TRES MIRADAS Por primera vez se estrena en el circuito comercial un film de Lee Chang-dong. Esta, su última obra, vuelve a poner de manifiesto –con claridad y sutileza- todas las virtudes de un autor insoslayable a la hora de pensar en lo mejor del cine contemporáneo. 1) La mirada de Mi-Ja En Poetry hay, casi de manera exclusiva, un solo punto de vista, el de Mi-Ja, su protagonista, quien a sus 65 o 66 años –ella misma duda al respecto- debe enfrentar dos hechos inesperados, trágicos. Por un lado, los primeros síntomas del Alzheimer, que van modificando lentamente su manera de relacionarse con el mundo; y por otro, la participación de su nieto –con quien vive y de quien está a cargo- junto a otros compañeros de colegio en reiteradas violaciones a una compañera que termina suicidándose. Semejantes acontecimientos –uno producido en lo biológico interno y otro en lo mundano externo- son, no solo dolorosos y difíciles de enfrentar, sino -sobre todo- irreparables. La enfermedad, no tiene cura; y la vejación de un ser humano y su posterior muerte, son imposibles de subsanar. ¿Qué hacer entonces?, ¿cómo enfrentarse a estas dos representaciones de lo más terrible de la existencia? Sólo el arte, si puede alcanzar lo sublime y trascender lo biológico y lo mundano, es capaz de marcar algún camino. Eso parece proponer Lee Chang-dong (el más extraordinario entre los cineastas coreanos que han alcanzado reconocimiento mundial en los últimos años), ya que su relato está signado por el acercamiento de Mi-Ja a la poesía, a la que trata de acceder a la par que se enfrenta con lo comentado anteriormente. En la primera de las clases en las que se anota, el profesor dice que la poesía es el arte de mirar. Una definición tan sencilla como cierta (y que, desde ya, puede extenderse al cine, y al arte todo). Así, para poder escribir poesía, es necesario aprender a ver las cosas “de otra manera”. Y ver-de-otra-manera es mirar; o mejor: aprender a mirar. Poetry es el camino de aprendizaje de Mi-Ja, quien luego de esforzarse y preguntar incansablemente a su profesor y a otros poetas sobre cómo escribir, consigue hacerlo cuando alcanza lo fundamental: ponerse en el lugar del dolor ajeno, alcanzar la compasión, y cuando ya no queda nada y el mundo parece ignorarlo todo en su nihilismo e idiotismo, hacer de la caridad el único fin posible del hecho estético. Su poema final (es muy significativo que Mi-Ja sea la única del curso que finalmente escribe algo) es el legado de una mujer que logró trascender lo biológico y lo mundano a través de la caridad, de la compasión, por el camino del arte. Y si Lee Chang-dong se recuesta (casi) exclusivamente en el punto de vista de esa mujer es para que seamos capaces de contemplar el proceso de aprendizaje de su mirada, desde los intentos casi siempre vanos de escribir algo luego de observar frutas, flores o aves, hasta ese logrado poema final dedicado a Agnes (la adolescente muerta). Y revelarnos esa mirada que incansablemente busca y finalmente logra la belleza estética y sentido trascendente es también, por oposición a todo el resto, poner de manifiesto todas las carencias éticas (o morales) y estéticas del mundo. 2) La mirada del cine El cine, cuando es cine, siempre mira. O sea, “ve de otra manera”. La puesta en escena es la manera en la que el autor mira. Algunos directores (los hay por todos lados) apenas ven y así consiguen meras representaciones audiovisuales. Otros en cambio miran, y hacen cine. Lee Chang-dong pertenece a este último grupo. Decíamos antes que el punto de vista de Poetry corresponde a Mi-Ja “casi de manera exclusiva”. Y lo decíamos así porque hay algunos pequeños momento en los que, desde la puesta en escena, el autor parece querer tomar una incidencia mayor, poner a distancia al personaje y contemplarlo sin que su propia mirada –la del personaje- esté en juego o nos esté dando información. Esto, es verdad, no significa necesariamente un quiebre en el punto de vista del relato, pero sí marca una intención que aquí se contrapone con el enfoque mayoritario que tiene el film, que la gran parte del tiempo se empata con la mirada de su protagonista. Por eso los momentos del film en los que el punto de vista no es el de Mi-Ja no pertenecen a ningún otro personaje sino al del propio autor, o si se quiere (y así lo queremos) al del cine como arte específico del saber mirar. Uno de ellos pertenece a la escena en la cual los padres de los amigos del nieto de la anciana la convocan en un bar para informarle de lo sucedido y de la idea que tienen para resolver el asunto: juntar entre todos una importante suma de dinero para darle a la familia de la víctima y así evitar las consecuencias para sus hijos. Toda la charla que mantienen los padres transcurre con una naturalidad que sorprende, y ninguno de los presentes parece conmoverse por Agnes ni por el dolor de su familia. Excepto Mi-Ja, quien espantada se levanta y sale a la calle. Lee Chang-dong decide dejar su cámara en el interior, y así poder tomar a su protagonista del otro lado de la ventana. Esta decisión no es más que un recurso de puesta en escena para que veamos a la protagonista de otra manera. Ella no es como el resto, como esos hombres que se muestran inconmovibles ante lo terrible. Para terminar de entender este sentido, cuando la cámara sale a la calle vemos que Mi-Ja está contemplando unas flores para intentar escribir poesía, o sea que está viendo de otra manera, esta mirando, algo que el grupo de hombres que la había convocado es incapaz de hacer. Hay otros momentos en los que la puesta en escena, y el punto de vista, escapan de la protagonista. Como al comienzo del film, cuando a través de un paneo de izquierda a derecha pasamos de la imagen contemplativa de las aguas de un río con montañas de fondo a las de un grupo de niños jugando. Uno de estos niños, segundos después, descubre –corte de montaje mediante- el cuerpo muerto de Agnes. Ese movimiento de cámara, y esa combinación de planos, es la expresión de la mirada propia del autor, que resume en ese comienzo buena parta de su visión: la belleza natural del mundo y el estado de inocencia de los hombres interrumpidos, atravesados, por lo terrible (consecuencia, luego sabremos, del hacer de los propios hombres). Pero hay algo más en este comienzo, que tiene que ver con ese paneo antes mencionado y que tiene su continuación simétrica, su clausura, al final de la película, cuando aparece, fugazmente, una nueva mirada. 3) La mirada de Agnes El camino de Mi-Ja –el de su mirada- termina cuando logra escribir su poema y así aunarse con Agnes (nombre cristiano de la adolescente cuyas reminiscencias –ya sea por vía griega y/o latina- son por demás significativas), en un acto estético sublime que es, sobre todo, un inmenso acto de compasión. Lo que Mi-Ja logra es darle voz a la víctima. El extraordinario cierra del film nos presenta a una protagonista que desaparece de campo para dejarnos sólo su voz recitando “La canción de Agnes”, la pieza poética que pudo componer. De repente la voz se transforma en la de una adolescente, que es la que concluye la lectura del poema. Poco después, sobre un puente, vemos a Agnes (tal vez en los últimos instantes de su existencia), y entonces la cámara hace un paneo de derecha a izquierda –concluyendo así, en sentido contrario, el movimiento que daba comienzo a la historia- hasta que Agnes mira y sonríe directo a la cámara. ¿A quién se dirige? Tal vez a Mi-Ja, a quién el director le presta su propio punto de vista para que en una eternidad cinematográfica se fundan, finalmente, las tres miradas.
