La solemnidad impostada y la sordidez visual son las herramientas que suelen usar las películas de terror actuales para hacernos creer que son importantes, que son superiores a las ridículas y exageradas películas de los ochentas. Pero Cementerio de animales (2019) tiene el problema de estar basada en un libro y, acá se le complica, tener una versión anterior de 1989. Las comparaciones la destrozan, por lo que mejor no pensar la película exclusivamente desde ahí. El matrimonio del Dr. Louis Creed (Jason Clarke) y su esposa Rachel (Amy Seimetz) y sus dos hijos –una niña de ocho años y un niño de tres- dejan atrás su vida en Boston para vivir en una casa en las afueras de Maine. Desde un comienzo parece haber algo inquietante, pero el mayor peligro parece ser camiones pesados con exceso de velocidad pasando de tanto en tanto a pocos metros de la casa. Un vecino algo extraño pero finalmente confiable, se hace amigo de la familia. El viejo Jud (John Lithgow, brillante, de lo mejor de la película) le cuenta a Louis que hay un cementerio de animales en el terreno que han comprado. Allí todos entierran a sus mascotas. El cementerio es lo suficientemente monstruoso como para que la familia se mude a otro país, más aun cuando un muro de ramas y tierra promete que hay algo aun peor del otro lado. Un lugar donde se sepulta no con la intención de que los muertos no queden descansando en paz. La película renuncia al humor, aceptando solo un guiño al nombre del gato, Church, que al preguntarle a Jud si conoce a Winston Churchill, este (quien lo acaba de interpretar en la serie The Crown) contesta que sí, lo conoce. Lo demás es gravedad, poca luz, sordidez y un largo camino para finalmente entrar en la parte principal de la historia, pero para desaprovechar todo con decisiones que resultan accidentalmente graciosas. Es raro, porque el esfuerzo que supone el realismo de la película, nos obliga a mirarla con otros ojos. La versión de 1989 era más torpe, pero también más salvaje, violenta y perturbadora. Esta película asusta en dos o tres momentos, los esperables, pero desperdicia todo, incluso las ideas nuevas, y si uno no ha visto otra versión o leído el libro incluso me atrevería a decir que está muy mal contada y que el orden en que narra las cosas está mal. Hay demasiadas cosas que no quedan tan claras como ocurría en la otra versión. A pesar de que duran casi lo mismo, esta adaptación del 2019 parece dejar demasiadas cosas afueras. Otra oportunidad perdida.
El documental Pagliacci (Brasil, 2018) es un homenaje al mundo de los payasos. Festeja el veinte aniversario de la compañía La mínima, ensaya una serie de reflexiones acerca del humor y de aquellos que trabajan de payasos y también es el recuerdo de Domingos Montagner, gran artista circense fallecido Pero la película, con algunos buenos momentos, no logra convencer acerca de la maravilla que se supone que es ese mundo, ni cuál es el talento que lleva a la risa cuando ellos actúan. Hay algo incompleto en el documental, como si acaso no terminara de relajarse y tener esa maravillosa combinación de ligereza y tragedia que los payasos poseen. Algunos testimonios se repiten y otros caen en lugares comunes. Es complicado saber porque no quedaron fuera del montaje final. Los payasos, parece demostrar la historia del cine, se llevan mejor con la ficción que con el documental.
Documental centrado en la figura de Eduardo Tato Pavlovsky, conocido actor, dramaturgo, director de teatro y psiquiatra, con una vasta obra que dejó una marca en la historia del teatro argentino y se ha convertido en un referente de todo un grupo dentro de una generación. El documental es un género con una larga historia en el cine argentino y hoy, en el siglo XXI, llegan a las pantallas argentinas una docena de títulos hechos en nuestro país. Los hay de toda clase y no se analizará acá el contenido de la totalidad de ellos. Los hay buenos, malos, divertidos, profundos, con contenido político o sin él, pero lo mínimo que uno espera de un documental es un cierto esfuerzo por parte de sus realizadores. Cuando uno ve un documental con pocos planos, la mayoría con gente sentada en una única posición y tomados siempre de la misma forma, empieza a creer que cada una de esas entrevistas fue hecha con el mínimo esfuerzo y editada de la misma manera. Cuando observa la obra de Pavlovsky, imagina que hay muchísimo para decir, para buscar, para rastrear, que hay material de archivo, lugares por los que él estuvo, situaciones vividas, anécdotas, material de sobra para ofrecer el mejor documental posible. Acá no hay nada de eso, realmente es decepcionante, más cuando todas las semanas vemos documentales completamente diferentes entre sí, pero la mayoría hechos con un poco más de profesionalismo y esfuerzo. Es una tristeza que una figura que alguien considera tan valiosa como para hacer una película sobre él, reciba tan triste homenaje, incluso los entrevistados se ven cansados y desmotivados, hasta atendiendo el teléfono en medio de la toma. Resistir Cholo está por debajo de la línea de profesionalismo y seriedad que a esta altura el cine argentino tiene.
