off que narre determinados aspectos de la historia que estamos viendo, o en el que haya entrevistas formales con planos hiper pensados, se irá definitivamente defraudado. Lo fundamental es entrar en el código que el film nos propone. Con Diamante, estaremos probablemente ante una de las mejores fotografías –planos detalle principalmente– del género documental de los últimos tiempos. A través de un gran trabajo de posproducción, en el que pulió los sonidos captados del ambiente, Emiliano Grieco nos lleva por la superficie de estas aguas, haciéndonos casi olvidar que hay una pantalla como intermediaria. Hay atardeceres de un irreproducible degradé, hojas invadidas por los rayos del sol, o cielos manchados por inimaginables nubes que parecen sacados de un cuadro de Claude Monet, más que de una película. Más allá de que es un estilo buscado, escuchar las vivencias de la familia y no sólo observarlas, no habría malogrado el tono del documental. Nos quedamos con ganas de conocer más a Ezequiel y a su familia. Todo está en manos del espectador, quien deberá determinar si lo que quiere es escuchar una historia de vida o sentirla, en el significado más literal de la palabra.
Historias de muerte en vida La helada y angustiante soledad de la prisión de Ushuaia se hace documental en el primer largometraje de la argentina Lucía Vassallo, La cárcel del fin del mundo (2013). Una investigación de ágil narrativa que quiere adentrarnos en lo que fue durante más de cuarenta años la cárcel más austral del mundo. La Colonia Penal al Sur de la Repu?blica Argentina es construida en 1883 y un año después se funda la ciudad de Ushuaia. Hoy, Carlos Pedro Vairo es quien dirige el Museo Mari?timo y Presidio de dicha ciudad y nos abre las puertas de un edificio que alberga historias de asesinatos, delincuentes, locura y mucha desesperanza. Los mismos protagonistas (guardias, enfermeras, policías y distintos empleados del presidio) recuerdan sus vivencias a sesenta y seis años de su clausura. El film comienza con una representación interpretada por guías de la cárcel y los turistas de turno. Si ésta no fuera advertida con anticipación, uno podría tranquilamente pensar –salvando las evidentes distancias temporales– que eso efectivamente está sucediendo sin ninguna teatralización de por medio. El inicio marca el clima que el documental querrá buscar en la casi hora y media de duración. Y allí está precisamente su mayor logro. Sentimos el insufrible frío que vivían los presos –Cayetano Santos Godino, alias “El Petiso Orejudo”, Simón Radowitzky y Mateo Banks, entro otros–, la ineludible desolación que los invadía en sus celdas, o los fallidos intentos de fuga. No sólo los testimonios de las personas que vieron bien de cerca lo que era la vida en la cárcel de Ushuaia, sino también las imágenes y la banda sonora nos van metiendo dentro de ese mundo. No encontraremos ninguna revelación periodística en La cárcel del fin del mundo. Los datos duros, la relevancia periodística o la información, de alguna manera, noticiable no son elementos que abunden. El detalle de la cotidianeidad vivida allí es lo más atractivo que encontramos. A su vez, Lucía Vassallo, por momentos, logra salirse de la cárcel propiamente dicha para hablarnos un poco más acerca de la ciudad de Ushuaia, alejada de todo e hija de un paradero de lo que la ley consideraba peligrosos delincuentes que había que excluir. Vale decir que –como se aclara en el documental– aquellos libros que registraban mayor información sobre la cárcel desaparecieron, por lo cual, la búsqueda de documentación al respecto no resulta una tarea fácil. La cárcel de Ushuaia: un pasado que el promedio de la gente sabe de su existencia, pero no más que por arriba. La propuesta de la directora argentina puede ser una buena oportunidad para hilar un poco más fino.
