The Party empieza con un plano detalle de una aldaba. La puerta se abre y una mujer desencajada con un arma en la mano apunta a cámara. Esa cámara podría ser la ruptura de la cuarta pared o la subjetiva de un personaje. Luego vienen los títulos y la acción principal del film que obviamente son los eventos previos a ese comienzo y desenlace. La mujer que abrió la puerta es Janet (Kristin Scott Thomas) quien acaba de ser nombrada ministra del Gobierno inglés. Con ese motivo varios amigos se reúnen en su casa para festejar. Siete personajes en busca conflictos remanidos y lugares comunes de ese subgénero insufrible al que podríamos llamar películas que parecen una parodia de lugares comunes de mal teatro. Sí, es un nombre muy largo, pero no tan largo como tener que atravesar los eternos setenta y un minutos que dura la nueva película escrita y dirigida por Sally Potter. Cada personaje tiene una personalidad marcada y exagerada. Como no hay forma de que la película encuentre en el lenguaje del cine sus ideas, no queda otra que cada personaje hable y repita una y otra vez lo que piensa, de donde viene, que le molesta y que está sintiendo. Si la película dura un poco más de una hora es porque todo se repite varias veces, a fin de guiar al espectador, subestimando su inteligencia y su capacidad de pensar algo de forma independiente. Si acaso el cine es el arte de manipular las emociones, la falta de ideas visuales solo puede ser reemplazada por la insistencia de guión. No se manipula con el lenguaje, se taladra con los clichés. El tono de comedia negra y drama que la película busca recuerda los peores intentos de Woody Allen por imitar las peores versiones del cine de Ingmar Bergman. Pero a diferencia de estos dos cineastas, esta película no puede evitar la peor de las tentaciones: la vuelta de tuerca. Luego de machacar con su discurso misántropo y explotar las miserias humanas, la película elige desembocar en su final ingenioso, justamente para demostrar que no hay nada menos inteligente que tapar la ausencia de profundidad con una fanfarronada ingeniosa. Esta idea tan pequeña de creer que subrayar las miserias humanas es la manera de entender a las personas, este concepto tan ramplón de buscar en ello el arte y la seriedad, son las cosas que convierten a productos como The Party en la peor clase de cine. Si su objetivo es amargar al espectador y generarle algo de angustia, lo logra, a cualquiera que ame el cine le amarga un rato de su vida y le genera la angustia de saber que en el año 2018 hay que gente que no entendió de que va el cine.
Las combinaciones perfectas suelen ser combinaciones refinadas y complejas. Encontrar el equilibrio ideal entre dos universos distintos es un acto de magia que esconde inteligencia y talento. Tan complejo es lo que hace The Happytime Murders que el título local tropezó y cayó en un ridículo ¿Quién mató a Los Puppets? Demasiado cine para poder venderlo de forma clara. Tal vez deberían haber elegido justamente eso, promocionarla como lo que es: una película extraordinaria. En una ciudad de Los Angeles de auténtico clima de film noir, la historia comienza siguiendo al detective privado llamado Phil Phillips. Phillips es una marioneta –literalmente- en un mundo donde los humanos y los muñecos coexisten de forma tensa. Los muppets no tienen el mismo estatus social de los humanos pero aun así, todos comparten la ciudad. Phillips tiene una oficina como la de Humphrey Bogart en El halcón maltés (o cualquier otro film noir clásico hasta la actualidad), una secretaria humana que lo ama secretamente y un trauma del pasado que lo ha dejado a afuera de la policía de Los Ángeles donde él trabajaba. Cuando llega una femme fatale –o puppet fatale, para ser más exactos- llega a encargarle un caso queda claro que Phillips se meterá en un problema más grande de lo que parece. Phillips quedará en el medio de un asesinato múltiple en una tienda porno y pronto descubrirá que alguien está matando a los protagonistas de un éxito televisivo llamado The Happytime Gang, una vieja sitcom de los ochenta protagonizada mayormente por muñecos. La investigación lo conectará con su antigua compañera del servicio policial Connie Edwards (Melissa McCarthy) con quien aun tiene cuentas pendientes. Juntos son el dúo de investigación más clásico que se puede imaginar, bien al estilo del policial negro de las décadas de los sesentas y setentas. Este guión podría haber sido protagonizado por Steve McQueen, James Coburn, Lee Marvin, Charles Bronson, Clint Eastwood, Angie Dickinson o James Caan. La película la podría haber dirigido Don Siegel o Jean-Pierre Melville. Pero claro, además de ser un perfecto policial de aquellos años, la película es una comedia y no cualquier