Cuando la fábrica Perrin, perteneciente al grupo alemán Schäfer, entra en crisis, llega a un acuerdo para que sus trabajadores acepten un importante recorte salarial con el fin de salvar la compañía. El acuerdo incluye proteger los trabajos por cinco años, pero dos años más tarde la empresa decide cerrar, dejando en la calle a mil cien empleados. Frente a esta situación, el líder sindical Laurent Amédéo, conduce a los trabajadores a la resistencia y a enfrentarse a la empresa para que cumpla lo pactado. Este trabajador (interpretado de forma sobria, creíble y brillante por Vincent Lindon) es honesto y actúa en base a sus convicciones, tomando las decisiones que cree mejores para todos. La película juega al tono documental, a punto tal que una persona distraída que no conozca al protagonista podrá creer que no se trata de una ficción. Si bien la película no transita por lugares novedosos y no tiene el impacto de un clásico de este estilo como fue Recursos humanos de Laurent Cantet, la potencia narrativa que logra es indiscutible. El mayor valor de la película consiste en observar de manera minuciosa el comportamiento de una persona honesta frente a una situación injusta de una enorme complejidad, liderando a un grupo que originalmente se mantiene unido pero que luego comienza a destruirse, reclamándole al protagonista por las decisiones que ha tomado. Aun sin agregar nada nuevo y con un tramo final carente del rigor inicial, la película es más entretenida que profunda, y su herramienta principal, el verosímil de documental de los primeros dos tercios, no le alcanza para elevarse como un título relevante o fundamental del cine político.
Hamburgo, unos meses después del final de la Segunda Guerra Mundial. Lewis Morgan (Jason Clarke) un coronel británico y su esposa Rachael (Keira Knightley) se mudan a un caserón en las afuera de la ciudad durante el período de reconstrucción de la post guerra. Su nuevo hogar, es en realidad una casa confiscada a una familia alemana. Stefan Lubert (Alexander Skarsgård) era el dueño de la propiedad hasta su llegada. Viudo y con una hija, ahora deberá convivir con los recién llegados, lo cual causará tensiones de todo tipo. En paralelo fuerzas nazis todavía se resisten a la ocupación de los aliados y ponen en riesgo a cada extranjero de la ciudad. Los traumas del matrimonio y de la familia con la que conviven, las secuelas a las que alude el título original del film, pondrán las emociones a flor de piel y desatarán el melodrama que es el núcleo de la historia en el contexto de una Alemania en proceso de reconstrucción. Película de época y melodrama eficiente y de manual, sin la más mínima novedad. De esos films que cuando salen bien son indiscutibles pero que en general se pierden en la multitud de películas parecidas. Keira Knightley es una actriz nacida para esta clase de papeles que aprovecha una y otra vez para su propio lucimiento y también para mejorar en nivel de las películas que cuentan con la suerte de tenerla como protagonista. Todo el resto de los actores y una esperable producción impecable le dan a Viviendo con el enemigo un nivel sólido aunque sin ningún hallazgo en particular.
Evitemos el párrafo inicial que nos cuenta todo el fenómeno previo a la realización de After. Si bien eso explica el éxito y el interés por la película, lo único que tenemos realmente para analizar es lo que se ve en la pantalla. Si fuera un film interesante, también sería interesante describir todo lo que abarca. Si se trata de un fenómeno de época o no, no se discute, pero siendo tan mala película, su valor cinematográfico es casi nulo. Hardin es una chica de vida ordenada y estable que al comenzar la universidad conoce a un chico rebelde de pasado oscuro. Comienzan un romance de manual, donde la chica buena se enamora del chico malo. La historia más antigua en el cine romántico, la misma que ha dado obras maestras y bodrios innombrables. Si acaso este es un film para gente más joven, lo que sorprende es que está tan mal filmada como una película de hace treinta años atrás, ni en eso hay algo nuevo.
La película cuenta la historia de Dante, un niño que entra en la adolescencia en un pequeño pueblo rural. Su padre es alcohólico y la madre, agotada, hace lo posible para salir adelante. En silencio, Dante aguanta el dolor que observa como puede. Su hermano mayor tampoco ayuda. Dante a veces busca refugio en la casa de su abuela o en la de su abuelo. Al mismo tiempo, le ha llegado el tiempo de su primer amor, otra historia que crece en paralelo a las penurias de la familia del protagonista. Luego de un comienzo que parece prometedor, la película se va hundiendo poco a poco en las limitaciones de un cine que no se ve profesional. La mezcla de actuaciones de actores de carreras y aficionados empieza a hacer ruido y lo mismo los diálogos. Tal vez justamente lo que funciona al principio de la historia es la ausencia de frases acartonadas en situaciones poco naturales. No está mal la historia ni la idea inicial, pero no logra plasmar esa ambición en el desarrollo.