La familia que se elige Tres chicos de diez años intentan encontrar la forma de ingresar a la casa de su maestra recientemente fallecida, para pedir perdón por haberla matado. Es que eso es lo que creen, por más que la realidad dice que ellos no hicieron nada. El mendocino Matías Rojo presenta Algunos días sin música (2013) su ópera prima, en la que unos días sin clase, por la muerte de su maestra, devienen en la curiosa y “ruburbana” –como dice el director– cosmovisión de tres amigos de la primaria. Sebastián se muda junto con sus padres a las afueras de la ciudad de Mendoza. Un nuevo entorno, un desconocido comienzo de clases. Mientras canta el himno, conoce a Guzmán y Email. Simultáneamente, los tres deciden que si las maestras se murieran ahora, nada cambiaría. Así lo desean y el antojo es hecho. Su maestra de música cae al piso y muere. Por un tiempo indeterminado, las clases están suspendidas y ahora ellos, con todo el tiempo a su disposición comienzan a preguntarse si tuvieron que ver con la muerte. Con remordimiento, pero sin angustia, caminan por los calurosos suburbios en plena lucha con los impenetrables oídos de la adultez. El trío protagónico conformado por los jóvenes intérpretes Jerónimo Escoriaza, Emilio Lacerna, Tomás Araya encarnando a Sebastián, Guzmán y Email, logra meterse en el bolsillo de hasta el más duro. Un chico que en todo momento cuenta lo que dicen las revistas científicas que lee, uno que está siempre vestido como karateca y el otro que no tiene problema en decirle “vieja loca” a la directora, en su cara. A través de sus honestos diálogos (y silencios) al caminar por las vías y las calles de tierra –la mayoría de ellas en la localidad de Luján de Cuyo– conocemos sus vidas, su desprejuiciada y entretenida manera toparse con la autoridad escolar, el seno familiar y el sexo opuesto. Vemos, en definitiva, la familia que han creado entre ellos, frente a la frustración que genera la de casa. A medida que pasan los minutos, la puesta en escena se vuelve fundamental. No sólo se trata de increíbles imágenes bañadas del seco sol mendocino, sino que lo visual influye en la más profunda esencia de la narración. Historia y locación se transforman en una única cosa. Y la impronta de la película se perdería si ambos se entendieran divisibles. Con un pequeño cuento, nos vamos con la sensación de haber conocido el estilo de vida de toda una comunidad. También, la musicalización acompaña con guitarras introspectivas que guían los ánimos del film, con un tacto muy perspicaz. En la vida, los golpes y sus misterios llegan cuando a ella se le ocurra. Tampoco existe la mejor forma de preguntarse por la muerte, reírse de algo, lidiar con el temor a crecer (físicamente, o sea el de los huesos) o transitar la culpa, por mucho que la busquemos. Porque la profundidad espiritual y la madurez mental –si es que existe– de las conversaciones humanas poco tienen que ver con la seriedad y no siempre crecen con la edad. Por eso, Algunos días sin música llega a la pantalla grande.
Sólo un océano nos separa Decisiones que por más extremas e irracionales que sean, denotan un compromiso con una causa imposible de evadir, del que difícilmente surja un arrepentimiento. Mika e Hipólito Etchebehere las han tomado en su vida y hoy, los directores Fito Pochat y Javier Olivera se encargan de que sus historias no queden borradas por el tiránico paso del tiempo. Mika, mi guerra de España (2012), documental co-dirigido por Fito Pochat y Javier Olivera que cuenta la historia Mika Etchebehere, una argentina que llegó a España, junto con su pareja y compañero de vida Hipólito Etchebehere, apenas unos días antes de que se desatara la sangrienta guerra civil que duraría hasta abril de 1939. Ambos habían iniciado su camino desde muy jóvenes en el Trotskismo, en la Argentina. Luego, tras haber juntado el dinero suficiente para emigrar, viajaron a Europa, donde ellos creían que se encontraba más encendido el espíritu y los valores de la revolución, que pregonaban y según los cuales construían su día a día. Primo fue Alemania, donde según Mika “la posibilidad de la revolución estaba ahí nomás”, hasta que como ya sabemos, el nazismo llegaría al poder para aplastar toda idea revolucionaria. Luego, fue España y su propia guerra. En 2007, un libro llega a manos de Fito Pochat. Se trata de “Mika, mi guerra de España”, escrito por ella misma, con el agregado de que Hipólito era ni más ni menos que el tío abuelo de Pochat. A través de una excelente recopilación de imágenes de archivo, acompañada por el relato en off de la actriz Cristina Banegas, las palabras escritas se recrean fielmente en la pantalla. Al mismo tiempo que Arnold, sobrino de los Etchebehere, nos muestra la España de hoy, por medio del viaje que realiza para recordar en mi primera persona el indeleble paso de sus tíos. A lo largo del documental, conocemos la historia de un libro, la historia de una pareja de argentinos que no vio otra alternativa moral que viajar al epicentro más oscuro del hombre en ese entonces. De todos modos, siempre que nos interiorizamos con este relato, lo hacemos desde una mirada en la que la el intimismo propio del vínculo familiar triunfa sobre el registro periodístico en el que se privilegia pluralidad de fuentes, aunque sea en su cantidad. Mika, mi guerra de España nos permite viajar a la península ibérica una vez más. Pero se pudo haber aprovechado mucho más este viaje de Arnold en el presente para indagar aún más en sus antepasados, en Mika y en definitiva en las secuelas de una guerra que involucro a todo un país durante casi tres años.