comedia, sino una comedias con muppets, sí, con los muppets de la línea de Jim Henson. De hecho la película está dirigida por Brian Henson, el hijo del creador de esta clase de muñecos. Algunos creen que puede ser una falta de respeto, incluso hasta llegaron a sufrir una demanda de la empresa productora de Sésamo Street. Sesame Workshop consideró ofensiva la línea promocional que decía “No Sesame, all Street“. Por suerte no ganaron, porque obviamente era una tontería. Todo lo bueno del mundo del policial y todo lo bueno del mundo de los muppets se combina en esta historia. El ya de por sí bastante irónico estilo de diálogos del film noir se combina con chistes delirantes producto de la existencia de muñecos en esta clase de historias. Un humor completamente adulto atraviesa la historia y no es otra cosa más que la versión graciosa de las tramas de venganza, sexo y violencia de los policiales de este tipo. Todo funciona, todo es gracioso y a la vez dramático e incluso tiene la profundidad y la melancolía propia de esta clase de títulos. Es una película de otra época que se salva de ser una pieza de museo debido al humor irreverente y anti solemnidad de los personajes y las escenas. Citar, entre muchos films, a Bajos instintos es un guiño ideal para delatar el puritanismo de espectadores y críticos, incapaces de manejar una película con tantas aristas complejas. Finalmente es ridículo pensar que esta película no forma parte del mundo de los muppets. Sí es una película adulta, pero no solo está hecha por muchos de los que han hecho los muppets durante décadas, sino que además es la prueba final de que los muppets eran en serio. Jim Henson no se tomaba a la ligera sus personajes ni los consideraba una tontería. Es por ese motivo que hacer una comedia adulta, con sexo y violencia no hace más que corroborar que los muppets son una forma de arte tan digna como cualquier otra y que por lo tanto pueden protagonizar toda clase de historias. De hecho Brian Henson dirigió anteriormente dos películas de Los Muppets adaptando clásicos como Charles Dickens y Robert Louis Stevenson. No estamos frente a un film maldito, simplemente a una película que corre el riesgo de ser menospreciada. El menosprecio es algo que la gente que se ha dedicado a la comedia desde el comienzo del cine hasta la actualidad ha tenido que enfrentar. Mientras tanto siguen haciendo maravillas como The Happytime Murders.
La extraordinaria obra del cineasta iraní Abbas Kiarostami estuvo marcada siempre por su vínculo con el cine experimental. Además de sus obras de ficción y sus documentales, Kiarostami realizó películas que podrían llamarse experimentales. Si bien todo el cine de este director fue una reflexión acerca de la naturaleza del cine, algunas de sus películas llevaron al extremo su sus planteos sobre la imagen. Five Dedicated to Ozu (2003) o Shirin (2008) son dos ejemplos bien distintos entre sí pero que buscan desentrañar la esencia del cine y su vínculo con el espectador. Kiarostami murió en el año 2016, pero dejó una obra póstuma digna de sus inquietudes y sus planteos estéticos. 24 cuadros parte de la obra Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel, este cuadro pintando en 1565 muestra un paisaje invernal como los que se verán a lo largo de toda la película. Ese cuadro inicial es el prólogo, lo que viene después son imágenes tomadas por el propio Kiarostami. “Siempre me pregunto en qué medida los artistas tratan de representar la realidad de una escena. Los pintores y los fotógrafos solo capturan una imagen, pero nada de lo que sucede antes o después”. Y los veinticuatro cortos que componen la película son esos minutos previos o posteriores a las imágenes elegidas. Con efectos digitales, animación y demás trucos de post producción, el director genera cuadros en movimiento con pocos pero significativos elementos. Los sonidos de la naturaleza, interrumpidos ocasionalmente por la presencia humana y los sonidos de sus invenciones, el movimiento de un pájaro, una vaca o el océano, todo en su mínima expresión, en su forma más pura, pero también emocionante y deslumbrante. La presencia de unos patos hace recordar aquel plano fuera de serie de Five aunque aquí no se llegue nunca a ese punto tan alto de euforia cinematográfica. La película es de una enorme belleza y su naturaleza experimental le puede quitar orden pero a la vez la vuelve inagotable. Sus imágenes pueden verse para siempre. Es una emoción extra saber que es el último nuevo film de Kiarostami que tendremos. Su genialidad, su lucha contra las limitaciones que marcaba el filmar en un país de censura y persecución, su talento para pensar el cine, todo eso quedará por siempre en una obra que ya marcó la historia del cine.