Shazam! es una película bastante tonta. Esto no dicho de forma peyorativa, no todavía. Aunque esconde dos buenas historias tristes detrás de su catarata de chistes bobos, lo cierto es que prefiere instalarse en el espacio ligero pero no inteligente de una comedia infantil. No es para chicos, solo es infantil por la manera en la que está contada y la forma en la que resuelve los conflictos. Pensar que esta película vaya a ser la primera de muchas es un buen medidor acerca de lo irrelevante que es hacer buen cine cuando la franquicia está asegurada. Por si acaso Shazam! se guarda el mejor chiste para el final, justo antes de que empiecen los títulos, tal vez para dejar su costado más simpático en la memoria del espectador. Luego habrá dos escenas durante los títulos, para asegurarse que la ya demasiado larga película se vuelva un poco más larga y nos robe más tiempo a los espectadores. La oscuridad ridícula que intenta mezclar con los chistes simplones no pega ni por un instante. Se podrá decir que es un humor pop, ligero y refrescante el que tiene la película, pero para mí ponerse a hacer tantos chistes significa que odian a los personajes y solo intentan quedarse con su público cautivo, no construir algo realmente bueno. Sí, la herencia de la película Quisiera ser grande (Big, 1988) de Penny Marshall está blanqueada. También se multiplican las referencias a otras películas, juegos, comics y demás, así los que entienden esos guiños pueden reírse fuerte y sentirse más cultos. En el medio hay que soportar más de dos horas de película que, insisto, no valen la pena, a pesar de varias ideas buenas y algunos momentos simpáticos.
Van Gogh ha sido una figura que siempre despertó interés en el cine, de la misma manera que ocupa un lugar clave en el imaginario mundial. Su figura, las leyendas a su alrededor, los detalles de su vida, de su muerte y su obra, siempre han llamado la atención. Cualquier cinéfilo que se precie, cualquier que sepa en serio sobre cine, sabe que es imposible superar la biografía cinematográfica que hizo sobre Van Gogh el realizador Vincente Minnelli en 1956. Sed de vivir (Lust for Life) contaba con un inolvidable Kirk Douglas en el rol de Vincent y con Anthony Quinn como Gauguin, la película era de una belleza y una complejidad que se quedará por siempre como la obra maestra que es. No hay porque preocuparse, eso no impide que haya muchos otros films, algunos buenos, otros no tanto, sobre el célebre pintor. El director Maurice Pialat realizó Van Gogh (1991) y también merece un lugar destacable en las aproximaciones al personaje. Akira Kurosawa eligió a Martin Scorsese para interpretar a Vincent en uno de los episodios de su film Sueños (1990). En este nuevo acercamiento al personaje recurre a biografías más modernas y –si acaso esto es necesario- plantea datos biográficos muy diferentes a las versiones anteriores. Es emocionante ver una “nueva” biografía de Van Gogh, casi una sorpresa. En cuanto a los elementos estéticos vuelve a quedar clara la desesperación por los cineastas por evocar la obra en cada encuadre, por luchar para que la película sobre Van Gogh se vea en muchos aspectos como un cuadro de Van Gogh. Claro que después del titánico esfuerzo del film de animación Loving Vincent (2017) y de los cineastas mencionados, es mejor ir a buscar por otro lado, porque lo estético difícilmente pueda ser igualado. Julian Schnabel, director especializado en biografías, busca darle una impronta propia al film, pero en este aspecto hay que decir que el resultado dista de ser perfecto. Un exceso de cámara en mano, los destellos en el lente, todas cosas que subrayan la presencia de un equipo de rodaje y un camarógrafo, le quitan a la película potencia, la vuelven inútilmente forzada hacia la modernidad que en muchos otros aspectos no tiene. Las subjetivas, las miradas a cámara, todo eso empantana a la historia, distrae del drama. La que rescata a At Eternity´s Gate es la mencionada actualización de la biografía y un elenco sólido de actores. Pero por supuesto, toda la película se deposita sobre ese gigante que es Willem Dafoe, actor de muchísimas grandes actuaciones, un imprescindible que acá consigue llevar a la película al siguiente nivel. Su actuación es más Van Gogh (haya sido así o no en la realidad) que todo lo que se arme alrededor del personaje. Su angustia, su pasión, sus miedos, su energía, todo está en Dafoe y un trabajo enorme, entre los mejores que ha hecho en su carrera.