El cine de animación podrá ser el amo y señor de la taquilla en Argentina, pero eso no significa que sea el género con mejores películas, no está ni cerca de serlo. Al agotamiento de muchas fórmulas, lo acompañan las películas de animación de segunda línea, no tanto en producción sino más bien en calidad. Parque mágico tiene destino de olvido desde el momento en que se estrena. No tiene identidad ni encanto suficiente para lograr ser una película relevante del género, aun cuando consiga un número razonable en taquilla, como suele pasar con estas películas. Sin un estilo propio, la historia de la protagonista se vuelve falsa, como si se tratara de la copia barata de grandes títulos con el fin de sumarse a algo de su éxito. Hay una historia en la que una niña, obligada a separarse de su madre, se refugia en un mundo de fantasía para sobrevivir. La oscuridad en ese universo, así como también toda la alegría, ha sido creada por la propia niña. Y eso es todo lo que hay para decir de Parque mágico. La mediocridad en una película de animación es agotadora. Ver como un largometraje intenta, con torpeza, producir las emociones de Disney, Pixar o Ghibli sin conseguir, es un espectáculo lamentable. Aun cuando se note un interés por un cine maduro y complejo, recorrer un camino ya agotado no produce ningún tipo de placer, solo aburrimiento.
Cuando una película es tan catastróficamente mala es difícil empezar a explicar que estaba basada en tal cosa y que tuvo otra versión hecha por tal director. ¿Qué puede importar? Lo único grave es que al final de las dos eternas horas de metraje nos prometen más aventuras y dos escenas post títulos nos traen nuevos personajes. Me cuesta mucho pensar en una secuela de este mamotreto, pero si Hellboy (2019) funciona en taquilla es probable que haya una segunda parte. El prólogo de la película transcurre en el siglo VI (épocas donde vivió el caudillo que daría comienzo al origen de la leyenda del Rey Arturo) cuando una bruja malvada llamada Nimue (Milla Jovovich, completamente desperdiciada) que, justamente es derrotada por el Rey Arturo y el mago Merlín. Es cortada en pedazos y esos pedazos ocultos por todo el reino. Siglos más tarde, claro, se completará el plan de unir esas partes para retomar su plan de comandar un ejército de monstruos que dominarán la tierra. Hellboy recibe entonces de la Agencia para la investigación y Defensa Paranormal la orden de derrotarla. Hay tiempo en la película para varios personajes secundarios realmente no interesantes y sub historias insufribles, pero como no podía faltar, descubrimos el origen del mismísimo Hellboy. Y entonces sí, con todo el tiempo libre que nos deja la película para pensar, recordamos la versión del año 2004 dirigida por Guillermo Del Toro. Cuando en aquella película Ron Perlman interpretó al personaje creado por Mike Mignola en 1993 para la editorial Dark Horse, no pudimos medir hasta qué punto el acto debajo del maquillaje era excepcional. Salvando las distancias, fue como Boris Karloff interpretando a Frankenstein en la película de 1931. ¿En qué sentido? En el sentido de que ahora que otro actor interpreta a Hellboy se ridículo y tonto. David Harbour nos demuestra lo buen actor que es Ron Perlman y que no se trata de ponerse un maquillaje y listo. Pero con todos los personajes pasa eso, no hay uno solo que valga la pena destacar en este film del 2019. Las escenas son largas, sin interés, los chistes carecen de toda gracia y siempre parecen forzados y lo único a contracorriente acá es la sangre y el gore de varios momentos. No es suficiente, sin guión, sin dirección, sin buenas actuaciones y sin chispa, es posible que Hellboy se convierta en uno de los papelones de la década. Si tenemos suerte, en lugar de una secuela, habrá borrón y cuenta nueva.