Esta nota cuenta elementos de los primeros minutos de la película donde hay vueltas de tuerca y sorpresas importantes. Queda el lector advertido. Dos jóvenes que trabajan de valet parking en un restaurant tienen un sistema para robar las casas de los incautos clientes mientras cenan. Se turnan en esta tarea, yendo uno a robar y el otro quedándose en la puerta del local, estudiando que no terminen de comer las víctimas. Pero cuando Sean entre a la casa de un solitario cliente de clase alta se encontrará con una sorpresa. En mitad del robo descubre que el dueño de casa tiene atrapada a una mujer amordazada y atada y un cuarto preparado para asesinarla. No parece su primera víctima tampoco. Tiene que decidir entonces si intenta rescatarla o llamar a la policía o volver al restaurant para no ser descubierto. El comienzo de la película es impactante y funciona a la perfección. Pero las películas no son buenas si no logran sostener sus premisas hasta el final. Con todos los trucos que nos enseñaron las películas de Alfred Hitchcock y todos sus seguidores, Latidos en la oscuridad logra mantenernos en vilo durante un tiempo, se lanza a vueltas de tuerca poco tímidas y construye la idea de la pesadilla del protagonista de forma efectiva. El asesino tiene un plan que supera al joven ampliamente y no parece haber salida posible. Seguramente no la hay y por eso una vez que la película se juega hacia el exceso ya no tiene manera de sostener el aumento de tensión hasta el final. Todos los últimos minutos son la pereza que hemos observado cientos de veces. Tal vez un espectador sin mucho cine encima pueda disfrutar más de los lugares comunes aun no agotados para él, pero quien conozca esta clase de guiones se verá decepcionado en el último tercio de película. No es que todo este mal tampoco, simplemente no hay nada nuevo ni particularmente brillante en esta película de Dean Devlin, guionista de películas malas y menos sofisticadas que su segundo largometraje como director.
No hay género más grandes y complejo que el western. Aunque con razón se lo asocia exclusivamente a Estados Unidos, el género existe en todo el mundo, o al menos parte de su iconografía y sensibilidad. Australia no es un excepción y su paisaje permite que incluso visualmente las películas tengan un perfecto aire de western. La acción transcurre en los años veinte del siglo pasado. Sam es un hombre aborigen de mediana edad que trabaja para un predicador en el interior del Norte de Australia. Cuando Harry, un amargado veterano de guerra, se muda a un rancho vecino, el predicador envía a Sam y a su familia para ayudar a Harry a rehabilitar sus corrales para el ganado. Pero la relación de Sam con el cruel e irritable Harry se deteriora rápidamente y termina violentamente. Será entonces cuando Sam se convierta en un criminal y se vea obligado a huir por el interior del país. A partir de esta premisa el director arma un western oscuro, amargo, violento. Mucho más cercano al pesimismo de las películas de dicho género posteriores al cine clásico. Es decir, aquellas que brillaban más por su bajada de línea que por su complejidad como obras de arte. Y Sweet Country no es más que una versión actual y australiana de los mejores y peores elementos de aquel período. Su pesimismo es contundente pero a la vez se agotado, repetido, incluso forzado. La necesidad de llegar a confirmar la tesis del realizador le quita originalidad y gracia. Bien filmada y sólida con sus notables actores, la película es eficaz como narración, más allá de la falta de originalidad y su cuidado discurso político. El pesimismo puede ser un lugar común tan aburridor como el final feliz.