Terror latino Una mujer mata a su esposo y a su hijo. Años más tarde, una familia parece estar conectada con aquel evento del pasado cuando el padre de familia es atormentado en sus pesadillas con esa y otras imágenes similares. Es el comienzo de una película de terror de origen mexicano dirigida por Acán Coen que muestra el interés por el género que existe en el continente. El protagonista descubrirá pronto que las pesadillas tienen una base de realidad. Para él, su esposa y su hijo, las similitudes inquietantes comienzan a multiplicarse. Todo será peor luego un accidente de auto producto de lo que el personaje cree es un ataque de una fuerza maligna. Esos son los primeros minutos de la película, filmados con oficio pero anunciando también todos los defectos que tendrá el relato. Empezando por los golpes de efecto en el sonido, que no son producto de una sofisticada planificación sino del truco fácil de levantar la música y los efectos de sonido de golpe. El uso excesivo de este recurso agota la paciencia de cualquier espectador y muestra también las limitaciones del film para crear climas. Las ideas visuales del film, que existen, deberán luchar contra estas cosas. Más en la imagen que en el sonido es que Visitantes asusta. Será finalmente la presencia de una casa de muñecas siniestra será la puerta de entrada al terror del film. Y luego los lugares comunes se irán repitiendo, uno a uno, como en un manual de cómo asustar de manera estándar. Hay más vueltas y personajes, pero ya avanzar sobre ellos sería explicar sobre la trama demasiadas cosas. Pero se extiende demasiado y la película agota sus recursos antes de llegar a la hora. Los golpes de efecto pasan convertirse en aburrimiento y aunque poco a poco cambia el personaje protagónico en la historia, el interés no se renueva. Se llega, incluso, al ridículo. Visitantes repite el problema de casi todo el cine de terror latinoamericano, donde la corrección es el límite y nunca se llega a generar verdadera sorpresa o marcar un nivel que haga la diferencia. Oficio ya hay, ahora hace falta genio para dar un paso más allá.
Si acaso hay una alegoría política sobre Estados Unidos en el presente, La Rebelión (Captive State, 2019) no logra llamar la atención más allá de esa sospecha. ¿Pero quién recordará estas mediocres películas coyunturales leídas como otra protesta frente al gobierno? La acción transcurre en un barrio de Chicago. Nueve años atrás una ocupación extraterrestre ha controlado el poder. Pero existe una resistencia y el mundo se divide entre los colaboracionistas y la resistencia. No puede haber alegoría sobre Estados Unidos, cuando en realidad se parece mucho más Francia en la Segunda guerra mundial, por dar un ejemplo claro. Muchas películas y series, en particular de ciencia ficción, han tratado este tema. Conseguir algo novedoso no es sencillo, aun con algunos buenos actores y ciertas ingeniosas resoluciones. Pero nada le cae peor a esta clase de películas que empezar a jugar con las vueltas de tuerca. Si se quiere hacer un discurso político, las vueltas de tuerca lo destruyen, y si no se quiere hacer un discurso político entonces debe haber una ligereza y una idea de espectáculo más sofisticada que la que se ve acá.