LA VÍCTIMA ES EL CINE La quinta película del prestigioso director, ganadora del la Palma de Oro en Cannes, es una muestra de autoindulgencia y arbitrariedad, en la que el cine queda hundido por capas de grandilocuencia estética y confusas posturas religiosas y filosóficas. La característica más notoria de Terrence Malick es su singularidad. Se trata de un hombre que filma muy poco, que no da entrevistas y que no aparece en público. Casi un Tomas Pynchon del mundo del cine. Estas características parecieran darle de por sí un aire de artista interesante. O sea: el culto a la personalidad por encima de la contemplación estética. Pero seamos justos: la singularidad de Malick radica, sobre todo (y es lo único que debería importarnos), en su propia obra. Cualquier cosa podrá decirse de sus películas, a favor o en contra, pero jamás que se parece a tal o cual cineasta. El cine de Malick es reacio a las comparaciones, sus imágenes consiguen un aire, un clima muy particular, que las diferencia tanto de la tradición más clásica de su país como así también de los parámetros industriales contemporáneos y de cualquier otra cinematografía, mainstream o experimental. No es poco mérito, aunque, claro, hoy día la originalidad es muchas veces un valor sobredimensionado. Es claro también que, desde Badlands (1973) hasta El nuevo mundo (2005), las decisiones estéticas y las formas narrativas utilizadas por este cineasta que en alguna oportunidad supo ser profesor de filosofía, están supeditas a una visión del mundo particular, que oscila entre la contemplación pasiva de lo bello y terrible de la creación y la reflexión producto de una busca de sentido para la existencia y una religación con la esencia del universo. Es por esto último que a Malick se lo puede incluir dentro de lo que se denomina “trascendentalismo norteamericano”, un corriente filosófica en la que se juntan los conceptos de monismo, idealismo trascendental y panteísmo (aunque a veces pananteismo) con ciertos elementos cristianos protestantes, el liberalismo, y algunos otros componentes como el hinduismo, por ejemplo. Como puede verse una mezcla bastante confusa y típica del la mentalidad norteamericana del siglo XIX, con la que, dicho sea de paso, el cine clásico de Hollywood supo ajustar cuentas de manera ejemplar. Pero esa es otra historia… En El árbol de la vida, Malick no se sale de sus obsesiones, incluso parece querer intensificarlas para construir una oda, un himno al universo (que no excluye lo terrible) para recordarle al hombre su unión fundamental con la creación (es en esta busca de religación que El árbol de la vidapuede entenderse como una película religiosa). Intenciones que nadie puede invalidar, desde ya, y que hasta incluso se las puede elogiar de antemano por sus buenos propósitos y por su ambición. Ahora bien, el tema, el quid de la cuestión, es el camino estético buscado y los resultados conseguido para representar tales intenciones. Y es ahí donde Malick falla estrepitosamente, extremando los defectos que ya presentaba su anterior film y que en La delgada línea roja parecían asomar aún en estado larvario. La película está construida sobre una narración fragmentaria. La mayor parte transcurre en la década del 50, y se centra en los vaivenes de una familia constituida por un padre muy severo y frustrado, su mujer angelical y santa de toda santidad, y los tres hijos que buscan su lugar en el mundo entre las opuestas personalidades de sus padres (naturaleza vs. gracia, vendría a ser). La atención está puesta sobre todo en el mayor de los hermanos, el más sufrido por la situación, y a quién también vemos ya de adulto -encarnado por Sean Penn- a través de las idas y vueltas temporales que propone la película. En esta oscilación entre los 50´ y la actualidad hay un punto medio, un hecho que sucede durante la juventud y adolescencia de los hermanos: la muerte de uno de ellos. Este doloroso hecho es el punto de partida para todas las preguntas y planteos que propone Malick, ya sea a través de sus personajes o por fuera de ellos (como cuando se manda con una larga representación del origen y la evolución del Universo, una muestra de la autoindulgencia y la arbitrariedad absolutas: todo vale en este pretensioso film). El gran problema es que todos esos planteos oscilan (la oscilación parece ser el aspecto fundamental de esta confundida y confusa película) entre pensamientos fugaces, dudas o sentencias de los personajes (siempre por medio de sus voces en off) y un manejo de las imágenes y sonidos que explotan las virtudes audiovisualistas del director y su fotógrafo pero que de tan recargadas mueren en el regodeo y la cursilería, sin generar sentido o profundidad simbólica. Si las angulaciones particulares, los movimientos ostentosos y los cortes de montajes notorios resultan molestos por gratuitos, peor aún son aquellos planos en los que las acciones parecen tener la intención de alegorizar algo imposible de identificar concretamente. Así, la madre levita en su jardín y el personaje de Sean Penn deambula por una playa llena de personajes conocidos y no tanto. Esto último, ¿es una imagen de su futura muerte y entrada a un paraíso?, ¿es una representación de su interior, en la cuál es capaz de perdonar, superar la pérdida de su hermano y alcanzar armonía con el Universo? Imposible saberlo dentro de la lógica propia de la película. El árbol de la vida es literal y pesada en su oratoria, a la vez que indescifrable y cursi en su aspecto audiovisual. Y por ello todo lo que podría llegar a plantear se pierde en un todo rebuscado y sobrecargado de espectacularidad. Aunque tal vez, después de todo, entre tantas palabras, entres tantas cuestiones trascendentes tanteadas (creación, Dios, naturaleza, gracia, muerte), no haya ningún punto de vista, ningún pensamiento interesante, sino un sincretismo de creencias religiosas y filosofías que no pueden aportar más que confusión. Y cuya primera y principal víctima es, claro, el cine.
LA ABSURDIDAD DEL MAL Remake de la recordada La hora del espanto (1986), este film de horror con toques de humor, se destaca por su estructura clásica y por devolverle a la figura del vampiro su maligna y aterradora esencia. El vampiro es un arquetipo, un mito. Por eso siempre está. Pero según el signo de los tiempos, la suerte de sus representaciones. Hoy día podríamos decir que estamos frente a un auge, o moda, del tema vampírico, y esto pude notarse en la literatura, el cine y la televisión. ¿La suerte que corre tal tema? Nada buena: es muy poco lo rescatable, ya que la mayoría del material colabora al vaciamiento del mito, maquillando a las malignas criaturas con cursilerías varias, poses cool, romanticismo mal entendido, naderías adolescentes, parodias y alegorías sociales. El vampiro vuelto fetiche, ni más ni menos. Pero –decíamos- el arquetipo, el mito, siempre está, así que no resulta extraño que en alguna de sus actuales representaciones sea capaz de aparecer en su dimensión correspondiente. Noche de miedo (Fright Night), remake de un pequeño clásico de los 80, es el film-lugar donde el vampiro vuelve ser lo que siempre fue: esa criatura primitiva y aterradora. Una otredad absoluta y diabólica. Una fidedigna representación del mal. >br> La historia se centra en Charlie, un adolescente a quien no le queda más remedio que aceptar que el seductor hombre que tiene como vecino, y que en principio despierta el interés de su madre y de su novia, es un vampiro. Esta situación le es advertida en primera instancia por un compañero de colegio, antiguo amigo cuya condición de nerd los ha distanciado. Cuando este viejo amigo desaparece (a manos del vampiro), comienza la “aventura” de Charlie, un camino que lo llevará por tres estadios: el de descubrimiento, el de supervivencia-escape, y finalmente el correspondiente contraataque para eliminar al vampiro y rescatar a su novia. Una estructura clásica tanto en su faz narrativa como en la simbólica: el camino del héroe puesto en escena como el otro arquetipo (representante del bien) necesario para contraponer al del vampiro. Y es ese transitar por estructuras clásicas lo que le permite a Noche de miedo ser una lograda película de género, que invita al espectador a recorrer el camino junto al héroe, identificarse con él, y experimentar –vicariamente- como propias todas las experiencias terroríficas que se presentan en la pantalla. Un tren fantasma, un laberinto ilusorio repleto pruebas. Eso y no otra cosa ha sido siempre el buen cine de terror. Y esto se logra no por la espectacularidad ni cantidad de efectos especiales, sino –sobre todo- por la rigurosidad de la puesta en escena y la narración. Otra virtud de Noche de miedo es la inclusión de momentos cómicos, algo que ya estaba presente en el film original, y que aquí resaltan por el buen manejo que se hace de ellos. En primer lugar porque escapan de la parodia, y así el tema del vampiro y el terror que se genera alrededor nunca dejan de ser tomados y representados en serio. Hay más de una ocasión en las que se produce un clima raro, producto de la irrupción de detalles graciosos en medio de situaciones de espanto. Entonces, lo que se ve resulta absurdo. Tan absurdo como lo es en sí la presencia de un vampiro, del mal más puro, en un mundo donde tal cosa es imposible de creer, y por lo tanto –y sobre todo- imposible de identificar y, faltalmente, de combatir. Charlie no tiene la menor idea de cómo enfrentar al vampiro, y apenas si conoce ciertos lugares comunes, como que nunca se lo debe invitar a entrar al hogar o que le repelen los crucifijos. En uno de los grandes momentos de la película, el vampiro le dice, mientras el protagonista trata de espantarlo con una cruz, que si no tiene fe, no sirve de nada. Esa declaración es una clave: Charlie, en su perfecto pueblito norteamericano, vive una realidad totalmente secularizada, y por lo tanto no tiene con qué enfrentar a esta encarnación diabólica, que, como decíamos al principio, es mostrada como tal y sin vueltas. Este vampiro, como todo ser demoniaco, se muestra como un gran tentador que se sirve de las debilidades humanas y sus deseos. Así, al amigo nerd, antes de morderlo, lo seduce recordándole todo el remordimiento que este tiene por haber sido siempre el blanco de burlas y abusos, y a la novia de Charlie, que nos fue mostrada con claras apetencias sexuales, directamente la posee a través del erotismo. Cabe destacar la escena en la que transcurre esto último, donde en medio de un boliche el vampiro puede hacer de las suyas mientas el resto del mundo –que goza y ríe- es incapaz de notar los terribles hechos que allí suceden. Y algo más. En el instante en que su novia está siendo poseída, a Charlie lo echan del lugar por ser menor de edad. Otra vez el absurdo: mientras que alguien es apartado por ser menor de edad, en mismo lugar, y a pocos metros, una chica, también menor, puede montar una escena erótica con un hombre mayor sin que nadie lo note. El mal presente en lo cotidiano parece ser el tema central Noche de miedo. Lo absurdo se presenta también a través del personaje que aportará la solución. Una especie de showman que monta espectáculos de temas vampíricos en los casinos de Las Vegas. A él recurre Charlie, y en él encontrará la forma para matar al vampiro y recuperar a su novia cuando le provea un objeto sagrado y primitivo, totalmente ajeno al mundo en el que viven los personajes de la película, y única herramienta capaz de terminar con el monstruo. Esto refuerza, por si hacia falta, la gran virtud de Noche de miedo: devolverle a la criatura de colmillos afilados su verdadera esencia maligna. Quedará en cada espectador la tarea de leer o interpretar este mal según pueda, quiera o le convenga. Ya sea como metáfora de algo contingente (como del despertar sexual o crecimiento del protagonista, por ejemplo) o como una visión de algo más raigal y primario. Allí están las manzanas que tan llamativamente come el vampiro en cuestión para orientarnos.