Todas las semanas se estrenan documentales argentinos en la salas de nuestro país. La mayoría tiene una salida pequeña que, con suerte, tiene un estreno simultáneo en streaming. Es posible que imaginar a los espectadores yendo al cine a ver esta película sea algo voluntarista y alejado de la realidad. Pero esos documentales siguen llegando y muchos de ellos valen la pena, como es el caso de Regreso a Coronel Vallejos, dirigido por Carlos Castro. Aunque no es una regla, los documentales cuyo centro no es el discurso político o militante suelen ser los mejores. Insisto, no es una regla, pero es como si al no hacer películas con una bajada de línea acartonada y solemne, los directores fueran capaces de conectar mejor con la historia que quieren contar y con sus personajes. Cinematográficamente suelen ser más interesantes, más entretenidos, más interesantes y, como ironía final, muchas veces pueden ser igualmente políticos. El problema no es el documental político, es el documental panfletario. El problema no es el cine documental, es el mal cine. Regreso a Coronel Vallejos es un documental como muchos temas, con muchas historias. Es un documental sobre Manuel Puig, pero también es un documental sobre General Villegas, el nombre del pueblo en el cual se crió el escritor. En sus libros La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969), el libro fue inmortalizado con el nombre de Coronel Vallejos. La película es también un documental sobre los personajes reales que todos en el pueblo vieron retratados en los personajes de ficción. El estreno de Boquitas pintadas (1973) de Leopoldo Torre Nilsson no hizo más que multiplicar el revuelo que produjo en el lugar verse retratado por su ingrato hijo pródigo. También el documental es sobre Patricia Bargeño, una bibliotecaria que luego de una tragedia personal se convirtió en admiradora y devota de Manuel Puig, a punto tal de ser llamada La viuda de Puig en el pueblo. Ella luchó para que el villano que había traicionado a los suyos se convirtiera en ciudadano ilustre y en objeto de estudio y admiración. En el siglo XXI es la cosa más natural del mundo que un pueblo admira a un escritor de semejante calidad, pero durante mucho tiempo esto no fue posible. Los motivos no eran solo por los textos de Puig, sino por su condición de homosexual, algo contrario a las ideas conservadores del lugar. El film posee buen material de archivo, bien utilizado, incluyendo al propio Manuel Puig hablando sobre su obra. Un lujo que coloca a esta película por encima del promedio de los documentales argentinos, generalmente poco ricos en estos hallazgos. Tampoco se puede dejar de pensar en El ciudadano ilustre, la película de Cohn y Duprat, con Oscar Martinez en el rol de un escritor de mucho prestigio que vuelve a su pueblo para encontrar una superficie de admiración que tapa un odio profundo hacia quien los retrato con dureza en sus libros. La diferencia es que El ciudadano ilustre es ficción y por lo tanto puede cargar sus dardos con divertida ferocidad, en un documental hacer esto sería incorrecto y falto de ética, pero el realizador lo sabe y mantiene un exacto tono sobrio y respetuoso, pero sin ser complaciente. Un escritor mundialmente famoso, una mujer que luchó por su correcta valoración mientras buscaba reinventarse a ella misma, un pueblo que se vio trastocado por haberse convertido en material de ficción, un montón de personajes ya muertos y otros que recuerdan lo que pasó. Mucho material interesante hay en Regreso a Coronel Vallejos. No hay espectador que no pueda sentirse atraído por alguno de los temas de este gran documental.
El megalodón o megalodonte (Carcharodon megalodon o Carcharocles megalodon), nombre que significa “diente grande”, es una especie extinta de tiburón que vivió hace entre 19,8 y 2,6 millones de años, aproximadamente. Algunas apariciones en algunas películas de bajo presupuesto le han permitido volver a la vida en la ficción pero claramente este estreno es el que lo ubica en la primera línea del cine actual. Este tiburón gigante es un material atractivo para el cine, siempre interesado por monstruos gigantes y animales prehistóricos. Muchas horas de entretenimiento y felicidad cinéfila está vinculada a estas criaturas. La historia gira en torno a una base marítima dedicada a la exploración de las profundidades del océano. Un multimillonario financia una investigación que busca probar que la profundidad del océano es mayor a la conocida. Con el hallazgo de que realmente es así, vendrá el descubrimiento de una criatura monstruosa que se convertirá en cazador de los exploradores. Cuando los exploradores queden atrapados en esa profundidad, la única solución será llamar a un especialista en rescates, Jonas Taylor (Jason Statham). Jonas está retirado, porque en su última misión no pudo salvar a todos los