Luchando con mi familia (Fighting with My Family, Gran Bretaña, 2019) es una de esas películas que hace fácil algo que en realidad no lo es: ser genuina y creíblemente adorables de punta a punta. La historia de la familia Knight, un clan que dedica toda su vida a la lucha libre, es tan graciosa como emocionante. Son como Los locos Addams del catch. Desde niños Saraya y Zak han crecido con sus padres Ricky (Nick Frost) y Julia (Lena Headey), ambos luchadores, enseñándoles el arte de la lucha. No conocen otro mundo, no les preocupa otro mundo, son felices así, unidos, peleando en familia. La lucha, en su pequeña localidad inglesa, es una manera de sacar a los chicos de la calle, ayudar a la comunidad, hacer la diferencia con genuina bondad. Saraya (Florence Pugh) y Zak (Jack Lowden) han crecido y son luchadores en su localidad. Pero también han crecido mirando a Estados Unidos, donde la lucha es un fenómeno masivo y donde la WWE (World Wrestling Entertainment) es el gran sueño para los enamorados de la lucha. Cuando aparece la oportunidad de ir a una audición para formar parte de la WWE, ambos hermanos se preparan para ser parte. Aparecerá Dwayne Johnson interpretándose a sí mismo y Hutch (Vince Vaughn) un reclutador exigente pero justo, implacable con los aspirantes a luchadores. Luchando con mi familia es una película de deportes, como Rocky, pero con más humor, aunque no le falta el drama. También es una película sobre el amor de familia, sobre la solidaridad entre mujeres, en contra de los prejuicios que van en todas las direcciones, en un espíritu realmente luminoso. A otra película que se parece es a Un equipo muy especial (A League of Their Own, Estados Unidos, 1992) de Penny Marshall. Cuando Paige (nombre artístico de Saraya) conoce a las tres súper modelos candidatas a ser Divas de la WWE, ella también desconfía, como ellas desconfían de Paige. Pero luego descubrirá la humanidad en ellas, los conflictos, los problemas, las historias detrás del brillo de las luces de la lucha. Es emocionante ver a esas amigas unidas, como lo es también el amor que se tienen en la familia Knight. Gran comedia, excelente película deportiva, emocionante hasta las lágrimas, completamente divertida y con un corazón gigante. El responsable detrás de esta película es el actor británico Stephen Merchant, acá como director, guionista, además de haberse reservado un pequeño rol secundario. Luchando con mi familia es la clase de películas donde todo funciona y donde el espectador se siente feliz con la historia. Es de una nobleza absoluta, una rareza a pesar de que juega al juego más genuino del cine, el del clasicismo sin fisuras.
Cuenta la vida de un hombre religioso, Luis Palau, que se convirtió en líder de la iglesia evangelista. El film cuenta toda la vida de Palau, desde que padre falleciera cuando Luis era aún un niño y como cambió eso su vida para siempre. Desde allí hasta su consagración como evangelista y todos sus logros predicando por el mundo. Sin entrar en ningún tipo de discusión sobre religión o discusiones sobre la carrera de Palau, el gran problema que tiene la película es cinematográfico. Su didactismo desarma cualquier posible verosimilitud y destroza la narración desde las primeras escenas. Está claro que se trata de un film didáctico para difundir, elogiar y exaltar la figura de Palau, pero eso no justifica sus problemas de puesta en escena y direcciones de actores. Tanto miedo hay a dar un paso en falso que cada diálogo parece estar estudiado para que no haya palabras equivocadas. El elenco, conformado mayormente por desconocidos, apenas si consigue dar con el tono, pero esto pasa desapercibido porque están todos atrapados por el guión. El único famoso es Gastón Pauls, quien interpreta a Palau adulto. La voz en off intentando imitar a Palau en las primeras escenas es para escupir el café de la risa, y para cuando uno se acostumbró, llega entonces Palau de cuerpo entero, donde Pauls fluctúa entre algunos pequeños momentos correctos y otros muy ridículos. El guión le queda incómodo y el rol de Palau le queda incómodo, raro, incomprensible. Más allá del personaje y de su popularidad, Palau: la película tiene graves problemas cinematográficos. Si se quiere homenajear a alguien, si quiere incluso hace un film de propaganda, lo mínimo que se necesita es dominar el lenguaje cinematográfico.
Chaco es un documental que requiere algunas informaciones previas. Danièle Incalcaterra, codirector de la película, persigue una tarea titánica: devolver a los nativos guaraníes 5000 hectáreas de bosque paraguayo que heredó de su padre, quien a su vez recibió esas tierras como una cesión del General Stroessner durante la dictadura en Paraguay. El objetivo de Incalcaterra es convertir este espacio en una reserva natural. En su film anterior, El impenetrable, las cosas parecían encaminarse a un final feliz, el presidente Lugo había firmado un decreto que significaba luz verde para el proyecto, pero cuando él dejó el cargo todo el trámite se estancó. Incalcaterra busca la manera de retomar el avance, e incluso la visita del Papa Francisco parece representar una esperanza. La película cuenta una historia ya empezada y termina sin una conclusión. Ver al realizador siguiendo todo como un detective es interesante, otras escenas de documental claramente armadas para la cámara no quedan tan bien y el propio director llorando por un discurso del Papa tampoco parece poseer credibilidad alguna, aun cuando sea completamente auténtica.