STEVE ROGER: EL NOMBRE DEL HÉROE La última aparición de un personaje de Marvel en la pantalla grande antes del mega lanzamiento de Los Vengadores, es una lograda película bélica y el relato de un enfrentamiento tan simple como eterno: la lucha de un héroe contra un mal absoluto. Todos los personajes que tienen origen en el mundo de los comics poseen historias muy complejas debido al paso de los años, los cambios de autores y, claro, la coyuntura social cambiante. El Capitán América es un buen ejemplo. Tuvo su nacimiento en 1941, de la mano de Jack Kirby y Joe Simon, año en el que Estados Unidos ingresaba de manera activa a la Segunda Guerra Mundial. Por esto los fines del personaje tenían que ver con causas principalmente propagandísticas. Pero no siempre fue así, sino que hubo cambios en el rumbo que tomaba el personaje según pasaban los años. Uno muy importante fue cuando se hizo cargo Stan Lee, que le dio un giro que lo alejaba un poco del patrioterismo más ramplón, aunque siempre manteniendo, en el fondo, la buena “conciencia norteamericana” (en realidad, ¿qué otra cosa son la mayoría de los héroes de historietas sino un intento de darle carnadura mítica y heroica a cierto sueño norteamericano?). Por esto motivos, y algunos más, Steve Rogers (nombre civil del Capitán América) siempre fue un personaje muy interesante, muchas veces por las propias intenciones que en él depositaron los autores, pero también porque sin ser algo buscado, ha dado pautas para pensar el origen ideológico y cultural, a través contradicciones y ambigüedades, de la mentalidad social que le dio origen. La película recoge todo esto y pone de manifiesto esas contradicciones y ambigüedades. Incluso, hasta posiblemente lo haga de manera conciente, lo que la vuelve inteligente, además de lograda. Porque lo primero que hay que de decir de Capitán América: el primer Vengador, es que es una muy buena película bélica, llena de secuencias de acción impactantes, pero que sobre todo están narradas con solvencia. Todas se entienden, todas mantienen suspenso y jamás agotan. Joe Johnston, artesano con una carrera digna de atención, sabe narrar y tiene mano clásica, y eso le permite llevar adelante un film con todo el gigantismo típico de las producciones de superhéroes sin perder de vista nunca lo esencial: el desarrollo dramático de la historia. Siguiendo con los logros formales, uno de puntos más altos del film es ese trío de actores secundarios realmente de excelencia conformado por Hugo Weaving, Stanley Tucci y el siempre enorme Tommy Lee Jones. Y he aquí otro de los grandes pilares de todo cine con aires clásicos: la grandeza de los personajes secundarios. Muy bien, ¿y todo este andamiaje tan logrado para contar qué? Simple: la lucha entre un ser con conciencia de bien (Steve Rogers, disfrazado de Capitán América), contra un mal absoluto, esencial (Johann Schmidt, extremado en Red Skull). Pero para llegar a esta simplificación (que es el mayor logro de la película), es necesario en el camino ir desprendiéndose de otras cuestiones. La primera es que Steve Rogers/Capitán América se vuelva un individuo particular, excepcional, un héroe que escape a la parafernalia patriótica. Y para ello están todos esos momentos patéticos en los que el personaje debe hacer espectáculos de humor, musicales y demás para que el público compre bonos que solventen la guerra contra los nazis. Todo esto, claro, está manejado por dos políticos caricaturescos, los más estúpidos y desagradables personajes de la película. Es una visión muy crítica de la política, el modo de hacer propagando y de cierta conciencia de espectáculo norteamericana: todo un gran show en el cuál es imposible divisar valores elevados (¿cómo no pensar en esa “nueva política” que se veía llegar en Un tiro en la noche, de John Ford?). En realidad, las causas que moverían a Estados Unidos a la guerra jamás son mencionadas, pero por su omisión y por el payasesco ropaje que llevan, queda claro que de ninguna manera se corresponden con los motivos que deben mover a un héroe. Steve Rogers sabe que debe pelear por algo más, tiene un deber moral y ético: pelear contra los “abusadores” (“bullys”), como dice desde su inocencia y desde su propia historia. Para hacer aún más hincapié en el hecho de que el héroe del fin en realidad es más que la encarnación de un país y su ideología, está el hecho que el nazismo se ve extremado. Si ya de por sí el nazismo es sinónimo de mal, extremar sus características nos lleva directamente a pensar en un mal absoluto, el que encarna Red Skull, cuya crueldad, ambición y fealdad es aún mayor que la de Hitler y sus tropas, a quién de hecho se impone. Hay una marcada intención de llevar el asunto un poco más allá de “Norteamérica contra los nazis”, de mover todo hacia un lado más arquetípico, y en gran medida eso está logrado. Otro punto se mueve también en esta dirección es que el científico responsable de transformar con sus investigaciones a Steve Rogers en un superhéroe no es estadounidense y es el único que sabe cuál es el verdadero enemigo al que hay que derrotar (Red Skull). Es este hombre quien elige por su cuenta a Rogers: sabe que es el único con valores particulares para enfrentar a ese mal absoluto. Y Rogers podrá derrotarlo no sólo por los poderes adquiridos, sino por sus valores heroicos. Tanto Red Skull como Capitán América han aumentado, “agrandado,” sus cualidades. Pero paradójicamente, o no, ese agrandamiento también los ha dejados más expuesto en sus esencias, que se verán enfrentadas. Ese enfrentamiento, y ningún otro, es el centro de la película. Sin embrago, como le ha pasado siempre al personajes de los comics, y como decíamos al comienzo, las dudas, o la ambigüedad, siempre estarán rondando. Los colores, ciertas simbologías (como el famoso escudo del Capitán) son muy fuertes, y la propaganda siempre parece a florar, incluso y tal vez, a pesar de los hacedores de la historia. Eso es el Capitán América. Sin embargo, parece decirnos la película, el verdadero héroe tiene un único nombre: Steve Rogers.