Dolorosa belleza Los hechos tienen sus consecuencias y así seguirá siendo hasta el final de los días, por más que, a veces, el hombre lo olvide. Nuestra conciencia siempre estará bien presente para dejarnos la correspondiente factura sobre la almohada, a la hora de irnos a dormir. La infiel (Hitpartzut X, 2010), el thriller psicológico dirigido por el israelí Eitan Zur, nos muestra la pronunciada pendiente en picada que toma la vida de un hombre gracias a decisiones que no toman más que segundos en concretarse, pero que luego vivirán en él, sencillamente, hasta que él deje de hacerlo. Ilan Ben Natan (Yossi Pollack) es un reconocido profesor de astrofísica de 58 años que enseña en la universidad de Haifa. Está casado con Naomi (Melanie Peres), su joven esposa, de quien comienza a desconfiar tras las llamadas sin respuesta y su demora en las llegadas a casa. Ilan, finalmente confirma la sospecha de que le estaba siendo infiel con otro hombre y él, hundido en la angustia y la confusión, toma cartas en el asunto y deja de hacer la vista gorda. El realizador Eitan Zur incursiona, aquí, por primera vez en la pantalla grande tras haber cosechado un gran éxito en la televisión con la creación y dirección de shows y episodios de series como Be Tipul, conocida en occidente por la adaptación de HBO, la estadounidense In Treatment. La infidelidad no es un tema que se caracterice por escasear en el cine, claro está. Sin embargo, allí no hace foco La infiel. De alguna manera, le quita importancia, quizás por su obviedad, al hecho en sí de que una bella rubia de treinticortos años engañe a un docente que la dobla en edad, que vive bien, pero no parece aspirar a mucho más que eso, y hoy no es más que un hombre que se cansa al caminar y vive de su pasado. Eitan Zur nos introduce en el oscuro mundo de la propia conciencia, del instinto que lleva a una persona a realizar, por miedo a perder lo que es suyo, un acto que después lo inundará de culpa. La intriga y el suspenso respiran un poco con la sola presencia de la madre del profesor Ben Natan, interpretada por Orna Porat, a la que odia recurrir cuando más necesita de alguien. No sólo sus líneas son hilarantes, sino que éstas en combinación con su gestualidad y la negación de que su hijito ya tiene casi sesenta años, le brindan una delicada cuota tragicómica al film que funciona. La tragedia y la comedia tienen fronteras mucho menos demarcadas de lo que dejan vislumbrar a primera vista. Y de esta delgada línea divisoria, a través de pequeñas situaciones o a veces sólo comentarios, se vale el film para contar la historia de un hecho trágico. Desde el aspecto técnico, la película cumple, aunque la imagen, tanto en composición como en el montaje, podría haber logrado un mayor aporte a lo narrativo. La historia nos mantiene expectantes hasta el final y el desenlace le da una vuelta de tuerca al menos interesante a un nudo cuyo modo en que se desanudaría no quedaba del todo claro. En esta primera experiencia cinematográfica, el principal logro del debutante israelí es el vasto desarrollo introspectivo del protagonista Ilan Ben Natan, quien, con una convincente actuación, nos ofrece un genuino retrato del remordimiento humano y su consiguiente desamparo espiritual, cuando la distancia entre el amor y la locura se desvanece.