Un trineo tirado por perros se abre paso por un paisaje nevado, con esta imagen inicial La guarida del lobo logra llamar la atención. Se adivina desde el comienzo el deseo de hacer una película visualmente bella, en un paisaje agreste, alejado de la civilización, un lugar con reglas distintas al mundo. Allí vive un viejo llamado Toco (José Luis Gioia) quien ha encontrado su lugar en el mundo y no quiere renunciar a él. Pero encuentra tirado al costado del camino a Vicente (Gastón Pauls) un joven de ciudad que ha ido a parar a ese lugar. Lo rescata de la muerte y lo lleva a su cabaña. Ahí Vicente descubre ese nuevo mundo y también se entera que hay gente interesada en comprar los caros terrenos de Toco. Un problema se avecina. El paisaje nevado imponente, los perros que acompañan al viejo solitario, la vida fuera de la ciudad, todo vuelve atractivo a la película, que solo se encontrará limitada no por la trama policial o de western, sino cuando aparezcan más actores y no estén a la altura del mundo creado por el director. Si acaso José Luis Gioia es una prueba más de que un comediante puede convertirse sin problemas en un excelente actor dramático y si Gastón Paul recupera su mejor forma actoral acá, la aparición de un clásico fuera de moda como Víctor Laplace desarma en parte el clímax de la película. Pero los logros de la película son indudable y, una vez más, el sur nevado demuestra ser una fantástica locación para contar historias.
La historia que cuenta la película es la de un pintor llamado Javier Belmonte, simplemente Belmonte para todos. Está pasando por un gran momento profesional, aunque tiene problemas con su familia, con su padre, con su ex mujer a lo que no termina de aceptar como tal y una hija muy despierta que tal vez sepa cuál es el misterio que angustia a Belmonte. No parece ser mucho lo que cuenta la película y los actores tienen esa distancia que no siempre termina de hacer creíbles las situaciones, pero aun así los personajes crecen y el protagonista se vuelve interesante debido al enorme talento del director. La resolución visual de las escenas nunca busca ser espectacular y aun así, para el espectador atento, tiene hallazgos de inusual calidad. En el descuido y la urgencia del consumo audiovisual, muchas veces se le presta más atención al guión y la actuación, sin darse cuenta que en el cine estos dos elementos son importantes, pero la palabra final la tienen la cámara y el montaje, y ahí Belmonte hace la diferencia.
Si El kiosco se estrenara en 1989 parecería una película antigua, abarrotada de lugares comunes, sepultada en costumbrismo pasado de moda y mal ejecutado. Estrenada en el año 2019 es simplemente algo que no se termina de entender. No es que sea el único ejemplo de esta clase de cine, hay muchos ejemplos de costumbrismo en el cine argentino, pero aunque ninguno funcione, al menos tienen una eficacia mayor o un poco más de potencia dramática. Mariano (Pablo Echarri) invierte todos los ahorros de su retiro voluntario para comprar el kiosco de Don Irriaga, del que tiene un recuerdo idealizado de su infancia. Pero el viejo kiosquero lo estafó: están a punto de construir un túnel para pasar por debajo de la vías del tren y la calle será cerrada por al menos nueves meses. Sin tránsito, el kiosco está condenado al desastre. Mariano, su esposa artista plástica (Sandra Criolani) y su pequeña ven tambalear toda su vida, incluso arriesgando su propia casa. Esta tragicomedia intenta buscar el humor, la emoción y el drama sin conseguir nunca su cometido. Dos o tres pequeñas ideas y algún chiste funciona un poco, pero la sensación de artificio y escenas forzadas que se suceden a lo largo de la película hacen que eso difícilmente sea suficiente. Momentos realmente muy ridículos sin intención debilitan cualquier posible identificación con el protagonista. Y tampoco la película se gana la lógica como para un final emocionante como muchas películas han sabido ganarse. La nobleza y la honestidad en un mundo de traiciones y miserias es un tema que la película intenta tocar, pero no es tan fácil hacer algo así que funcione. No es tanto ese mensaje lo que falla en la película, sino la manera en que está armada la historia. Y a esta altura creer que un actor como Pablo Echarri es capaz de sostener a un personaje como el de Mariano es por lo menos no estar muy conectado con su carrera y sus posibilidades. El costumbrismo de la película es tan obvio y subrayado que genera algo de vergüenza ajena, aunque no tanto como la banda de moda adolescente que marca una subtrama paralela y le da un toque extra de ridiculez definitivo.