¿EN LA BOCA DE LA LOCURA? El rey del terror regresa con un pequeño film que emana claros aires de clase B, y en el que repasa tópicos clásicos del género mientras demuestra que su pulso narrativo y su excepcional manejo de la puesta en escena siguen intactos. 1) Val Lewton, Roger Corman, John Carpenter: tríada de nombres propios que marcan los tres momentos fundamentales del cine de clase B. El primero fue el responsable, en su fundamental rol de productor, de esa excepcional serie de nueve películas que entre 1942 y 1946 –de La mujer pantera a Bedlam- se filmaron en la RKO, en pleno reinado de los Estudios, cuando estos, entre sus estrategias para ampliar el campo estético y temático, y para llegar a la mayor cantidad de gente posible, impusieron otro sistema de producción que sólo en apariencia era menos importante y menos sofisticado que el de la clase A. Por su parte, Corman llegó hacia el final de la era dorada de los Estudios, para constituirse –ya como productor y director- como el continuador y el último discípulo en intentar prolongar lo hecho por hombres como Lewton, aportando ya un aire decadente (debido al período histórico en el que le tocó actuar) y exponiendo algo fundamental: la paternidad espiritual de Edgar Allan Poe. Finalmente, como un solitario autor destinado a ser cíclicamente ignorado o festejado por razones equivocadas, aparece Carpenter, director en cuya obra el espíritu de la clase B se hace un lugar ya como estilo incorporado, de manera fantasmal y autoconciente, porque sin sistema de Estudios es imposible que exista real y concretamente un cine clase B (es hora de dejar esto en claro). Así, cuando hoy día decimos “clase B”, no podemos referirnos a otra cosa que no sea al aura que rodea los films de John Carpenter. Aura que podemos contemplar claramente en Atrapada (The Ward). 2) Un tema recurrente, constante y esencial de los films fantásticos de horror es el de la locura. Más allá de inexactitudes o errores en la descripción de los síntomas de los personajes que la padecen (algo que poco importa dentro del aquí y ahora de cada película), lo fundamental es la posibilidad que el tema permite para tratar la cuestión del doble. El desorden de personalidades múltiples, así como también las alucinaciones, permiten acercarse a ese otro lado donde lo monstruoso se hace presente. Ese otro lado es, justamente, el de la locura, un término siempre utilizado de manera polémica en el cine de horror, ya que esa denominación médica no puede terminar de explicar todo lo que sucede aunque en algún momento del relato así pareciera (el ejemplo máximo al respecto es Psicosis, que desde el título mismo hasta el discurso final del psiquiatra juega con esta cuestión). Y así aparece entonces la cuestión del mal y cómo representarlo, cómo volverlo un hecho estético. Es esto el centro de todos los relatos de horror, que han encontrado, como ya habíamos anticipado, una coartada perfecta en los temas relacionados con la locura. En este terreno entonces se mueve el viejo Carpenter en Atrapada. Luego del prólogo (una secuencia que deberá unirse al epílogo para entender la ambigüedad que se plantea entre una posible resolución médica o fantástica) vemos a una joven escapando hasta que llega a un casa que termina incendiando. Luego es apresada por dos policías y finalmente internada en un manicomio. En este lugar es encerrada en un pabellón especial (al que denominan “the ward”) junto a otras cuatro mujeres, también jóvenes. Allí descubre la presencia de un fantasma que persigue a las internadas. El mérito del director es cómo logra, a partir de la puesta en escena y del ritmo que le imprime al relato, que cada escena presente un clima extraño, enrarecido, siempre alucinatorio. Muchas veces de terror concreto e impactante (los momentos en los que hay alguna muerte) pero también en otras ocasiones mucho más sutiles, como ese momento en el que –mientras que desde afuera se escucha una tormenta profética- las chicas parecen divertirse bailando hasta que irrumpe el terror. Un momento que es todo un ejemplo de puesta en escena, de manejo del ritmo y de la sugestión. Y así es todo el film. Carpenter da una clase cinematográfica con materiales mínimos. Explotando al máximo los pocos escenarios, lo básico del guión y los recursos actorales mínimos (o sea, todo un genio de la clase B). Y marca diferencias con su alrededor, por ejemplo con los excesos autorales y vacíos de Scorsese en La Isla siniestra, o con ese objeto estéticamente no identificable llamado Sucker Punch, de Zack Zynder. Pero ese explotar al máximo los recursos tiene sentido no sólo por sus logros formales, sino, sobre todo, porque apuntan al todo del tema. Que la totalidad del relato tenga un clima pesadillesco y misterioso responde a la intención de disfrazar el punto de vista del relato, para que no podemos discernir qué es una alucinación del personaje de lo que es real, o bien si todo es una construcción. Y si es esto último, entonces aparece otra vez la dualidad: ¿se trata simplemente de un producto de la locura o la construcción es de otro orden? ¿Alcanza con la explicación médica?, ¿o es necesario también una fantástica, es decir metafísica? En la posibilidad de responder –o no- esas cuestiones a través de la dilucidación de la puesta en escena, radica la comprensión y el éxito de esta pequeña película.
EMBRIAGADOS DE AMOR Esta película de origen francés, que retoma hechos reales, evita caer en el mero ejercicio periodístico o sensacionalista, y se presenta como una obra profunda y con suficientes méritos estéticos que hacen que sea capaz de sostenerse por sí misma más allá de la importancia de los sucesos que le dieron origen. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. El 26 marzo de 1996 siete monjes franceses pertenecientes a la orden cisterciense fueron secuestrados por un grupo guerrillero islamita en las montañas de Atlas, Argelia, durante un período particularmente violento de ese siempre convulsionado país. Luego de negociaciones frustradas (o boicoteadas, aún no está claro) entre el grupo armado, los servicios secretos y los gobiernos de Francia y Argelia, las cabezas de los monjes (habían sido decapitados) fueron encontradas por el ejército argelino. De dioses y hombres es un más que logrado film que narra esos acontecimientos con calma y convicción, superando la barrera del facilismo de los golpes bajos, el amarillismo y la demagogia. Es un film preciso, y en más de un momento precioso, cuyo centro es el heroísmo (o santidad) de un grupo de hombres entregados a la fidelidad, la amistad y la caridad por medio de la fe mientras son acorralados por un clima adverso y violento. Los primeros minutos de la película se prestan a resaltar las tareas diarias en el monasterio y la relación que los monjes mantienen con la comunidad islámica en la que viven. Vemos no sólo la asistencia médica, caritativa y espiritual que le brindan a los habitantes, sino también que participan de su cultura, como ese momento en el que los monjes asisten a la ceremonia de circuncisión de un niño, a la que son invitados con felicidad, y de la que son partícipes con el mismo sentimiento. Durante ese ritual, además, contemplamos algo fundamental, clave, en las intenciones del film: el tiempo que le dedica a los cantos sagrados del imán. De la misma manera iremos asistiendo a lo largo del relato a muchos momentos en los que la cámara se detiene a contemplar los cantos, rezos y ceremonias de los monjes. Estas situaciones están esparcidas entre los diferentes avatares de los acontecimientos dramáticos, como pausas en el curso de la historia, en las que los monjes se entregan a la trascendencia, donde participan de la realidad total, sagrada, que es –iremos entendiendo con el correr de las acciones- justamente lo que les permite soportar los padecimientos terrenales y a partir de lo cual todo cobra un sentido último. Pocas veces en la historia del cine se le ha dedicado tanto tiempo a esas prácticas espirituales, y es un gran mérito que estén tan bien logrados y sobre todo tan bien ensamblados en el relato. Pero no son solo esos los momentos destacados del films, sino que hay muchos, y entre ellos hay dos que se destacan particularmente, tanto por su belleza como por su contenido simbólico, que es lo que a fin de cuenta más importa, ya que allí es donde reside el valor de toda obra de arte. El primero es uno que tiene como protagonista exclusivo a Christian (Lambert Wilson) y transcurre inmediatamente después de la segunda de las reuniones que los monjes mantienen con la intención de resolver qué hacer frente a la situación que se les presenta. Algunos proponen quedarse junto a la comunidad, otros en cambio plantean la posibilidad de volver a Francia. Christian, en su rol de prior, dice que aún no es tiempo de decidir. A continuación lo vemos caminar en medio de un rebaño (detalle significativo, por cierto), por un terreno empinado. Luego lo hace por una pradera, hasta que finalmente lo vemos llegar a lo que parece ser un río, o una laguna tal vez. Sobre la orilla hay una serie de rocas, y en una de ellas se sienta. Cuando lo hace, la composición del plano y la iluminación hacen que su figura se convierta en una roca más, o sea que su figura se funda con el todo del paisaje. Y luego de un corte pasamos a unas panorámicas de las montañas que se combinan con unos reflexivos primeros planos del protagonista. Todo esto tiene un innegable aire de western. La inmensidad del paisaje y la soledad y los dilemas existenciales del héroe nos hacen pensar en ese género cinematográfico fundamental, y dentro de él en el nombre propio de John Ford. Un pasaje del libro El tiempo del héroe, de Núria Bou & Xavier Pérez, en el que los autores se dedican a analizar La diligencia nos puede ayudar a clarificar un poco más lo que queremos decir sobre el