Más allá del bien y del mal Si comprender el accionar de una persona, entender las razones (o justamente la ausencia de ellas) significa justificar la acción que lleva a cabo. Si acatar la ley desliga a uno de la responsabilidad de lo que está haciendo, y en definitiva, si los hechos existen por fuera de nuestra interpretación. En este ambiguo e inquietante mar de ideas, por medio de la figura de la filósofa judía y alemana Hannah Arendt, nos introduce la directora alemana de gran trayectoria Margarethe von Trotta, precisamente en su último film Hannah Arendt y la banalidad del mal (Hannah Arendt, 2012), presentado en el Festival Internacional de Cine Alemán realizado días atrás en Buenos Aires y que ahora llega a las salas. Hannah Arendt asiste al juicio a Adolf Eichmann, quien fuera Teniente Coronel de la SS y ejecutor de la “solución final” que terminaría con la vida de millones de judíos. Tras escuchar al jerarca nazi, Arendt comienza a producir una serie de artículos que publicará en el semanal The New Yorker y generarán una gran controversia en la comunidad judía, quien sostiene que la intelectual alemana involucra a líderes judíos en el mal sufrido por su pueblo y relativiza la responsabilidad de Eichmann en la decisión de llevar adelante el exterminio, quien fallece en mayo de 1962 tras ser condenado a muerte. Luego de la exposición de su pensamiento en la publicación neoyorquina, Arendt comienza transitar sus días más ajetreados. La alemana Barbara Sukowa es quien encarna a Hannh Arendt y sobre quien cae el peso de interpretar un papel en el que, lógicamente, radica una parte importantísima de la esencia del film. Y frente a dicho desafío, Sukowa ofrece una actuación que permite interiorizarnos con el pensamiento de la protagonista y transformarnos en compañeros de su conciencia, en cada imagen que la encuentra con su mente en pleno trabajo y los dedos sosteniendo su fiel cigarrillo. Lejos está de ser una biografía. El film retrata, en particular, su experiencia a partir del testimonio de Eichmann en el juicio que lo encuentra culpable por sus crímenes contra el pueblo judío, durante la Segunda Guerra Mundial. Ella confía sin titubeos en lo que cree y sostiene frente a los ojos críticos del mundo que se escandalizan con la inserción del concepto que ella llama “la banalidad del mal”. Lo que para unos es soberbia o necedad, para Arendt se trata de una mala interpretación de su informe y una errada comprensión de lo sucedido, por parte de los demás. Eichmann no era “capaz de pensar”, sostiene la teórica política alemana. Él simplemente obedecía la ley más allá de toda moral, explica ella. Ahora, teniendo en cuente lo expuesto por ella, resta analizar desde el punto de vista de cada espectador, si ello le quita culpabilidad o no al militar alemán. Al fin y al cabo, vemos que lo que le había anticipado, tiempo atrás, su mentor y amante Martin Heidegger comienza a cumplirse: “El pensar es un oficio solitario”. Con el paso de los minutos, el film va ganando en expectativa. Nuestra atención aumenta y por momentos sentimos que estamos frente a una especie de thriller. De alguna manera, sentimos que pudimos conocer la vida de una reconocida pensadora del siglo XX, con solo observar lo transcurrido en un período de su vida, y eso sin duda habla de la claridad y capacidad de síntesis del film. Aquí, Margarethe von Trotta entretiene y hace pensar. Sin embargo, lo que es mejor que hacer pensar al espectador, es dejar pensándolo una vez finalizada la película. Y que al salir de la sala, uno quiera automáticamente sentarse frente a la computadora o frente a un libro con el propósito de conocer más acerca de una personalidad, no es algo que genere el cine todas las semanas y, como consecuencia, pueda pasar desapercibido.