atrapados y nadie aceptó su teoría de un monstruo marino. Los expertos de la base, algunos ex compañeros de Jonas, deberán buscar la manera de salvar a sus compañeros y decidir qué harán con el peligroso descubrimiento científico. Un poco de todos los grandes films del cine catástrofe aparece en el guión, como era de esperarse, pero desde el nombre el nombre del protagonista, Jonas, las citas se multiplican de forma abierta o sutil a lo largo de la trama. Jonas y la ballena, el relato bíblico, contaba una historia donde el protagonista fallaba en su misión, huía de ella, y debía pagar arrojándose al mar, siendo tragado por un enorme monstruo marino, una ballena. Luego era perdonado y la ballena lo vomitaba. Si pensamos que el Jonas de la película es acusado de fallar en su misión también, las similitudes no son casuales. Sin embargo, y para ser estrictos, no hay nada religioso en la película y hay muchas estructuras iguales en la historia del cine. Un gran héroe de acción, un monstruo espectacular, un equipo que lo acompaña (y que incluye a la hija de la heroína, una joven experta en exploración marítima y tiburones) sin perderse ni un solo tópico del género. El problema de la película es que su desequilibrio se impone por encima de todo. Varias escenas interesantes y con tensión, se suceden sin lograr que ninguna sea realmente memorable, al menos hasta el final. La película plantea tres territorios de combate que van desde el fondo recién descubierto del océano a la superficie del mismo. Pero a todas les falta una conexión fluida, todas podrían ser la última escena, lo que descoloca al espectador con este constante efecto anti climático. En la fundamental decisión de si la película va a ser delirante o seria, tampoco encuentra la manera de resolverlo, empezando con mucha solemnidad y terminando al final con algunos toques de humor y absurdo. Esto suena incoherente dentro de una trama que se alarga por su falta de fluidez. Hay, como corresponde, un homenaje a Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg, porque es casi como un diezmo que debe pagársele al maestro. A pesar de sus buenos momentos aislados, la película no termina de armarse e incluso está desaprovechado Statham como héroe físico. Solo al final tiene un par de escenas memorables para que el actor pueda lucirse en lo que más sabe.
Hace unos años, tal vez veinte, las salas de estreno tenían una variedad de la que hoy carecen. Aunque por aquellos años también nos quejábamos, está claro que gran parte de los mejores cineastas del mundo hoy no llegan a la Argentina sino es través de los festivales y los ciclos de cine. El cable y las plataformas de streaming, que han crecido y han cambiado por completo el consumo audiovisual también luchan por cubrir las limitaciones de la cartelera local. Uno de los muchos ejemplos de cineasta que tuvo gran repercusión y llegó a estrenar comercialmente es Naomi Kawase. Conocida en Argentina a partir del estreno de Suzaku (Moe no suzaku, 1997) en la sección La mujer y el cine del Festival de Mar del Plata, la película tuvo un largo circuito de premios en los festivales del mundo, incluyendo la Cámara de Oro en el Festival de Cannes. Pero más allá de los premios, su carrera se volvió foco de atención a partir de entonces, alternando la directora entre la ficción y el documental y entregando algunos films memorables. Entre ellos la película Shara (2003) que le permitió llegar a más espectadores y para muchos fue la primera vez que se encontraron con el talento de esta directora. Su cine, que muchos consideraban exclusivo para festivales, se ha volcado a narraciones un poco más clásicas, como es el caso de Una pastelería en Tokio (Sweet Bean/An, 2015). En esta película Kawase muestra el mismo estilo de todos sus films, incluyendo un bello plano inicial tan atractivo como el de Shara. Acá la directora cuenta la historia de Sentarō, el solitario encargado de una pequeña pastelería en la ciudad de Tokio. Sentarō es un personaje reservado, algo osco y a diario sirve dorayakis. Tiene una clientela pequeña y es capaz de regalarles sus pastelitos a tres adolescentes con tal de que se vayan del local. Su rutina absoluta y serena se ve interrumpida por la aparición de una anciana fascinada por el árbol de cerezo frente al local quien le pide a Sentarō trabajo como ayudante. La septuagenaria llamada Tokue no parece la empleada ideal, pero su insólita insistencia se ve recompensada cuando Sentarō descubre que ella tiene una sobresaliente habilidad para hacer la pasta de porotos dulces que llevan los pastelitos dorayakis. Estos dos personajes, sumados a un joven habitué del local, son el trío protagónico de la película. Con la simpleza de los maestros del cine japonés, Kawase consigue una vez más captar lo intangible. Su capacidad para ir mucho más allá de la superficie tomando