fragmento particular del film de Beauvois y su aire de western. Escriben Bou y Pérez: “La irrupción del paisaje gigante y primitivo no deja de contribuir a la concepción contemplativa que el western de John Ford adopta como clave estilística. Porque la magnitud de un paisaje empequeñece de esta forma al ser humano está en las antípodas del cine de acción, un cine en que la figura humana en movimiento siempre resultaba privilegiada en relación al decorado. Monument Valley tiene, en La Diligencia y el resto de los westerns de Ford, algo de sagrado y de inmutable, una concepción orográfica del sentimiento que conecta con una intangible sed de religiosidad”. Y más adelante agregan: “La relación entre los héroes y el cosmos no genera ningún totalitarismo de la acción antitética: el héroe y el espacio se indiferencian, devienen una sola cosa, viven inmutables en el tiempo, en una concepción existencial próxima al individualismo del budismo zen”. Tranquilamente podríamos definir la situación de Christian con casi las mismas palabras, sólo que por la propia historia y las intenciones del film del que forma parte tenemos que agregar algo más. Porque toda esa sed de religiosidad y esa unión con el cosmos que está latente en los films fordianos se vuelve concreta en una película como De dioses y hombres , cuya raíz cristiana la lleva a poner al héroe un poco más allá. Christian había decidido retirarse a pensar para decidir qué hacer frente a la particular y extrema situación que le toca vivir tanto a él como a sus compañeros. Y lo hace –como tan bellamente nos lo muestra la cámara de Beauvois- perdiéndose en la totalidad de cosmos, religando con la creación, y siguiendo, podríamos decir, aquellas palabras de San Bernardo: «Se aprenden muchas más cosas en los bosques que en los libros; los árboles y las rocas os enseñarán cosas que no podríais oír en otro sitio». Ese aprender, es ni más ni menos, llenarse de Dios. Y una vez lleno, Christian regresa al monasterio y escribe una carta que intuimos importante, pero cuyo contenido recién conoceremos mucho más adelante, cuando su voz en off le ponga esperanza al terrible final. Ese escrito hace explícita la decisión que Christian tomó en su particular retiro, cuando optó, como le dice luego a un dubitativo compañero, “quedarse en el amor” (en las buenas películas todas las escenas dialogan entre sí). Aquí vale aclarar que “amor” es tomado en sentido cristiano, y no simplemente a modo romántico. El otro momento destacado, y que es en sí el climax del film, llega en la última cena (nada menos) que los monjes comparten antes de sufrir el ataque de los terroristas. Mientras el resto espera sentado, Luc (un Michael Londsale al que todo elogio le es injusto) acerca a la mesa dos botellas de vino y decide poner música: El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Ya todos parecen intuir el final, por eso, sin decirse nada, se entregan a disfrutar de los últimos instantes de amistad, y por ello se incluye la presencia del vino, que como un sabio escribió no hace mucho “representa la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación”. Estos hombres que hemos visto vivir día a día en el servicio, la oración y la austeridad, parecen por primera vez permitirse un festejo no opulento pero sí placentero, que no otra cosa son ese vino y esa música no sacra. Y lo hacen en el momento de la despedida. Pero lo extraordinario de la escena no radica sólo en las sensaciones encontradas que transmite (la felicidad en la celebración de la amistad y la tristeza de saber que es también un adiós) sino sobre todo en su trasfondo simbólico. Recordemos que hacia el desenlace de El lago de los cisnes, Sigfrido y Odette deciden sacrificar sus vidas para vencer a Rothbart, que es, ni más ni menos, que la representación del mal. Y que además de conseguir así la eternidad juntos, consiguen también liberar al resto de los cisnes. Los monjes, consagrados juntos al mayor de los amores, embriagados de él, se entregan al sacrificio, al martirio, ganándose seguramente la eternidad, y con la esperanza de que por medio de ese gesto su comunidad (el resto de los cisnes) pueda permanecer a salvo. Volvemos así al tema de la significación del amor. Si en el ballet citado hay una visión romántica, aquí, en este momento concreto de la última cena, su sentido se resignifica por medio de una óptica cristiana. Cabe aquí recordar que hacia el comienzo de la película, justamente Luc le explicaba a una joven qué era el amor y cómo él se había enamorado muchas veces hasta que una vez encontró un amor definitivo (una vez más: en este film las relaciones entre las distintas escenas es constante). Podríamos resaltar unos cuantos momentos más. Y en todos ellos destacaríamos el mismo mérito: la capacidad del director de dotar a sus imágenes de dramatismo y significado sin caer en la obviedad ni la alegoría, y sobre todo sin caer en didactismos o catecismos de segunda. Xavier Beauvois ha logrado una de las mejores películas explícitamente católicas que se hayan hecho. Pudo rendirles un merecido homenaje a los monjes reales, y también supo imprimir en la eternidad del arte una obra capaz de sostenerse por sus propios méritos estéticos y espirituales.
¡ES UN HOMBRE DISFRAZADO DE MONO! La ganadora del premio máximo en el último festival de Cannes se presenta en el circuito comercial local y brinda la posibilidad de acercarse a uno de los cineastas que más ruido y alabanzas ha despertado en los últimos años. ¿Un autor novedoso o un director más entre los muchos que transitan los circuitos de exhibición alternativa? ¿Una film misterioso o una película arbitraria? Si pasamos por alto que Tropical Malady, película anterior de Apichatpong Weerasethakul, fue exhibida en el Malba el pasado año, es recién ahora, con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, que el festejadísimo director tailandés llega a las pantallas argentinas por fuera del ámbito del BAFICI. Es por esto entonces que este estreno comercial ordinario es saludado como uno de los grandes eventos cinematográficos del año, como un hecho cultural importante, ya que finalmente el público masivo tendrá ahora más chances de acceder a la obra de un director que en el mundo viene siendo premiado y celebrado como la última gran novedad de oriente, esa zona del mundo que tanto impactó en la ultima década y media a la crítica de cine occidental (por cierto, ya es hora tal vez de revisar algunos nombres y obras de este “fenómeno oriental”, separar la paja del trigo y ver qué queda realmente como valioso y relevante ahora que ya ha pasado un buen tiempo desde la euforia inicial del descubrimiento). Este evento destacado merece entonces un abordaje particular, que se da ante cada estreno de una cinta de este tipo, e incluye en primera instancia una especie de actitud protectora que deriva en una serie de avisos para el público. O sea que más allá de la lectura que se hace de la película, es necesario avisarle a los posibles espectadores que verán algo distinto a lo que están acostumbrados, que tendrán que suspender la lógica adquirida mediante las formalidades narrativas del cine norteamericano, y que deberán estar dispuestos a dejarse seducir por este objeto estético distinto. Podrá decirnos alguien que lo que deberíamos hacer aquí es una crítica de la película y no una nota sobre la manera en que es recibida o tratada por los especialistas, y es verdad. Pero por algún lado hay que empezar, y creemos que es importante hacerlo por aquí y de esta manera, ya que así arribamos a un punto fundamental: la supuesta novedad de las formas narrativas y de puesta en escena que emplea Weerasethakul, algo que creemos totalmente falso. Si bien es innegable (por obvio) que una película como El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no se parece en nada a la mayoría de los estrenos comerciales, es igualmente innegable (¡y también obvio!) que los tiempos empleados en la duración de los planos, la fijeza de los mismos, y la total ausencia de progresión dramática no pueden ser considerados a esta altura como algo nuevo (una valor ya de por sí bastante sobrevaluado). Desde hace décadas que existen propuestas que intentan romper con la narración más clásica, y sin necesidad de irnos tan lejos, cualquiera que asista al BAFICIi puede encontrar cientos de propuestas que tienen más que ver con las maneras empleadas por este director tailandés que las usadas por el cine de mayor distribución. Probablemente Weerasethakul sea un poco más extremo, y además sume ciertos aspectos que devienen de su propia identidad cultural y nacional, pero eso no es suficiente para decir que lo suyo es algo “nuevo”, “original”, “distinto”, porque además –es hora de decirlo y aceptarlo- así como existe una serialización y estandarización en el cine mainstream, hay también una uniformidad en las propuestas denominadas “alternativas”, “arriesgadas”, o vaya uno a saber cómo, y que encuentran su lugar en los festivales y circuitos alternativos. Que a ellos asista menos público que a las redes comerciales nada importa a la hora de emitir un juicio estético, ni vuelve más novedosa a ninguna película. Decíamos además que la novedad (que para colmo acá no es tal) como valor está sobrevaluada, porque en definitiva lo que importa –lo que importó siempre y que seguirá importando cuando el último director del país más remoto sea descubierto como el nuevo genio del cine- es el para qué de las elecciones estéticas. Así que dejemos de lado si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas puede representar una experiencia novedosa o no, y vayamos a ella (siempre hay que ir a las cosas, decía alguien), tratemos de penetrar su superficie, de leerla, de ver cuál es el fondo o el centro de esta historia en la que un hombre enfermo espera su muerte en el norte de Tailandia, junto a su