El arte de amar La Costa Azul, al sur de Francia encuadra, como la historia lo indica, los últimos días de uno de los más destacados pintores impresionistas, el francés Pierre Auguste Renoir. La frontera con el mar Mediterráneo nos regala paisajes a los que, por momentos, duele ver ya que uno, después, se reconoce sentado en una silla y ése es justamente el mayor logro del director Gilles Bourdos en su último film Renoir (2012): una historia donde el romance y el arte se disputan el primer escalafón dentro de una película que cuando quiere se transforma en una pintura en movimiento. En plena Primera Guerra Mundial, el joven Jean Renoir (Vincent Rottiers) llega herido a su hogar tras haber luchado en el frente. Allí se encuentra con su padre, el viejo pintor Auguste Renoir, interpretado por Michel Bouquet, cuyos dolores lo aquejan continuamente y le impiden vivir con tranquilidad. Una nueva modelo, la bellísima Andrée Heuschling (Christa Theret) llega a su casa ubicada a orillas del Mediterráneo para trabajar con Renoir padre. Será la última modelo con la que trabaje y generará en él un entusiasmo y sentimiento inéditos. No pasarán más que unos pocos días para que Jean comience a enamorarse de ella. Al ver Renoir, el espectador puede jactarse de conocer la vida y obra del impresionista francés. Y no importa cuán verdadero o real sea ese pensamiento, el hecho pasa porque el también francés Bourdos capta y retrata, en poco menos de dos horas, el espíritu y la devoción por el arte, de una personalidad en su estado más deteriorado, pero no por ello menos prolífico. Con un ritmo que, por momentos, se hace un poco lento, nos encontramos con un canto al amor en su más exaltada expresión, que tiene como origen la sensualidad de una mujer, Andrée y se derrama hacia el golpeado presente de Auguste Renoir, alicaído por la reciente muerte de su esposa. También, su hijo Jean comienza a abrirle una puerta a su interés por el cine y ella misma será la que lo incentivará a concentrarse de lleno en crear su camino como director en un arte emergente, como era la cinematografía por esos días. Eran los primeros pasos del reconocidísimo cineasta Jean Renoir, fallecido en 1979 con más de diez películas bajo el brazo. Mientras que Renoir padre pinta la desnudez de dos modelos, entre las que, por supuesto, está Andrée, él le describe categóricamente el significado de una pintura, a su hijo Jean: “Si no te dan ganas de acariciarla es porque no entendiste nada”. Exactamente a lo mismo nos llama Bourdos en cada plano de su film. Nos invita a agarrar el primer pincel que veamos en nuestra cajita que guarda los recuerdos de la primaria y hagamos con él lo que queramos. Una atractiva historia que, con un Michel Bouquet que convence en el papel de Auguste Renoir y una Christa Theret hecha de porcelana, estará lejos de defraudar a todo aquél que crea en la veracidad del arte por sí mismo.
Pasiones de ayer y hoy Ya con una larga y exitosa carrera actoral en su bolsillo, Dustin Hoffman incursiona como director. Rigoletto en apuros (Quartet, 2012) es el resultado de esta experiencia basada en la homónima obra teatral del sudafricano Ronald Harwood. Una historia sencilla en cuanto a su narración que agrada a los ojos y el alma del espectador. Un grupo de músicos retirados vive en la Casa Beecham, una residencia que recibe a dicho tipo de huéspedes en particular, entre los cuales comienza a correr el rumor de que pronto estarán dándole la bienvenida a una nueva persona. Se trata de la destacadísima Jena Horton (Maggie Smith) quien, tras finalizar su carrera como solista, llega a la residencia en la que también se encuentran los tres compañeros con los que, años atrás, compartió un cuarteto. Sin embargo, nadie está al tanto de semejante noticia y no todos ven con buenos ojos la llegada de Jena. Uno de los integrantes del otrora deslumbrante cuarteto de voces es Reginald Paget (Tom Courtenay), ex esposo de Jena Horton. Las marcas actorales son las que enaltecen el film un poco más de lo que su historia posibilita. Pauline Collins y [nid:10565 Billy Connoly] son los más destacados en esta labor, quienes interpretan aquellos personajes que más nos remiten a Hoffman, el actor. Por momentos uno quisiera adoptarlos como abuelos a ambos ya que, por su dulzura y humor -respectivamente- logran enamorar al espectador. Definitivamente, -y claro está que no por casualidad- el trabajo realizado con el elenco en general es aquí uno de los mayores logros del director. Las personas mayores, aquellas con un destacable puñado de años en su haber, tienen el mismo derecho a soñar, imaginar y construir que cualquier otra persona. Incluso más, cuentan con algo más de la sabiduría que aporta la experiencia, respecto a otros más