4 x 4 contiene dos películas. La primera contiene los primeros dos tercios y la segunda el último. Esta primera sección, por llamarla de alguna manera, está insólitamente alargada, volviéndose anticlimática. El final de la historia queda, en contraposición, con su eufórico tribuneo, apurado y desprolijo. Es posible que los espectadores se lleven el final como idea de la película y que la charla posterior a la función se extienda sobre los temas que en ese final se vuelven explícitos, como si fuera un debate televisivo, tal vez no tanto una película. Una 4×4 impecable está estacionada en una calle no muy transitada de la ciudad de Buenos Aires. Un hombre (Peter Lanzani) se mete para robar lo que encuentra adentro. Su ataque incluye hacer pis sobre el asiento trasero, lo que supera el robo en sí mismo y habla de alto grado de odio. Es raro que la película muestre al protagonista haciendo eso, pero también es una decisión, porque no importa lo que pase será difícil sentir simpatía por él. Cuándo intente bajarse del vehículo descubrirá que no puede. El auto está blindado y su dueño lo ha preparado especialmente para eso: que nadie pueda salir si intenta robarlo. El Dr Enrique Ferrari (Dady Brieva, totalmente fuera de tono, lo peor de la película) está harto de que lo roben y ha creado esta trampa para vengarse de los delincuentes. Cuando su voz comienza a escucharse por los parlantes del auto es que realmente empieza la película. Como en esos duelos juguetones y perversos del estilo de, por ejemplo, Sleuth (1972) la película fuerza la inverosimilitud en pos del entretenimiento y el chiste en sí mismo. Imposible que Peter Lanzani sea es personaje al empezar la película, pero con los minutos, con un buen trabajo de puesta en escena y con el talento del actor, todo se vuelve creíble. Pero claro, un segundo que uno se distraiga o se aburra y las preguntas acerca de la película comenzarán a destruir su endeble estructura. Con un gran director y un gran actor no alcanza. Las cosas que van a ocurriendo para sostener el encierro y la charla entre el médico (aun en off) y el delincuente son cada vez menos interesantes o atrapantes. Se empieza a sentir que el esfuerzo de hacer una película con una premisa tan estricta costó demasiado caro. ¿Pero cuál es el gancho o la novedad que ofrece 4 x 4? Muy simple: como casi nunca en el cine argentino de los últimos quince años, aquí aparece en el centro el tema de la inseguridad. El de la impunidad de los delincuentes y la indefensión de los ciudadanos honestos que una y otra vez son víctimas de un sistema corrupto y de un altísimo número de delincuentes que actúan sin consecuencia alguna en Argentina. Parece mentira, pero aunque el cine argentino tiene una producción de más de doscientos títulos por año, casi nunca aparece este tema tan importante en la vida cotidiana de los ciudadanos, no importa su clase social. Hay mucha valentía por parte de Mariano Cohn y Gastón Drupat, los creadores de la maravillosa comedia antipopulista llamada El ciudadano ilustre. El mérito de tratar un tema que el resto del cine argentino no quiere tratar no es poco, al contrario. El cine argentino cayó un buen tiempo en la complicidad con el poder de turno y recién ahora se pueden ver otras miradas. Estos directores fueron una de las pocas excepciones y hoy, con mejores aires, lo siguen siendo. Pasemos entonces al último tercio, por lo que invito al lector que no ha visto la película y no quiera saber más de la trama, que entonces deje de leer aquí. Hecho el aviso, pasemos a ese momento en que todo cambia y la película se convierte en algo que tal vez, como mencioné antes, la convierta en un fenómeno de taquilla con el boca a boca o el simple deseo de debatir los temas anunciados. Ahora sí, en este final, aparece el Dr. Ferrari, un personaje algo grotesco, desagradable tal vez sin intención, con el fin de que la balanza se mantenga un poco equilibrada. Evitaremos la metáfora política de decir que las tres fuerzas que debaten al final representan las tres fuerzas políticas argentinas más importantes. Pero sí queda claro que el delincuente, la víctima devenida en victimario que es el Doctor y el negociador de la policía (Luis Brandoni) se ponen a debatir sobre el estado de la sociedad. Cuentan con la ayuda de un coro de ciudadanos que gritan sus consignas como la voz del pueblo y que incluye algunos deseos de linchamiento y varios conceptos fascistas de variada índole. Nadie podrá decir que esto es inverosímil. Otras voces pedirán lo contrario. Lo cierto es que 4×4 es más compleja, en su debate algo obvio, que el falso progresismo que se dedicó durante años a esconder los conflictos actuales para lanzarse hacia una relectura del pasado. Cada película puede contar lo que quiera y como quiera, eso hay que repetirlo, pero es raro cuando miles de películas miran para otro lado. ¿Por qué no eligió 4×4 estar más cerca de un título como Tarde de perros (1975) que del juego del gato y el ratón de Phone Booth (2002)? Cuando la premisa de inicio crece mucho, puede terminar contaminando todos los méritos posibles de la película tenía. Y ese es el caso de 4×4.