sobrino y su nuera, y ante la aparición de su mujer muerta y de su hijo, perdido hace muchos años, que vuelve convertido en una especie de simio de ojos rojos brillantes. Estos últimos personajes aparecen como si nada, en medio de una charla, y no generan ningún tipo de pico dramático, sino que tal situación nos es mostrada casi con total normalidad. A partir de allí se irán sucediendo diferentes situaciones tan particulares como esta (en realidad desde antes, porque la secuencia inicial ya lo era) y que son mostradas también con el mismo estilo. No hay tampoco necesariamente una relación causal lógica entre las situaciones que van surgiendo. Ante esto –más allá del extrañamiento, fascinación o aburrimiento que puede generarnos- nos preguntamos por su sentido, o su fin para ser más exactos. Como es inevitable frente a un arte representativo, nos preguntamos si lo que vemos es parte de un algo más que no podemos ver en su totalidad y necesitamos completar por nuestra cuenta. Y es en esta instancia donde lo misterioso se presenta. Sin embargo cuando lo que se nos presenta a la vista es burdo, simplemente charlado, cerrado en sí mismo, y desde su primera aparición delata su total otredad para remarcar una diferencia ontológica con respecto a lo real-cotidiano (en este caso los personajes humanos vivos, por decirlo de alguna manera) el resultado nunca es misterioso, sino una alegórico y arbitrario. Y aburrido, desde ya. No hay nada de misterioso en esta película, sencillamente porque desde un primer momento se deja al descubierto que cualquier cosa es posible, que puede aparecer todo tipo de criatura, que pueden suceder hechos sin necesariamente responder a una sucesión lógica y que el plano de lo real- cotidiano será todo el tiempo interferido por otros planos (¿fantásticos?, ¿míticos?, ¿místicos?, cualquiera puede ser, por eso no es ninguno). Es como que se le avisa al espectador que va a ver algo raro y misterioso, sin generar suspense (herramienta fundamental del cine en este sentido). Por eso el misterio jamás puede hacerse presente. El punto más claro al respecto es aquella secuencia en la que una princesa es poseída por un pez. Notamos que tal situación sucede en otra época a la que vive el protagonista. Posiblemente -no es seguro- estemos presenciando algún acontecimiento de alguna de sus vidas pasadas, pero poco importa ello porque la secuencia está concebida de tal manera que adquiere un peso propio que la aísla del resto (procedimiento común en toda la película). Lo que esta secuencia intenta es injertar en medio de la película un episodio mítico puro, y como tal intención siempre falla en las artes plásticas, y en el cine en particular, tal relato cae en una simple ilustración, en una alegoría que fija un episodio mítico concreto del cual es imposible extraer un sentido concreto, y menos aún si buscamos que tenga algún tipo influencia sobre la totalidad de la película. Es por esto que además resulta tan complicado encontrar en alguna de las críticas elogiosas producidas alrededor del mundo una mirada que ensaye una lectura o un abordaje hermenéutico más o menos serio. Todas se quedan en la descripción de una supuesta novedad y de un supuesto halo misterioso (quien quiera ver qué es lo misterioso y cómo se pueden juntar lo mítico y la realidad-cotidiana en un relato cinematográfico deberá remitirse, por ejemplo, a La última ola, de Peter Weir); no si antes mencionar que hay referencias a la vida, la muerte, la reencarnación, el budismo, la naturaleza. Esas cosas son mencionadas, pero el asunto es ver cómo son tratadas, y mediante que símbolos de la puesta en escena esas cuestiones se van desarrollando. En definitiva la película de Weerasethakul es una seguidilla de ideas que se hilvanan de manera arbitrarias en busca de Dios sabrá qué efecto sensual, sensitivo, o físico. Y ahí ni siquiera queda lugar para la polémica. Alguno podrá decir que se siente fascinado por la superficie de esas imágenes raras e inusuales; otros, que caen en el tedio ante tanta arbitrariedad y lentitud. Lo seguro es que en definitiva nadie podrá ir más allá de esas consecuencias físicas, porque la película en sí que no ofrece nada más allá de su superficie. Un hombre que aparece burdamente disfrazado de mono no es ningún misterio. ¡Es un hombre disfrazado de mono!
SIN LUGAR PARA LOS HÉROES Tomando como punto de partida una pandemia muy parecida a la de la Gripe A, esta ópera prima se presenta como una interesante aproximación nacional al cine de género norteamericano a la vez que marca diferencias a partir de su propia mirada sobre los personajes y la consecuente visión del mundo que ello implica. Si tuviéramos que señalar de manera sucinta los aciertos y virtudes de este primer film de Nicolás Goldbart, tranquilamente bastaría con hacer referencia a sus minutos iniciales. En un supermercado prácticamente vacío nos encontramos con la pareja que encarnan Daniel Hendler y Jazmín Stuart; con un par de gestos y palabras (y la interacción con algún producto, material que siempre será fundamental a lo largo de la película) entendemos buena parte de las característica de los personajes y, sobre todo, la forma en que se relaciona la pareja. Cuando se disponen a pagar sus compras, repentinamente comienzan a escucharse gritos y a verse gente que entra corriendo al supermercado. La situación, que hasta el momento no salía de los carriles de la cotidianidad, se vuelve particular y extraña, hasta misteriosa. Una vez fuera del supermercado, notamos que la situación es caótica, y sin embargo la pareja se muestra ajena, centrada exclusivamente en charlas y discusiones de índole doméstica. Todo esto vuelve muy atractivos e interesantes a estos primeros minutos debido al contraste que se produce entre el mundo íntimo de la pareja, con sus particulares preocupaciones y su propia dinámica, y el mundo exterior que va adquiriendo un tono entre fantástico y de ciencia ficción. Es a partir de este cruce que Fase 7 va ingresando –de manera efectiva y elegante- en el terreno del cine de género. No es un logro menor para el cine argentino, al que tanto le cuesta encarar propuestas de este tipo de manera seria (y esto de ninguna manera significa carencia de humor). Aquí, el manejo de la puesta en escena y del ritmo de las primeras escenas denotan un cabal conocimiento de ese tipo de cine, tanto de sus procedimientos formales como de sus potencialidades expresivas. Así, este comienzo, con el enfrentamiento entre un micromundo particular y un contexto específico y extraño, contiene aquello que conforma el centro del film: la forma en que los seres humanos se relacionan entre sí y con el ambiente en medio de una situación extrema. Aquí dicha situación se produce por la aparición de una pandemia mortal que ataca en el mundo entero. Debido a esto, el edificio en el cual vive la pareja protagonista es puesto en cuarenta, hecho que obliga a sus habitantes a organizarse entre ellos, interactuar, ayudarse o enfrentarse. A medida que la historia avanza, los vecinos irán mostrando sus verdaderos rasgos (patéticos en casi todos los casos). Desde el paranoico y preparado hombre de acción interpretado por Yayo, pasando por dos hombres cobardes cuyo único propósito es complotar para sacarle los bienes a otro, hasta el personaje que interpreta Federico Luppi (un señor mayor y tranquilo que se revelará también como un violento hombre de acción) todos representan de alguna manera posibles formas de ser que Coco (Hendler) puede asumir. Cada conducta, como suele suceder en los relatos de este tipo, son posibles caminos que el héroe de la historia puede tomar o evitar, mientras construye el propio, que no sólo llevará a la resolución de la historia sino que hará que se produzca en él un cambio. La particularidad del posible héroe de Fase 7 (Coco) es que no tiene ninguna intención de ir más allá de su departamento, disfrutar de lo que tiene y esperar que las cosas se resuelvan por sí solas, sin ningún tipo de intervención de su parte. Las únicas cuestiones que pueden demandar su atención son las relacionadas a su mujer embarazada, que por otro lado se muestra en dos ocasiones más solidaria que él con uno de sus vecinos. Sin embargo, la presión del contexto obliga a Coco a tener que salir de su propio mundo e interactuar con los demás. Claro que en ningún momento muestra compromiso alguno, salvo hacia el final, cuando siente que su propia mujer está en peligro. Es el momento en el que se produce un cambio en el personaje, pero que sin embargo es circunstancial. Si ese hecho debería ser un punto de quiebre del personaje, una transformación de su ser, esta posibilidad será mostrada como imposible cuando minutos después se niegue a hacerse cargo de la hija de su vecino, que le pide eso como última voluntad luego de mostrarle una posible salida y asegurarle provisiones. Este hecho es fundamental, porque marca la (a)moralidad del personaje, y también la mirada general desde el que está contado el film. Mucho se ha dicho de la relación que hay entre Fase 7 y cineastas como John Carpenter y Howard Hawks, y si bien no es descabellado pensar en esos nombres al ver ciertas resoluciones formales, ambientes y hasta climas (y esto habla bien de la película), también es cierto que su visión del mundo es totalmente opuesta, sobre todo de la de Hawks, cuyo cine –entre una larga lista de cosas- es el cine heroico por excelencia. Fase 7 , por el contrario, descree totalmente del heroísmo y se aproxima mucho más a una visión cínica, en la que solo hay lugar para la miseria en las conductas de los hombres, y donde nadie es capaz de asumir un rol caritativo, ordenador y superador. Y esto en última instancia termina atentando contra el resultado final de la película, porque -entre otras cosas- el cinismo es enemigo de la emoción y la aventura, y las anula completamente.