elementos sencillos es desde el comienzo de su carrera su mayor virtud. Las acciones de los personajes, mínimas, cotidianas, con pocas palabras y una gestualidad mínima se convierten en el perfecto canal de transmisión de sentimientos de los personajes. Cuando conozcamos mejor a Sentarō y Tokue no será a través de su pasado, sino de las marcas de ese pasado en su presente. El Tokio que aparece en la película no es el céntrico, el acelerado mundo de la gran ciudad japonesa, sino el de los barrios aledaños, que sigue luchando entre lo viejo y lo nuevo. El tema favorito de grandes cineastas japonesas vuelve a aparece aquí. Lo tradicional amenazado por los cambios, pero no solo en el sentido literal de las transformaciones sino en su significado en la vida de las personas. En la desesperada búsqueda de sentido, en la velocidad del cada día, se pierde la esencia de las cosas. El respeto por la pureza de las cosas, por ese instante de sensibilidad artesanal es el corazón de la película. Una pequeña tarea realizada a la perfección, cada día un poco mejor, pero siempre hecha con lo mejor que uno puede ofrecer se convierte en sí mismo en un arte, en un fin en sí mismo. El respeto por la sabiduría de los ancianos, la lucha contra los prejuicios y temores de la gente, la idea de que los jóvenes busquen un camino diferente al asignado, la posibilidad de inmortalizarse en un detalle pequeña capaz de resumir un mundo, todas esas cosas están plasmadas con la belleza de quien las comprende y venera. Por amor al mejor cine proveniente de Japón y también porque sin duda están conectados, no hay que dejar de mencionar a Yasujiro Ozu. Si el más grande de todos, el más sabio, el más coherente de los directores japoneses se viene a la mente al ver Una pastelería en Tokio es porque Naomi Kawase comparte mucho de su cine con él. Pero mientras que Ozu tenía una mirada por momentos oscura y desesperanzada, Kawase se descubre más optimista. Ozu vivió el final de una era, Kawase observa los elementos todavía rescatables de esa época. Hablábamos de que la directora filma de manera más clásica que en sus películas anteriores pero que esto no suene a que no están sus mejores planos ni la poesía de su arte. La forma en la que Kawase filma las hojas movidas por el viento o el más pequeño plano detalle demuestra que aun se fascina y nos fascina con los misterios que nos rodean. Sus personajes son tan adorables que para cualquier espectador será sencillo entrar en el mundo de ideas complejas y abstractas. No existe una forma única de hacer cine, pero los grandes maestros nos hacen sentir, en lo que dura su cine, que no hay mejor manera que la estamos viendo. Esa maestría la domina a la perfección Naomi Kawase.
NADA NUEVO BAJO EL BRAZO. Still/Born es una película de terror que parte de premisas bastante conocidas. Como ocurre con docenas de estrenos de ese género por año, todo lo que nos interesa como espectadores es saber si esta película conseguirá ir más allá de los lugares comunes y la mediocridad general a la que desde siempre el género nos tiene acostumbrados. Siempre han existido demasiadas películas de terror, así como siempre el género ha dado obras maestras dignas de figurar entre lo mejor de la historia del cine. El problema no es la ausencia de buenas películas de terror, sino todas las que transitan por caminos ya demasiado gastados y no logran aportar nada nuevo. Cada década tiene su estilo de película adocenada y los últimos veinte años han reinventado, usado, agotado y estirado algunos recursos que ya todos hemos visto. El demonio quiere a tu hijo cuenta la historia de Mary y su marido, un matrimonio a punto de ser padres de gemelos. Al momento del parte uno de los bebés muere y Mary es diagnosticada con depresión post parto. Pero en realidad ella cree que sus angustias están vinculadas con una ente siniestro que intenta robarle a su bebé. Toda la película juega con la dualidad entre la posible locura de ella y la presencia de un verdadero monstruo al que debe combatir para salvar al recién nacido. La ambigüedad de la historia, que también sirve para reflexionar sobre la angustia, de una madre en particular y de las personas en general, con respecto al mundo incomprensible que nos rodea. Como ocurre siempre con el género, la premisa no alcanza, se necesita además de la idea original un desarrollo de la misma, la creación de un clima, la resolución novedosa que demuestre talento por partes de quienes hicieron la película. Nada de eso está ahí y las muchas posibilidades de drama, emoción y también terror que la película tenía quedan reducidas a imágenes ya muchas veces vista, como la ya clásica cámara de seguridad en los cuartos. Es hora de renovar el terror y encontrarle nuevos caminos para transitar, aun para quienes quieran hacer películas pequeñas y sin demasiadas ambiciones.