jóvenes. De esta idea de vida nos busca convencer Hoffman, creando personajes que reflejan vitalidad, sentido del humor, deseo y amor por lo que hacen (hicieron), más allá de su edad. Y, excepto por algunos momentos, logra exhibir esta genuina imagen sin que el agua se derrame del vaso. Una nueva celebración en honor a Vivaldi se aproxima y todos los residentes se encuentran ensayando para la muestra que realizarán. La música es un elemento que inicialmente promete darle un toque distintivo o, al menos, característico al film, sin embargo ella termina quedando bastante relegada respecto a la historia que ambienta, como una herramienta que se le va quitando al espectador, con el correr de la película. Por otra parte, el transcurso del relato nos lleva a terrenos, quizás, poco arriesgados que concretan aquello que estábamos imaginando desde hace rato. Más allá de cualquier percepción, hay que saber contextualizar Rigoletto en apuros. En definitiva, estamos frente a un director debutante que sabrá qué pulir en vistas a futuras realizaciones, pero que también puede darse el lujo de mirar hacia delante con la frente en alto.
Mi vida de otro Los debutantes Brian Klugman y Lee Sternthal nos sitúan aquí, con Palabras robadas (The Words, 2012), frente a un film que desde su propuesta convence y hasta promete, pero en su ejecución no alcanza la altura de las expectativas que genera en los primeros minutos. Las historias dentro de historias pueden resultar un recurso narrativo muy atractivo, que hace trabajar la mente del espectador obligándolo, de alguna manera, a atar los cabos que la película nos arroja. Pero sabemos que no son un instrumento fácil de utilizar. Palabras robadas nos introduce en tres historias unidas por la obsesión literaria. Rory Jansen (Bradley Cooper), un joven escritor logra que se publique su primer libro, tras mucho tiempo de trabajo e insistencias que terminaban en pulgares bajos de distintas editoriales. Finamente logra el éxito que tanto anheló. Recibe halagos de todos lados por su obra, sin embargo él sabe que su frustrada pasión por la escritura lo llevó a tomar otra novela ya escrita, pero sin publicar, y adjudicarse la autoría. En su mejor momento, un anciano (Jeremy Irons) localiza a Rory y le hace saber que él es el autor de la novela que robó y lo llevó a la consagración profesional. Encerrándolo todo, vemos que esta historia no es otra cosa que la ficción inmersa en el libro que el escritor Clay Hammond (Dennis Quaid) se encuentra relatando frente a un auditorio repleto. Los minutos iniciales nos llevan para un lado y para otro, de una historia a otra. A medida que transcurre el film, nos vamos enfocando en la historia que nos dan a conocer el escritor Rory Jansen y su esposa Dora (Zoe Saldaña), quien siempre está a su lado para apoyar su perenne entusiasmo literario. Ambos personajes concentran la emoción y la intriga a lo largo del film, con sólidas actuaciones. De este modo, la historia del tiempo presente que tiene a Clay Hammond y la curiosa estudiante Daniella como protagonistas (Olivia Wilde) queda relegada, al punto de caer en el desinterés del espectador. En las desequilibradas dosis encontramos la complicación. Sólo un relato de los que se cuentan tiene un real dinamismo y gana autonomía tal que deja casi irrelevante lo que suceda fuera de ella, ya que, en definitiva, por la escasa presencia en pantalla que tienen Quaid y Wilde, su historia nunca logra ser, en verdad, atrapante. A su vez, resulta llamativo el parecido que existe con Conocerás al hombre de tus sueños (You will meet a tall dark stranger, 2010), dirigida por Woody Allen. Si bien existen claras diferencias entre ambos films, uno no puede dejar de remitirse, a nivel general, al protagonizado por Josh Brolin. Claro está que el plagio, la frustración y la angustia son temas que ya ha abordado el cine y es por eso que exigen un giro novedoso. La intención aquí está, de la mano del juego entre las fronteras de lo real y la ficción, el robo y la admiración por lo ajeno, y la relatividad del bien. Por la ambición de su guión, Palabras robadas pierde fuerza en su resultado final. Klugman y Sternthal tuvieron bajo su mando un gran elenco que nos dejó con ganas de más. No porque no hayan estado a la altura del film, sino justamente por lo contrario. El personaje interpretado por Irons no logra persuadir del todo al espectador y Clay Hammond, escritor que interpreta Quaid, no se desarrolla tanto como quisiéramos, dándonos así la impresión de que no conocemos nada de él. Quien mucho abarca poco aprieta se ha escuchado muchas veces. Son los primeros pasos de estos dos directores estadounidenses. Por el momento, quizás será cuestión de concentrarse en una sola cosa y explotarla lo más posible.