LA PASIÓN DE REE Escapando de algunos de los vicios que más afectan a las producciones independientes norteamericanas, Lazos de sangre (Winter´s bone) se presenta como un particular e inquietante thriller –bien logrado- en el hacen equilibrio lo sórdido con lo misterioso, y en medio del cual se erige le excepcional figura de su protagonista. Ree Dolly es una joven de diecisiete años que vive en una precaria casa junto a sus dos pequeños hermanos (un niño y una niña) y una madre enferma. La escasez de alimentos, y el frío invierno que se vive en la región de las montañas Ozark (Missouri, interior profundo de los Estados Unidos) terminan de completar su sombría realidad. Pero como siempre todo puede empeorar, un día se entera de que su padre (desaparecido desde hace algunas semanas) dejó como garantía de su fianza la propiedad, y si no se presenta en breve frente a la justicia, será expropiada. Debido a esto, Ree debe emprender la busca de su padre, y tal empresa es lo que da origen a la narración de Lazos de sangre, que es a su particular modo un thriller, un retrato sobre las miserias y la sordidez de una región particular y también, yendo al sentido más profundo, un relato de iniciación y, sobre todo, la representación del martirio sufrido –y asumido- por un ser excepcional: Ree. La condición esencial de toda figura heroica es la de preguntar. Esto, claro, no siempre tiene que ser literal, sino que puede estar traducido en diferentes tipos de acciones, pero en esencia el preguntar es lo que impulsa la tarea del héroe. O para decirlo de una manera más clara: el héroe (heroína en este caso) es quien busca que la verdad termine por revelarse. En Lazos de sangre esto es literal, ya que Ree tiene que ir preguntando a los diferentes conocidos y allegados (muchos de ellos familiares) si saben dónde está su padre, o qué pasó con él. Claro que esta insistencia en saber incomoda a todos y deja entrever (al menos parcialmente) la miseria moral que reina en la zona. Lo que va encontrando la protagonista en su camino es una red de mentiras y ocultamientos que van imprimiendo suspense al relato, transformado lo que en principio se presenta como una película de estilo Indie (lenta cadencia, registro realista, minimalismo) en algo más. Y ese algo más está en gran medida dado por el fuerte fuera de campo que se instala: la figura del padre de Ree (Jessup), su paradero o la posibilidad de que esté muerto, las razones de su desaparición, la identidad de los responsables y el verdadero funcionamiento de una comunidad que por momentos parece actuar como una terrorífica sociedad o secta secreta, constituyen un gran misterio, otro mundo del cual apenas podemos ver (junto a Ree) destellos. Si lo que vemos es pura sordidez y violencia, lo que no vemos se vuelve aún más fuerte, por inquietante, pero también porque lo sospechamos más importante, fundamental. Y es justamente este excelente uso del fuera de campo (exclusiva y esencial herramienta de la estética cinematográfica) lo que atraviesa el relato para darle sostén y llevarlo hacia un lugar más rico que el que suelen presentar varias de las producciones de carácter independiente que optan por quedarse en el minimalismo y el esteticismo (ya sea este artificioso o realista, lo mismo da). Estos elementos son los que además permiten que Lazos de sangre se aparte del retrato sociológico y de la denuncia, para establecer reglas propias y dar lugar a un mundo concreto y particular, que no es otro que el propuesto en y por el propio film. Si bien puede llegar a tocar ciertas cuestiones sobre la realidad de esa región de Missouri, este aspecto está integrado a una totalidad mayor: la propia película. Y en medio de todo esto está Ree, figura a partir de la cual el relato cobra sentido, porque en definitiva si de algo trata el film es sobre su condición excepcional y del sufrimiento que ello le genera. El camino que emprende está lleno de instancias que la conducen a lo más bajo, a sufrir psicológica y físicamente la violencia en la que todos los habitantes de la región viven. Sin embargo, Ree jamás pierde su inocencia, y eso es su excepcionalidad. Es inocente porque no está contaminada por ese otro mundo que antes mencionábamos, ese que está fuera de campo y en el que todo el resto también habita. Ese mundo que no vemos, terrible, origen de todo mal, es un lugar al que Ree nunca accedió y pese a todo lo que vive, jamás accederá. Ella ofrece su sufrimiento en pos del bienestar de sus hermanos y su madre. Es todo caridad, y pese a que en un par de ocasiones le diga a otro personaje que ella es una “Dolly (su apellido) hasta los huesos”, simplemente es alguien distinta. Y más allá del significado que la frase tiene en la línea argumental del film, ésta también funciona en otro nivel. Es una frase cuya función es polémica, ya que en realidad su verdadero sentido es opuesto. Ree no es igual a su padre ni su tío Teardrop (hermano del primero), ella no está contagiada por el mal, y si esa frase es puesta en su boca es para que pensemos justamente en ello. Si ya hemos visto que ella, claramente, no es igual a su familia, escuchar esas palabras nos hace pensar en una contradicción de sentidos, y una vez entendido esto, terminamos de comprender que lo buscado por la directora es reforzar la singularidad de la heroína. La última escena, sutil, bella, triste y paradójicamente también luminosa, termina por concluir el sentido de todo el film y la condición de su personaje principal. Una vez resuelta la urgencia (mantener la casa para sus hermanos y madre), incluso con algún rédito más (acontecido en otro misterioso fuera de campo) Teardrop se pone a tocar el banjo de su hermano. Luego de hacer sonar torpemente algunos acordes, confiesa que era su hermano el que realmente sabía tocar. Después le dice a Ree que ya sabe quién mató a Jessup. Minutos antes, el mismo personaje había dicho que nunca debería saber eso porque en caso de averiguarlo tendría que pagar con su vida. Así entonces, al decir que lo sabe, no hace otra cosa más que despedirse, ya sea para ir a vengar a su hermano y luego ser víctima de una posterior venganza en su contra, o para simplemente esperar que vengan a por él. Y al partir deja el banjo, que ahora está cargada de significado. Ya no es un simple instrumento, sino que pasa a simbolizar toda la miseria familiar a la cual Teardrop (que primero se presentó como un personaje opuesto a su sobrina para finalmente ayudarla) ya no puede escapar, y que siempre estará ahí, latente, pero de la que Ree, como decíamos, es capaz de mantenerse apartada. Su inocencia y caridad la mantienen a salvo. Así lo hemos visto a lo largo de todo el film, que a fin de cuentas no es otra cosa más que la historia de su pasión.
EL ASESINO EN SU LABERINTO Luego de su festejada primera película –Control- el director holandés se embarca en un particular relato policial centrado en la figura de un asesino profesional que intenta dejar atrás su pasado para empezar una nueva vida. La película, llena de aciertos y aspectos interesantes, se ve en última instancia afectada por un final que entra en contradicción con todo lo que había construido. Los primeros minutos, en un frío, blanquísimo y aislado pueblo de Suecia, vemos dos escenas que son principalmente introductorias, y que sirven para presentar al personaje principal (el asesino que encarna George Clooney) y también para dar inicio a la trama que se desarrollará en toda la película. En primera instancia, vemos en el interior cálido de una cabaña, al protagonista junto a una bella y desnuda mujer. El clima allí es tranquilo, relajado; la atmósfera exacta que se genera entre dos personas que acaban de compartir su intimidad y a las que nada exterior parece afectar. Luego salen de la cabaña para encontrarse con el frío panorama exterior. Mientras caminan por la nieve, notan unas huellas, lo que despierta inquietud en el hombre. Al instante se escuchan disparos, por lo que deben refugiarse tras unas piedras. Allí, el protagonista saca un arma y mata a quien les estaba disparando. Luego, sin dudarlo, con una frialdad atroz, se deshace también de la mujer con la que minutos antes habíamos visto en la cabaña. A partir de estos acontecimientos, por la inseguridad que le genera el hecho de que hayan atentado contra él, es que el protagonista (que usa los nombres de Jack y Edward) terminará refugiado en un pueblo de Italia, con la supuesta ayuda de otro hombre, encargado de asignarle los trabajos y brindarle seguridad. Pero en esos minutos iniciales –que suceden antes de los títulos- no sólo asistimos al comienzo de la excusa argumental del film, sino que también vemos allí todo un despliegue de elementos que signan el destino del protagonista, que anticipan la relación que éste mantiene con el mundo y que determinan –una vez puestos en simetría junto a escenas posteriores- la evolución o no de este personaje en cuanto a su posición ética, moral, o religiosa. Como decíamos, el protagonista debe refugiarse debido al incidente ocurrido en Suecia, por lo que su “superior” le facilita un auto y otros útiles para que se oculte en un pequeño pueblo de la zona de Abruzzo. Solitario y desconfiado, decide cambiar de idea y en lugar de ir al pueblo indicado, toma camino hacia otro: Castel del Monte. Allí se hace pasar por fotógrafo y se contacta con su superior, quien le asigna un nuevo trabajo: fabricar una sofisticada arma de fuego para una inquietante mujer –asesina profesional igual que él- que lo visitará en tres ocasiones en las tierras italianas. Y, lo más importante: entabla relación con el cura del pueblo (Paolo Bonacelli), y con una bella prostituta, llamada Clara (Violante Placido). Si no nos equivocamos, la cuestión central del film es la dualidad que se plantea a través de lo que representan estas dos relaciones. Ambas constituyen una posible salida para el laberinto sórdido y violento – y que parece haber agotado su ser- en el que vive Jack/Edward. El sacerdote, con sus constantes charlas, le ofrece la salvación trascendental, acercarse al Cielo; mientras que Clara, una vez superada la etapa de cliente-prostituta, se constituye como la salida terrenal, esto es: la posibilidad de empezar una nueva vida en compañía. Ambos casos (que no deberían ser necesariamente contradictorios) son posibilidades para salirse de su laberíntica existencia. Si nos referimos a esta figura tan simbólica (la del laberinto, claro está) es porque la puesta en escena misma nos lleva a ello. Las características de Castel del Monte, sus intrincadas calles, la angostura de las mismas, etc. son el correlato visual perfecto de esa situación del personaje que parece estar atrapado sin encontrar la salida. Y algo más: ese laberinto es creado por él mismo, por sus acciones y decisiones. La película nos lo muestra con un par de resoluciones ejemplares. Por un lado, por medio de algo que ya hemos citado antes: el hecho de que Jack/Edward, por propia voluntad, decide ir a ese pueblo específico; y por otro, con la constante paranoia y desconfianza con la que vive. Casi nunca lo vemos tranquilo, sino que su postura es siempre tensa debido al estado de permanente alerta en el que vive. A su vez, la expresión de su rostro lo muestra angustiado frente a esa situación. Todo esto son objetivaciones, expresiones simbólicas del encierro en el que vive el personaje, y al que él mismo se arroja. Algo más al respecto: gran parte de las acciones se enfocan en el delicado trabajo que Jack/Edward lleva adelante para fabricar el fusil que le encomendaron (aunque decir fabricar no es justo, ya que la fina labor artesanal, la delicadeza y la precisión con la que finalmente consigue un objeto de características únicas, nada tiene que ver con la fabricación industrial). Esto, lejos de ser una mera pérdida de tiempo narrativa, nos muestra cómo todas las capacidades propias del personaje terminan reafirmando ese laberinto, ya que hacia el final veremos que el fin exclusivo del arma es ser utilizada –circularmente- en su contra. Como decíamos antes, a Jack/Edward se le presentan dos posibles salidas, encarnadas por las dos personas con las que es capaz de establecer una relación más o menos confiable. La ofrecida por el Padre Benedetto es finalmente rechazada por el protagonista en una escena excelentemente resuelta, que transcurre casi en penumbras mientras el sacerdote le ofrece escuchar su confesión; ante la negativa del protagonista, que a su vez da a conocer que sabe que el cura tiene un hijo, Benedetto termina confesando él mismo sus pecados para luego hablar de verdadero arrepentimiento, y de las posibilidades de redención, y de tener amor. Esto último para Jack/Edward, a diferencia de lo propuesto por el cura, que por supuesto incluye a Dios, sólo puede ser interpretado de manera terrenal: para él la salvación es Clara, a quien –superando la desconfianza inicial- le propone escapar juntos. Es la mujer la posibilidad de empezar una nueva vida en este mundo, dejar atrás la soledad y hacer de su existencia algo distinto. Esta elección es remarcada cuando Jack/Edward se encuentra con Clara en una procesión, y mientras todos los asistentes están de frente hacia la figura de la Virgen que es llevada por las calles del pueblo, él se pone de espaldas y mirando a Clara para proponerle irse juntos. Es en este preciso momento en el que el laberinto parece volver a cerrarse, cuando en medio de la propuesta irrumpe un disparo (o dos), justamente proveniente del arma diseñada por Jack/Edward. Como puede apreciarse, hay un muy buen trabajo del director Corbijn en cuanto que ofrece toda una interpretación simbólica a partir de la puesta en escena, que, para dar otro ejemplo, en esta secuencia citada nos hace pensar en su par inicial ya que la disposición en cuadro de los personajes nos remite a ella. Arriba a la derecha se encuentra quien dispara al protagonista, mientras que abajo y hacia la izquierda se encuentra el protagonista con una mujer. La diferencia radica en las acciones del personaje de Clooney, que en principio, luego de librarse del asesino, lo hacía también de la mujer que lo acompañaba, mientras que ahora –buscando dejar atrás su modo de vida- la protege. Hay un cambio en el comportamiento ético del personaje, impulsado por una necesidad de salvación que él sólo entiende posible a través de su amor por Clara. Sin embargo, no le será suficiente. Se hace imprescindible aquí hacer referencia a la resolución final del film. Luego de asesinar a la mujer que atentó contra su vida durante la procesión, y de hacer lo mismo con su superior (quien al final de cuentas era su oculto enemigo), Jack/Edward, herido de bala, se lanza a buscar a Clara, a quien le había dicho de encontrarse en un secreto lugar, que no es más que un rincón de un bosque, al lado del un río. Ese lugar, al que en principio había elegido como sitio de prueba para el arma que debía entregar, parece ser descubierto sólo por él y representa de alguna manera un paraíso terrenal hecho por y para él. Así se lo dice Clara cuando llega allí por primera vez. Por supuesto que es un paraíso imperfecto, una falsa salida del laberinto, y que está manchado por la violencia (los pecados o el pasado, según se prefiera entender) de Jack/Edward; como prueba tenemos el momento en el que Clara pisa, dentro del río, el capuchón de una bala utilizada por el asesino profesional en una de sus pruebas. Y es un lugar en el que debido a la paranoia y desconfianza a la que ya nos habíamos referido, ni siquiera puede disfrutar de su relación con la mujer de la que se ha enamorado. Es entonces hacia este mismo lugar que se dirige con su último aliento, para encontrar allí, en su imperfecto paraíso terrenal, a la mujer amada. Sin embargo, al llegar, muere. Lo que él había elegido como salida, no fue tal, y termina encerrado en su laberinto. La historia de este film es la de una imposibilidad. La del protagonista que no logra concretar lo que él había entendido como posible redención terrena, y que había elegido por sobre la redención eterna. Queda el plano final. Un plano grosero y cursi, que involucra un paneo hacia arriba y la imagen de una mariposa volando, también hacia arriba. Este insecto no puede más que ser asociado a la figura del protagonista –entre otras cosas porque tiene tatuada una en su espalda, y porque Clara lo llama Sr. farfalla- y el hecho de que aparezca inmediatamente después de su muerte no hace más que indicar que se trata de su alma que asciende, junto a la cámara. Todo esto entra en total contradicción con lo que el film había expuesto en su desarrollo. En primer lugar porque, como hemos dicho ya, la elección de Jack/Edward involucra sólo lo terrenal, en rechazo de toda posibilidad de salvación según lo entiende la religión, de la cual descree. Si esto es así, ¿por qué ese paneo ascendente y la mariposa volando hacia arriba? Tal vez el director decidió él mismo salvar el alma de su personaje, contradiciendo todo lo que había planteado anteriormente. Hay aquí, por lo menos, falta de rigor. La salvación, o la salida, que buscó el personaje nunca fue hacia arriba (en lo trascendental y hacia Dios), sino hacia adelante (en el plano histórico-terrenal y por medio de Clara), y que su busca haya resultado un fracaso no significa que el director deba compensarlo ofreciéndole la primera de las opciones, que por haber sido rechazada ya resulta imposible. No se tata de juzgar por nosotros mismos al personaje y sus decisiones, sino de referirnos a las decisiones estéticas del director, muy interesantes y ricas en casi toda la película, pero totalmente desacertadas -por contradictorias con respecto a la totalidad del film- en el final.