Hacia otra tierra prometida Frente a tanto ruido a partir de la llegada de Tom Cruise a Buenos Aires con la excusa de promocionar el último film que protagoniza, no se puede negar que las expectativas por lo que nos brindaría Oblivion: El tiempo del olvido (Oblivion, 2013) no eran menores, o al menos existían. La ciencia ficción se vale aquí de la escena espacial para contarnos una historia que lucha consigo misma para que lo atractivo y atrapante que tiene prevalezca sobre su, a veces, retorcida complejidad. El estadounidense Joseph Kosinski, también director de lo que fue su ópera prima Tron: El legado (TRON: Legacy, 2010), nos lleva a una realidad futurista y postapocalíptica, en el año 2077 (fecha poco convincente por su proximidad) y en la que Jack Harper (Tom Cruise) y Vika (Andrea Riseborough) tienen la tarea de controlar y reparar los distintos Drones que sobrevuelan un ya inhóspito planeta tierra amenazado por la presencia de una especie a la que llaman “carroñeros”. Ambos acatan diariamente las órdenes de Sally (Melissa Leo), quien se encuentra en una estación espacial a la que ellos irán una vez terminado su trabajo. Sin embargo, Jack Harper, en una de sus expediciones se topa con otros seres humanos, tras la caída de una nave, en la que se encuentra Julia (Olga Kurylenko). Ella hará que Jack comience a descreer de todo lo que lo rodea, su pasado, la autoridad a la que obedece, y en definitiva de la vida que lleva adelante. Con el agregado de grandes efectos especiales y una fotografía extraordinaria –digna de guardar en la retina- Oblivion: El tiempo del olvido mantiene al espectador expectante hasta su último plano, en particular por los continuos giros que va adoptando el relato. En un momento, uno ya no sabe con qué se encontrará, y si bien esta idea puede resultar interesante, tampoco se puede negar la posibilidad de que derive en una historia con asteriscos inabordables. Queda en cada espectador llevar la balanza para un lado u otro. Nos encontramos con un Tom Cruise en su versión más Misión Imposible, inmerso en la acción y aventuras desafiantes, con su hombría envuelta en neón, factor ayudado por las dos bellas actrices (Kurylenko y Riseborough) que lo rodean. Lógicamente, dentro de la relación entre estos tres personajes vemos la esencia más melodramática del film, que por momentos, insiste en aparecer y cae en el exceso. Kosinski muestra en esta superproducción que la ciencia ficción puede salir del simple desenfunde de efectos y la artificialidad estridente. Los logros técnicos están al servicio de un cuento, cuyo conflicto navega entre la conciencia, la noción de la realidad y el tiempo, y las relaciones humanas. Oblivion: El tiempo del olvido nos remite, en algunos aspectos, a La isla (The Island, 2005), film protagonizado por Ewan McGregor junto a Scarlett Johansson, en la que también encontramos personajes que por alguna razón se distinguen, cognoscitivamente hablando, de su entorno y tienen el propósito de ir a algo así como un lugar mejor que se les anticipa continuamente con una gran sonrisa. Claro está que no estamos frente a una seguidilla de tiros láser y movimientos o saltos imposibles. También vale decir que, en la búsqueda de la originalidad, Jack Harper y compañía se enroscan más de lo que, tal vez, esperábamos.